Authors: Endo Shusaku
El viento golpeó toda esa noche contra las ventanas del monasterio. A medianoche empezó a llover.
Soplaban los alisios cuando llegamos a Veracruz. Nos encontramos ahora en el monasterio franciscano.
Pienso sin poder evitarlo que logramos sobrevivir al ataque de los huaxtecas porque el Señor nos protegió para permitir que se cumpla en el Japón la obra en que estoy empeñado: ciertamente el Señor me concedió una oportunidad inesperada de escapar del peligro.
El día en que partimos de Córdoba, di la extremaunción y recé por un peón indio que había tomado parte en los tumultos junto a los huaxtecas. Ese joven indio había sido herido de muerte por las balas de los encomenderos españoles. Sostuve su mano mientras moría entre los plátanos. Quiera el Señor darle la vida eterna. Yo sólo hice mi deber como sacerdote.
Por gratitud, dos indios que me vieron junto al muerto nos escoltaron hasta las afueras de Veracruz. Fueron nuestros más firmes aliados y a ellos se debió que pudiéramos sobrevivir a un duro ataque de los huaxtecas.
Fue un día antes de que llegáramos a Veracruz. Habíamos dado un rodeo para evitar las haciendas donde arreciaba la rebelión.
El sol era, como siempre, despiadado y hombres y caballos estaban fatigados. Avanzábamos en hilera entre los acantilados, que parecían salpicados de sal. Nuestra distorsionada percepción confundía a veces los cactos con seres humanos.
Descansamos un rato. Yo miraba ausente los movimientos de un buitre que giraba sobre las colinas. El valle estaba tan silencioso que sentí brusca inquietud.
Algo oscuro se movió en una colina. Pensé al principio que era un ave. Pero no era un ave. Aparecieron en lo alto del acantilado una docena de huaxtecas con redes. Nos habían visto desde lejos y nos estaban esperando. Empezaron a arrojarnos redes llenas de piedras.
Yo había oído antes que los indios solían arrojar piedras envueltas en redes. Con esas armas habían combatido a nuestros antepasados en la conquista de Nueva España. Traté de calmar a mi caballo mientras los japoneses, a una orden de Tanaka, corrieron a esconderse detrás de los cactos.
Uno de los hombres no fue bastante rápido y cayó al suelo. Era uno de los servidores de Tanaka. Tanaka se lanzó al rescate de su servidor. Vi recortado contra el sol a un alto huaxteca que se disponía a lanzar su red de piedras contra los dos hombres. Pude ver claramente su nariz chata, sus dientes blancos y la coleta que caía sobre su hombro. Y, mientras miraba, una piedra blanca del tamaño de la cabeza de un hombre voló hacia los dos japoneses.
Los indios que habían venido con nosotros corrieron hacia Tanaka. La piedra siguiente cayó junto a ellos. Gritaron algo en tono suplicante a los huaxtecas. Sin duda les dijeron que se trataba de un grupo de japoneses y no de españoles. Y luego, milagrosamente, como si se hubieran evaporado, nuestros atacantes desaparecieron del acantilado.
Todo había sido como un sueño. La blancura del sol ardía sobre el valle de nuevo silencioso. Los japoneses y yo nos reunimos alrededor del herido. También Tanaka tenía la pierna derecha lastimada, pero la rodilla de su servidor estaba abierta como una granada y la sangre que manaba de la herida teñía su pierna de rojo vivo. Debía de tener rota la articulación. Trató de ponerse en pie, pero no pudo. Lo pusimos en un carro arrastrado por un asno y siguió llorando de dolor, y de vez en cuando le decía a su amo: «Lo siento. Por favor, llevadme con vos, aunque tengáis que atarme una cuerda al cuello para arrastrarme. Debo volver a casa».
Tanaka, que soportaba su propio dolor sin una queja, consolaba sin cesar a su servidor.
—Te llevaremos con nosotros. Te llevaremos con nosotros.
La relación entre un samurái japonés y sus servidores es exactamente como la que había entre los nobles y los esclavos en la antigua Roma; pero en esa relación hay elementos que sobrepasan el mero interés personal y se acercan al sentimiento familiar del amor. Muchas veces sentí en el Japón que yo debía servir a Dios como los servidores japoneses a sus amos.
Pienso ahora que logramos escapar de la emboscada huaxteca con tan pocos daños gracias a los dos peones indios. El Señor nos infundió su fuerza. Cuando entramos en Veracruz éramos un grupo lamentable, pero todos mis temores se habían disipado.
Veracruz es un puerto azotado por los vientos. Dos días después de nuestra llegada, Hasekura, Nishi y yo pudimos comprobarlo cuando fuimos a visitar al comandante de la fortaleza de San Juan de Ulúa, situada directamente sobre el mar. Esperábamos conseguir pasaje en alguno de los barcos de la flota española que de vez en cuando fondean aquí mientras se preparan para cruzar el océano y un buen médico del ejército para atender a Tanaka y a su servidor. Sabía que no tendríamos problemas para embarcar, puesto que llevaba conmigo las órdenes del virrey de Ciudad de México.
Cuando llegamos a San Juan de Ulúa, el viento soplaba con tal fuerza que apenas podíamos respirar. El mar tenía un color pardo sucio y oscuro y tres naves se apretujaban temerosamente al amparo del murallón. La fortaleza, parecida a la de Acapulco, estaba rodeada por un muro gris, y el comandante, grueso y calvo, nos recibió con excelente humor. El virrey le había comunicado ya nuestra visita y se limitó a echar un vistazo a nuestros documentos antes de guardarlos en un cajón de su escritorio.
—Padre, tenéis aquí una carta de vuestro tío —dijo y tomó la carta del mismo cajón, como si fuera una respuesta a nuestros documentos—. Conozco a vuestro tío.
Yo no esperaba que mi buen tío don Diego Caballero Molina respondiera tan pronto a la carta que yo le había enviado desde Acapulco. Puse cuidadosamente en el bolsillo la carta con su envoltura impermeable.
El comandante estaba complacido como un niño con la espada japonesa que los emisarios le regalaron y nos dio permiso para tomar pasaje en el Santa Verónica, que debe hacerse a la vela apenas amaine el viento. Luego pidió excusas a Hasekura y a Nishi por las dificultades que habían sufrido los japoneses.
Regresamos al monasterio y finalmente, esa noche, tuve oportunidad de abrir la carta de mi tío. Decía que había recibido mi carta en Sevilla y que la familia entera haría todo lo posible para ayudarme a conseguir lo que deseaba.
«Pero debes estar preparado para encontrarte con formidables obstáculos. Resulta evidente que habrá obstáculos si se lee una petición dirigida al rey por los jesuitas, que hemos logrado obtener por ciertos medios y cuya copia adjunto. Está llena de calumnias y censuras de los jesuitas contra ti.
»Además —y esto también se basa en las informaciones que ha conseguido la familia—, parece que los jesuitas han estado planeando durante cierto tiempo convocar un Consejo de Obispos después de tu llegada a Madrid, con la intención de obstaculizar los planes de los embajadores japoneses. Es probable que en este Consejo de Obispos debas enfrentarte al famoso padre Váleme, que ha vivido en el Japón durante treinta años. Casi me parece innecesario recordarte que el padre Váleme es íntimo amigo y confidente del padre Valignano, que fue provincial, y también un erudito historiador y un hombre respetado tanto por los altos funcionarios como por la aristocracia. Por este motivo debes prepararte adecuadamente para la confrontación con él.
Por la noche el fuerte viento continuó golpeando la ventana de mi habitación. Apreté la frente contra el cristal y miré el patio adyacente al monasterio. Estaba desierto. Sólo se veían algunos torbellinos de hojas secas arrastradas por el viento. La petición de la Compañía de Jesús que mi tío agregaba a su carta decía lo siguiente:
«Ya hemos sometido a Su Majestad un informe acerca del viaje de los embajadores japoneses a Nueva España. Si se nos permite expresar nuestras conclusiones sobre este asunto, consideramos indispensable una actitud cautelosa en lo que concierne a sus pretensiones de comercio mutuo. Según los informes de los padres jesuitas residentes en el Japón, el padre franciscano Velasco, que acompaña a los embajadores, es una persona imprudente cuyas acciones van mucho más allá de lo conveniente. En el Japón continúa la persecución contra los cristianos y nuestra orden entiende que hay escasas posibilidades de que se permita la evangelización libre, como Velasco pretende. Esto no es todo: deberíamos agregar que los japoneses utilizan como cebo dicha libertad cuando, en realidad, su único fin es obtener ganancias mediante el comercio. Además, sin consultar a ninguno de nuestros misioneros en el Japón, el padre Velasco ha persuadido a un señor feudal japonés de que construyese un galeón y delegase a los mencionados embajadores para negociar el envío de misioneros a ese dominio. Si la misión tiene éxito, provocará inevitablemente la ruina de los pocos misioneros y cristianos que subsisten en el Japón y un trágico desenlace. Sus designios excesivos y desmesurados son un tejido de falsedades y deseamos por lo tanto que Su Majestad responda a ellos con la prudencia adecuada.»
El aire que se filtraba por las hendiduras de la ventana apagó la llama del candelabro. No intenté volver a encenderlo sino que permanecí largo rato en la oscuridad, con la cabeza apoyada en las manos, mientras trataba de imaginar el aspecto del padre Valente, a quien pronto debería enfrentarme cara a cara. Todos los misioneros que han estado alguna vez en el Japón conocen su nombre. Es el autor de La historia de la evangelización en el Japón; desarrolló su obra misionera en todas las regiones de Kyushu y Kamigata y mereció el respeto de Hideyoshi y de algunos de sus partidarios, como Konishi Yukinaga y Takayama Ukon.
daimyos
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Si eso hubiera sido todo, yo no me habría preocupado tanto. Pero el padre Valente no es un sacerdote común. Sé desde hace mucho que posee una mente perspicaz y un sutil ingenio para la polémica. Como dice mi tío, debo prepararme adecuadamente. Así como un soldado se prepara para el ataque del enemigo, tome la forma que tome y venga de donde venga, tendré que erigir defensas impenetrables contra los interrogantes y las dudas que me propondrá. En la oscuridad, me dormí con la cabeza apoyada sobre el escritorio...
Nuestra nave remonta ahora el río Guadalquivir hacia Coria.
La travesía del Atlántico llevó mucho tiempo porque el Santa Verónica encontró fuertes borrascas y sufrió considerables daños; tuvo que permanecer seis meses en el puerto de La Habana para ser reparado. Allí murió el pobre servidor de Tanaka Tarozaemon, el hombre que había sufrido una terrible herida en la rodilla. Dolía ver la aflicción de Tanaka, incluso después del entierro. Vi muchas veces a ese hombre altanero mirar acongojado el mar Caribe, como si hubiese perdido a su propio hermano. Luego encontramos otras dos tormentas originadas por los alisios y pasaron diez meses desde que salimos de Veracruz hasta que avistamos el puerto de Sanlúcar en mi España natal.
Mis pensamientos no se apartaron un solo instante, durante todo el viaje, de las palabras de advertencia que mi tío me había escrito desde Madrid. La figura del padre Valente, a quien pronto debería hacer frente en presencia de un grupo de obispos, flotaba sin cesar ante mis ojos.
Imaginaba al padre Valente como un hombre alto y delgado de mejillas hundidas, un verdadero asceta. La vivacidad de su mente parecía emanar de la luz que centelleaba en sus ojos. Yo sentía que su voz grave desgarraba los puntos más débiles de mis argumentos y desnudaba esas llagas para que todos pudieran verlas. Si yo cometía el más mínimo descuido, se lanzaba sobre mí con una andanada de preguntas o me tendía una emboscada con sus palabras y se ocultaba a acechar cualquier discrepancia que apareciera en mi razonamiento.
Traté de prever cada una de las preguntas que me haría. Seguramente preguntaría en carácter de qué venían esos emisarios. Y sin duda advertiría la contradicción entre el hecho de que, por una parte, el Naifu persiguiera a los cristianos y, por otra, enviara embajadores. Y ciertamente me censuraría por ocultar la situación casi desesperada de la tarea evangelizadora en el Japón y aún más por insistir en que se podía considerar el futuro con optimismo.
A medida que imaginaba todos los interrogantes posibles, trataba de poner en palabras mis respuestas como un estudiante del seminario antes de un examen. Un sentimiento a la vez de furia y de tristeza brotó dentro de mí. ¿Por qué sacerdotes que profesaban mis propias creencias trataban de frustrar mi deseo de ganar el Japón para el Señor? ¿Por qué trataban de impedirlo?