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Authors: Elena Moreno

Tags: #Narrativa, novela

El salón de la embajada italiana (38 page)

BOOK: El salón de la embajada italiana
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Dicen que todas las generaciones pierden algo entre los acontecimientos que les toca vivir. Ellos, Ángel y mi tía, vivieron una guerra, una posguerra, una sociedad pacata y ruin... Me dolía que la vida les hubiera robado tanto, me dolía tanto dolor que hubiera podido evitarse, y luego, pensando en mí, comprobé que tampoco mi generación estaba tan lejos de otras perdidas. También a mí me había robado la vida muchas cosas, me vino a la cabeza aquella libertad que rodaba por las Ramblas barcelonesas agarrada a mi trenza. ¿A quién le cargo el debe y a quién el haber? ¿Con quién se reparten las culpas o la impotencia que una siente?... Ellos, su guerra y yo, la mía. Batallas inútiles, soldados sin medallas ni condecoraciones en sus solapas, dolores de conquistas que sólo figuran en los libros de historia y en el corazón roto de los que quisieron salvar a los demás. Muertos sin causa, y ese olvido artificial y oficial que se extiende como esas playas a las orillas del Sena donde los parisinos creen que están en Cannes.

Y mi generación... Mujeres que estrenamos la libertad con el miedo persiguiéndonos en cada abrazo, en cada decisión, en cada ignorancia, en cada secreto, en cada bendita improvisación, para llegar a ser invisibles, para no poderlo contar. Y ellas, las Farinelli de todas las Españas franquistas, nunca dijeron lo difícil que había sido vivir a oscuras, y nosotras tampoco contamos cómo fue romper y estrenar, caminar a ciegas a pesar de que Almodovar se haya empeñado en contarlo.

Sin saberlo ellos, sus planes verían la luz.

Mucho antes de la última página de aquel cuaderno, sabía que tendría que escribir la historia de Carmen Farinelli y Ángel Martínez-Lezo, la historia de un amor desacompasado, que les hizo existir y ser como eran. Cada uno a un lado de la frontera de sus vidas... ¿Se hubiera movido mi tía, la rubia más guapa de un pueblo con mar, de no saber que al otro lado del mundo alguien la deseaba? Creo que no. Y además tampoco yo sería la que soy, ni estaría dispuesta a cambiar mi vida como lo estaba. La realidad era, como las rubias de los salones, caprichosa.

Escribiría mi novela de amor. Porque al otro lado del mundo, también alguien me deseaba. Y pasear con ese secreto escondido en el bolsillo del abrigo era más de lo que hubiera imaginado que la vida me iba a conceder. Me iría a París a pasear por las calles por donde ellos habían paseado, y miraría el Sena como ellos lo habían mirado y lo contaría y recitaría los poemas de amor que Ángel con el corazón roto escribía mientras anhelaba el abrazo de mi tía Carmen I. Farinelli.

Paseé por la casa mirándome las puntas de mis dedos, sin distraerme en cuadros, pinturas desvaídas, o telas que había que cambiar. Caminé como lo hacía sor Lourdes cuando reflexionaba sobre el castigo que nos iba a imponer por robar el chocolate de la despensa: poseída por su determinación y su furia.

Y luego el mar, mi mar, plata vieja de mi vida, me dijo que sí. Que podría hacerlo.

IV

A FUEGO LENTO

Tenía hasta el día de la lotería, hasta que le dieran las vacaciones a Marina, hasta que Juan encontrara un billete barato para volver del país que lo acogía profesionalmente.

Mi vida era mía hasta que Ernesto organizara todas las comidas de empresa para todos los mediáticos del país y me pidiera que me ocupara de los matices, como él llamaba a utilizarme de secretaria. Tenía tiempo hasta que mis hermanas y cuñadas empezaran a marear la perdiz y ponerse muy pesadas con la Navidad, los langostinos y los turrones de pastelería que no podían faltar y que nadie probaba. Tiempo hasta que la desmembrada familia heredera de las Farinelli se pusiera de acuerdo en que se habían acabado las mesas de treinta comensales,
Las Traviatas
, la maravillosa
Casta Diva
, y los regalos carísimos de Luis.

Tenía todo ese tiempo para hacer de aquella casa un hogar.

Todos se habían acostumbrado a que fuera y viniera de una casa a otra. Sabían que de alguna manera iba tomando posesión de lo que me pertenecía. Pero esperaban para averiguar en qué terminaba aquel trajín.

En el armario tenía prendas colgadas. Los cajones albergaban ya mis prendas interiores. Había cambiado los muebles de sitio, retirado cortinas y adornos. Había comprado una carpeta roja para albergar los presupuestos de reformas que tenía pensado hacer. Sobre la mesa del comedor había flores frescas y por fin habían desaparecido los viejos olores gracias a los ambientadores carísimos que Braulio me había traído. En la cocina no faltaba de nada y hasta había colocado un par de paraguas en el viejo paragüero de la nonna.

Mi portátil ocupaba la mesa del despacho. En algún momento de mi interminable trasiego vital, el viejo deseo irrefrenable de escoger las mejores palabras para describir mis días brotaba como un géiser que hubiera estado largamente taponado. Escribía deshilvanadamente, sin un destino, pero empujada por aquel testigo narrador que vivía en mi cabecita desde que fuera niña. Escribía enamorándome del dibujo de una frase, escribía sin remedio, como hay que escribir.

Poco a poco, con una prisa pausada iba construyendo otra vida, suavemente, sin que nada ni nadie pareciera darse cuenta, como si alguien hubiera previsto que fuera así. Me pertenecían los momentos que hacía más de veinticinco años había cedido a la familia, a mi marido, a mis hijos. Me redimían esos destellos de felicidad que te produce la belleza, el bienestar, la madurez y, sobre todo, la ausencia de miedo a quedarse sola.

Gracias a la tía, podía permitirme el lujo de no sufrir por el trabajo, por la economía. Se terminaba aquella penitencia de no saber nunca si se llegaría o no a final de mes. Mis hijos crecían, aunque seguían necesitando el sostén familiar, pero heredar aquel dinero era una bendición. A pesar de ello, había aceptado realizar la biografía de un político desahuciado de todo menos de su vanidad, al que, por supuesto, le pregunté qué tipo de biografía quería, quién iba a leerla, y si quería darse a conocer del todo, un poquito, o simplemente asomar el bigote. Lo tenía claro. Era un auténtico hombre egoísta y vanidoso con una historia que no tenía ningún interés, pero que a él, como a la mayoría de los políticos de nuestro tiempo, le parecía paralela a la del presidente Truman.

Y tenía ganas de escribir...

Cada tres días iba con mi llavecita al apartado de correos. Las cartas habían ido descendiendo en frecuencia. Apenas quedaban los extractos bancarios, las propagandas, alguna postal navideña de viejos amigos de la tía a los que respondía dándoles la noticia de su muerte, y desde luego un par de larguísimas cartas de Mateo que habían conseguido redondear mis conocimientos sobre la vida que había vivido sin vivir en mí.

Mis hijos entendieron bien mis ausencias. Creo que hasta las agradecieron, al menos en un principio. Hacía tiempo que entendían bien muchas cosas. La falta de reproches, su aprobación y apoyo cada vez que les pedía que me buscaran en aquella casa, o la sugerencia de Juan de instalar el router en el despacho, confirmaban mis certezas. Celebraban también mis sonrisas, el peso recuperado y las ganas de ponerme guapa, de perseguir sueños, de dar abrazos generosos. No lo hacían con ruido, pero me miraban con interés renovado, como si detrás de aquella madre hubiera alguien desconocido a quien debían prestar atención.

Marina me acompañaba muchos días. Mujer como yo, iba ocupando su lugar intuyendo que aquella casa sería la nuestra. Se adjudicó la habitación contigua a la mía. Por delante aún quedaban algunos años de tutela. Su padre faltaba mucho de casa, y mi niña necesitaba el cobijo de siempre. Escogió el color de la pared y yo no le dije que me parecía una osadía, me arrastró a una tienda de ropa de hogar para elegir sábanas, cojines y se ilusionó porque además, podía permitirme el lujo de ser casi tan generosa como su insaciable deseo de ser reina.

Cada vez que un hijo se brindaba a ayudarme, lo llevaba a la casa y aprovechaba aquellas ocasiones para ayudarle a aceptar y comprender mi mundo.

Porque los necesitaba. Y los necesitaba hijos. Hijos felices a los que todas las horas en las que les contaba cuentos, les enseñaba a manejar el tenedor, o a cogerle la bolsa a la señora mayor del tercero no habían sido dedicadas en vano. Hijos amados. Eternamente amados aunque crucen los mares y no recuerden la fecha del cumpleaños. Hijos de la vida y de la voluntad de sus padres.

V

NE ME QUITTE PAS

El penúltimo día de diciembre 2006, aquel año en el que no solamente habían sucedido muchas cosas en mi vida, sino que había sido consciente y protagonista de ellas, unas horas antes de que comenzara 2007, un coche bomba explotó en el aparcamiento de la terminal cuatro del aeropuerto de Barajas en Madrid. Murieron dos chicos que dormitaban en una furgoneta. Se llamaban Diego Armando Estacio y Carlos Alonso Palate, eran ecuatorianos y probablemente, de haber estado vivos, nunca hubieran comprendido el porqué de sus muertes. Yo tampoco. Y lo único que deseo es que nadie tenga un argumento para comprender ese dolor tan inútil que ha marcado mi vida, profesional y desde luego emocionalmente.

Aquellas Navidades fueron lentas, dolorosas y definitivas. Los Farinelli andábamos cansados de enterrar a nuestras mayores, cansados de organizar funerales, de levantar casas, de frecuentar notarios, de heredar abrigos de piel que no usaríamos o sortijas que parecían de obispo, estábamos también cansados de abrazarnos sin ganas... Las luces de la Gran Vía ya no iluminaban nuestros paseos como antaño, ni esperábamos paquetes con lazos primorosos y papeles brillantes. Los reyes ya no vendrían de Oriente, concretamente del golfo Pérsico, ni íbamos a necesitar arrobas de paciencia para escuchar cómo se limpiaban las bandejas de plata de mis primos.

Estábamos hartos de vernos a todas horas, de encontrar cada vez más diferencias entre las fotos de cuando éramos niños y la que nos hicimos en el mirador, antes de desmantelar el salón de la tía Carmen.

«Ahítos de familia...», dijo Braulio. Yo, como siempre, maticé: «Ganas de estar a solas».

Esa fue la razón por la que nadie hizo demasiados esfuerzos en aquella aciaga Navidad. No nos perseguimos telefónicamente ni pisoteamos voluntades, ni tan siquiera nos atrevimos a chantajearnos emocionalmente. No hicimos nada para conseguir reunirnos a comer y a beber el champán de Luis «auténticamente francés» o el turrón de la confitería La Exquisita hecho de almendra de verdad que mi hermano Carlos traía cada año.

Lo agradecí porque aquellos días los recuerdo enajenados. Andaba yo a caballo entre mi casa y mi casa. Amortiguando mi corazón, cerrando las ventanas de mi vida por donde entraban aquellas corrientes de aire...

Mateo llegó a Bilbao no cuando quiso, sino cuando pudo. A últimos de marzo del 2007, después de que yo arrancara las hojas al calendario con ganas de llorar. Aquel mismo mes Ban Kimoon el coreano había asumido el puesto reemplazando a Kofi Annan y mi hombre de ojos azules había tenido que retrasar su encuentro conmigo, por eso lloraba y por eso me parecían tan largos los días.

Para esas fechas, las que llegó Mateo a Bilbao, yo había hecho todos los deberes menos aquellos que me asaltaron cuando vi a mi hombre abrigado haciéndome señas desde la escalera de la terminal de las corrientes de aire.

Ya era yo. Ya me atrevía a ser yo.

Había aparcado en el lugar reservado a los autobuses ignorando a un vigilante que me miraba desafiante. Salí del coche y abrí el capó para que Mateo metiera su pequeña maleta. Antes de hacerlo, él me abrazó con ganas y me dejé.

—Carmela... Por fin...

Yo, que colecciono palabras desde que era niña, que me las invento cuando no me alcanzan las que tengo para dibujar lo que veo, yo, que persigo los idiomas, que los huelo, que los toco, que los acoso, que me matan cuando no los entiendo y que los mato cuando los hablo sin entenderlos. A mí, que nunca encontré la oportunidad de no encontrar el vocablo necesario para nombrar lo que sentía..., me faltan las palabras para explicar la paz que me dio su abrazo.

La realidad de una piel, esa corteza que poseemos con terminaciones nerviosas capaces de hacernos sentir el cielo o el infierno, esa cáscara que testimonia el paso del tiempo, a la que untamos con crema hidratante, y maquillamos para que no se vea la verdad. Ese traje de maravilloso diseño que paseamos tan ajenos a su complicada tecnología. Nuestro cuerpo. Un templo hecho para un abrazo y aquel cielo redentor que negamos y dudamos media vida sí y otra media vida no, se hace patente, te acoge, y aquí paz y después gloria...

—Hay un vigilante que no va a permitirnos arrumacos... Vamos.

Si yo hubiera ignorado a aquel sheriff aeroportuario, me hubiera detenido a besarlo, a saborearlo largamente, a saciar el anhelo que tenía de él. Pero siempre he sido asquerosamente disciplinada y no soporto que me llamen al orden cuando sé que el otro tiene razón. Todavía no estoy preparada para saltarme las normas. Para utilizar la sed de libertad que llevo en las tripas. Han sido muchos años de Farinelli, de amor de hogar, de mantillas y de mentiras, de una historia que nunca podré contarle del todo a mi hija o a las chicas que pelean por lo suyo.

Fuimos hacia la casa de la tía. Lo cogí de la mano cuando abrí la puerta con mi llave y le mostré los cambios que había hecho, las fotos que había encontrado, las cartas, el cuaderno rojo de mi infancia con la dolorosa confesión de la tía, el lugar donde se murió de amor la tía Carmen soñando a Ángel, su padre, los rincones en los que se refugiaba a llorar por aquel destino de renuncias, el lugar que ocupó la cama donde soñó que él venía a abrazarla tantas y tantas noches...

Hablamos. Interrumpíamos una frase para besarnos. La retomábamos y volvíamos a hablar, de su padre, de sus promesas y también de sus mentiras. Hablamos de la impotencia, de la libertad, de la jodida historia que fue el corsé del amor de Ángel y Carmen. Hablamos de nosotros. De las renuncias, de los deberes, de las verdades y de los sueños. Pregunté, y volví a preguntar. Nos amábamos. Casi sin distinguir las fronteras de nuestra historia y la de ellos. Y volvíamos sobre nuestras palabras, enderezando narraciones, iluminando rincones, limpiando las heridas. Nos amábamos.

Estuvimos tres días desenredando la madeja, tamizando la verdad de la mentira, la mentira de la verdad, él con aquel acento suave, maltratando el castellano de Cervantes con el cuidado y la gracia con que lo hacen los que lo aman. Hablamos de él y de mí. Hablamos de ese caprichoso destino que hace que todos los que deban encontrarse y reconocerse en esta vida lo hagan. Hablamos hasta que pudimos dejar todas las vidas más o menos en paz.

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