Pronto se cansó de la ajetreada y fingida vida cortesana. Un buen día decidió regresar a su anterior oficio. El gran visir Ibn Hasday, que como buen poeta que era también apreciaba su sentido lírico y sus excelentes composiciones métricas, le presionó para que se quedara como rapsoda de la corte, pero al-Yazzar le contestó negativamente con estos versos:
Me criticáis porque ejerzo el oficio de carnicero.
¡Ignorantes!; sois como los que desprecian el valor
de lo que no conocen.
Si supierais lo grandioso de mi trabajo
ni siquiera lo mudaríais por el visir.
Este oficio es para mí un anhelo
por el que siento la pasión de la vida misma.
A veces me siento como un gran general
capaz de hacer sentir el pavor en los ejércitos de ganado.
Soy el vencedor de batallones de toros y ovejas
cuya sangre vierto.
Ningún animal es capaz de resistir
el acerado brillo de mi sable.
Siempre triunfo en la batalla con mi cuchillo
de carnicero.
¡Qué gran hazaña!
Ibn Ammar, el derrocado señor de Murcia, intentó acabar con la fama de bebedor empedernido que se había ganado a fuerza de sobrados méritos entre los zaragozanos. Casi nadie creía ya los cuentos de aventuras y hazañas que narraba entre jarras de vino y mujeres y se había convertido en objeto de burla. Irritado y deseoso de demostrar su capacidad de iniciativa política y sus dotes militares, se le presentó la oportunidad cuando un gobernador de uno de los castillos de la frontera norte se rebeló contra al-Mu'tamín y se proclamó independiente. Ibn Ammar acudió al Palacio de la Alegría y rogó al rey que le permitiera acabar con el rebelde. Al-Mu'tamín, inmerso entonces en la redacción de un nuevo tratado de matemáticas, titulado Munadir, accedió a darle esta oportunidad a su protegido, que logró, mediante una hábil estratagema, asesinar al rebelde y recuperar la fortaleza. En agradecimiento, el rey le concedió la alcaidía de ese castillo.
Durante varios meses Ibn Ammar vivió en aquella fortaleza. La nostalgia y la soledad le afectaron de tal modo que, tragándose su orgullo, desde allí escribió una carta a su viejo enemigo el rey de Sevilla pidiéndole que dejara salir de esa ciudad a su familia, a la que echaba de menos. La respuesta del sevillano fue contundente, negándose en rotundo a aceptar las peticiones de Ibn Ammar. Su espíritu mundano y aventurero se sentía prisionero entre los muros del castillo y decidió regresar a Zaragoza para proponer un ambicioso plan a su rey.
Ibn Ammar consiguió interesar a al-Mu'tamín con la conquista de Segura, una fortaleza en tierras de Jaén que había pertenecido al reino de Denia pero que tras la conquista de al-Muqtádir se había independizado. El castillo estaba gobernado por dos eslavos, llamados Ibrahim y 'Abd al-Yabbar, que ejercían la tutela del nieto del último rey de Denia. Los dos eslavos, ante la imposibilidad de mantener la independencia del castillo entre tan poderosos vecinos, optaron por venderlo.
Ibn Ammar pensó que aquélla era una extraordinaria oportunidad. Engañó al rey de Zaragoza diciéndole que ganaría este castillo para él y así tendría una base desde la que ampliar sus dominios recuperando Denia y quién sabe si todo Levante. En realidad, Ibn Ammar anidaba en su pecho la intención de conquistar Murcia para sí mismo.
Al-Mu'tamín le dio dinero y puso bajo sus órdenes un destacamento de un centenar de soldados. En el verano de 1084, mes de rabí I del 477 de la hégira, los zaragozanos se presentaron ante Segura. En la expedición viajaba Juan, a quien su rey había encomendado vigilar a Ibn Ammar. La tarde del 30 de julio, 23 de rabí I de la hégira, Ibn Ammar y Juan se entrevistaron con 'Abd al-Yabbar, uno de los dos eslavos que regentaban la fortaleza. Cuando al-Yabbar entró en la tienda, Juan se fijó en un pequeño detalle: sobre la ceja derecha tenía una cicatriz en forma de punta de flecha.
—Soy 'Abd al-Yabbar, tutor del señor de Segura se presentó el emisario del castillo.
—Yo soy Juan ibn Yahya, delegado del rey de Zaragoza, y éste es Ibn Ammar, visir de Su Majestad.
Los ojos de los dos eslavos se cruzaron por un momento. ¿Sería posible que aquel personaje que tenía enfrente fuera Vladislav? Por la edad bien podría serlo, era eslavo, rubio y de ojos azules y tenía una cicatriz sobre la ceja derecha.
—Me han dicho que eres eslavo; ¿sabes hablar slav? —preguntó Juan en su idioma materno.
—Sí, no lo he olvidado —respondió al-Yabbar en su lengua común.
—¿En qué jerga estáis hablando? —inquirió bruscamente Ibn Ammar, preocupado porque no entendía nada.
—Es slav, nuestra lengua original —repuso Juan.
—Bien, bien, pero hablemos en árabe, así nos podremos entender los tres —alegó Ibn Ammar que miró receloso a los dos. La conversación continuó en árabe.
—Una vez, hace tiempo, unos treinta años, conocí a un amigo que tenía la misma cicatriz que tú, de la misma forma y en el mismo lugar —dijo Juan.
—La mayor parte de los hombres tenemos alguna cicatriz.
—Su nombre era Vladislav; había nacido en una aldea, llamada, llamada… no lo recuerdo, han pasado muchos años. Ambos fuimos apresados por los pechenegos; viajamos juntos hasta Constantinopla y allí nos separaron.
—Esa historia es común a muchos de vosotros —indicó Ibn Ammar—. Pero lo que nos ocupa aquí es la venta del castillo.
—El precio es de treinta y cinco mil dinares y no vamos a rebajar una sola moneda sentenció al-Yabbar.
—Es demasiado —señaló Juan.
—Aceptamos —repuso de inmediato Ibn Ammar.
—No creo correcto… —alegó Juan.
—No importa, yo abonaré la diferencia —afirmó Ibn Ammar.
—De acuerdo. Mañana os entregaremos el castillo —indicó al-Yabbar al tiempo que con un gesto de cortesía se retiró.
A la mañana siguiente los zaragozanos se apostaron ante los muros de Segura. Ibn Ammar se adelantó y fue invitado a subir. El acceso era complicado, pues había que trepar por una estrecha rampa y después ascender hasta una puerta ubicada a varios codos del suelo mediante un elevador en el que sólo cabía una persona. Ibn Ammar fue introducido dentro de la fortaleza. Al pie quedaron Yabir y Had, dos soldados de su plena confianza. Ambos esperaron a que el elevador volviera a bajar para subir ellos, pero la puerta no se abrió. Sorprendidos, miraron hacia el grueso del destacamento, a cuyo frente estaba Juan, y llamaron a los del castillo. Una voz les conminó a alejarse si no querían ser asaeteados.
Regresaron a la carrera gritando que se trataba de una traición. Juan permaneció quieto, con los ojos fijos en la fortaleza. Instantes después un heraldo anunció a gritos desde lo alto de las almenas que Ibn Ammar estaba prisionero y que el castillo no se vendía, a la vez que conminaba a los zaragozanos a marcharse en paz.
Juan dudó por un instante qué hacer, pero comprendió que no tenía otra alternativa que la retirada. El castillo era inexpugnable y seguramente las tropas que lo custodiaban eran mucho más numerosas que el pequeño contingente de soldados que ahora dirigía. Volvió grupas, ordenó desmontar el campamento y regresar a Zaragoza.
Apenas se había alejado unas millas de Segura, cuando el cuerpo expedicionario fue alcanzado por un jinete que portaba una misiva para Juan. Era un pergamino cuidadosamente doblado y cerrado con un lazo de cuero sellado con cera verde. Abrió con cuidado la carta y leyó lo siguiente:
De 'Abd al-Yabbar, eslavo, a Juan ibn Yahya, eslavo: Tal vez te extrañe esta misiva. Ahora que te retiras, crees que te hemos engañado al capturar a Ibn Ammar y no entregar la fortaleza a tu rey como habíamos acordado. Nuestro prisionero es un malvado truhán que ha intentado engatusarnos a todos. Gracias a Dios logramos enterarnos de sus planes. Pretendía ocupar Segura mediante un ardid y desde aquí reconquistar su añorada Murcia. Nunca estuvo en su ánimo ofrecer este castillo a al-Muqtádir. En cuanto se hubiera hecho cargo de su dominio te habría ejecutado o habría pedido por ti un fuerte rescate, además de quedarse con el dinero que traíais para la compra de Segura. Personajes como éste están mejor a buen recaudo. Nosotros nos encargaremos de que reciba lo que se merece. Vete en paz y guarda este documento para que lo muestres al rey de Zaragoza.
Dentro de la carta había un pequeño recorte de pergamino en el que había escrita la siguiente frase: «La aldea se llamaba Zavnina».
Tres meses después del viaje a Segura se recibió en Zaragoza la noticia de que los dos eslavos habían vendido a Ibn Ammar al rey de Sevilla; al-Mu'tamid, resentido por las constantes traiciones de su antiguo amigo, lo mató a hachazos con sus propias manos.
Juan, convencido de que el eslavo de Segura que se hacía llamar 'Abd al-Yabbar era su antiguo amigo Vladislav y que eso lo había salvado de una muerte cierta, regresó a Zaragoza con el destacamento de tropas y puso a al-Mu'tamín al corriente de la traición de Ibn Ammar. Desde entonces, el visir Ibn Ruyulu, a quien al-Muqtádir había protegido y encumbrado debido al apoyo que le prestó para la toma de Denia, fue relegado a un segundo plano por al-Mu'tamín, que no quiso que se repitiera la traición de Ibn Ammar. Pero la naturaleza de conspirador del visir lo incitó a seguir participando en conjuras. Un agente del rey le informó que había participado en la rebelión de Rueda, apoyando en secreto la sublevación de al-Muzaffir, quien había prometido a Ibn Ruyulu nombrarle gran visir en caso de que lograra hacerse con el trono de Zaragoza. Al-Mu'tamín, sin que le temblara el pulso, condenó a muerte al antiguo visir de Denia. Fue ejecutado en la sari'a; su cabeza rodó entre las aclamaciones de la multitud, ante la cual este individuo se había hecho odioso debido a su carácter altivo y confabulador.
Rodrigo Díaz, que no fue admitido por Alfonso VI, retornó de Castilla. Todos lo conocían ya como el Cid, es decir «el León», debido al emblema que por privilegio de al-Mu'tamín lucía en su pecho. Su presencia en Zaragoza impulsó la guerra contra Mundir, que desde Lérida no cesaba de conspirar contra su hermano. Sancho Ramírez ardía en deseos de vengar la derrota que el castellano le había infringido en Almenar y pactó una nueva alianza con Mundir. A mediados de 1084 el ejército zaragozano dirigido por Rodrigo Díaz recorrió las tierras entre Lérida y Levante, haciéndose fuerte en un castillo cerca de la imponente fortaleza de Morella. Mundir pidió ayuda a su aliado aragonés y Sancho Ramírez acudió para hacer frente al Cid.
Rodrigo y Sancho Ramírez se entrevistaron a orillas del Ebro, en el campamento del rey aragonés.
—Vuestra actitud hacia nuestro aliado el rey de Lérida es intolerable. Como rey cristiano os conmino a que en el plazo de tres días levantéis vuestras tiendas y salgáis de estas tierras —amenazó el de Aragón.
—No actúo en mi nombre, sino en el de mi señor el rey de Zaragoza. Su hermano Mundir, a quien vos llamáis aliado, no, es sino el usurpador de una parte de la herencia de los Banu Hud a la que no tiene derecho. Su dominio sobre Lérida, Tortosa y Denia es ilegítimo y vos deberíais rechazarlo en vez de procurar su alianza —dijo Rodrigo.
Sancho Ramírez se levantó de la silla de madera labrada en la que se sentaba, apretó los puños y exclamó:
—¡Cómo os atrevéis, un renegado como vos expulsado de su tierra y maldito de su rey, a aconsejar lo que debe hacer un monarca de la cristiandad que ha sido ungido por el propio Sumo Pontífice! Os ordeno que evacuéis de inmediato esta región y tornéis a Zaragoza o en caso contrario acudiremos con nuestro ejército contra vos.
—Si mi Señor el rey de Aragón quiere pasar en paz por estas tierras, donde ando, yo le serviré con buen corazón, y además, si lo desea, le daré cien de mis caballeros para que le acompañen en el camino —respondió Rodrigo con ironía.
Sancho Ramírez, con los ojos encendidos de ira y el rostro crispado, salió de su tienda con pasos apresurados decidido a lanzar a su ejército contra el de Rodrigo.
La batalla tuvo lugar en las afueras de Morella el 14 de agosto de 1084. Por segunda vez en apenas dos años Rodrigo derrotó a Sancho Ramírez, capturó a más de dos mil prisioneros y obligó a huir al rey de Aragón y a su aliado de Lérida. Puso en libertad a la mayoría y con dieciséis nobles cautivos regresó hacia Zaragoza, donde ya se conocía la noticia de su nueva victoria.
El rey, acompañado de su familia, salió a recibirle a la villa de Fuentes de Ebro, a unas cuantas millas aguas abajo de la capital. Volvió a ser aclamado como un héroe en su segunda entrada triunfal en la ciudad. Inmediatamente detrás del rey y de Rodrigo caminaban Ramón Dalmacio, obispo de Roda, el señor de Alquézar y el mayordomo del rey de Aragón, tres de los dieciséis rehenes retenidos tras la batalla de Morella. En el campo de la Almozara se organizaron diversos festejos y torneos y el vino y los dulces corrieron por doquier a cuenta de las arcas reales. Todos los ojos de los musulmanes andalusíes se volvieron hacia el campeón cristiano que guerreaba bajo los estandartes del islam. Aquí comenzó a forjarse su leyenda a los gritos enfervorecidos de «sid, sidi!». Y así, los nombres de «león», «sid», y «mi señor», «sidi», se unieron para siempre en la persona de Rodrigo, el Cid.
Una tarde de aquel verano Juan leía en el jardín de su casa del arrabal un tratado del médico judío Abú-l-Walid titulado Kitab al-Taljis, en el que se exponían los medicamentos más simples y su forma de empleo. Jalid había salido a comprar fruta y verdura. Regresó antes de lo previsto acompañado por un criado de Yahya ibn al-Sa'igh:
—Señor, me he tropezado camino del mercado con este criado del señor Yahya que venía hacia aquí para trasladaros un mensaje.
—Me han encargado que os comunique que mi dueño se encuentra muy enfermo. Sus hijos están ahora con él en casa. Hace ya varios días que no se sentía bien pero desde ayer por la tarde agoniza.
—¡Claro!, ahora me explico por qué Abú Bakr ha faltado al observatorio.
El brillante hijo de Yahya, a quien había educado Juan, acababa de completar su formación en la escuela palatina. Había cumplido veintiún años y estaba trabajando con el eslavo en el observatorio, aportando sus conocimientos de física y matemáticas, aunque mostraba una mayor inclinación hacia la música, la poesía y la filosofía.
Juan acudió en cuanto pudo a casa de su antiguo dueño. Yahya sufría un acceso de fiebre complicado con vómitos y temblores. Hacía un intenso calor que los criados mitigaban regando constantemente el suelo de las habitaciones y agitando enormes abanicos de palmas.