El salón dorado (64 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

BOOK: El salón dorado
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En el patio conversaban los tres hijos mayores de Yahya. El pequeño Ismail permanecía sentado en un rincón contemplando embelesado la espada de su hermano mayor, ya comandante de caballería. 'Abd Allah, el primogénito, le dio la bienvenida:

—Querido Juan, gracias por venir. Te hemos enviado recado en cuanto nos han puesto al corriente de la gravedad. Ya sabes que para mi padre eres casi como un hijo.

—¿Qué le ocurre? —preguntó Yahya.

—Hace quince días regresó de un viaje a Granada. Yo le había advertido que su edad y su condición física no estaban para semejante esfuerzo, pero no me hizo ningún caso. Sólo piensa en los negocios y en seguir acaparando dinero. Ahora está con él el médico; le ha aplicado unos empastes de yerbas pero no mejora.

—Haz que avisen de mi parte a Ibn Buklaris, el hakim del rey. Que le digan que venga aquí en cuanto pueda —dijo Juan.

Apenas dos horas después se presentó Ibn Buklaris.

—¿De qué se trata, Juan, a qué viene tanta urgencia? —inquirió el hakim.

—Yahya agoniza. Lo ha estado tratando un físico, pero no mejora. Te ruego que lo examines —le pidió Juan.

—Vamos a verlo.

Ibn Buklaris, acompañado por Juan y por 'Abd Allah y Ahmad, los hijos mayores de Yahya, penetró en las habitaciones privadas. Fátima, la sierva bereber, hacía ya tres años que había muerto, pero ni tan siquiera ella se hubiera atrevido a oponerse a que los dos extraños acompañaran a los hijos de su amo dentro del serrallo. Yahya yacía postrado en el lecho entre almohadones de seda roja y verde. Tenía el rostro humedecido por el sudor, los ojos enrojecidos y entreabiertos y los labios resecos y cortados. Respiraba con tremenda dificultad, tosía sin cesar y cada suspiro parecía anteceder al desenlace definitivo. A su lado estaban las tres esposas, entre ellas Shams, en cuyos ojos se clavaron los de Juan. Hacía ya algunos años que no había vuelto a verla pero le seguía pareciendo tan bella como antes. Aquella mujer, que estaba más cerca de los cuarenta años que de los treinta, no aparentaba muchos más de veinte; parecía un milagro que conservara su juventud sin apenas alteraciones.

Las tres mujeres se separaron del lecho y permanecieron en un segundo plano observando a Ibn Buklaris. Juan se quedó junto a ellas, al lado de Shams. Con el dorso de la mano casi podía rozar su túnica y por su nariz ascendió la fragancia inconfundible de su antigua amante. La miró de soslayo y comprobó que no había perdido ni un ápice del rutilante brillo de sus marinos ojos azules.

Ibn Buklaris se incorporó y reclamó a Juan y a los hijos de Yahya:

—Se trata de una neumonía en estado avanzado. Tiene los pulmones encharcados; no hay nada que hacer, morirá pronto.

Esa misma noche falleció Yahya ibn al-Sa'igh el Platero. Al día siguiente fue enterrado en el cementerio de la puerta de Alquibla, al lado de la tumba de su primera esposa.

Una semana después el albacea leyó el testamento de Yahya: dejaba un cuarto de su fortuna, unos veinticuatro mil dinares en total, a las mezquitas de Zaragoza, dos mil dinares a cada una de sus hijas como dote, mil dinares a cada una de sus tres mujeres y el resto, en partes iguales, a sus cuatro hijos varones. A Juan ibn Yahya le donaba una casa en la medina, cerca de la mezquita mayor, con un jardincillo, un patio y una bodega, además le concedía plenos poderes como albacea testamentario junto con el imán de la mezquita de Abú Yalid y su amigo el tratante de esclavos Said ibn Jayr, para establecer los lotes de las propiedades inmobiliarias a repartir entre sus cuatro hijos varones.

4

A principios del invierno Juan recibió una larga carta de Abú Yafar. Tras una serie de encendidos elogios dedicados a al-Zarqalí, le comunicaba que había logrado una plaza de profesor de aritmética y geometría en La Casa del Saber y que era llamado con frecuencia por los albaceas testamentarios para hacer las particiones de herencias. Su posición era excelente, pues el actual cadí de Toledo había sido discípulo suyo. Le anunciaba que estaban preparando en el observatorio un calendario perpetuo basado en los ciclos de los planetas, siguiendo un antiquísimo tratado babilónico; habían logrado demostrar que cada planeta repetía cada cierto ciclo de años su posición y de ahí podía establecerse el calendario perpetuo. Después le describía un reloj de agua construido por al-Zarqalí y él mismo, tan perfecto que era capaz de determinar la hora del día o de la noche y los días de los meses lunares. Lo habían instalado en el curso del Tajo y funcionaba aprovechando las aguas de este río. Le comunicaba el inmediato envío de unas nuevas tablas que estaban ultimando en las que se indicaba el comienzo de cada mes del calendario lunar, del romano, del copto y del persa, y la posición del Sol, la Luna y otros astros y se predecían los eclipses de Sol y de Luna. Estaban confeccionadas en forma de almanaque y las iban a titular Librode las tablas. Les preocupaba tanto el cómputo del tiempo que habían practicado con todo tipo de relojes, tanto de agua como de sol como mecánicos; incluso estaban experimentando con un tipo de reloj cilíndrico con compartimentos llenos de mercurio que mediante pesos compensados transmitían el movimiento a un astrolabio. Le hablaba entusiasmado de la pericia del constructor de astrolabios Ibrahim ibn Sa'id (a quien ambos habían conocido en el primer viaje a Toledo), quien había realizado una esfera celeste de medio codo de diámetro con dos hemisferios vacíos y soldados en la que siguiendo a Ptolomeo había dibujado la posición y la magnitud de mil quinientas quince estrellas.

A Juan le extrañó que su antiguo colega no hiciera ninguna alusión a la difícil situación política del reino de Toledo. El rey de Castilla había atacado al de Sevilla y este había llamado en su ayuda a los almorávides, una secta que surgida de las profundidades del Magreb se había apoderado de todo el norte de África, forjando un extenso imperio entre el Sáhara y el Mediterráneo. Se decía que el propio rey de Sevilla, el taimado y astuto al-Mu'tamid, había afirmado que prefería ser camellero en África que porquero en Castilla. Toledo quedaba atenazado entre la alianza de los reinos de Sevilla y Badajoz y la amenaza permanente de los castellanos y parecía claro que no tardaría en caer en poder de unos o de otros. A estos problemas externos había que sumar el malestar existente entre los súbditos del rey de Toledo al-Qadir, a quien consideraban poco preparado para regir el trono. Cuatro años antes ya había tenido que huir de la ciudad y refugiarse por algún tiempo en Cuenca durante una sublevación de los toledanos. Desde entonces la situación había empeorado y muchos ciudadanos habían emigrado a otros reinos buscando mayor seguridad.

En la azotea del observatorio conversaban al-Mu'tamín, Ibn Hasday y Juan.

—En su carta, Abú Yafar no dice ni una sola palabra sobre la situación en Toledo —se extrañó Juan sabedor de las dificultades que atravesaba este reino ante la presión de los castellanos.

—No es raro, nunca le interesó la política —intervino Ibn Hasday.

—En cualquier caso, la situación es muy grave. Mis agentes en Toledo me han comunicado que su rey al-Qadir, cuya actuación política está absolutamente mediatizada por Alfonso VI, ha pactado con el castellano la entrega de Toledo a cambio de que le ayude a convertirse en soberano de Valencia, sobre la que nosotros tenemos derechos de dominio —añadió al-Mu'tamín—. Por eso debemos estrechar los lazos que nos unen a los valencianos. Acabo de acordar el matrimonio de mi hijo mayor y heredero, el príncipe Ahmad, con la hija de Abú Bakr ibn 'Abd al-'Aziz, el señor de Valencia. Quiero que la boda se convierta en el mayor acontecimiento diplomático de todo al-Andalus. Mañana mismo iniciaremos los preparativos de la ceremonia, que tendrá lugar dentro de un mes. En apenas una semana comienza el ramadán, por lo que el matrimonio se celebrará el último día del mes sagrado, así haremos coincidir la fecha festiva con la boda, potenciando las celebraciones populares. Invitaremos a todos los príncipes, emires, visires y altos nobles de todas las taifas. Tú —se dirigió a Ibn Hasday— te encargarás de redactar la invitación oficial y de preparar la fiesta de los esponsales. Ha de ser la más fastuosa de cuantas se han celebrado hasta ahora. Mostraremos a todos nuestra fuerza y nuestra inteligencia.

De inmediato salieron mensajeros en todas las direcciones portando centenares de invitaciones a la ceremonia del matrimonio del hijo del rey de Zaragoza y a los festejos subsiguientes. A mediados de ramadán del 477 de la hégira, mediados de enero de 1085, comenzaron a llegar los primeros invitados. Toda la corte se preparó para la ocasión. Los viejos palacios de la Zuda occidental y el ubicado junto a la puerta del Puente fueron habilitados para ubicar en ellos a los emires y visires, y a los nobles se les instaló en las residencias de la aristocracia zaragozana. El día 27 de ramadán un millar de invitados se agolpaban bajo las naves de la mezquita mayor para asistir a las oraciones que el imán iba a dirigir con motivo de tales fastos. Centenares de lámparas encendidas colgaban sobre las cabezas de los asistentes. La mezquita había sido adornada con guirnaldas y ramos de flores, banderas con los colores de la dinastía de los Banu Hud y estandartes con el león y la media luna.

La mezquita aljama de Zaragoza era considerada la más sagrada de cuantas los musulmanes habían construido en al-Andalus. Los zaragozanos sostenían que su fundación era debida a Hanás ibn 'Abd Allah as-San'ani, que fijó la ubicación y orientación del mihrab tras la conquista de la ciudad por los musulmanes. Desde entonces, y debido al crecimiento de la población, había sido ampliada en dos ocasiones, la última cuando los tuyibíes convirtieron a la capital de la Marca Superior en la de su reino independiente.

Un patio cuajado de olivos en torno a una fuente con caños de bronce y un esbelto alminar de ladrillo rojo daban paso a una amplísima sala de nueve naves separadas con pilares de rejolas enjalbegadas con cal. Al frente se desplegaba un maravilloso mihrab de alabastro blanco tallado en un solo bloque. En la segunda ampliación la pieza de alabastro se había trasladado tirando de ella con cables sobre un ingenioso sistema de troncos a manera de rodillos. Pero en la maniobra, el mihrab se había rajado en diagonal, y todavía podía apreciarse la grieta que recorría de arriba abajo y de izquierda a derecha la maravillosa obra de escultura rematada por una concha de formas perfectas.

Sobre el minbar de madera de pino de Tortosa tallada con finas hojas de palma y piñas, el imán recitó una sura del Corán concerniente al matrimonio y a los deberes de los esposos y a continuación se rezaron oraciones pidiendo la restitución de la unidad de los musulmanes y la bendición de Alá para sus seguidores.

Finalizada la ceremonia, la comitiva se dirigió al Palacio de la Alegría. Las calles por las que discurría el cortejo estaban iluminadas con hachones y cada cincuenta pasos ardían troncos de leña en enormes braseros de hierro. Hacía frío, pero el gélido viento que solía azotar el valle en invierno estaba en calma y las gruesas y confortables capas de piel y pellizas enguatadas protegían a los invitados de las bajas temperaturas.

En el Palacio de la Alegría se celebró el banquete de bodas. Fue preciso habilitar todas las salas, e incluso algunas dependencias donde se impartían las clases de la escuela palatina. Centenares de siervos ofrecían a los invitados deliciosos manjares. Al-Mu'tamín se había cuidado en persona de todos los detalles, e incluso había seleccionado el menú y los alimentos con un cuidado exquisito, propio del refinado gusto del rey: los entrantes se habían dispuesto en un orden de colores y formas propio del jardín del Paraíso, los pescados y las carnes se habían limpiado y desmenuzado con tanta atención que no se atisbaba la menor pizca de grasa, piel, escamas, huesos o espinas, los pasteles eran tan perfectos en formas, olores y aromas que parecían hechos de cristal o de oro y los vinos eran tan selectos, tan abocados y tan perfumados que sus efluvios incitaban a degustarlos con avidez. Las mejores bailarinas y cantantes amenizaron el banquete; entre plato y plato se detenía la música que tocaba una orquesta de rebabas, cítaras, flautas, atabales y mandolinas y reconocidos poetas declamaban bellísimos versos.

La población de Zaragoza se lanzó a las calles festejando el final del mes sagrado del ayuno, el ramadán. Durante esa última noche, conocida como Noche del Poder, porque fue en la que el arcángel Gabriel introdujo el Corán en el corazón del profeta Mahoma, toda la ciudad era renovada y purificada y las gentes parecían impregnadas de una alegría y un fervor sin par. Pero las fiestas que siguieron fueron sólo una excusa. La invitación cursada a tantos príncipes tenía como objetivo hacer de Zaragoza el centro por unos días de la diplomacia andalusí. Varios reyes, entre ellos al-Mu'tamid de Sevilla, 'Abd Allah de Granada y al-Mutawakkil de Badajoz, parlamentaron durante aquellos días en Zaragoza. Las conversaciones, pactos y debates que intercambiaron contribuyeron a crear un nuevo clima en las relaciones entre las distintas taifas musulmanas. Sevilla y Granada, enemistadas antes de la boda, firmaron la paz y acordaron sellar un tratado de amistad que las uniera ante la amenaza que suponían las apetencias territoriales de Alfonso de Castilla. El propio al-Mu'tamid leyó durante una de las reuniones un breve poema en el que declaraba su amor por la paz y sus buenos deseos hacia quienes llamaba sus hermanos en Dios.

La alianza con Valencia, la derrota del rey de Aragón y de sus aliados leridanos y barceloneses por el Cid y la dedicación de los castellanos al asedio de Toledo permitieron a al-Mu'tamín y a Juan iniciar el trabajo de investigación conjunto que habían planeado hace años sobre las medidas de la Tierra y las distancias entre los astros. Al-Mu'tamín aportaba sus conocimientos matemáticos y Juan su experiencia astronómica. Revisaron todas las teorías y datos que se conocían. Se encontraron con más dificultades de las esperadas, sobre todo a la hora de valorar las distintas medidas y su conversión en las del reino hudí. Había que partir del tamaño de la Tierra y por primera vez realizaron un estudio comparativo de las distintas estimaciones que los sabios de la Antigüedad habían propuesto: Aristóteles afirmó que la circunferencia de la esfera terrestre era de cuatrocientos mil estadios, Eratóstenes la redujo a doscientos cincuenta mil y después la ajustó a doscientos cincuenta y dos mil, igual que Hiparco; Arquímedes aseguró que se elevaba a trescientos mil estadios y Posidonio la calculó en doscientos cuarenta mil y después la redujo a ciento ochenta mil, que fue la medida aceptada oficialmente por la afamada Escuela de Alejandría, donde se calculó que un grado de la esfera equivalía a cincuenta estadios. Consiguieron adquirir un tratado del geógrafo musulmán al-Mamún, en el que se recogía una noticia según la cual en la lejana China un astrónomo de la corte de aquel lejano imperio había establecido que el grado terrestre equivalía a casi trescientos treinta y ocho lis y la circunferencia a ciento veintidós mil, siendo un liun tercio mayor que un estadio. Con todo ello concluyeron que el diámetro de la circunferencia terrestre era de ciento ochenta mil estadios, y en consecuencia un grado medía cincuenta. Calcularon que una milla árabe equivalía a ocho estadios y un tercio y veintiocho codos, con lo que el diámetro terrestre ascendería a veintiuna mil quinientas millas, es decir, unas mil cien más de las que había calculado el propio al-Mamún.

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