El sabor prohibido del jengibre (35 page)

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Authors: Jamie Ford

Tags: #Novela

BOOK: El sabor prohibido del jengibre
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—Creo que me gusta venir aquí de vez en cuando y recordar con mi saxo. Pensar en los viejos tiempos. —Sheldon le hizo un guiño a Henry, que no se sintió con ánimos de sonreír. Aquellos tiempos habían pasado. Las cosas eran diferentes. «Yo soy diferente.»

—Por lo que parece vuelves a casa con las manos vacías, ¿no? —dijo Sheldon en un tono que era mitad pregunta, mitad afirmación, como si la obvia tristeza de Henry en su camino de vuelta a casa desde la estafeta de correos pudiese ser mejor de esa manera.

—Supongo que no acabo de entenderlo. Creía que nos escribiríamos más. ¿Está mal que lo crea? Sé que está ocupada. En su última carta decía que ahora va a la escuela, que practica deportes, incluso que forma parte del grupo que prepara el anuario escolar. —Henry se encogió de hombros—. No creía que fuera a olvidarse de mí tan pronto.

—Henry, es imposible que te haya olvidado. Te lo garantizo. Quizá sólo sea que tiene más cosas que hacer, que esté más ocupada, con más de diez mil japoneses todos apretujados en un mismo lugar. Es mucho peor de lo que haya podido ser en aquella escuela sólo para pijos blancos a la que ibais.

—Al menos estábamos juntos.

—Estabais juntos, y eso era muy bonito —dijo Sheldon—, No te preocupes, ella acabará por volver. Mantén la fe. Continúa escribiéndole. Deja que te diga que el tiempo y la distancia son cosas muy duras de enfrentar. Te lo digo como alguien que ha venido hasta aquí desde el sur. Las relaciones personales son algo muy difícil. Cuesta mucho mantenerlas. Pero no renuncies, algo bueno saldrá de todo esto. Las cosas tienen su propia manera de resolverse para bien, ya lo verás.

—Desearía poder tener la misma fe que tú.

—Fe es lo único que tengo. La fe te lleva a salir de la oscuridad. Venga, márchate. Ve a casa y ocúpate de tu madre. ¡Que tenga un buen día, señor!

Henry se despidió, con el pensamiento puesto en si debía intentar verla de nuevo. Entonces pensó en cómo debía ser la vida de Keiko ahora mismo. En lo maravilloso que debía ser para ella asistir por fin a una escuela donde sólo había chicos japoneses, todos como ella. Una comunidad entera que crecía en el desierto. ¿Quizás había allí más cosas de las que él podía ofrecerle? Quizás estaba mejor allí. Quizá.

—Buenas noticias, Henry. —La joven empleada china se apartó un mechón de pelo de los ojos y le ofreció el sobre manchado con las dos manos—. Al parecer sí que te tiene afecto después de todo.

Henry alzó la mirada y cogió el sobre. Le pareció detectar la sombra de un suspiro. «Gracias», fue todo lo que pudo decir. Habían pasado tres semanas desde la última misiva. Se había sentido cada vez más inquieto y en ocasiones había supuesto que acabaría recibiendo la inevitable carta de «Querido John», la temida nota de despedida reservada normalmente para los hombres alistados.

La sujetó, sin saber muy bien si debía abrirla o no. Salió de la estafeta y dio la vuelta a la esquina para ir a sentarse en el banco de una parada de autobús.

Respiró hondo cuando rasgó el sobre y soltó el aire poco a poco mientras desplegaba la carta. Se fijó de inmediato en la fecha. Era de la semana anterior. Por lo visto, el correo aún funcionaba bien de vez en cuando.

Querido Henry…

No era una carta Querido John. Sólo otra de las sentidas cartas de Keiko que ponía a Henry al corriente de la alocada vida cotidiana en el campo. De cómo se les había requerido a todos los hombres que firmasen los juramentos de lealtad que les haría aptos para el reclutamiento y para prestar servicio luchando contra los alemanes. Algunos habían firmado de inmediato, como el padre de Keiko, tan dispuesto a demostrar su lealtad. Otros se habían negado a firmar; a los más recalcitrantes se los habían llevado para encerrarles en alguna otra parte.

La nota hacía pocas referencias a las cartas de Henry. Sólo decía que le echaba mucho de menos y su deseo de que las cosas le fuesen bien.

Henry le escribió aquella misma noche, y envió la carta al día siguiente.

Esta vez pasaron meses antes de recibir una respuesta, y cuando llegó, Keiko parecía más confusa y ocupada que antes. Él le había escrito dos veces más mientras esperaba, y no podía saber a qué carta respondía Keiko. ¿Se había perdido alguna?

Henry comenzaba a aprender que el tiempo de separación tenía su manera particular de crear distancias, más que las montañas y los husos horarios que les separaban. Una distancia real, de aquella clase que te hace sufrir y dejar de preguntarte. Un anhelo tan fuerte que te duele querer tanto.

Años (1945)

Henry llegó a la esquina de South King camino de regreso a su casa desde la estafeta de correos y se tropezó con Chaz. Henry había crecido treinta centímetros desde la última vez que le había visto y ahora se dio cuenta de que no miraba a los ojos de su antiguo torturador. En realidad, le miraba desde sus buenos cinco centímetros más arriba. Chaz parecía pequeño y débil pese a que le superaba en peso unos diez o quince kilos.

Cara a cara, lo único que Chaz pudo hacer fue mascullar «Hola». Ni siquiera sonrió. Henry se limitó a mirarle con toda la intención de mostrarse tranquilo e intimidatorio. Chaz, por su parte, fue el primero en acobardarse. Dio un paso a un lado para eludir a Henry.

—Mi padre acabará siendo el propietario de tu novia —murmuró Chaz al pasar, con una voz sólo audible para Henry.

—¿Qué has dicho? —Henry sujetó a Chaz de un brazo y le hizo girar de un tirón, un movimiento que les sorprendió a ambos.

—Mi padre sigue comprando lo que queda de Japolandia, y cuando tu novia vuelva de aquel campo de concentración donde la tienen encerrada, se encontrará que no tiene una casa a la que volver. —Se libró de la mano de Henry y retrocedió, más patético y despreciable que amenazador—. ¿Entonces, qué harás?

Dolido, Henry le dejó ir. Le observó alejarse con su andar de pato colina arriba hasta que desapareció a la vuelta de una es quina. Henry miró calle abajo a lo que quedaba de Nihonmachi.

Poca cosa, lo único destacable eran los edificios más grandes, que tenían un precio de venta muy elevado, como el Hotel Panamá, que se levantaba como el único testimonio de una próspera y floreciente comunidad. Poco más quedaba que no hubiese sido completamente vaciado, derribado o pasado a manos de los chinos o a empresas de blancos.

Le costaba creer que habían pasado dos años. Para el padre de Henry habían sido dos años de ataques aéreos y últimas noticias de la guerra; desde Indochina a Iwo Jima. Para Henry habían sido veinticuatro meses de escribirle a Keiko, de recibir alguna vez una respuesta, quizá cada tantos meses. Sólo para mantener el contacto, con su interés por él cada vez menor.

Cada vez que se presentaba en la estafeta de correos, la misma joven empleada le miraba con lo que Henry consideraba una triste amalgama de piedad y admiración. «Tiene que ser algo muy especial para ti, Henry Nunca has renunciado a ella, ¿verdad?» La empleada no conocía gran cosa de Henry, sólo su hábito epistolar, y su dedicación. Quizás intuía su sensación de vacío, una pista de su soledad cuando Henry se marchaba cada semana de la estafeta con las manos vacías.

Henry pensó en hacer otro viaje. De nuevo en la «barriga del gran perro», como le gustaba decir a Sheldon, aquel largo viaje en el autocar de la Greyhound a través de Walla Walla, hasta llegar a Minidoka. Pero descartó esos pensamientos. Tenía mucho que hacer aquí ayudando a su madre a mantener las cosas en marcha, y Keiko parecía estar bien por las pocas cartas que había recibido.

En sus primeras cartas, Keiko siempre había querido saber de la vida en Seattle. En la escuela, y en el viejo barrio. Henry le había ido informando con calma de que quedaba muy poco de aquello que ella había considerado una vez su casa. Nunca parecía aceptar que hubiese podido desaparecer de esa manera, en tan poco tiempo. Amaba tanto ese lugar cargado de múltiples recuerdos… ¿Cómo podía haber desaparecido? ¿Cómo podía decírselo?

Cuando le preguntó «¿Qué ha pasado con el viejo barrio, sigue desierto?», él sólo pudo decir: «ha cambiado. Se han instalado nuevos negocios. Otras personas». Keiko parecía saber qué significaba. A nadie parecía importarle qué le pasase a lo que quedaba de Nihonmachi, Chaz se había librado de la acusación de vandalismo dos años antes; el juez ni siquiera había querido tratarla. Henry se calló todas estas noticias y en cambio la mantuvo al día de las novedades del jazz en South Jackson. Le contó que Oscar Holden volvía a llenar de bote en bote el Black Elks Club. Y que Sheldon era fijo en el grupo e incluso interpretaba algunas de sus propias composiciones. La vida continuaba. Estados Unidos ganaba la guerra. Se decía que la guerra en Europa podía acabar para Navidad. La guerra en el Pacífico sería la siguiente. Entonces, sólo quizá, Keiko regresaría a casa. ¿Regresaría a qué? Henry no lo tenía claro, pero sabía que él continuaría aquí, esperándola.

En su hogar, Henry hablaba cortésmente con su madre, que parecía considerarle como el hombre de la casa ahora que había cumplido los quince años y ayudaba a pagar las facturas. Había conseguido un trabajo de media jornada en el Min's BBQ, aunque él no sentía que estuviese ayudando gran cosa. No cuando los otros chicos mentían sobre su edad de nacimiento y se alistaban para ir a luchar en primera línea. Pero era lo mínimo que podía hacer. A pesar de las mejores intenciones de su madre y los deseos de su padre, Henry permaneció en casa; su formación escolar en China podía esperar. Tenía que ser así. Le había prometido a Keiko que la esperaría y era un juramento que estaba dispuesto a cumplir, no importa el tiempo que tuviese que esperar.

Su padre seguía sin hablarle. Claro que desde el ataque, casi no había hablado con nadie. Había sufrido otro un poco más leve, y su voz apenas si superaba el susurro. Así y todo, la madre de Henry se ocupaba de encender la radio cuando se transmitían las noticias de los combates en las Filipinas y Okinawa; cada batalla en el Pacífico se acercaba un poco más a la esperada invasión del propio Japón, una impresionante empresa desde el momento en que el primer ministro Suzuki había anunciado que Japón lucharía hasta el final. Cuando acababa el informativo, ella le leía el periódico y le ponía al corriente de la recolección de fondos por parte de las asociaciones de beneficencia locales que había por todo el Barrio Chino. Le dijo que el Kuomintang había ampliado sus oficinas para convertirlas en una avanzada donde se podía imprimir y distribuir el orgullo nacionalista, junto con los numerosos esfuerzos para conseguir dinero destinado a armar y equipar a las facciones que combatían en la patria.

De vez en cuando, Henry se sentaba junto a la cama y mantenía conversaciones unilaterales con su padre. No podía hacer nada más. Su padre ni siquiera le miraba, pero Henry tenía la certeza de que no podía taparse los oídos. Tenía que oírle, estaba demasiado débil como para poder alejarse por sus propios medios. Por lo tanto, Henry le hablaba con amabilidad, y su padre, como siempre, miraba a través de la ventana y fingía que no le importaba.

—Hoy me encontré con Chaz Preston. ¿Le recuerdas?

El padre de Henry permaneció inmóvil.

—Él y su padre vinieron aquí hace unos años. Su padre quería tu ayuda para comprar algunas de las propiedades vacías, aquellas que quedaron tras la marcha de los japoneses.

Henry continuó pese a la falta de respuesta de su padre.

—Me dijo que están comprando lo que queda de Nihonmachi, puede que incluso el hotel Northern, y el Hotel Panamá. —A pesar del silencio y la debilidad de su padre, continuaba siendo un miembro muy respetado de la Bing Kung Benevolent Association y de la Cámara de Comercio china. Su edad y su estado de salud sólo le hacían todavía más reverenciado en determinados círculos donde se debía honrar y respetar a aquellos que habían dado tanto. Después de recaudar tanto dinero para el esfuerzo de guerra, las opiniones del padre de Henry aún tenían peso. Había visto en muchas ocasiones cómo los miembros de la comunidad empresarial venían a pedir la aprobación de su padre en los negocios que se hacían en el barrio.

—No crees que permitirán a la familia de Chaz, a los Preston, comprar el Panamá, ¿verdad?

La ilusión de Henry era que permaneciese sin vender hasta el regreso de Keiko, o que al menos lo comprasen intereses chinos, pero pocos disponían del dinero para hacer una oferta adecuada.

Henry miró a su padre, que movió la cabeza, y por primera vez en meses, estableció contacto visual con él. Fue todo lo que necesitaba saber. Incluso antes de que su padre reuniese las fuerzas para dirigirle una sonrisa torcida, ya lo sabía. Había algo en marcha. Venderían el Hotel Panamá.

No supo qué hacer. Llevaba esperando a Keiko más de dos años. La amaba. Seguiría esperando si era necesario. Pero al mismo tiempo, deseaba que, cuando regresase a casa, fuese a algo más que sólo volver a él, y que aquella parte de su vieja vida, aquella parte de su infancia, continuase allí. Que pudiesen subsistir algunos de los lugares que había dibujado en sus cuadernos, aquellos recuerdos que significaban tanto para ella.

Cita en el Panamá (1945)

Después del desayuno, Henry ayudó a su madre a subir la colada que ella había tendido en Canton Alley, y a continuación se sentó junto a la vieja radio Emerson para escuchar el Texaco Star Theater, un programa de variedades, en lugar de los informativos que escuchaba su padre. Henry alzó la mirada cuando su madre entró en la sala de estar con su marido en la silla de ruedas y le colocó junto a su vieja mecedora. Su madre llevaba detrás de la oreja la azucena que Henry le había comprado a primera hora de la mañana.

—Por favor, pon la emisora que le gusta a tu padre —le suplicó ella en cantonés.

Henry sólo bajó un poco el volumen, y luego apagó la radio con un chasquido del interruptor.

—Necesito hablar con él de una cosa. Algo importante, si no te importa —dijo Henry, con toda la amabilidad posible. Su madre se limitó a levantar las manos en un gesto de impotencia y se marchó. Él sabía que ella no le encontraba el menor sentido a que mantuviese estas conversaciones unilaterales.

El padre de Henry le miró por un momento, y después a la radio con una mirada de impaciencia, como si su hijo fuese un cobrador o un huésped que ha abusado de su bienvenida.

—Ya llegaremos a eso —dijo Henry con la mirada puesta en la radio. La dejó apagada para asegurarse de que su padre le oía, sin distracciones—. Primero quiero hablarte de una cosa. —En sus manos tenía una hoja de la China Mutual Steamship, su pasaje a China.

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