Authors: Endo Shusaku
Le complacía de algún modo elogiar a quienes lo habían calumniado. Sabía que esas palabras darían apariencia de objetividad a sus declaraciones. Enumeró, encomiándolos, los éxitos de los jesuitas. Cuando finalmente observó un destello de curiosidad en los ojos de los obispos, agregó:
—Pero... pero impensadamente los jesuitas cometieron un grave error. Y no previeron las graves dificultades que ese error causaría a la tarea evangelizadora.
Con estas palabras, Velasco dirigió la mirada al padre Váleme. Pero el anciano sacerdote se mantuvo inmóvil, con los ojos cerrados como de fatiga, y era imposible saber si había oído siquiera la afirmación de Velasco.
—Los jesuitas se equivocaron cuando creyeron que el Japón era igual a cualquier otro país. El Japón no es igual a ninguna otra nación conquistada por nuestros antepasados. El Japón ha estado siempre protegido por un gran océano, el Pacífico, y aunque su pueblo ignora el cristianismo, ha logrado mantener un orden envidiable y dotarse de un poderoso ejército. Contrariamente a otras razas, los japoneses son inteligentes, astutos y orgullosos; y cada vez que ellos o su nación han sido insultados, se han unido para la defensa como un enjambre de abejas. En un país así se deben adoptar métodos de evangelización especiales. No se debe insultar a los japoneses. No se los debe ofender. Y la Compañía de Jesús ha hecho precisamente esto.
En este punto, Velasco se detuvo. Velasco advirtió huellas de interés y preocupación en los rostros de los obispos que antes lo miraban con ojos sin vida, bajó la cabeza y preguntó:
—¿Se me permitirá describir en detalle esas acciones?
—Para eso estamos aquí —dijo uno de los obispos.
—Un ejemplo: los jesuitas obtuvieron sin necesidad un terreno en el puerto de Nagasaki. Era una fuente de ingresos para el desarrollo de sus tareas, pero para los japoneses era una fuente de inquietud y desconfianza. Los japoneses no pueden permitir que ninguna parte de sus pequeñas islas sea una colonia en manos extranjeras. Y esto no es todo. Algunos hermanos de la Compañía de Jesús, en un exceso de celo misionero, quemaron las estatuas budistas que muchos japoneses adoran. Es verdad que en Nueva España pudieron quemar los altares de los indios sin que eso trabara sus acciones. Pero cuando esto mismo ocurre en el Japón, provoca innecesaria animosidad en los corazones de quienes un día podrían convertirse en hijos de Dios. Cuando el Taiko, el gobernante del Japón, supo lo que habían hecho los misioneros, abandonó su antigua actitud magnánima e inició la política de persecución. En realidad, los errores de los misioneros fueron la causa de la persecución. En este sentido, los jesuitas no pueden eludir su responsabilidad. Sin embargo, cierran los ojos a estos hechos y os informan a vos en Madrid y también en Roma que han hecho todo lo que podían y que las tareas misioneras se han tornado extremadamente difíciles.
Velasco pronunció de una sola vez esta acusación y cuando terminó volvió a inclinar la cabeza con reverencia y calló. Era una pausa deliberada, destinada a inflamar la curiosidad de sus oyentes.
—Sin embargo —continuó enérgicamente Velasco—, todavía hay esperanzas para la obra evangelizadora en el Japón... Es verdad que la situación actual es desfavorable, pero esto puede remediarse. Estoy convencido de ello. Esta esperanza no es, como dicen los jesuitas, un vano sueño alejado de la realidad. Si fuera así, yo no habría hecho este largo viaje ni traído conmigo una embajada japonesa con una carta de su gobernante.
El padre Valente alzó la cabeza. Velasco vio que una breve sonrisa recorría sus labios. Era como la sonrisa de un hombre que mira a un torpe bufón. Velasco contuvo su ira y continuó:
—Los embajadores...; no: todo el pueblo japonés está ansioso por comerciar con Nueva España. Japón es una nación pequeña y pobre. Por esta razón los japoneses harán todo lo posible para obtener ganancias. Este deseo es su mayor fuerza y también su mayor debilidad. La iglesia no saldrá perjudicada si les concede mínimas ganancias a cambio de la libertad de desempeñar tareas de evangelización. Si no los humillamos, si no los enfurecemos, si les ofrecemos ganancias a cambio de su reconocimiento de nuestra labor misionera, estoy seguro de que las persecuciones concluirán.
Se oía en la habitación el ruido de la lluvia. Los obispos escuchaban en silencio.
—Los japoneses nos darán lo que queramos a cambio de que ellos puedan obtener ganancias —dijo Velasco—. Incluso puede ser que nos den sus corazones.
Llovía. El samurái, sentado en su cama, miraba incómodo la habitación. Era como tantas otras habitaciones de los diversos monasterios en que habían dormido desde su llegada a Nueva España. Una sencilla cama y una sencilla mesa con una jarra de porcelana y un aguamanil de diseño sarraceno. Sobre la pared desnuda había un hombre escuálido con las dos manos clavadas a una cruz y la cabeza caída.
—Un hombre como éste... —Una vez más el samurái experimentó la misma incomprensión—. ¿Por qué lo adoran?
Recordó que una vez había visto a un prisionero en condiciones parecidas. Lo habían llevado por toda la ciudad montado a pelo y con los brazos atados a un palo. Era, como el hombre del crucifijo, feo y sucio. Tenía las costillas salientes y el estómago hundido como si no hubiera comido durante largo tiempo; sólo llevaba un trozo de tela atado a la cintura y se sostenía sobre el caballo con sus flacas piernas. Cuanto más miraba el crucifijo, más recordaba el samurái a aquel prisionero.
—¿Qué pensaría la gente de la llanura si yo adorara a un hombre como éste?
Se imaginó adorando a ese hombre y experimentó un insoportable sentimiento de vergüenza. El nunca había creído en los budas, como su tío, pero cada vez que hacía una peregrinación a un templo, deseaba automáticamente inclinar la cabeza ante los magníficos ídolos; y cuando se detenía ante un altar donde fluía agua pura, sentía la tentación de unir sus manos en un gesto de súplica. Pero no podía encontrar nada sagrado ni sublime en un hombre tan impotente y desventurado como ése.
—Esos mercaderes...
¿No habrían sentido lo mismo los mercaderes que se habían quedado en Nueva España? Sin embargo se habían arrodillado en la catedral y habían recibido el bautismo por su propia voluntad para asegurar las relaciones comerciales con Nueva España. Mientras los miraba, el samurái había sentido una confusa mezcla de furia y envidia. Despreciaba la bajeza que permitía a los mercaderes vender sus almas para obtener ganancias, pero los envidiaba por la audacia que les permitía hacer cualquier cosa para lograr sus fines. Ahora Nishi Kyusuke planeaba convertirse como una formalidad para cumplir su misión. Sin duda ese acto era sólo una formalidad y no brotaba de su corazón. El samurái sabía que también él debía aceptar cualquier engaño por el bien de Su Señoría. Pero no podía hacerlo.
—No puedo...
Convertirse al cristianismo era traicionar a la llanura. La llanura no estaba habitada meramente por quienes allí vivían ahora. También velaban silenciosamente por ella los antepasados y parientes de todos los vivos. Mientras la casa de Hasekura se mantuviera en pie, el padre y el abuelo muertos del samurái serían parte de la llanura. Sus almas muertas no le permitirían convertirse.
El padre Valente, de la Compañía de Jesús, se puso de pie lentamente. También él inclinó la cabeza ante los obispos y luego entrelazó los dedos y se puso las manos sobre el pecho. Con voz algo ronca empezó a hablar.
—Durante treinta años he vivido en el Japón y he visto con mis propios ojos lo que según el padre Velasco son los errores de los jesuitas. Por esto mismo no negaré lo que él ha narrado. Es verdad que nuestra compañía se ha excedido en su celo. A causa de este exceso de celo a veces hemos llevado las cosas demasiado lejos. Pero no todas las persecuciones son el resultado de dichos excesos. Hay en las palabras del padre Velasco una ingeniosa exageración. Y también esperanza excesiva en lo que concierne al futuro.
Velasco apretó los puños pero se obligó a sonreír. En presencia de los obispos debía demostrar perfecta compostura.
—Debo decir que los embajadores que trae consigo el padre Velasco no son representantes del rey del Japón, a quien se conoce como el Shogun. El amo de estos embajadores, que gobierna un dominio en la parte este del Japón, es sólo uno entre muchos nobles. Aun suponiendo que esta delegación tenga la autorización del rey del Japón, no se puede afirmar que sean emisarios oficiales representantes de la nación en su totalidad.
El padre Valente se llevó la mano a la boca y tosió suavemente. No hablaba con energía ni trataba de fascinar a los obispos con pausas dramáticas como Velasco, sino que se contentaba con describir la situación en una tediosa voz cantarina. Sin embargo, desde el principio atacó el punto más vulnerable de Velasco.
—El padre Velasco acaba de deciros que considera formidable al pueblo japonés. Afirma que son tan inteligentes y astutos y codiciosos que no deben ser tratados como otros pueblos. Estamos de acuerdo con él. Y por esto deseamos que Vuestras Excelencias consideren lo siguiente: como los embajadores japoneses que acompañan al padre Velasco no son emisarios oficiales, por atractivas que sean las promesas que contiene su carta acerca de la labor misionera, en cualquier momento los japoneses podrán decir: «Esas no eran las promesas del rey. Sólo eran las promesas de un solo noble. Ésos no eran embajadores oficiales. Eran sólo emisarios privados». —El padre Váleme se detuvo y volvió a toser—. Por mis muchos años de experiencia os puedo asegurar que los japoneses usan con frecuencia esta táctica. Preparan sus excusas con gran anticipación para no hacer lo que han prometido cuando les conviene. Ésta es la forma japonesa de hacer las cosas. Por ejemplo, cuando comienza una batalla, si un noble japonés no sabe qué lado ganará, con frecuencia hace que sus hermanos participen en ambos lados. Sea cual fuere el vencedor, la familia del noble se defenderá ante el vencedor afirmando: «Nuestra familia no es responsable por el hermano nuestro que se ha aliado al enemigo. Lo hizo por su propia cuenta». Con esta misma astucia los japoneses han enviado a Nueva España a estos emisarios. Lo que os digo es que los japoneses no están interesados en nuestra tarea evangelizadora. Simplemente nos prometen libertad para hacerlo como cebo, pero su verdadera finalidad es otra.
—Entonces, ¿qué es lo que quieren? —preguntó uno de los obispos, con la barbilla apoyada en las manos. Velasco volvió a pensar en un buitre—. ¿Qué desean los japoneses aparte del comercio con Nueva España?
—Utilizar nuestras rutas a través del Pacífico y aprender nuestras artes náuticas. Es seguro que durante este viaje han logrado asimilar esos conocimientos.
Hubo murmullos de alarma entre los obispos. Cuando terminaron, su mirada pasó del padre Valente a Velasco, cuyo rostro se había endurecido mientras escuchaba. Velasco alzó una mano para pedir la palabra. Cuando uno de los obispos asintió, dijo en voz vacilante con el rostro congestionado:
—Vuestras Excelencias deben comprender una cosa. Sin la autorización del rey, ningún noble japonés podría liberar españoles arrestados en el Japón. Hemos viajado hasta Nueva España con un grupo de marinos españoles que estaban bajo custodia. Esto demuestra que los embajadores han venido con la autorización de su rey. Es evidente también, por la carta que envió directamente a las Filipinas hace diez años, que el rey del Japón está ansioso por comerciar con Nueva España. Y ya que hablamos de este tema, es bien sabido que hace treinta años la Compañía de Jesús, a la que pertenece el padre Valente, trató de hacer pasar a cuatro niños japoneses, prácticamente unos mendigos, por hijos de daimyos distinguidos enviados a España y a Roma en carácter de embajadores oficiales.
Cuando Velasco se sentó, el padre Valente se puso de pie despacio. Una vez más se llevó los brazos al pecho y tosió secamente.
—Es un hecho que el rey del Japón deseaba antes comerciar con Nueva España. Pero incluso entonces, lo que deseaba era permitir el comercio y prohibir la labor misionera; y en realidad muchos cristianos fueron quemados en su capital y los misioneros fueron expulsados de todos sus dominios. Es evidente que a su tiempo también estos embajadores tendrán que someterse a esa política. Por ese motivo, incluso si el príncipe de estos embajadores se compromete a proteger a los misioneros y a permitir la obra evangelizadora, esto no es la promesa del rey del Japón.
—Vos... —interrumpió Velasco—, vos y toda la Compañía de Jesús habéis abandonado la esperanza de que las persecuciones concluyan. Pero yo creo que podemos extinguir la animosidad hacia el cristianismo que habéis despertado en los japoneses.
Velasco casi gritaba, olvidando que los obispos escuchaban. Al ver el rostro rojo de Velasco, el padre Valente le sonrió con lástima.
—¿Acaso podéis vos extinguirla? Dudo que sea tan fácil.
—¿Por qué?
—Porque creo, y lo digo después de muchos años de vivir entre ellos, que los japoneses, entre todos los pueblos del mundo, son los menos predispuestos a aceptar nuestra religión.
La sonrisa sardónica se desvaneció del rostro del sacerdote, que miró con tristeza a Velasco.
—Los japoneses carecen por completo de sensibilidad a lo absoluto, a lo que trasciende del nivel humano, a la existencia de cualquier cosa situada más allá del reino de la naturaleza, a lo que nosotros llamaríamos lo sobrenatural. Lo he comprendido después de pasar allí treinta años como misionero. Fue muy sencillo enseñarles que esta vida es transitoria. Siempre han tenido sensibilidad para apreciarlo. Lo aterrador es que los japoneses tienen también la capacidad, de aceptar la brevedad de la vida, e incluso de gozar de esta brevedad. Tan profunda es esa capacidad, que han escrito mucha poesía inspirada por esa idea. Sin embargo, no intentan dar el paso siguiente. No desean hacerlo. Aborrecen la idea de establecer una distinción nítida entre hombre y Dios. Para ellos, aunque hubiera algo más grande que el hombre, siempre será una cosa en la que el hombre podrá convertirse algún día. Por ejemplo, su Buda es un ser en que el hombre se puede convertir apenas abandona sus ilusiones. Y la naturaleza, que es para nosotros algo totalmente separado del hombre, es para ellos una entidad que engloba la humanidad. Nosotros..., nosotros hemos fracasado en nuestro intento de rectificar estas actitudes de los japoneses.
Los obispos recibieron esas inesperadas observaciones del padre Váleme con un silencio pesado. De todos los misioneros enviados a países distantes, ninguno había hablado nunca con tanta desesperación.