Authors: Endo Shusaku
Los heridos más graves son un viejo mercader llamado Yahei y Seihachi, uno de los servidores de Hasekura. A los dos les cayeron sobre el pecho bultos de carga. Yahei escupe sangre. Estoy seguro de que Seihachi tiene varias costillas rotas. Les he dado vino y les he aplicado compresas, pero apenas pueden hablar y están cada vez más débiles. Temo que no vivan para ver Nueva España.
Aunque sólo ha pasado un mes desde que partimos del Japón, me parece que nuestro viaje ha durado muchos meses. La vida a bordo es como cuando vine por vez primera a Oriente hace trece años; quizá turba mi mente la impaciencia que siento por ver mi plan convertido en realidad lo antes posible.
Por la noche, después de mi plegaria en cubierta, volví a preguntarme por qué quiero volver al Japón. ¿Por qué me atrae tanto esta tierra? Es casi como si estuviera contemplando la mente incomprensible de un ser extraño. No es que los japoneses sean más fervientes ni más capaces de comprender la verdad que los otros pueblos del Asia. En realidad, si bien los japoneses poseen verdaderamente facultades mentales superiores y más curiosidad, sin duda no puede haber otro pueblo en el mundo más resuelto a rechazar cualquier cosa que no les proporcione beneficios terrenales. Aunque fingen atender a las enseñanzas de nuestro Señor, lo hacen únicamente porque desean aumentar su riqueza y su capacidad de lucha, y no porque les interese la palabra de Dios. ¡Cuántas veces he sentido desaliento en ese país! La sensibilidad de los japoneses, cuando se trata de adquirir bienes terrenales, es increíble; pero no sienten la menor curiosidad por las cosas eternas. Y sin embargo, de algún modo, el Japón y los japoneses acrecientan mi anhelo de difundir el Verbo. Siento que es mi deber retornar al Japón porque quiero someter la adversidad que allí alza la cabeza, así como se domestica a una bestia obstinada. Corre por mis venas la sangre de mi abuelo, que ayudó a conquistar las Indias Occidentales y obtuvo así el favor del rey don Carlos. Desciendo también de Vasco de Balboa, tío abuelo de mi madre que llegó a ser virrey de Panamá. Mis antepasados, orgullo de nuestra familia, gobernaron esas tierras con la espada, pero yo quiero sojuzgar al Japón con la palabra de Dios.
Brilla la luna. Durante la noche el océano está iluminado. A las diez se han apagado todas las lámparas innecesarias. A la luz de la luna se ven nítidamente todos los aparejos sobre cubierta. «Oh, Señor, haz de mí el comandante indispensable para el bien de esta nación. Usa mi sangre para el bien del Japón, así como sirvió la tuya para el bien de la humanidad.»
Durante la noche los dos heridos empeoraron. Finalmente se logró secar el sollado y muchos de los japoneses que dormían en el pasillo central volvieron a su sitio. Pero no pudimos trasladar a los dos heridos.
Justo después de mediodía murió el mercader Yahei. Casi en seguida exhaló su último aliento Seihachi, el servidor de Hasekura Rokuemon. Los japoneses se reunieron alrededor de los dos hombres entonando el nombre de Buda y descripciones del Gokuraku, que corresponde a nuestro Paraíso. Ésa es su costumbre. Los camaradas de Seihachi estaban penosamente afligidos. Su amo, Hasekura, con los ojos llenos de lágrimas, cubrió el cuerpo del hombre con una tela de algodón mientras canturreaba sutras budistas. El samurái, el menos notable de los cuatro emisarios, es un buen amo de sus servidores.
El capitán ordenó que los dos cadáveres fueran sepultados en el mar. Se reunieron en la cubierta, en hilera, todos los japoneses y los españoles como habían hecho tiempo antes para contemplar un castigo. El mar estaba en calma, casi demasiado. Normalmente el capitán o cualquier sacerdote hubiera pronunciado una plegaria, pero como ninguno de los japoneses era cristiano. Montano y yo dejamos que ellos se ocuparan de la ceremonia.
Uno de los mercaderes conocía, al parecer, el budismo. Recitó varios sutras que me parecieron mero parloteo. Los demás japoneses corearon sus palabras mientras los dos cuerpos eran arrojados al mar. Las olas los devoraron y desaparecieron de inmediato. El océano estaba en silencio como si nada de esto hubiese ocurrido. Cuando todos se marcharon, Hasekura y su séquito permanecieron inmóviles en la borda durante largo rato. Por fin se hundieron en las entrañas de la nave y sólo quedó en cubierta Yozo. Mientras yo lo miraba con curiosidad desde lejos, se acercó.
—¿Querríais decir una plegaria por Seihachi? —susurró, como si tuviera miedo.
—Las plegarias cristianas son para los cristianos. De nada pueden serviros.
Yozo me miró con tristeza. Comprendí que trataba de decir algo indecible y empecé a recitar en latín la oración por los difuntos. Yozo unió sus manos y miró el mar moviendo los labios.
Requiescant in pace.
Dominus vobiscum et cum spiritu tuo
Requiem aeternam dona eis...
El océano que había devorado a los dos muertos estaba silencioso y entre las olas saltaban peces voladores. La jarcia crujía de manera monótona y más allá del horizonte flotaban nubes ribeteadas de oro.
—Yo... —murmuró Yozo— querría saber más acerca del cristianismo.
Asombrado, miré fijamente su rostro.
Hoy nuestra nave ha sobrepasado el justo medio de la travesía.
La castigada nave era ahora poco más que un cascarón y los japoneses estaban agotados. Había empezado a escasear el agua y había algunos enfermos de escorbuto por la carencia de frutas.
En cierto momento, después del sexagésimo día de viaje, dos aves que parecían agachadizas volaron hacia la nave y se posaron en un mástil. Los marinos lanzaron gritos de júbilo. Las aves, de pico amarillo y alas blancas y castañas, echaron a volar sobre la borda y desaparecieron, pero su presencia denotaba la cercanía de tierra firme.
Al atardecer vieron siluetas de montañas en el horizonte, a babor. Era el cabo Mendocino. El cabo no tenía puerto y el galeón fondeó en mar abierto. Cinco marinos españoles y cinco japoneses fueron a la costa en un bote para renovar la provisión de agua y alimentos.
El capitán Montano no quiso permitir que bajaran a tierra más japoneses, alegando posibles peligros.
Al día siguiente el barco se dirigió hacia el sur. Con nuevas reservas de agua, frutas y hortalizas, los tripulantes revivieron y fueron otra vez capaces de gozar del viaje por el mar en calma. La mañana del décimo día después de partir de cabo Mendocino avistaron una costa cubierta de árboles que se extendía hasta muy lejos. Era el primer pedazo de tierra de Nueva España que los japoneses veían. Los que se habían reunido en la cubierta lanzaban exclamaciones; algunos incluso lloraban. Aunque sólo habían pasado algo más de dos meses y medio desde su partida del Japón, los invadía el sentimiento de que habían viajado durante casi una eternidad. Se daban mutuamente palmadas en los hombros, felices por haber logrado sobrevivir al viaje.
Al día siguiente el barco se aproximó a la costa. El calor era sofocante. El sol quemaba la ancha playa blanca, y ordenadas hileras de árboles desconocidos cubrían las colinas. Por los marinos españoles supieron los japoneses que se llamaban olivos y que su fruto proporcionaba aceite y alimento. Hombres y mujeres nativos, atezados y desnudos hasta la cintura, prorrumpieron en gritos y se acercaron a la carrera.
Apareció una isla pequeña. Mientras se acercaban, vieron las olas que rompían contra los acantilados de esa isla boscosa. Las gaviotas volaban alrededor de la nave. Mientras ésta describía un lento círculo en torno a la isla, apareció detrás de ella un promontorio cubierto de olivos.
—¡Acapulco! —gritó una voz jubilosa desde el mástil. Un marino español señalaba una bahía. En ese mismo instante un alegre clamor brotó de los españoles y japoneses congregados en la cubierta. Asustadas por las voces, las gaviotas remontaron vuelo. Los emisarios, en fila, estudiaban atentamente la bahía y el cabo. Era el primer puerto extranjero que veían, y sería el primer suelo extraño que pisarían. Los rostros de Tanaka y del samurái se endurecieron por la tensión. Los ojos de Nishi centelleaban, y Matsuki estaba de brazos cruzados con aire de enfado.
La bahía estaba en calma. Ni una ola, El puerto era más amplio que el de Tsukinoura, pero por alguna razón no había otras naves. En el extremo opuesto había una playa de arena clara con un solo edificio blanco al final. Un muro con aspilleras para los cañones protegía la construcción, pero no se veía allí ni un alma. La nave se detuvo.
Los marinos españoles se arrodillaron. Velasco subió a la cubierta superior e hizo la señal de la cruz. Incluso algunos de los comerciantes japoneses unieron sus manos.
—Hosanna. Benditos sean quienes llegan en nombre del Señor.
Los agudos gritos de las gaviotas se confundieron con la voz de Velasco. La brisa del océano animaba las mejillas de los hombres. Cuando terminó la plegaria, el capitán, el primer oficial y Velasco bajaron a un bote y partieron hacia la costa en busca del permiso para fondear.
Quienes permanecieron a bordo miraron ausentes el paisaje denso y cálido mientras esperaban a que retornaran los tres hombres. Los rayos del sol azotaban la playa y la bahía. El profundo silencio causaba devoradora inquietud a los japoneses. Sin motivo alguno, empezaban a sentir que no eran bienvenidos en ese lugar.
Pasó largo tiempo, y los hombres no reaparecieron. Dos marinos arriaron otro bote y fueron a averiguar qué había ocurrido. El sol abrasaba la cubierta y los impacientes japoneses retornaron a sus camarotes. Tres horas más tarde llegó la noticia de que sólo se permitiría bajar a tierra a los marinos españoles. Aparentemente, el comandante de la fortaleza de Acapulco no tenía autoridad para conceder permisos de desembarco a los tripulantes de ese inesperado galeón japonés, por lo que había enviado un mensajero al virrey de Nueva España en Ciudad de México.
Se alzó un coro de expresiones de desagrado. Durante el viaje los emisarios y los mercaderes habían llegado a creer que cuando llegaran a su destino todo estaría preparado para recibirlos, que serían cálidamente agasajados y que todo se desarrollaría sin inconvenientes. No podían comprender por qué únicamente los japoneses debían permanecer a bordo.
Por la noche, cuando se puso el sol, una leve brisa sopló en la cubierta; una bandada de aves diminutas giró alrededor del barco y los tres hombres regresaron. Los enviados, como representantes de los japoneses, pidieron explicaciones a Velasco.
—No hay motivo de preocupación —respondió Velasco, con su habitual sonrisa. (Tenía la costumbre de decir: «No hay motivo de preocupación».)— Estoy seguro de que mañana podréis bajar a tierra.
Tanaka Tarozaemon no se ablandó.
—Su Señoría construyó esta gran nave para los españoles y la envió aquí. Comprenderéis, por supuesto, que tratándonos con rudeza insultáis a Su Señoría y al Consejo de Ancianos.
—Tampoco ignoro —Velasco mantuvo su sonrisa— que Su Señoría y el Consejo de Ancianos han ordenado que cumpláis mis instrucciones después de la llegada a Nueva España.
Al día siguiente los marinos españoles bajaron a tierra. Sólo a la tarde el comandante de la fortaleza envió una barca con remeros indios en busca de los japoneses y de su equipaje. Había a lo largo de la playa soldados armados de la fortaleza que miraban con aprensión las extrañas vestiduras de los mercaderes y los emisarios.
Los cuatro emisarios, acompañados por Velasco y por el capitán y su primer oficial, se encaminaron solemnemente hacia la fortaleza, rodeada de colinas cubiertas de olivos. La construcción de mampostería estaba protegida por una muralla con aspilleras. En nichos de la muralla había tiestos con plantas de diversas formas y muchas flores rojas como llamas.
Entraron por un portal custodiado al patio. Estaba circundado por edificios, y había parejas de guardia en todos los puntos estratégicos. Los emisarios avanzaron en silencio por el caminillo de piedras. Llegaban hasta ellos la fragancia de las flores y el zumbido de las abejas. La fortaleza era, por supuesto, humilde en comparación con el castillo de Su Señoría, y parecía más bien una prisión.
El comandante, que salió de su despacho a recibir a los emisarios, era un hombre de edad. Saludó a los japoneses con un largo discurso que no pudieron comprender, y luego los miró groseramente mientras Velasco traducía sus palabras. Su bienvenida parecía llena de exagerados cumplidos, pero el samurái juzgó por su expresión que no eran recibidos con los brazos abiertos.