En el Salón Dorado, cuyas paredes habían sido desposeídas de sus placas de bronce y mostraban los yesos descarnados, el rey Alfonso reposaba sentado sobre el trono de al-Muqtádir, En sus manos sostenía una carta del papa Gelasio II que desde Arlés escribía a los cruzados dándoles ánimos para mantener el coraje, deseando la próxima conquista de Zaragoza.
—Majestad —saludó el cadí inclinándose ante el soberano de Aragón—. Os traemos las condiciones que hemos acordado con vuestros representantes para la rendición de la ciudad. Si me permitís, majestad, procederé inmediatamente a su lectura.
—Podéis hacerlo —indicó el monarca.
Tabit ibn 'Abd Allah, con gesto firme pero con los ojos acuosos, desenrolló un pergamino y comenzó a leer:
Estas son las capitulaciones que pactan Alfonso, rey de Aragón por la gracia de Dios, y los ciudadanos de Zaragoza: Los zaragozanos entregan la ciudad a dicho rey para que la posea en pleno derecho. Los musulmanes que quieran permanecer en la ciudad podrán hacerlo libremente mediante el pago de un tributo anual consistente en el diezmo de los bienes que produzcan; los que no deseen quedarse, podrán marcharse en paz y llevar consigo sus enseres. Durante un año los zaragozanos podrán residir en sus casas actuales y utilizar las mezquitas, especialmente la mezquita mayor, pero transcurrido ese plazo deberán trasladarse a vivir a los arrabales, dejando la medina a los cristianos. Los musulmanes que se queden están autorizados por el soberano de Aragón a portar armas, pero no a ir a la guerra. Los ganados de los musulmanes podrán seguir pastando en estas tierras pagando tan sólo las cantidades estipuladas por la ley islámica. Las autoridades musulmanas continuarán ejerciendo como tales.
—Refleja fielmente lo que acordamos —asintió el rey—. Tenéis una semana de tiempo para la entrega de la ciudad. Justo de aquí a siete días.
Los ojos de Tabit se poblaron de lágrimas. Alfonso se levantó de su trono, se acercó al cadí y le dijo:
—Siempre he cumplido mi palabra. Vuestro pueblo podrá vivir en paz entre nosotros.
Una semana después entraba Alfonso de Aragón en Zaragoza. Miles de agotados musulmanes asistían en silencio al desfile triunfal del conquistador, quien sobre su caballo recorría las calles de la ciudad por las que antaño desfilaran orgullosos los reyes hudíes al regreso de sus victoriosas campañas. Por primera vez en muchos siglos, las campanas repicaron en las iglesias de Santa María y de Santa Engracia, mientras los mozárabes acudían en tropel a saludar a los nuevos señores. El gran cadí ofreció las llaves de la ciudad al rey, que las recogió desde su caballo.
Los personajes más poderosos e influyentes solicitaron al rey de Aragón permiso para marcharse de la ciudad. Juan dudaba. Sabía que tarde o temprano se iba a presentar el momento en que tuviera que decidir, y a pesar de ello no había determinado qué postura adoptar. Los que se quedaban eran muchos, pero se trataba de artesanos y campesinos con los que nada o muy poco tenía que ver. Los miembros de la corte, los intelectuales y los cargos públicos, todos aquellos que habían constituido su mundo en los últimos años, se marchaban.
Él era un anciano. Setenta y tres años solares habían discurrido ante sus ojos. En el patio de casa, envuelto en un amplio manto de lana, delante de un brasero de hierro, optó por abandonar la ciudad. Llevaría consigo a Mu'mina y a Naryís. Se instalaría en el norte de África y antes de morir dejaría resuelta la vida de las dos mujeres. En cuanto a los dos criados, les retribuiría con una buena cantidad de dinero y les dejaría que optaran por ellos mismos. Eran inseparables y pensaba que seguirían juntos pasara lo que pasase.
A fines de enero de 1119, apenas un mes después de conquistada la ciudad, se fijó la fecha de partida de la caravana para todos aquéllos que habían decidido abandonar sus casas y partir hacia tierra musulmana. Juan sabía que no podía obtener ningún dinero por sus propiedades y decidió regalar los muebles a los vecinos que se quedaban. Sobre tres mulas cargó un arsenal de libros y apuntes, así como los tres tomos de su enciclopedia de astronomía, totalmente terminada. Mandó empaquetar la ropa imprescindible para el viaje, los enseres más íntimos y varias piezas de orfebrería y compró una mula para él y dos burritos para las dos mujeres. En varias bolsas repartió tres mil dinares de oro, todo cuanto pudo reunir tras gratificar a los dos criados, que habían decidido permanecer en Zaragoza. Les dejó al cuidado de la casa, aunque bien sabían que dentro de once meses deberían abandonarla en cuanto, cumpliendo las capitulaciones, los cristianos se repartieran los edificios de la medina.
El día fijado para la partida era jueves. Amaneció con los tejados escarchados y un gélido viento del noroeste barriendo la ciudad de parte a parte. El aire era límpido como el cristal y el sol brillaba en un azul grisáceo. Los dos criados acudieron a despedir a Juan y a las dos mujeres a la puerta de Sinhaya, donde se había concentrado la caravana para iniciar la marcha. Formaban el convoy unas dos mil personas, todas ellas miembros de las familias aristocráticas, funcionarios, intelectuales o partidarios de los almorávides, y la encabezaban Nuh al-Gafiqi, que como oficial de mayor grado dirigía la caravana, el jurista Ibn al-Anqar y el gran cadí Tabit ibn 'Abd Allah. Juan había contratado los servicios de dos muleros que los acompañarían hasta Valencia.
La comitiva se puso en marcha por el camino que llegaba a través del arrabal de la puerta de Sinhaya hasta la medina. Cruzaron un portillo en el muro de tierra y se adentraron en el valle del Huerva en dirección hacia el sur. Sobre un altozano, casi al borde de las muelas que bordeaban el valle del Ebro, giró la cabeza para contemplar por última vez la ciudad que durante más de medio siglo había sido la suya. Entre los olivos y las almunias podían atisbarse como motas de harina las tumbas de algunos cementerios; en uno de ellos reposaba Shams.
Apenas habían caminado cinco millas cuando un destacamento de la caballería aragonesa, encabezado por el mismísimo rey Alfonso, alcanzó al convoy. Se ordenó a todos que se detuvieran y que abriesen sus baúles, maletas, sacos y alforjas. Los soldados aragoneses comenzaron a extraer ingentes cantidades de tesoros: candelabros de oro, lámparas de plata, joyas, cajas repletas de gemas y perlas, anillos y collares; una verdadera fortuna digna de un emperador se mostraba ante los ojos de los incrédulos soldados cristianos, que apenas podían dar crédito a sus ojos. Juan, creyendo que aquello era el fin, apretó contra sí a Mu'mina y a Naryís.
Alfonso de Aragón observó los tesoros, detuvo su caballo al frente de la caravana y les dijo a sus jefes:
—Si no hubiera pedido que me enseñarais las riquezas que cada cual llevaba consigo hubierais podido decir: «El rey no sabía lo que teníamos, en otro caso no nos hubiera dejado ir tan fácilmente». Ahora podéis ir a donde os plazca, en completa seguridad.
El soberano, ante las protestas de algunos de sus caballeros que veían esfumarse un botín como nunca antes habían tenido oportunidad de lograr, dirigió una fulminante mirada hacia quienes se quejaban de su magnanimidad y éstos se callaron bajando la vista hacia el suelo.
Alfonso estableció una aduana y exigió tan sólo el pago de una moneda de oro por cabeza. Designó a varios hombres para que escoltaran al convoy hasta los puertos de la sierra y retornó a Zaragoza. Durante los días que duró el viaje hasta Valencia, la generosa actitud del rey de Aragón fue el principal tema de conversación de los musulmanes, tanto que incluso se olvidaron de lamentarse por la pérdida de sus inmuebles y de su ciudad.
Cuando llegaron a Valencia esperaban a la comitiva centenares de personas; unos eran familiares de algunos de los zaragozanos, otros amigos o socios, había muchos posaderos que ofrecían su fonda o su caravasar a buen precio y no faltaban curiosos, mendigos y embaucadores en busca de alguien a quien engañar.
—¡Maestro, maestro! Juan! —gritaba una voz que Juan no localizaba—. ¡Aquí, a vuestra derecha!
Entre la multitud se abrió paso un individuo de poblada barba negruzca y tocado con el turbante de maestro en teología.
—¡Maestro, soy yo, Abú Alí al-Sadafi! ¿No me reconocéis?
—¡Abú! ¿Cómo has sabido que…?
—Por unos viajeros adelantados supe que veníais en la caravana principal. Pero seguidme, he preparado una casa para que os acomodéis.
Entraron en Valencia por la puerta de la Sierra y se dirigieron hasta una casa en la medina. Allí los dos muleros descargaron los equipajes, condujeron las mulas y los borricos a una cuadra en el exterior de las murallas y regresaron para cobrar sus honorarios. Entre tanto, al-Sadafi ayudó a Juan, a Mu'mina y a Naryís a instalarse en sus aposentos.
—Ignoraba que os hubierais casado, maestro —dijo al Sadafi.
—No, Mu'mina no es mi mujer, es mi hija. Bueno, mi hija adoptiva para ser exactos. La pequeña es mi nieta Naryís. Pero, cuéntame, ¿cómo es que estás aquí? Hace años que no tenía noticias tuyas.
—Marché a Oriente con Abú Bakr al-Turtusí y en su compañía hice la peregrinación a La Meca y visité en Medina la tumba del Profeta y la primera de las mezquitas del islam. Después estudié teología en Damasco y astronomía en Harrán. Abú Bakr se quedó en Egipto, donde se encontró con el que fuera gran visir Ibn Hasday, que murió a causa de unas fiebres. Ha escrito un libro titulado Lámpara de príncipes, donde intenta dar una guía para el comportamiento de gobernantes. Sigue las enseñanzas que aprendimos en Zaragoza y los consejos que le dio el propio Ibn Hasday en el exilio. Ha tomado a al-Mutamín como ejemplo de buen gobernante. Yo he regresado hace poco tiempo y acabo de fundar una escuela coránica en Játiva. En cuanto me enteré de la caída de Zaragoza comencé a predicar la guerra santa contra los cristianos. Estoy dispuesto a ir hasta allá para que nuestra ciudad sea de nuevo tierra del islam. Al-Andalus entero clama venganza.
—Los cristianos son muy poderosos ahora. Han crecido fuertes como el roble. Me temo que nunca podremos recuperar Zaragoza. Ni siquiera los almorávides han podido con ellos —advirtió Juan.
—Sí. Ya conozco la cobardía de Tamín. Si hubiera atacado a los infieles, Zaragoza no se habría perdido.
—No estoy tan seguro de ello. Este ejército cristiano es el más fuerte de cuantos han logrado reunir hasta ahora. Es probable que Tamín no dispusiera de los efectivos suficientes para romper el cerco.
—Y vos, maestro, ¿qué pensáis hacer?
—En cuanto pueda quiero viajar a Fez, allí acabaré mis días. Muchos de mis amigos van hacia esa ciudad.
—El viaje es largo y duro. ¿Por qué no os quedáis conmigo en Játiva? Podríais enseñar como profesor en mi escuela. Dada vuestra fama, vendrían alumnos de todo al-Andalus a vuestras clases.
—No, gracias por tu ofrecimiento. Estoy decidido a viajar hasta Fez. Allí quiero publicar mi enciclopedia de astronomía; pienso dedicar lo poco que me quede de vida a ello.
Dos meses permanecieron en Valencia a la espera de que la navegación por el Mediterráneo se reanudara después del paréntesis invernal. A principios de mayo, con el buen tiempo, embarcaron en una nave que hacía la ruta desde Tortosa a Tánger, con escalas en Valencia, Alicante, Cartagena, Málaga y Cádiz. A las dos semanas, Juan, Mu'mina y Naryís desembarcaron en la costa africana. Sin apenas detenerse, se integraron en una caravana que partía hacia el sur, con destino a Fez.
Por fin avistaron las murallas ocres de la antigua capital del norte de África. Fundada en el año 191 de la hégira, 808 del calendario cristiano, por el rey Idrís, Fez era un emporio comercial e intelectual. Tenía su origen en dos barrios, el de los andalusíes y el de los de Cairuán, que Idrís había unido en una sola ciudad, aunque respetando las dos mezquitas mayores, las dos alcaicerías y las dos casas de la moneda.
Pero Fez era famosa por su emplazamiento. Rodeada de bosquecillos de tamarindos, tejos, cipreses y acacias, disfrutaba de un aire saneado, un clima templado y aguas excelentes. Sus frutas eran sabrosísimas, sobre todo sus inigualables granadas, sus dulcísimos higos, sus aromáticos melocotones, sus perladas uvas, sus delicadas almendras, deliciosas algarrobas, sus perfumados membrillos, sus jugosas naranjas, sus finas manzanas, sus deliciosas peras, sus afamados albaricoques, sus carnosas ciruelas y sus tiernas moras.
El agua de Fez se consideraba casi milagrosa. La de las fuentes era fresca en verano y templada en invierno. De ella se decía que podía disolver los cálculos de riñón, que hacía desaparecer el hedor de las secreciones del cuerpo, que suavizaba la piel mejor que ningún tipo de ungüento, que quien se lavaba con ella no tenía piojos, que bebida en ayunas excitaba la pasión por el coito, que la ropa lavada con esta agua no necesitaba jabón para quitar las manchas y que aceleraba la digestión. Todo ello se debía a que los manantiales que abastecían a la ciudad discurrían entre juncales y matas de apio.
Se instalaron en uno de los numerosos caravasares que se agolpaban junto a las puertas de la medina. Allí tomaron dos habitaciones, una para las dos mujeres y otra para Juan, en tanto pudieran comprar o alquilar una casa que les agradara en la medina.
Muy poco tiempo tuvieron que esperar. Tan sólo dos días después acudió al caravasar una comitiva de la universidad de la mezquita de al-Qarawiyín, que presentó sus respetos al gran ulema Juan ibn Yahya al-Tawil al Rumi. Uno de los exiliados zaragozanos, enterado de su presencia, había hecho saber de inmediato a los profesores de la madraza que Juan se encontraba en la ciudad. La fama que precedía al eslavo era tal que de inmediato le invitaron a que impartiera algunas lecciones de astronomía y se le ofreció una casa en la medina, con un pequeño patio interior al que se abrían dos pisos, el superior para vivir durante el invierno y el inferior para el verano.
Pese a que era un anciano de setenta y cuatro años, dictaba una clase diaria. Su vista superaba con mucho a la de hombres mucho más jóvenes; siempre decía que haber descansado los ojos en un paño verde después de la lectura, como aprendiera en Constantinopla, había sido la causa de que sus ojos se hubieran mantenido en tan buen estado durante tanto tiempo.
Discurrió un plácido verano entre las clases en la universidad, el acomodo de la casa de la medina, los preparativos para la edición de la Enciclopedia de astronomía y la búsqueda de un marido para Mu'mina, que fuera a la vez un padre para Naryís. Los tres mil dinares serían para ellas, y una dote como ésa sería suficientemente apetecible, aunque habría que cuidar que no cayeran en manos de un desaprensivo que acudiera tan sólo al brillo del oro.