Authors: Endo Shusaku
Después de la ceremonia, se invitó a los emisarios a cenar. La esposa del comandante y varios oficiales aguardaban ya en el comedor. Cuando entraron los japoneses, acompañados por el capitán y Velasco, las personas reunidas los miraron como si fueran criaturas de otro mundo y luego intercambiaron miradas furtivas. Decidido a no rebajarse ante aquellas personas, Tanaka alzó altaneramente los hombros. Nishi utilizó por primera vez el cuchillo y el tenedor y logró arrojarlos al suelo. El comandante y su mujer, usando como intérprete a Velasco, interrogaron cortésmente a los cuatro emisarios acerca de su lejana tierra, pero pronto se entregaron a su propia conversación y los cuatro japoneses quedaron librados a sí mismos, sin comprender una palabra de lo que se decía.
Regresaron al barco fatigados. No había en Acapulco hosterías ni monasterios que pudiesen acoger a los japoneses, y también los comerciantes regresaron a la nave. Los emisarios estaban irritados y heridos en su orgullo. El sol poniente brillaba en la ventana, y hacía calor en el camarote. Apenas entraron, Tanaka reprendió a Nishi por su conducta frívola; luego insistió en que los extranjeros los estaban tratando con rudeza y concluyó denunciando a Velasco y echándole la culpa del mal trato recibido.
—No creo que Velasco les haya hablado siquiera de lo que desea el Consejo de Ancianos o de los sentimientos de Su Señoría.
—No tiene sentido enfadarse con Velasco —dijo Matsuki, con su típica expresión de suficiencia—. Yo lo sabía desde el principio.
—¿Qué sabíais?
—Cómo pensaba Velasco. Meditad. Si todo marcha bien, será para su ventaja. No tendrá más tarea que la de intérprete. Pero si tenemos problemas, su papel será más importante. Si se comprobara que el éxito de la misión se debe a Velasco, el Consejo no podría rechazar sus exigencias. Ese hombre es un intrigante.
El estallido de Tanaka surgía de una indefinible inquietud. El samurái compartía esa inquietud. Reconocía que el comandante de la fortaleza no tenía autoridad para recibir la carta de Su Señoría ni para autorizar el comercio con los mercaderes japoneses; pero podía deducir, por la atmósfera de las pocas horas que habían pasado allí, que en Nueva España no cundía precisamente la felicidad porque los japoneses hubieran atravesado el océano. Si ése era el caso, era muy probable que recibieran igual recepción cuando fueran a Ciudad de México a ver al virrey. Quizá les arrojaran al rostro las cartas de Su Señoría y los mercaderes tuvieran que volver a llevar su carga a bordo y regresar al Japón. Si eso ocurría, los emisarios quedarían deshonrados y desaparecería toda esperanza de que se les devolviesen sus antiguos dominios. O quizá, como afirmaba Matsuki, el fracaso de la misión sería una excusa para castigar severamente a todos los cabos.
Pasó un día. A la mañana siguiente, Velasco, el capitán, el primer oficial y los emisarios montaron en caballos proporcionados por el comandante de la fortaleza y partieron de Acapulco. Les seguían los servidores con sus lanzas y banderas y luego los mercaderes a pie y los carros cargados de mercancías. La extraña comitiva inició el viaje entre los disparos lanzados al aire por los soldados de la fortaleza.
El paisaje de Nueva España, que veían por primera vez, era blanco, caliente y cegador. Tenían enfrente un desierto interminable punteado por cactos gigantes, y a la distancia montañas de granito moteadas como si hubiesen sido espolvoreadas con sal. Veían pobres chozas, viviendas de los indios nativos, con techos de barro, hojas y ramas. Un chico casi desnudo avistó la procesión y se escondió de prisa en una de las chozas. Los japoneses se sorprendieron al ver el rebaño de animales negros y de largo pelaje que el chico guiaba. Nunca habían visto antes criaturas parecidas, y tampoco cactos.
Las montañas de granito no se acababan nunca. El sol castigaba sin cesar. Mientras acompañaba el paso de su caballo, el samurái pensaba en la llanura. Su feudo era pobre; pero aquí la pobreza era distinta. La llanura era verde, tenía arroyos y campos de cultivo. Aquí no había agua y la única vegetación eran esas plantas espinosas y retorcidas.
Nishi habló junto al samurái.
—Nunca he visto un paisaje igual.
El samurái asintió. Había cruzado un océano sin límites. Ahora viajaba por un desierto poco familiar. Era como una alucinación. ¿Había venido realmente a un país desconocido por su padre, su tío, su esposa? Por un instante sintió que todo podía ser un sueño.
Justo antes del décimo mediodía vieron una población. Casitas de adobe gris salpicaban la ladera de la montaña como granos de arroz y en el centro se erguía el campanario de una iglesia.
—Este pueblo —Velasco señaló desde su caballo— complace a Dios. —Explicó luego que había sido construido por los nativos. Allí estudiaban ahora las enseñanzas cristianas que les impartía un sacerdote español, y compartían no sólo las tierras sino también todas sus posesiones. Los pueblos como ése, dijo Velasco, se llamaban reducciones y se estaban construyendo muchos en diversas partes del país.
—Son los pobladores mismos quienes eligen al alcalde. No hay trabajos forzados ni deberes militares. Los padres vienen con frecuencia a predicar la palabra de Dios, y también a enseñar a los indios cómo criar ganado y caballos, cómo usar los telares y hablar español.
Miró a su alrededor, tratando de estimar la reacción de los japoneses. Esos pueblos eran una de las cosas que deseaba mostrarles en Nueva España. Sitios donde los habitantes no debían trabajar para ningún amo ni tenían obligaciones militares, donde llevaban una vida de noble pobreza y honesto trabajo dentro de la ley de Dios. Velasco esperaba crear un día pueblos semejantes en el Japón. Pero los mercaderes estaban en marcha desde el alba, y apenas si miraron las casas blancas con ojos desprovistos de interés y curiosidad. Cuando finalmente entraron en el pueblo, la gente, que llevaba el pelo recogido en coletas largas hasta el hombro, miró a los recién llegados con temor desde el borde del camino de piedra. Los perros ladraron y rebaños de cabras se desbandaron ruidosamente. Mientras los japoneses apagaban la sed y se lavaban el sudor del camino en el pozo de la plaza pública, Velasco les presentó a un anciano.
—Es el alcalde de este pueblo.
Velasco aferró el hombro del viejo indio y lo puso frente a los japoneses. Contrariamente a los demás, usaba un sombrero de paja de ala ancha; se mantuvo bien erguido, como un niño nervioso.
Velasco lo interrogó como un sacerdote que pregunta a un chico el catecismo.
—¿Sois cristianos todos los que vivís aquí?
—Sí, padre.
—¿Y no os alegráis de haber abandonado las erróneas creencias de vuestros antepasados y de atender las enseñanzas del Dios verdadero?
—Sí, padre.
—¿Qué habéis aprendido de los sacerdotes que vienen aquí?
—Hemos aprendido a leer y a escribir, padre. Y a hablar en español. —El hombre miró el suelo; sus respuestas eran mecánicas, como si murmurara frases aprendidas de memoria—. Y también a sembrar semillas y a cultivar el campo. Y a curtir las pieles.
—¿Y estáis satisfechos de esto?
—Sí, padre.
En alguna parte del pueblo cantó un gallo; en una esquina de la plaza una multitud de niños desnudos observaba, inmóvil, esta parodia de juicio.
Velasco se volvió triunfalmente hacia los japoneses. De sus axilas brotaba un olor a la vez dulce y rancio del que él no tenía conciencia.
—En Nueva España hemos creado estos pueblos de Dios. Estoy seguro de que todos los indios que se han convertido al cristianismo son felices.
Luego puso su mano sobre el hombro del indio como para demostrar el amor fraternal que sentían recíprocamente.
—Ésta es la primera vez que ves japoneses, ¿verdad?
—No, padre.
Esto provocó una conmoción. Los japoneses comprendieron ese «No, padre» sin necesidad de que Velasco tradujera. No podían creer que alguno de sus compatriotas hubiese llegado antes que ellos a ese lejano país. Los que todavía se estaban lavando o bebiendo escucharon las discordantes palabras que cambiaban Velasco y el hombre.
—El alcalde no distingue entre japoneses y chinos. Sin duda era un chino. —Velasco se encogió de hombros—. Pero dice que hace dos años llegaron a este pueblo un cura español y otro japonés. Y que el japonés les enseñó a plantar arroz.
—Pregunte cómo se llamaba ese hombre —dijo alguien—. Por el nombre sabremos si era chino o japonés.
El alcalde movió la cabeza como un niño a quien se reprende. No valía la pena seguir interrogándolo. No recordaba a qué orden pertenecía ese sacerdote japonés, y ni siquiera si había venido de Ciudad de México.
El grupo debía partir antes del ocaso. El alcalde ofreció a los japoneses un alimento llamado tortillas. Estaba hecho de maíz, era delgado y de forma similar a las galletas de arroz, y envolvía un queso parecido al de soja. Lo olieron con desconfianza y lo comieron con esfuerzo.
Luego iniciaron el descenso. Iban por el mismo paisaje monótono que antes. Los cactos y los agaves se erguían como tumbas abandonadas sobre la tierra resquebrajada. Montañas peladas parecían ondular a la distancia. Nubes de insectos rodeaban ruidosamente sus rostros sudorosos.
Mientras se defendía de ellos con las manos, Nishi se volvió hacia Tanaka y el samurái.
—¿Creéis realmente que puede haber por aquí otro japonés?
—Me gustaría encontrarlo —respondió el samurái, mientras recorría con la vista la amplia meseta—. Pero este viaje no es una excursión de placer. No debemos distraernos.
El grupo llevaba dos horas de marcha cuando vieron brotar de pronto una columna de humo de una de las montañas más próximas. El capitán y Velasco alzaron la mano y detuvieron la procesión mientras contemplaban el humo. Luego vieron otra señal de humo en otra dirección. Vieron a la distancia un indio solitario, con su coleta y desnudo hasta la cintura, huyendo entre los acantilados.
Lentamente la procesión volvió a ascender. Cuando llegaron al lado opuesto de la montaña pelada apareció una hilera de chozas con los techos quemados: sólo se conservaban los muros de adobe, chamuscados como si hubiera estallado un incendio, y también estaban ennegrecidos y desnudos los árboles. No se veía un alma.
—Planeaba ir hasta la ciudad de Taxco —dijo Velasco a los japoneses después de examinar la desolada escena—. Pero me parece mejor que esta noche nos quedemos en la próxima reducción. —Luego desplegó su acostumbrada sonrisa de confianza—. Creo que el humo que vimos antes era una señal de los indios todavía hostiles a los españoles. Deberíamos llegar a Ciudad de México dentro de siete días.
A causa de las señales de humo indias que vimos en las montañas durante el camino, pasamos una noche en el pueblo de Iguala. Estos indios pertenecen a una tribu salvaje que odia a los españoles y nada sabe de Dios. Para prevenir posibles riesgos, evitamos Taxco, y una semana más tarde entramos en Ciudad de México después de un aguacero.
Cuando vislumbramos Ciudad de México desde lo alto de una colina, los japoneses callaron súbitamente. Ni siquiera los curiosos mercaderes abrieron la boca. La fría recepción que habían encontrado en Acapulco los había desanimado profundamente, y yo sentía el descontento que cundía entre ellos. Incluso así, los emisarios reagruparon a su séquito y los equiparon de lanzas y banderas.
Entramos por la puerta de la ciudad; en la plaza mojada por la lluvia había mercado y mucha gente haciendo compras. La multitud se asombró tanto al ver a los japoneses que olvidó su finalidad y su trabajo y empezó a seguirnos.
Los hermanos de nuestra orden acudieron a recibirnos. Nos acompañaron al monasterio de San Francisco. La subida desde las cálidas tierras bajas hasta aquellas alturas había agotado por completo a los japoneses. Algunos se quejaban de dificultad para respirar a causa de la tenue atmósfera de Ciudad de México, en tanto que otros sufrían de mareos. Inmediatamente después de la cena (la cocina española no parecía gustarles; evitaban la carne, prohibida por el budismo, y sólo comían pescado y hortalizas), todos se retiraron a dormir. La sombra de la fatiga estaba profundamente grabada en los rostros de los emisarios; después de comer inclinaron la cabeza para manifestar su agradecimiento al padre superior Guadalcázar y a los demás hermanos y se marcharon a sus habitaciones.
Apenas los japoneses se fueron, el superior me dirigió una mirada significativa.
—Deseo hablaros —dijo.
Fuimos a una habitación donde sólo había un reclinatorio, un crucifijo y un colchón de paja. Entramos y el superior expresó la perplejidad que había ocultado hasta ese momento.
—Hemos hecho por vos todo lo que podíamos. Pero el virrey Acuña no ha concedido aún audiencia a los emisarios.
En respuesta a la carta que yo había entregado al comandante de la fortaleza de Acapulco, el superior había pedido a los senadores y a otras personas influyentes de Ciudad de México que velaran por que se otorgase un trato respetuoso a los enviados japoneses. Sin embargo, el virrey no se mostraba dispuesto a concederles una audiencia formal.
El superior suspiró.
—Esto se debe a que algunos se oponen a vuestro plan.
—Lo sé.
Yo sabía sin necesidad de preguntarlo quién trabajaba contra mí. Había allí aristócratas y poderosos comerciantes relacionados con los mercaderes españoles de Manila. Temían que sus ganancias disminuyeran si el Japón comerciaba directamente con Nueva España sin pasar por Manila. Pero detrás de todo eso, como sabía muy bien el superior, estaban los jesuitas.
—Dicen que la petición que habéis presentado está... llena de mentiras.
—¿En qué sentido?
—Habéis escrito que el rey del Japón recibiría de buena gana nuevos misioneros. Pero los informes de Manila afirman que los japoneses son hostiles al cristianismo y que vos habéis deformado la verdad...
—No se puede negar que la situación política del Japón es inestable —respondí, hablando en voz más alta de lo que me proponía—. Hay allí todavía una lucha por el poder; la familia del gobernante que invadió Corea ha caído y ahora un nuevo Shogun consolida su dominio del país. Pero sea como sea, ¿acaso podríamos haber realizado este viaje sin el apoyo del Shogun?
—Comprendéis el Japón mejor que nosotros. —El superior sonrió débilmente, como para consolarme—. Si decís que ésa es la situación, os creeremos.
La preocupación del buen superior era que yo pudiera ser objeto de burlas. Su cara tímida me recordaba al padre Diego. Me pregunté si aquel sacerdote de ojos enrojecidos estaría aún en Edo.