—¿Qué te ha ocurrido?
—Me he peleado con unos chicos.
—¿Tú solo? —preguntó Juan.
—Sí, yo solo. No necesito ayuda para vencer a unos cobardes —contestó orgulloso Ismail.
—¿Cuántos eran?
—Cuatro.
—Voy a por un barreño, una jofaina y agua para lavarte —indicó Shams.
Juan se quedó mirando a su hijo. Los ojos del muchacho denotaban orgullo y coraje. Eran azules, como los de Juan, como los de Boris, como los de todos los miembros del linaje de los Tir.
—Eres muy valiente —reconoció Juan—; pero a veces es más conveniente retirarse a tiempo que ser derrotado por un enemigo superior.
—Retirarse es de cobardes. Rodrigo de Vivar nunca lo haría. Eso dice mi hermano 'Abd Allah.
—¿Te gustaría ser soldado, como tu…, como 'Abd Allah? —preguntó Juan renunciando a pronunciar la palabra hermano.
—Es lo que voy a ser —afirmó categórico el muchacho.
—La vida de la milicia es dura y sacrificada, puedes ser herido y morir.
—No me importa, no temo a la muerte.
Shams apareció con un barreño de cerámica vidriada, un frasco con esencia de malvavisco para aplicar sobre las contusiones, una jarra con agua y una toalla de lino y se sentó a los pies de Ismail, que protestaba inútilmente en tanto su madre le lavaba todo el cuerpo.
La noticia de la muerte de Abú Bakr Muhámmad, el soberano de Valencia, dejó a al-Mu'tamín sumido en una profunda tristeza. Había dejado un testamento por el que nombraba sucesor a su hijo Abú 'Amr. La preocupación por estos acontecimientos se extendió a todos los consejeros de al-Mu'tamín. En Valencia se había empezado a dividir la población en dos bandos. Había quienes abogaban por una alianza con Zaragoza, e incluso no faltaban quienes de entre éstos querían que fuera nombrado rey el propio al-Mu'tamín. Otros, instigados por agentes al servicio del rey de Castilla, pretendían, so pretexto de mantener la independencia y la libertad, que fuera designado rey al-Qadir, el soberano que acababa de ser destronado de Toledo por Alfonso VI de Castilla.
La caída de Toledo causó pavor en todos los reinos de taifas. Estaban convencidos de que, si no reaccionaban, pronto sucumbirían uno tras otro a las armas castellanas. El rey al-Mu'tamid de Sevilla fue quien tomó la iniciativa. Durante el verano escribió una carta a cada uno de los reyes de las taifas en la que les indicaba la conveniencia de llamar a los almorávides para que protegieran a al-Andalus de la codicia de los cristianos. Al-Mutawakkil de Badajoz y 'Abd Allah de Granada respondieron que estaban de acuerdo en solicitar la ayuda de los africanos.
—Son unos cobardes, unos malditos cobardes —bramaba al-Mu'tamín entre los parterres del patio central del Palacio de la Alegría—. Las mujerzuelas de los burdeles de los mozárabes tienen mil veces más valor que estos afeminados reyezuelos que se visten como príncipes y se pavonean como cisnes cuando tan sólo son un hatajo de gallinas. ¡Pobre al-Andalus! Van a enviar una embajada a Marruecos para tratar con el emir de los almorávides invitándole a que pase a este lado del Estrecho y le van a asegurar que una vez aquí unirán sus fuerzas con él para derrotar a los cristianos. ¡Pero qué han creído que hará Ibn Tasufín una vez en España! ¿Imaginan que recibidas las gracias por haberles librado de los castellanos dará media vuelta, se embarcará de nuevo y regresará a África? Si Ibn Tasufín pone sus pies en al-Andalus será para quedarse.
—Majestad, creo que ellos lo saben —intervino Ibn Hasday—. Se dice que el propio al-Mu'tamid de Sevilla ha aseverado ante varios testigos que prefiere ser camellero en Marruecos antes que porquero en Castilla.
—Son todos unos intrigantes. Al-Qadir, el soberano depuesto de Toledo, siempre actuó sin lealtad. No me extrañaría que hubiera pactado en secreto la rendición de la ciudad a cambio de recibir otras tierras de Alfonso; quizá le haya prometido Valencia —supuso al-Mu'tamín.
—¿Crees que al-Qadir es un agente de Alfonso? —preguntó Juan.
—Seguro. Lo utiliza como testaferro —aseveró al-Mu'tamín.
—Se avecinan malos tiempos para todos —lamentó Ibn Hasday.
—Rodrigo Díaz sigue con nosotros afirmó Juan.
Al pronunciar el nombre del héroe castellano al servicio de los Banu Hud se hizo un denso silencio. Al-Mu'tamín enarcó las cejas e Ibn Hasday se llevó la mano derecha a la barbilla.
—Bueno, Rodrigo está enfermo —dijo tras una pausa al-Mu'tamín.
—¿Enfermo? Espero que no sea grave. Ahora entiendo por qué hace ya meses que no lo veo frecuentar la corte —indicó Juan.
—Fue herido en la batalla de Morella el pasado verano. En principio parecía una herida superficial, sin demasiada importancia. Regresó triunfante a Zaragoza y en las semanas siguientes a su regreso hizo una vida normal, e incluso siguió entrenándose en el campo de la Almozara. Pero la herida no cicatrizó y acabó infectándose. Ibn Buklaris, aplicando diversos ungüentos y pócimas, ha logrado detener la gangrena, aunque Rodrigo se encuentra en un estado sumamente delicado. Su vida ya no corre peligro, pero es probable que tarde varios meses en recuperarse por completo. No podemos contar con él por el momento —explicó al-Mu'tamín.
—En ese caso, si somos atacados por Alfonso, ¿quién dirigirá el ejército? —preguntó Juan.
—Lo haré yo mismo —aseveró al-Mu'tamín.
—No eres un guerrero —sentenció Juan.
—Hace ya varias semanas que practico con la espada y la lanza en el campo de la Almozara. No me está costando demasiado adaptarme al manejo de estas armas. Sólo lamento que apenas tengo ocasión para acabar mi nuevo tratado de matemáticas, pero ahora lo más importante es prepararse para la defensa del reino. Mi hijo, el príncipe heredero Ahmad, se entrena conmigo. Rodrigo viene algunos días a vernos recostado sobre una litera convenientemente cubierta para que nadie vea que está impedido. En poco tiempo estaré preparado para dirigir el ejército como si fuera el mismo Díaz de Vivar —afirmó al-Mu'tamín.
Durante todo el verano, incluso en los días más calurosos, el rey de Zaragoza, su heredero y muchos otros caballeros siguieron ensayando cargas de caballería y practicando el manejo de las armas. La herida de Rodrigo estaba cerrada, pero el de Vivar había perdido mucho peso y su aspecto parecía el de un cadáver. Aunque ya se incorporaba, era incapaz de mantenerse de pie sin la ayuda de un bastón y apenas podía dar un paso sin trastabillarse.
Los rumores de un próximo ataque castellano sobre Zaragoza crecían día a día y algunos comerciantes se mostraban inquietos ante la posibilidad de perder sus negocios. Las mezquitas estaban más concurridas que de costumbre y la mayor parte de los habitantes de la ciudad parecía resignada a dejar que el destino se cumpliera sin hacer nada por evitarlo. Al-Mu'tamín, a fin de infundir ánimos a sus súbditos, solía pasear por la ciudad de Zaragoza con su caballo enjaezado y en más de una ocasión pronunció en plena calle improvisados discursos alentando a los zaragozanos a defender sus propiedades, su libertad y su fe en caso de que fuera necesario.
Shams e Ismail se habían marchado a la almunia a principios de verano y Juan acudía a visitarlos todas las semanas. Permanecía con ellos un par de días y regresaba de nuevo a Zaragoza. Cuando acabó la canícula, madre e hijo regresaron a la casa de la medina y Juan creyó que era ya hora de hablar de la boda con Shams.
Una tarde, al regresar de su trabajo en la biblioteca palatina, Juan daba buena cuenta en su jardín de una suculenta cena que el fiel Jalid, que seguía leal a su servicio después de tantos años, había preparado. El verano daba sus últimas bocanadas aunque todavía era agradable cenar al aire libre.
—Te ha costado muchos años, Jalid, pero por fin estás logrando cocinar bien. Este guisado de cordero está realmente apetitoso señaló Juan.
—Gracias, mi señor, me alegra que te guste. Está aderezado con comino, cebolla, pimienta, sal y aceite. Como postre he preparado un pastel de almendras que va a encantarte. Lo he tenido al horno, a fuego muy bajo durante toda la tarde; su aspecto y su aroma son magníficos —alardeó Jalid.
Señor y criado, cuando estaban solos, comían siempre juntos en la misma mesa. Hacía ya casi veinte años que Jalid permanecía al servicio de Juan y siempre habían tenido una relación de amigos. Juan había cumplido los cuarenta años y Jalid debía de tener cinco o seis menos, pues nunca logró averiguar cuándo había nacido. Desde que hace tiempo murieran los abuelos de Jalid, tan sólo se tenían el uno al otro.
Estaban saboreando el pastel, de almendras cuando se sobresaltaron al oír unos fuertes golpes en la puerta. Jalid se levantó de la mesa, se apoyó en el cayado que Juan le había regalado para sustituir al palo en forma de alcayata que usaba antes de entrar a su servicio y se dirigió hacia la puerta.
—¡Ya voy, ya voy! Hay que ver qué prisa —mascullaba el criado en tanto se acercaba a la puerta tras la que sonaban golpes y más golpes.
—¿Qué ocurre, quién llama con tanto apremio? —inquirió Jalid a la vez que abría.
Dos soldados de la guardia real aparecieron al otro lado del umbral.
—¿Está tu señor en casa? —preguntó uno de ellos.
—¿Qué queréis?
—Eso no te incumbe. Tenemos orden de acompañarle a Palacio de inmediato.
Momentos después, tres jinetes atravesaban con sus caballos a todo galope la vaguada que separaba el arrabal de Sinhaya del Palacio de la Alegría.
Juan entró presuroso. En el patio de la guardia le esperaba Ibn Paquda.
—¿Qué está pasando? —le preguntó Juan.
—Creo que el rey se muere. Acaban de avisarme hace unos instantes. He venido corriendo desde la judería y al llegar el katib del consejo privado me ha dicho que aguardara aquí a que vinieras. Al-Mu'tamín está muy mal. Ibn Buklaris e Ibn Hasday están con él —dijo Ibn Paquda.
—Vamos rápido.
Los dos consejeros se precipitaron a través del patio central y penetraron en la zona reservada del serrallo. Los eunucos africanos que guardaban el harén les permitieron el paso hasta el dormitorio del rey. Sobre una cama cubierta por un edredón de seda verde relleno con plumas de cisne yacía sudoroso al-Mu'tamín. A cada uno de los dos lados de la cabecera, Ibn Buklaris e Ibn Hasday se afanaban en calmar la fiebre que consumía al monarca aplicándole paños mojados en agua tibia con esencia de rosas.
—¡Majestad! —clamó Juan al verle.
Al-Mu'tamín levantó la cabeza y abrió los ojos.
—Juan, Ibn Paquda, amigos —musitó el soberano.
Juan se abalanzó sobre la cama y tomó la mano derecha del rey.
—¿Qué le pasa? —preguntó angustiado a Ibn Buklaris.
El hakim de la corte permaneció en silencio, pero movió la cabeza a uno y otro lado en un claro gesto de resignación.
—¡Maldita sea, tienes que hacer algo! ¡No puede morir! —exclamó Juan.
—Sólo Dios puede salvarlo. En sus manos está. Ha contraído unas fiebres malignas. Le avisé a tiempo. Estaba practicando demasiado el combate. Ya no es un muchacho. No concedía tregua a la fatiga ni al cansancio. Su cuerpo no ha podido resistir tanto esfuerzo. Le han sobrevenido estas fiebres y su hígado no responde. Le he hecho beber zumo de melocotón con esencia de violetas, el mejor remedio contra la calentura —susurró Ibn Buklaris al oído de Juan.
—Amigos, amigos, no os preocupéis, mi hijo está preparado para gobernar el reino. Es joven, fuerte y vital —mistó al-Mu'tamín no sin esfuerzo.
—Nunca ha habido un rey como tú y nunca lo habrá —afirmó Juan rotundo.
—Mi querido Juan. Antes de que muera debes saber algo. Me lo contó mi padre, el gran al-Muqtádir, y me ordenó que nunca te lo revelara, pero creo que me perdonará si lo hago en estas circunstancias. Poco antes de morir el maestro, nuestro recordado al-Kirmani, acudí con mi padre a visitarle a la clínica del Huerva. Al-Muqtádir me pidió que los dejara unos instantes a solas. De regreso a Palacio, mi padre me comentó que al-Kirmani le había pedido como último deseo de moribundo que comprara tu libertad; le dijo algo referente a un bibliotecario de Constantinopla que no pudo hacerte libre porque murió antes de tiempo. Mi padre le prometió que sería lo primero que haría —finalizó al-Mu'tamín.
—Y lo cumplió —asintió Juan.
El eslavo buscó en su pecho, debajo de la túnica, el amuleto con la bolita de cristal de cuarzo y el cilindro de plata que le había regalado al-Kirmani, lo abrió y leyó el papelito que guardaba en el interior:
—«Todo glorifica a Alá, lo que está en los cielos y sobre la realeza. A Él la realeza y la alabanza. Tiene poder sobre todas las cosas». Este amuleto me lo entregó al-Kirmani en el momento de su muerte. Yo le había contado que ese bibliotecario de Constantinopla, Demetrio era su nombre, fue quien me enseñó casi todo lo que sabía entonces y que quería devolverme la libertad. La oración que acabo de leer fue la que guió la vida de al-Kirmani.
Volvió a plegar cuidadosamente el papel, lo guardó en la cajita cilíndrica de plata y colocó el amuleto en la mano del rey. Al-Mu'tamín cogió la mano de Juan y la apretó con la suya. El amuleto de al-Kirmani quedó entre ambas dibujando una leve marca sobre sus palmas.
De madrugada, momentos antes de que la aurora tiñera con las primeras luces el oscuro horizonte, murió Abú Amir Yusuf ibn Ahmad ibn Sulaymán ibn Hud al-Mu'tamín. Había reinado sólo tres años y medio, pero había dejado una huella indeleble en cuantos le trataron. Fue enterrado entre desgarradoras muestras de dolor colectivo en el cementerio real. El alfaquí y el cadí de la mezquita mayor leyeron la plegaria fúnebre y Juan ibn Yahya fue el encargado de redactar la inscripción funeraria que se grabó en una lápida de purísimo alabastro con las proporciones matemáticas áureas. Decía lo siguiente:
«Yusuf ibn Ahmad subió a gozar de los bienes del Paraíso el 15 de yumada I del año 478. Sólo tres primaveras tuvieron la dicha de contemplar su reinado, pero hizo florecer muchas primaveras en los corazones de cuantos lo conocieron».
El ocaso del sol
—No posee la energía de su abuelo ni el valor y el sentido de la justicia de su padre, pero puede llegar a ser un buen rey. Todavía es demasiado joven y no carece de experiencia de gobierno. Habrá que estar muy pendientes de sus decisiones.
Así hablaba Ibn Hasday, el gran visir de Zaragoza, en una reunión en casa de Juan a la que también asistía Ibn Paquda.
—Por el momento ha confirmado todos los cargos de la corte, pero no sé si esta situación durará mucho tiempo. Es probable que nombre su propio consejo privado —dijo Juan.