La tía Carmen debió de sentirse cansada de escribir. Cuando volví la página, estaba en blanco. También la siguiente, y la otra. Fui pasando las páginas, temerosa de que aquella historia se hubiera terminado. Finalmente, volví a encontrar su letra.
Mayo 2006
Por la fecha comprenderás que tu madre y tu tía Amalia nos han dejado. Sabrás que no soy la misma porque también ha muerto Ángel. No tengo mucho ánimo para escribir, sin embargo, ahora más que nunca debo hacerlo.
Releo lo escrito y trato de seguir en el momento en que Ignacio enfermó, aunque ya era un hombre muy mayor.
La luna salía todas las noches. Desde el mirador la veía engañando a la oscuridad, iluminando apenas el horizonte, obligando a las ciudades a encenderse, a parecer lo que no eran. Luego, la veía acostarse al alba, cuando el sol se empeñaba en iluminar el día y desvelar la realidad. Esa historia de los astros hermosos que no terminan de encontrarse del todo. Así me sentía yo mientras acompañaba a Ignacio al médico, me sentaba a su lado a leerle, le daba friegas de alcohol de romero, veía cómo se apagaba lentamente. Los médicos me dijeron que sería rápido, que no duraría, pero no fue así. Más de un año estuvo extinguiéndose poco a poco, postrado, sufriendo. Y allí estuve yo, velando ese momento en que nadie debería estar solo.
Aquel año fue especialmente doloroso. Ignacio había sido mi ángel de la guarda, porque mi otro Ángel me quería pero no me esperaba. Me escribía poemas, pero no me besaba. Decía que pensaba en mí, pero compartía sus días con otras mujeres.
Y al otro lado de mis días, siempre al otro lado, cuando mis hermanas o mis sobrinos se iban y sabía que Ignacio dormía, como si siempre tuviera que llevar una existencia oculta, marcaba el número de teléfono de Ángel en París. Hablábamos mucho. Su voz aplacaba mi ira, mi impotencia, mi dolor... Su voz, hecha de tantas tierras, de tantos acentos, sonaba musical, honda.
Al principio todo fue intensidad, el aire no me alcanzaba para respirar del todo, suspiraba. Esperaba sus llamadas, sus cartas. Iba y venía a correos como si tuviera un destino, como si alguien hubiera nacido en mí, alguien nuevo y esperanzado.
Igual que cuando lo conocí.
Luego, como era de esperar, Ángel recuperó su vida en París, su mundo repleto de proyectos, de viajes, de cultura, de mujeres. Mi mundo aquí, en el mirador de mi casa, con mi marido languideciendo, le quedaba lejos, muy lejos y aunque hablábamos a diario y llorábamos, mi cuerpo y mi voluntad se marchitaban. Me hubiera necesitado a su lado para construir algo. Para que fuera real lo que nos decíamos sin vernos.
El amor siempre es desigual como la vida, como las circunstancias que nos rodean, Carmela. El amor respira con los mimbres que tenemos de lo que fuimos y somos.
Ángel encontró una mujer en París durante ese tiempo. Lo supe como se saben esas cosas. No lo culpé. Al fin y al cabo, nunca tuve ningún derecho sobre su persona. Casi le agradecí su presencia, la que yo no podía darle. Era una escritora francesa que le ayudó a recuperar su deseo de escribir, le ayudó a dejar el alcohol y ocupó el lugar que hubiera debido ocupar yo.
Cuando el tío murió ya era libre; sin embargo, no tenía dónde ir. Ángel vivía con Eliza, escribía y había descubierto la estabilidad. Le gustó sentir sus días sin zozobra, levantarse temprano para estar más descansado y escribir. Le gustó un hogar con alguien con quien compartir esos secretos sociales que nos hacen a todos fuertes y robustos. Le gustó ser alguien amado desde la mañana a la noche, día tras día hasta la rutina.
Nos fuimos viendo de tiempo en tiempo. Nos quitábamos el deseo como si fuera una prenda vieja y luego volvíamos a nuestras vidas con un desasosiego amargo, lacerante, imposible de aguantar sin morir un poco...
Uno de aquellos encuentros fue en el año 68, el año en que te compré este cuaderno un día en el que me encontré con él en Biarritz. No creo que lo recuerdes. Estábamos en un café y él se reunió con nosotras. Te mandé a comprar helados con temor de que te perdieras, pero sin poder evitar deshacerme de ti para buscar su boca sin un testigo incómodo como lo eras tú. Así es la pasión, osada, descarnada y desvergonzada.
Él no había existido en mis recuerdos, era cierto, pero desde hacía un tiempo había emergido con una nitidez incomprensible. Yo sé, sin embargo, que estuvo ahí siempre. Un beso apasionado y semiescondido alojado en el olvido de una niña dispuesta a perdonar a una persona que admiraba.
En aquellos años entre las Farinelli, las monjas, los curas que nos adoctrinaban en los ejercicios espirituales, la dictadura y los susurros que se escapaban por los portales, un beso era un pecado, una condena, algo tortuoso que arrastraba, como los tangos, al fango de la calle. Más aquella clase de besos. Por alguna extraña razón siempre lo puse en duda. Había demasiado énfasis en aquellos duelos entre la carne y los ángeles. Cuando mi boca rozó a los catorce años la de un chico de Sevilla que había venido a pasar el verano, sentí que aquello no podía ser pecado, aquello era casi tan delicioso como los pasteles de chocolate y era lógico que entre el dolor de la culpa y la dulzura, eligiera esta última.
Lo que sí recordaba con nitidez era la tristeza que ella exhibía sin pudor cuando volvíamos de aquellos viajes al otro lado de la frontera, unas alarmantes lágrimas que salían sin permiso de sus ojos. Unas fuentes inagotables y dolorosamente silenciosas que me hicieron temer por nuestras vidas en aquel coche tan grande y tan blanco que conducía como si fuera de papel. ¡Pobre tía Carmen!
Cerré los ojos. Respiré. Una, dos, tres veces..., hasta conseguir que mi corazón no cabalgara como un demente. La tía conduciendo, su pelo rubio suelto, las gafas de sol ocultando sus ojos a mi mirada y, ahora lo sabía, el amor no vivido.
Fue una ruptura, una de tantas. Pero volvieron los poemas, las torres Eiffel, las llamadas, los anhelos, sus abrazos escogidos. Un fin de semana en Florencia. Dos días en Madrid. Quince días de un verano maravilloso en Capri junto a su hijo Mateo. Y volver aquí, a la misa de los domingos con mis hermanas, a elegir la prenda recatada, a jugar a la canasta mientras poníamos verdes a las amigas. Al aperitivo en El colonial, la merienda en Aberasturi.
Volver a vosotros era lo mejor. Volver a ti. Eras la que leía mis ojos, la que guardaba silencio cuando no quería hablar, la que me escondía de las miradas. Siempre tuviste un sexto sentido para intuir el sufrimiento, quizás para todos menos para ti. Mi Carmela. La hija que no me concedió la vida. Tú me escogiste a mí para salvarte de ser una más en tu hogar, y yo te necesité para que fueras la única.
En 1978, Ángel pasó un tiempo en Salamanca. Nos vimos más y tuvimos tiempo de vernos distintos. Nos habíamos hecho mayores. Estaba solo. Volvió a pedirme que me fuera con él y no quise. Ambos, aunque nunca nos lo confesamos, estábamos deteriorados. Yo no quería compartir mi deterioro, mis miedos. Me había acostumbrado a mi soledad, a escoltar mis manías. Estaba cansada. Ángel había vuelto a su vida poco recomendable.
Los artistas son así. He conocido a muchos y los mejores son aquellos que sobreviven milagrosamente justo en el borde de la locura. Se hacen daño. Se exceden o se quedan cortos. Se asustan o se vuelven audaces. Frágiles y fuertes, necesitan una supervisión que sólo el amor más generoso puede dar, y yo, en ese momento, no me sentía todo lo generosa que él me necesitaba.
Mi querida Carmela. Temo no llegar a contarte el final de esta historia. Temo que todo se tuerza, que no hayamos hecho bien las cosas. La vida se ha vuelto oscura y de tiempo en tiempo me siento muy perdida. Por eso, hoy, tengo que aprovechar para seguir escribiendo.
El año pasado, la alcaldía de París dio un homenaje a los españoles que habían participado en su liberación. Ángel me llamó, quería que estuviera con él, porque París había sido nuestro.
Fue la última vez que lo vi.
Estaba muy enfermo. Creo que sabía que su fin estaba cercano. Pero a pesar de todo fueron cuatro días maravillosos y definitivos en los que pasamos revista a nuestra vida sin miedo, sin pasión, sin dolor, sólo con un infinito amor. Reposábamos el uno en el otro, sin ansia, con la paz que hubiéramos deseado tener a los treinta años... sin el deseo alborotándolo todo.
Le dije lo que había descubierto: sentir miedo y culpa es lo que me hizo renunciar a la felicidad de esta vida. Miedo de tener un hijo, miedo de perder mi buena posición, miedo de que me rechazaran los demás, o de condenarme, o de no soportar la adversidad. ¿Qué más da? El miedo es el miedo. Y luego está la culpa, ese sentimiento que uno se echa encima porque pide tanto que sabe que no dará lo que el otro necesita. La culpa...
Ángel me abrazó y yo le devolví el abrazo ya sin miedo y sin culpa. Pero el tiempo había pasado y no había una segunda vida para abrazarnos. Éramos un par de viejos enfermos.
Me habló de su hijo. De la frustración que sentía por no haber pasado más tiempo con él. Me habló de su matrimonio convencional y de su infelicidad. De Eliza, de Caroline, de Laureen...
Le hablé de todos los míos. De mis hermanas, de mis cuñados, de Rafael, de Alberto, de nuestro Braulio. Le hablé de ti, de tus dificultades, de ese matrimonio tuyo que te hunde y te hace padecer, de tu inmensa capacidad para escribir, de tus biografías y entonces, sin saber cómo ni por qué, diseñamos un pequeño plan que no pudo llevarse a cabo.
Él quería venir a Bilbao. Quería pasar un tiempo en esta tierra que llevaba en su corazón. Quería estar en mi territorio, conmigo, compartiendo a los míos. No tenía a nadie, salvo a Mateo, que viaja sin parar de un lado a otro del mundo. Quería ver a esa familia de la que había oído tanto hablar y a la que conocía como si hubiera vivido con ella.
Decidimos, entre muchas otras cosas, que te iba a encargar su propia biografia. De ese modo se acercaría a ti, y podría ponerte al corriente de nuestra historia. Necesitábamos luz en nuestras vidas. Por otra parte, estaba seguro de que conseguiría empujarte hacia la literatura, eso le motivaba.
Yo me quería salvar, Ángel quería sentirse a salvo y ambos necesitábamos salvaros a ti y a su hijo Mateo. ¿De qué? Te preguntarás... De los errores que cometimos en nuestras vidas. Fuimos demasiado ambiciosos y un poco ingenuos, como siempre, ignoramos que la vida tiene la última palabra. A estas alturas no necesitas que te explique nada, Carmela.
Volvió a México para prepararlo todo. Comenzó a sentirse mal repentinamente y su médico le confirmó lo que él sospechaba y no me había contado, que el cáncer llevaba un tiempo avanzando sin tregua. Estaba demasiado débil como para llevar a cabo cualquier otro objetivo que no fuera centrarse en vivir.
Quise estar con él, pero no me dejó. Su hijo Mateo lo acompañó cuando vio que el final era inminente. Ángel le contó sus planes... Le pidió que fuera él quien realizara la promesa que me había hecho. Y lo siguiente ya lo sabes.
He sido yo quien le ha encargado a Mateo su papel. No sé si lo hace bien. Creo que hablarle del amor que compartimos su padre y yo le hizo cambiar. Como a ti. Le he pedido que no te diga nada, que no te ponga al corriente de nada, que deje que los acontecimientos vayan desarrollándose. Le he dicho lo que te he dicho a ti, que el amor es como el agua, siempre encuentra un sitio por el que colarse aunque se lleve por delante lo que parecía sólido. Él está atrapado entre promesas que sólo expirarán con el tiempo. Sé que entre vosotros ha sucedido algo que no estaba previsto. Te miro, me acerco a ti, toco la densidad de tu asedio y me quedo esperando. Sólo tú podrás decidir, pero no olvides que no se trata de elegir entre uno u otro amor, tú no estás sometida a esa elección. Son otros tiempos para ti. Ahora serás tú quien elija primero la libertad para elegir. Algo que no tuvimos las mujeres de mi generación.
Encontrarás en el despacho cartas, fotos, recuerdos que quiero que leas y entregues a Mateo. Ahora soy yo quien desea esa biografìa. Quiero saberlo todo por tu boca. Quiero que te pasees por nuestras vidas, la de Ángel y la mía. Que sientas lo que yo he sentido y que aprendas lo que yo tardé tanto en aprender. Quiero leer lo que escribas de nuestro amor.
Te he enviado los únicos ejemplares que poseo de la obra poética de Ángel. Lo he hecho a través de un amigo en París, porque no quería revelar nada, de hecho, Mateo desconoce que yo poseía esos ejemplares. Ángel me los regaló y han sido como una pequeña Biblia que me orientaba cuando mi corazón zozobraba. Separarme de ellos era casi imposible, pero saber que los disfrutarás me ha permitido entregártelos.
Él escribía de madrugada, apuraba la noche, los cigarrillos, su whisky y también su vida. Pero no creo que hubiera sobrevivido a su propia zozobra sin escribir. Y ahora entiendo un poco esa forma de sobrevivir que tienen los artistas dejándonos tanto de ellos en unas frases, en un lienzo, en un milagro en definitiva.
Hablar de él acelera mi corazón, me cansa..., casi sin fuerzas transcribo el poema que más me gusta y del que recuerdo con nitidez cuándo, dónde y cómo lo escribió.
No quiero borrar el tiempo,
me gusta pasear por la memoria
de arriba abajo, de abajo arriba,
acariciando lo que sobresale,
aquel recuerdo tintado de azul,
un abrazo que quise dar y no di,
cómo me miran tus ojos
cuando los tienes cerrados,
o el abrazo de la tierra herida
a la que pertenezco sin dudas
desde que me pertenezco a mí
Miro mis manos
trazando el camino
aprendido también de memoria
y me pregunto
¿Por qué envejecen sin paz
algunos recuerdos ?
Me gusta saber, Carmela, que ahora estas ahí tan cerca de mi vida. Leyendo los poemas de Ángel. Sabiendo por qué a veces no puedo con la tristeza que veo detrás de tus ojos. Sólo tenemos una vida, Carmela. Juzga por ti misma cómo fue la mia.
La muerte nos cerca, me encierra y no quiero vivir
Me siento muy triste.
No quiero escribir más.
No quiero recordar nada.
No quiero ser yo.
Quiero irme con él.
Y ahí terminaba el cuaderno.
Lloré por ella, lloré por él, lloré por su jodida historia, por su miedo y por el mío. Y sobre todo entendí todo lo que me había negado a entender. Llorar alivia. Te agota. Te aleja de la ira, de la impotencia tan destructora tan poco recomendable. Tenía muchas ganas de llorar y aquel cuaderno destapó el frasco de mis esencias. Ahora sabía por qué lloraba.