El salón dorado (68 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

BOOK: El salón dorado
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—No creo que prescinda de nosotros; le somos absolutamente necesarios —alegó Ibn Paquda.

—Es probable que incorpore a nuevas personas al consejo. Se ha hecho muy amigo de Abú Bakr. Este joven es muy ambicioso, tú lo conoces bien, Juan, no en vano ha sido tu pupilo; y también tú le enseñaste filosofía —continuó Ibn Hasday dirigiéndose ahora a Ibn Paquda.

—Abú Bakr tiene una inteligencia fuera de lo común. Yo he sido su maestro durante años y puedo asegurarlo —añadió Juan.

—Su prestigio en la ciudad es muy notable. Todos lo conocen por su nombre familiar de Ibn Bajja. Ese es un síntoma de la consideración que se le manifiesta —indicó Ibn Hasday.

El príncipe Ahmad ibn Yusuf ibn Ahmad ibn Sulaymán ibn Hud tomó posesión del trono de Zaragoza cuando el otoño comenzaba a teñir de amarillo las hojas de los álamos y de los chopos. Adoptó el título de al-Musta'ín billah, es decir, «el Encomendado a Dios», el mismo que había llevado su bisabuelo Sulaymán, el primero de los soberanos de la dinastía de los Banu Hud.

La situación política que heredaba al-Musta'ín no era deseable, pero en cambio las arcas del Estado rebosaban de dinares y dirhemes. Al-Mu'tamín había sido un rey austero; a diferencia de su padre, había renunciado con frecuencia a las cosas mundanas y cuando alguien alabó las fabulosas riquezas del tesoro real, el monarca alegó que de nada le servirían, pues a la tumba sólo se llevaría una modesta mortaja.

La muerte inesperada de al-Mu'tamín produjo un incremento en la inseguridad que los zaragozanos habían sentido con la caída de Toledo; parecía que el final estaba próximo. Algunos alfaquíes e imanes predicaban en las mezquitas pláticas derrotistas en las que aseguraban que Dios había abandonado a los musulmanes debido a los muchos pecados cometidos y a que el gobierno del reino se encontraba en manos de judíos y cristianos.

Durante todo el invierno se mantuvo una tensa calma. No había ninguna señal que lo indicara y los espías enviados a la frontera con Castilla nada habían detectado, pero todos sabían que con la primavera, antes de que se recogieran las primeras cosechas, los castellanos caerían sobre Zaragoza.

Al-Musta'ín ratificó a todos los miembros del consejo privado de su padre y además nombró también como consejero a Abú Bakr ibn Bajja y como visires de confianza a sus dos amigos Abú al-Asbag y Abú Amir, dos jóvenes miembros de la aristocracia que se habían educado con el príncipe en la escuela palatina. En la primera reunión celebrada en el Palacio de la Alegría, Ibn Bajja se mostró prudente y comedido. Juan le había indicado que evitara dar opiniones propias en esta primera ocasión y que se limitara a escuchar las aportaciones de Ibn Paquda, Ibn Buklaris e Ibn Hasday. En el consejo se decidió reforzar el muro de tierra que rodeaba la medina y los arrabales, derribar algunas casas del arrabal de Sinhaya, demoler por completo los restos del viejo y destartalado anfiteatro romano y construir parapetos de madera en las almenas de la muralla de la medina. Se trataba de evitar que los castellanos encontraran lugares de acomodo donde fortificarse en caso de que se decidieran a asediarles. Las ruinas del anfiteatro romano ofrecían un lugar excelente para construir un castillo con los restos y fue el primer edificio en ser demolido hasta los cimientos. Los sillares se aprovecharon para reforzar merlones y basamentos de las viejas murallas romanas de la medina.

A la guardia real, compuesta por quinientos soldados, se unió un contingente de más de dos mil voluntarios, convenientemente endurecidos en los campos de batalla, muchos de ellos veteranos de las campañas contra Lérida. Todos los varones comprendidos entre dieciséis y cuarenta años fueron movilizados. Organizados por barrios, a cada uno se le asignó un puesto en la muralla y se le entregó un arco, un carcaj con dos docenas de flechas, un escudo de madera reforzada con cuero y con el umbo de metal y una espada o un puñal largo. Los que demostraron una mejor puntería fueron equipados con ballestas, un arma de reciente invención que a los ojos de muchos era considerada diabólica, pero de una eficacia muy superior al arco, tanto en precisión como en capacidad de penetración; algunos expertos ballesteros a sueldo en el ejército hudí actuaron como entrenadores. Zaragoza era una ciudad en la que abundaban los talleres de armas; los arcos, las ballestas, las espadas y las corazas zaragozanas eran famosas en todo Occidente, por lo que no fue ningún problema dotar a todos los ciudadanos útiles con un equipo apropiado para la defensa.

Algunos castillos inmediatos a Zaragoza también fueron reforzados. Existía desde hacía al menos dos siglos un complejo sistema de fortificaciones que rodeaba la ciudad a manera de gran cinturón defensivo, especialmente a lo largo de los cursos de los afluentes del Ebro más próximos. Estas fortalezas eran a la vez atalayas desde las que se enviaban mensajes mediante las consabidas señales de humo o de fuego a lo largo y ancho de todo el reino. A principios de 1086 un correo procedente de Sevilla trajo una carta del rey al-Mu'tamid; el sevillano, autoerigido en portavoz de todos los reinos musulmanes de al-Andalus, anunciaba al nuevo rey de Zaragoza que se había concretado definitivamente la alianza entre los reinos de Sevilla, Badajoz y Granada, a la que se había sumado el cadí supremo de Córdoba. Se invitaba a al-Musta'ín a unirse a los aliados para combatir a los cristianos. En la misiva se comunicaba que habían decidido solicitar la ayuda del emir almorávide Yusuf ibn Tasufín.

Al-Musta'ín, ajeno hasta entonces a todo esto, se encontró con que los reyes de las taifas del sur habían decidido estos acuerdos sin contar con Zaragoza. Ibn Hasday tuvo que ponerle al corriente de la situación, y le explicó que su padre había decidido no apoyar la coalición con los almorávides. «Ni cristianos ni almorávides», le repitió el visir al monarca parafraseando las palabras de al-Mu'tamín. Al-Musta'ín decidió honrar a su padre y remitió al rey de Sevilla una carta en la que decía entre otras cosas:

Me haces saber que las tierras que heredamos de nuestros padres, sagradas desde hace siglos por la bendición de los discípulos del Profeta, su nombre sea alabado, corren peligro de caer en manos de los cristianos y que para evitarlo unos cuantos emires habéis decidido llamar a los africanos para que os ayuden. ¿No os habéis dado cuenta que nuestra independencia y nuestra libertad dependen sólo de nosotros mismos? Dices que existen dos soluciones: la una evidente, la otra dudosa, y que no tienes más remedio que adoptar una de las dos. O bien buscar el apoyo del almorávide Yusuf o bien el del tirano Alfonso, pero consideras que los dos pueden engañarte. Añades que es evidente que si te apoyas en Yusuf ibn Tasufín, agradarás a Dios, y si buscas el auxilio en Alfonso, lo enojarás. Concluyes que has de hacer lo que agrade a Dios y que por ello has buscado la ayuda del jefe almorávide. Pero Dios nos ha dicho: «Si hay entre vosotros veinte hombres tenaces, vencerán a doscientos. Y si cien, vencerán a mil infieles, pues estos son gente que no comprende»; y el Profeta ha escrito: «¡Creed en Dios y en su enviado y combatid por Dios con vuestra hacienda y vuestras personas! Es mejor para vosotros, si supierais… Así, os perdonará vuestros pecados y os introducirá en jardines por cuyos bajos fluyen arroyos y en viviendas agradables en los jardines del edén». ¿Cómo podría ir yo en contra de la voluntad de Dios? Haced vosotros los que estiméis conveniente, que nuestro reino no se plegará a los cristianos y sabrá defenderse con la ayuda de Dios, sin necesidad de acudir a esos africanos que acabarán apacentando sus rebaños de camellos sobre los pastos que ahora tachonan nuestras ovejas.

La valiente respuesta de al-Musta'ín fue una premonición. A principios de primavera, los espías destacados en la frontera con Castilla comunicaron que se apreciaban movimientos de tropas convergentes hacia el extremo occidental del reino. Zaragoza se preparó para un ataque inminente. A finales del mes de abril, y una vez controlada Valencia mediante el ascenso de al-Qadir a su trono, un ejército de veinte mil castellanos acampaba frente a las murallas. El propio Alfonso VI dirigía las tropas. Sobre un cabezo desde el que se divisaba toda la ciudad asentó su real y juró ante sus caballeros que no levantaría el asedio hasta que no se rindieran los sitiados.

Desde lo alto de la gran torre del Palacio de la Alegría, al-Musta'ín, Ibn Hasday y Juan oteaban el despliegue del ejército castellano.

—Estamos solos frente a Alfonso. Nadie vendrá a ayudarnos —se lamentaba Ibn Hasday.

—Tampoco podemos contar con la ayuda del Cid. Ya está casi totalmente repuesto de la grave infección que le causó la herida de la batalla de Morella, pero nunca actuará contra Alfonso, a quien sigue reconociendo como rey legítimo. Me ha pedido permiso para abandonar la ciudad con su mesnada y se lo he concedido. Quiere mantenerse al margen de esta situación para no quebrar ninguna de sus dos lealtades, y creo que no debemos oponernos a su voluntad. Hemos de confiar en Dios; cuando doce milmequíes sitiaron al Profeta, la paz sea con él, en Medina, tras un mes de cerco se levantó un viento huracanado que ahuyentó a los sitiadores —dijo al-Musta'ín.

—Con el Cid o sin él, con viento o sin viento, resistiremos. Nos hemos preparado muy bien para aguantar varios meses. No creo que los castellanos prolonguen el sitio más allá del invierno. Cuando caigan las primeras nieves sobre las sierras, sus vías de reabastecimiento quedarán cortadas y no tendrán otra opción que retirarse. Por nuestra parte, mantenemos abiertas las rutas hacia el norte y controlamos el puente sin serias dificultades. Por ahí podríamos recibir nuevos suministros desde Huesca en caso de necesidad —observó Juan.

—¿Creéis entonces que nuestra situación es sostenible? —preguntó el rey.

—Sin duda, Majestad. En los almacenes reales hay comida para al menos dieciséis meses y nunca podrán cortarnos el agua, como se ha hecho en otros asedios; hemos excavado pozos que descienden hasta las capas freáticas del río. Las armerías están repletas de escudos, espadas y saetas. Los castellanos no tienen máquinas de asedio y nuestras murallas han sido reforzadas; aun en caso de que desbordaran el muro de radamde los arrabales, más endeble por estar construido con tapial, adobe y ladrillo, nunca podrían atravesar la muralla de piedra de la medina —recalcó Juan.

—Sería conveniente ofertar una cuantiosa suma de dinero a Alfonso a cambio de que levante el cerco —propuso Ibn Hasday.

—No lo creo necesario, pero nos ahorraríamos mucho dinero si aceptara una cantidad razonable. Es cuestión de hacer cuentas —intervino Juan.

—Le ofreceremos oro. Calculad cuánto nos costarían cuatro meses de asedio y prometedle esa misma cantidad —asentó el rey.

—Creo, Majestad, que sería más apropiado comenzar por la mitad, así tendremos un amplio margen para negociar —intervino Ibn Hasday.

—De acuerdo, preparad una carta para Alfonso —finalizó al-Musta'ín.

Juan acudió al campamento de los castellanos portando el mensaje. El real castellano se había protegido con una empalizada de estacas y un pequeño foso. Por todas partes había soldados con escudos almendrados de madera endurecida con los bordes reforzados con tiras de cuero y láminas de metal y cascos con orejeras y guardanucas, casi todos con el rostro descubierto. Unos vigilaban montando guardia en posiciones estratégicas, otros deglutían enormes pedazos de carne alrededor de fogatas en las que pinchados en las puntas de sus espadas asaban costillares y piernas de cordero. Colocados en montones bien ordenados se apilaban decenas de picas, gujas, espadas, picos, palas, azagayas y espadas de filos rectos y largos con pomos de bronce en forma de nuez.

Alfonso de Castilla lo recibió en su tienda de campaña. A la entrada, un enorme estandarte con un león rampante y un castillo en grana y blanco identificaban el pabellón real. El rey le dio la bienvenida a Juan en árabe y el eslavo le habló en el mismo idioma.

—Majestad, mi nombre es Juan ibn Yahya al-Tawil. Soy el enviado de Su Majestad Ahmad ibn Yusuf al-Musta'ín, rey de Zaragoza. He recibido el encargo de proponeros la retirada del asedio a que tenéis sometida nuestra ciudad a cambio de cincuenta mil dinares.

Alfonso permanecía sentado en una silla de madera de las de tijeras, sobre un estrado de tablas de un palmo de alto.

A su espalda se había desplegado un enorme tapiz en el que en un formidable salto un león bordado en oro atrapaba por el cuello a una gacela ocre. A la derecha del rey de Castilla se apostaban varios caballeros cubiertos con sus cotas de malla con faldillas hasta las rodillas, muñequeras y tobilleras de metal y petos de cuero rígido. Todos ellos colgaban al cinto hermosas espadas acanaladas con inscripciones en latín.

La espada del rey se mostraba desenvainada, clavada por la punta junto al sitial. En la hoja podía leerse el salmo
Eripe me de manu inimicorum meum
. El pomo estaba decorado con esmaltes verdes y azules y era hueco. En el interior, cerrado con un brochecito de plata, contenía una reliquia preciosísima: un fragmento no mayor que una uña de uno de los huesos del apóstol Santiago, cuyo sepulcro veneraban los cristianos en la lejana ciudad de Compostela, en Galicia, cerca del fin de la tierra.

—¿Cincuenta mil? No parece una cantidad apropiada para tan rica ciudad —repuso el rey.

—Podríamos llegar hasta sesenta mil —replicó Juan.

—Sigue siendo poco.

—¿Quizá setenta mil? —continuó Juan.

—¡Basta! No he venido hasta aquí con todo un ejército para retirarme por unas cuantas monedas. Quiero Zaragoza y la quiero toda. Dile a tu soberano que el oro que me ofrece y la ciudad, todo es mío. He jurado no levantar el asedio hasta que él se rinda o hasta que yo muera. A los musulmanes que se sometan los trataré con equidad, justicia y benevolencia y prometo no cargarles con más impuestos que los que vuestra ley permita. Quiero que sepas que entre tus correligionarios toledanos repartí cien mil dinares para contribuir a la reconstrucción de campos y haciendas, y esto mismo he de hacer cuando conquiste tu ciudad. Seré magnánimo y dadivoso con los que se entreguen, pero todo el peso de mi espada caerá sobre aquellos que se resistan. Dios me ha señalado como el monarca que devolverá todas estas tierras a la cristiandad. Hace pocos meses llegué hasta el extremo sur de este país; en las playas de Tarifa introduje mi caballo en el agua y pisé los confines de al-Andalus. En cuanto caiga Zaragoza conquistaré Sevilla, Córdoba y Granada y gobernaré sobre todas las tierras de la Península. Ahora puedes retirarte, la próxima vez que nos veamos o serás mi súbdito o estarás a punto de salir hacia el exilio.

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