El samurái (23 page)

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Authors: Endo Shusaku

BOOK: El samurái
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Recordé entonces que Pablo se había visto enfrentado con los apóstoles en Jerusalén porque había llevado el evangelio a los gentiles. Pablo mismo había sufrido las ofensas y críticas de otros cristianos. Los dignatarios de la iglesia de Jerusalén dijeron que Pablo no estaba calificado para ser un apóstol e incluso censuraron su labor misionera porque había tratado de llevar la palabra del Señor más allá de las fronteras nacionales y sin tener en cuenta la raza. Del mismo modo, los jesuitas me consideran un sacerdote indigno de evangelizar el Japón.

Mientras trataba de contener la furia que me poseía, una tristeza indescriptible consumía mi alma. Aunque creíamos en el mismo Dios, adorábamos al mismo Jesús, y compartíamos igual deseo de hacer del Japón un país del Señor, disputábamos entre nosotros. ¿Por qué somos los hombres tan mezquinos y egoístas? A veces, en lugar de ser más puros dentro de la estructura de nuestras sociedades religiosas, somos aun peores que los profanos. Estamos muy lejos de la obediencia, la capacidad de sufrimiento y la ilimitada mansedumbre de los santos.

Anoche una fuerte lluvia azotó nuestra nave mientras remontábamos el río. Me despertó el vivo tamborileo de la lluvia. Para mi vergüenza, había tenido una polución. Yo solía atarme las muñecas para no pecar de esa manera. Era así como debía combatir durante la noche contra los poderosos deseos de mi carne, aunque eran ya menos violentos que en mi juventud. Me arrodillé y recé. Qué repugnante es el cuerpo físico. Mientras oraba se apoderó de mí un terrible sentimiento de desesperación. Sentí caer gota a gota el veneno en mi alma y pensé que acababa de descubrir mi feo rostro en un espejo. Las pasiones de mi carne, mi odio a los jesuitas, mi confianza arrogante en mi propia labor en el Japón, mi fe de conquista..., todas estas cosas surgieron desde las profundidades de mi alma y terminé por creer que el Señor no escucharía mis súplicas ni mis plegarias. Me pareció que Él me señalaba con el dedo, indicando la fealdad abominable de las ambiciones egoístas que acechaban detrás de mis plegarias y de mis aspiraciones.

—No, no es verdad —protesté frenéticamente—. Mi amor por el Japón y los japoneses es ilimitado. Es a causa de ese amor por lo que quiero despertarlos de su tibia modorra. Soy un sacerdote y si dedicara toda mi vida a esa finalidad no lo lamentaría. Todo lo que hago es por Ti.

Pero el pequeño crucifijo de mi escritorio... El Señor me miraba tristemente desde ese crucifijo y tristemente escuchaba mis protestas.

—Entonces, Señor, ¿querríais que abandonara el Japón? ¿Debería abandonar a su torpor a los japoneses, que tan superiores talentos poseen? De algún modo ese pueblo parece decidido a defender como una parte especial de sí mismo aquel sentimiento que, según dice la Biblia, no es «frío ni caliente». Lo que quiero darles es la calidez de Tu presencia.

Sólo hay una forma de vencer al padre Váleme. Conseguir que los emisarios se conviertan al cristianismo en Madrid. Así como logré bautizar a los mercaderes en Ciudad de México. Si lo consigo, los obispos creerán en mis palabras, así como el virrey accedió a mis peticiones en Ciudad de México gracias a aquellos gloriosos bautismos.

Después de remontar el río Guadalquivir, los emisarios desembarcaron por fin en la ciudad española de Sevilla. Un año y medio antes no habían oído jamás el nombre de esa ciudad ni imaginado que pudiera existir un sitio semejante.

Era el inicio del otoño. Más allá de los campos bañados por la suave luz del sol las casas se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Se veían en todas direcciones las torres de las iglesias que se elevaban hasta el claro cielo. Muchos barcos navegaban por el río y en la orilla las flores brillaban al sol. La fragancia de las flores llegaba a todos los rincones de la ciudad; los tiestos adornaban el blanco antepecho de todas las ventanas y a través de las torneadas rejas de los portales podían verse patios embaldosados donde había estatuas y macetones. Intrincados arabescos azules decoraban los muros interiores y de las casas emanaba un oscuro y peculiar aroma.

Era la primera ciudad española que veían. Antes de ese viaje, los tres cabos nada habían visto más allá del castillo de Su Señoría, y ni siquiera conocían Edo o Kioto, de modo que en esa gran ciudad todo les sorprendía. Velasco explicó que anteriormente Sevilla, antes de que la conquistaran los cristianos españoles, había estado habitada por los árabes. Pero los emisarios nada sabían de esa nación ni de las huellas que los árabes habían dejado en la ciudad. Contemplaron con asombro el alcázar y casi perdieron el habla ante las inmensas iglesias.

Cada día era un torbellino de actividad; todo era distinto de lo que habían experimentado en Ciudad de México. Bajo la protección de la familia de Velasco, que residía en la ciudad, los emisarios fueron en coche a visitar al alcalde y a los consejeros y recibieron invitaciones de miembros de la aristocracia y del clero. Absorbidos por una vorágine de palabras incomprensibles, obligados a probar gran variedad de alimentos desconocidos, pusieron inmenso empeño para llegar hasta el fin.

—¡Esto es Europa!

Una tarde, desde la alta torre de una iglesia, contemplaron la ciudad de Sevilla y Velasco les señaló la iglesia de San Esteban y la iglesia de San Pedro. Luego, en tono sardónico, dijo:

—Ésta es la España de que todos hablan en el Japón. —Se echó a reír—. Durante este viaje habéis vislumbrado qué vasto es el mundo. No es exagerado decir que España es la nación más rica del mundo... Y ahora estáis en ella, en el país de los extranjeros.

Tanaka mantenía los brazos cruzados y los ojos bajos para impedir que la excitación se reflejara en su rostro. Sólo Nishi sacó una caja de pinceles y cuidadosamente copió los nombres de los edificios e iglesias que Velasco señalaba.

—Pero Sevilla no puede compararse con Madrid, la capital de España. Será en Madrid donde veréis al rey de España.

Velasco advirtió que Tanaka y el samurái temblaban.

—Y sin embargo hay todavía otra persona ante quien incluso el rey de España se arrodilla humildemente. ¿Sabéis quién es?

Ninguno de los tres emisarios podía responder.

—Esa persona es el rey de los cristianos, llamado el Papa. Si se compara la situación con la del Japón, el Naifu sería como el rey de España y el emperador de Kioto como el Papa. Pero el Papa tiene un poder infinitamente superior al de vuestro emperador. E incluso el Papa no es más que el siervo de otra persona. —Con una sonrisa, Velasco escrutó el rostro de los emisarios—. Creo que sabéis quién es esa Persona... Habéis visto Su efigie en todas partes en Nueva España. Y no sólo en Nueva España. Ni tampoco aquí. Todas las naciones de Europa lo adoran y se inclinan ante Él.

Con una clara intención en su mente, Velasco llevó a los tres enviados a la catedral de San Francisco el domingo siguiente. El obispo Lerma pronunciaría ese día una misa en honor de los embajadores del Japón. Esa mañana, desde muy temprano, las ruedas repicaron sobre el pavimento y los coches desfilaron ante la entrada de la catedral. Nobles y personajes elegantemente vestidos rodeaban las columnas de piedra, una multitud de candelabros iluminaba el altar dorado y las notas del órgano resonaban contra los muros de piedra. Desde el pulpito, decorado con ornamentos en espiral, el obispo Lerma bendijo a los fieles y proclamó:

—Hoy, en compañía del padre Velasco, nacido en Sevilla, se reúnen con nosotros para celebrar la misa los embajadores que han atravesado miles de millas de océano desde la nación oriental del Japón. Por esta razón, querríamos dedicar esta misa a estos emisarios y a todo el pueblo japonés. Así como a lo largo de los años nuestros antepasados han construido iglesias en muchos países extranjeros y los han transformado en naciones de Dios, oremos para que algún día el país de estos emisarios también honre al Señor.

La muchedumbre que atestaba la capilla se arrodilló y el coro cantó un himno.

Sanctus, sanctus, sanctus

Dominus Deus Sabaoth.

Pleni sunt coeli et terra gloria tua.

Velasco enterró la cara en las manos y se abandonó a las emociones que brotaban en su interior.

—Oh, Japón, Japón —dijo—. Escucha estas voces, Japón. Por más que ignores al Señor, por más sacerdotes que hayas asesinado, por más sangre de fíeles que hayas derramado, un día servirás al Señor. —Inclinó la cabeza y rezó—. Oh, Señor..., permite que gane la batalla. Ayúdame a vencer al padre Valente.

Cuando terminó la misa, la multitud, todavía en éxtasis, rodeó a los emisarios y los arrastró como un torrente. Todos les estrechaban las manos y les daban palmadas en los hombros y nadie parecía dispuesto a marcharse hasta que el obispo Lerma escoltó a Velasco y a los emisarios a una habitación subterránea debajo de la catedral.

—Pues bien, hijo mío —dijo el obispo Lerma a Velasco con preocupación cuando llegaron al recinto húmedo y oscuro—, la ceremonia ha terminado. Ahora conviene regresar a la realidad. Esta tumultuosa recepción no debe engañarte. La situación no presagia nada bueno para ti. Se prepara en Madrid la reunión del Consejo de Obispos, que seguramente no mirará con benevolencia tus ideas.

—Lo sé —asintió Velasco mientras dirigía una rápida mirada a los emisarios—. Pero Su Ilustrísima acaba de decir que dedicaba la misa de hoy a los emisarios y al pueblo del Japón y de pedir que algún día el Japón se convierta en una nación temerosa del Señor.

—Es verdad que he dicho «algún día». Pero ese día no es el de hoy. Incluso aquí, tan lejos, sabemos que los japoneses odian a los misioneros y que han perseguido a los fieles durante los últimos veinte años.

—La situación está cambiando. —Velasco repitió el discurso que había pronunciado ante el arzobispo en Ciudad de México—. Si no fuera así, el Japón no habría enviado embajadores a España.

—Hijo mío, nuestros hermanos de la Compañía de Jesús informan que las cosas empeoran cada día. Nos dicen que estos emisarios no son representantes oficiales del rey del Japón, sino meramente caballeros al servicio de un señor feudal japonés... No queremos que más sacerdotes derramen su sangre en esa tierra.

—Creo que la labor misionera es como una batalla. Yo estoy librando una batalla contra el Japón. Un misionero es como un guerrero que no debe retroceder ante la muerte por el Señor. Seguramente el apóstol Pablo estaba dispuesto a verter su sangre por los gentiles. La vida del misionero no es lo mismo que sentarse cómodamente al sol o en un monasterio y hablar del amor de Dios.

—Sí. —No escapó a la atención del obispo la ironía de Velasco—. Estoy de acuerdo contigo en que la obra misionera es como una batalla. Y así como todo guerrero debe obedecer a su jefe, también tú debes ser obediente.

—Hay momentos en que el jefe está muy lejos del campo de batalla e ignora la verdadera naturaleza de la lucha.

—Hijo mío —el obispo miró fijamente el rostro de Velasco—, eres demasiado apasionado. Debes examinar tu corazón para asegurarte de que en el futuro tu pasión no haga daño a tu alma.

Velasco enrojeció y no respondió. Era exactamente como había dicho el obispo. El fervor de su carácter había motivado frecuentes advertencias de sus superiores durante toda su educación religiosa. «Sin embargo, sin ese fervor —pensó Velasco—, jamás habría ido al Japón. Para luchar allí es necesaria la pasión.»

—Pronto iremos a Madrid. Hay una petición que me gustaría expresar directamente al arzobispo...

—¿Cuál es?

—Querría que el rey concediese audiencia a los embajadores del Japón...

El obispo Lerma dirigió a Velasco una mirada de compasión y extendió la mano para que él la besara.

—Rogaré para que el arzobispo te otorgue lo que le pides. —Y luego repitió con desaliento—: Pero eres demasiado apasionado. Cuida de que tu entusiasmo no destruya tu alma.

La multitud se dispersó y el obispo Lerma desapareció en las habitaciones del obispado; los japoneses regresaron en coche al monasterio. Velasco se arrodilló a solas ante el altar de la gran catedral. Excepto por los rayos de luz solar que brillaban a través de las vidrieras, la vasta nave estaba oscura y silenciosa. Los cirios del altar ardían y junto a ellos Cristo miraba a Velasco con una mano en alto, como cuando había dicho a sus discípulos: «Id a todo el mundo y predicad el evangelio a todas las criaturas».

—Oh, Señor —dijo Velasco, con las manos unidas y la mirada fija en los ojos del Cristo—. Nos has ordenado predicar el evangelio hasta los confines de la Tierra. He dedicado mi vida a esas palabras y he llegado hasta el Japón. ¿Deseas retirar Tu mano de ese país?

»Oh, Señor, responde, por favor. El Japón está a punto de apartarse de tu voz. La iglesia que has establecido está a punto de abandonar el Japón. Los arzobispos, los obispos y los cardenales temen al Japón; aborrecen la idea de que más sacerdotes viertan su sangre en ese país, y están a punto de dejar librados a su suerte a los santos que todavía subsisten allí. Oh, Señor, responde, por favor. ¿Debo someterme yo también a las órdenes de esa iglesia?

»Oh, Señor, ordéname combatir. Estoy solo. Por favor, pídeme que luche contra quienes me envidian y me cortan el paso. No puedo abandonar al Japón. Esa pequeña nación asiática es el país que debo conquistar con el poder de tu evangelio.

El sudor corría por la frente de Velasco y caía sobre sus ojos mientras contemplaba el rostro del Cristo. Desfiló por su mente una multitud de rostros japoneses. Sus finas sonrisas se burlaban de Velasco. Eran como los rostros de las estatuas budistas que había visto en el santuario de un templo de Kioto. Murmuraban al unísono: «El Japón no quiere que vengan sacerdotes cristianos. El Japón no quiere que se construyan iglesias. El Japón puede sobrevivir sin Jesús. El Japón...».

—Id. —La voz habló bruscamente al oído de Velasco—. He aquí que os envío como ovejas en mitad de los lobos; sed por lo tanto sabios como las serpientes y mansos como las palomas. Y aun así todos los hombres os odiarán por causa de mi nombre; pero aquél que aguante hasta el fin se salvará. Sed sabios como las serpientes.

Eran las palabras que había dicho Jesús a sus discípulos cuando los envió a los pueblos de Judea. «Sed por tanto sabios como las serpientes.» Durante largo rato Velasco permaneció inmóvil, con el rostro hundido entre las manos. Sintió que todo su futuro, todo lo que debería hacer en adelante, estaba contenido en esas palabras. «Seré odiado por todos los hombres. Por los hermanos de la Compañía de Jesús. Por los obispos. Pero iré a Madrid y haré frente a los jesuitas y al Consejo de Obispos. Para lograr la victoria en ese encuentro debo demostrar la sabiduría de la serpiente. Mis armas son las palabras y los japoneses que he traído aquí. Debo hacer que los obispos crean que mis palabras son las palabras de los japoneses, y mis deseos, los deseos de los japoneses. Para hacer esto...»

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