Authors: Endo Shusaku
—La sensibilidad de los japoneses está firmemente anclada en la esfera de la naturaleza y jamás se remonta hacia un reino superior. Dentro del reino de la naturaleza esa sensibilidad es notablemente sutil y delicada, pero es incapaz de percibir nada en un plano superior. Por esto los japoneses no pueden imaginar a nuestro Dios, que reside en un plano separado del hombre.
—Entonces —uno de los obispos movió la cabeza como si no pudiera aceptar el argumento de Valente—, los cristianos japoneses, que en un momento dado llegaron a ser cuatrocientos mil... ¿en qué creían?
El padre Valente respondió con suavidad, mirando el suelo.
—No lo sé. —Acongojado, cerró los ojos—. Cuando el rey prohibió el cristianismo, la mitad de ellos desapareció como la niebla.
—¿Desapareció?
—Sí. Un torrente aparentemente interminable de japoneses a quienes considerábamos nuestros mejores creyentes renunciaron a su fe apenas empezó la persecución. Cuando un señor feudal abjuraba del cristianismo, toda su familia y sus caballeros le seguían; y cuando el jefe de un pueblo lo hacía, casi todos sus habitantes abandonaban la iglesia con él. Y para nuestra sorpresa, nadie habría podido decir, a juzgar por sus caras, que algo hubiera ocurrido.
—¿No sentían remordimientos por haber abandonado a Dios?
—Cuando yo miraba un mapa —murmuró el padre Valente, los ojos todavía cerrados—, a veces la forma del Japón me recordaba un lagarto. Mucho después pensé que así era la naturaleza de los japoneses. Nosotros, los misioneros, éramos como niños que se divierten cortando la cola de los lagartos. Pero un lagarto sigue viviendo sin cola y finalmente ésta vuelve a crecer. A pesar de los sesenta años de acción evangelizadora de nuestra compañía, los japoneses no han cambiado en lo más mínimo. Han vuelto a ser como eran originariamente.
—¿Cómo eran originariamente...? Explicad lo que queréis decir, padre Valente.
—Los japoneses no viven sus vidas como individuos. Nosotros, los misioneros europeos, no lo sabíamos. Imaginad que haya aquí un japonés aislado. Tratamos de convertirlo. Pero en el Japón, jamás existió un individuo aislado al que podamos llamar «tú». Porque hay detrás de él un pueblo. Una familia. Y algo más. También cuentan sus padres muertos y sus antepasados. Y ese pueblo, esa familia, esos padres y antepasados están estrechamente vinculados con él, como si fueran seres vivientes. Por eso un japonés no es nunca un ser humano aislado. Es un conjunto que soporta sobre sus hombros un pueblo, una familia, unos padres, unos antepasados. Cuando digo que los japoneses volvieron a ser como eran originariamente, quiero decir que retornaron a ese mundo al que están tan firmemente ligados.
—No os expresáis con suficiente claridad, padre Valente.
—Entonces, por favor, permitidme que os dé un ejemplo. Cuando el primer misionero en el Japón, Francisco Javier, inició sus tareas en las provincias del sur, ése fue el obstáculo más formidable que encontró. Los japoneses decían: «Creo que las enseñanzas cristianas son buenas. Pero traicionaría a mis antepasados si fuera a un paraíso donde ellos no pueden residir. Nuestros lazos con nuestros padres y con nuestros antepasados son muy fuertes». Debo señalaros que no se trata de un mero culto a los antepasados. Es la creencia dominante. Sesenta años no fueron suficientes para combatir esa creencia.
—¡Excelencias! —gritó Velasco, interrumpiendo al padre Valente—. Lo que acaba de decir el padre es una gran exageración. Hay también en el Japón mártires que han dado sus vidas por las enseñanzas cristianas. ¿Cómo puede él decir que el pueblo japonés nunca ha creído en Nuestro Señor? De ningún modo pueden considerarse agotadas las esperanzas de la tarea evangelizadora en el Japón.
Y luego arrojó el as de triunfo que, según esperaba, demostraría definitivamente la verdad de sus aseveraciones.
—Esto es evidente porque treinta y ocho de los mercaderes japoneses que llevé a Nueva España se bautizaron en la catedral de San Francisco en Ciudad de México. Y en este mismo momento, uno de los tres emisarios japoneses que esperan pacientemente la decisión justiciera de Vuestras Excelencias acaba de prometerme que se convertirá en un hijo de la Iglesia.
Mientras oía llover, el samurái se estiró en su cama; con las manos unidas detrás de la cabeza, contempló al hombre desnudo en la pared. No había en la habitación nadie más que el samurái y ese hombre.
Se abrió la puerta y entró Tanaka. Las gotas de agua brillaban como el rocío sobre sus ropas.
—Debéis de estar cansado. ¿Ha vuelto Nishi con vos?
El samurái se incorporó y cruzó las piernas. Aunque ambos hombres tenían el mismo rango, trataba con deferencia a Tanaka por su mayor edad.
—Todavía debe de estar paseando bajo la lluvia. Yo me cansé de que todos me miraran y volví —respondió, irritado, Tanaka. Se quitó la espada de la cintura y secó el cuero húmedo de la vaina con una toalla. La gente los había mirado cuando recorrían las calles en Nueva España, pero aquí era todavía peor. La multitud que los seguía tocaba sus ropas y espadas y les hablaba. Había incluso niños mendigos. Los adultos competían por las hojas de fino papel que los japoneses arrojaban al suelo después de sonarse las narices. Al principio reían de estas cosas, pero finalmente las miradas y preguntas impertinentes se tornaron insoportables.
—¿Habrá terminado ya el debate de Velasco? —dijo Tanaka mientras se quitaba las botas mojadas. También el samurái, Nishi y sus servidores habían comprado botas en Sevilla.
—No creo que haya terminado todavía.
—Estoy preocupado.
El samurái asintió. Tanaka se sentó en su propia cama y cruzó las piernas.
—Hasekura, ¿qué ocurrirá si Velasco pierde? ¿Volveremos mansamente al Japón?
El samurái parpadeó en silencio. No sabía qué responder. Velasco les había dicho que la audiencia con el rey y la presentación de la carta de Su Señoría dependían del resultado de ese debate. Los emisarios estaban ansiosos desde que Velasco partiera en coche esa mañana. El samurái comprendía perfectamente por qué Nishi se paseaba bajo la lluvia.
—¿Deberíamos contentarnos con eso? —Tanaka miró al samurái—. Yo no podría. Me sentiría avergonzado ante toda mi familia. Hace largo tiempo que mis parientes esperan la devolución de nuestras antiguas tierras. No podría presentarme con la cabeza alta ante ellos.
El samurái estaba exactamente en la misma posición. Se volvió y miró la lluvia por la ventana.
—Oíd, Hasekura —dijo Tanaka—. Como Nishi, estoy pensando en convertirme al cristianismo. Odio a los cristianos, pero tal como están las cosas... no hay otra opción. A veces, durante la batalla, uno cae sobre las manos y las rodillas e inclina la cabeza, pero sólo para engañar al enemigo. No lo hace de verdad. Anoche me convencí de eso.
—Matsuki Chusaku dijo...
—¿De qué nos sirve ahora creer lo que dijo Matsuki? Matsuki opinaba que el Consejo de Ancianos nos había enviado para acallar las peticiones de los cabos. Pero no quiero creerlo. Durante todo el viaje me ha sostenido la promesa del Señor Shiraishi. Pienso que Matsuki debe de tener el apoyo de los enemigos del Señor Shiraishi en el Consejo... ¿Qué creéis vos, Hasekura?
—Convertirme..., aunque sólo sea un recurso..., creo que sería como volver la espalda a la familia Hasekura y a mis antepasados.
—Yo siento lo mismo. No quiero abandonar la religión de mis antepasados. Ni la abandonaré en el fondo de mi corazón. Pero nada sería más impío que no recuperar las tierras que heredé de mis antepasados.
El samurái buscaba un asidero con el corazón roto. El ruido de la lluvia evocaba súbitos recuerdos de la estación lluviosa en la llanura. No salir de casa durante días y días, las fragancias atrapadas en el interior, las ramas secas chisporroteando en el hogar, las toses de los niños. La tierra mojada.
—Pensad en eso, Hasekura.
El samurái miró la imagen de la pared. Durante el viaje los mercaderes habían escuchado los relatos de Velasco acerca de ese hombre. «Este hombre murió con los pecados de la humanidad sobre él —había dicho Velasco—. Un daimyo derrotado en la batalla suele tomar su propia vida para salvar las vidas de sus hombres. Y este hombre murió para pedir a Dios el perdón de todos los hombres que se habían rebelado contra Él. Entonces, ¿se unió este hombre a los demás para rebelarse contra Dios? No, de ningún modo. Este hombre no cometió ningún pecado. Ni por un instante se volvió contra Dios. Y sin embargo se sacrificó por todos los demás.»
Aunque los mercaderes no habían creído esa absurda historia, habían asentido. Para ellos un hombre como ése no se diferenciaba de una piedra usada en lugar de un martillo. Apenas había servido a su fin se la podía arrojar lejos. Si unir las manos ante ese hombre podía ayudarles a comerciar con los extranjeros, fingirían que lo adoraban y luego lo arrojarían. Eso era lo que habían pensado los mercaderes.
«¿Por qué habría de ser yo —pensó el samurái— distinto de esos mercaderes?»
Un hombre feo y delgado. Un hombre desprovisto de majestad, de belleza, desventurado y miserable. Un hombre que sólo existe para ser arrojado lejos después de haber sido usado. Un hombre nacido en una tierra que jamás he visto y que ha muerto en el remoto pasado. Nada tiene que ver conmigo, pensó el samurái.
—Debo reconocer que esos bautismos han ocurrido.
El padre Valente suspiró y se levantó de su silla. Jadeaba y sus hombros se sacudían como si la obligación de refutar a Velasco fuese para él físicamente penosa.
—Sin embargo, al mismo tiempo, me pregunto si esos hombres han pedido sinceramente el bautismo.
—¿Qué queréis decir? —preguntó el obispo.
—Ya os lo he dicho. Cuando empezó la persecución, la mitad de los fieles japoneses se disipó como la niebla. Si la persecución se intensifica, sin duda la otra mitad abandonará las enseñanzas de Cristo como si nada significaran para ellos. En lugar de hacer bautismos deberíamos estudiar la forma de ayudarles a defender su fe. En lugar de obtener conversos temporales en mitad de las persecuciones, nosotros...
—Excelencias —interrumpió, impaciente, Velasco—. El honor de esos treinta y ocho japoneses y del emisario que se prepara jubilosamente a unirse a los fíeles exige que objete a las humillantes observaciones del padre Valente. Es lamentable que semejantes palabras broten de los labios de un sacerdote. Con ellas menoscaba también a los numerosos santos japoneses a quienes ha bautizado con sus propias manos.
—No estoy menoscabando a nadie. Simplemente estoy exponiendo hechos...
—Aun si lo que decís es verdad —gritó Velasco—, olvidáis que el sacramento del bautismo transciende la voluntad humana y concede la gracia de Dios a quien lo recibe. Sí: aunque hubiese en su bautismo motivos impuros, a partir de ese momento el Señor no podrá ignorarlos. Aunque hubiesen utilizado al Señor para ventaja propia, el Señor nunca los abandonará. Y —hizo una pausa— recuerdo ahora las palabras del Señor cuando reprendió a Juan. Juan censuraba a un hombre que había utilizado el nombre del Señor para curar enfermos y el Señor le dijo: «Aquel que no está contra nosotros está con nosotros...».
Durante un fugaz instante, Velasco sintió un vivo dolor en su pecho, como si lo hubiese atravesado una aguda espada. Sabía que los mercaderes japoneses no habían creído en sus enseñanzas. Sabía que habían utilizado el bautismo meramente como un medio para obtener lucro. Aunque lo había sabido siempre, había cerrado los ojos.
Un obispo sentado en un extremo alzó la mano y dijo:
—Este Consejo Episcopal no se ha reunido para oír un debate teológico acerca del bautismo. Nuestra tarea consiste en determinar si esos emisarios son embajadores oficiales del Japón o enviados privados de un solo noble. Primero debemos averiguar si la persecución en el Japón es un fenómeno temporal o si continuará durante largo tiempo.
—La persecución en el Japón no es temporal ni permanente. —Velasco dirigió su atención al obispo que había hablado—. Es un hecho que en Edo, donde está situado el gran castillo del actual gobernante, y en las regiones bajo su influencia, los cristianos han sido perseguidos. Los jesuitas sostienen que esta persecución continuará indefinidamente, pero nosotros no estamos de acuerdo. Es cierto que ese rey menosprecia el cristianismo, pero no es tan ciego como para menospreciar al mismo tiempo las crecientes ganancias que obtiene del comercio con Manila y Macao. Hemos llegado a la conclusión de que abandonará la persecución si Nueva España le ofrece riquezas que excedan las de Manila y Macao. Lo he repetido muchas veces. A mi juicio, si le ofrecemos riquezas, lograremos que autorice nuestra prédica, aunque nos imponga algunas restricciones. La persecución no es temporal ni permanente. Es algo a lo que nosotros mismos podemos poner fin.
El obispo asintió y se volvió hacia el padre Valente, que estaba con las manos unidas, mirando el suelo.
—Nos agradaría oír la opinión del padre Valente.
El sacerdote tosió una vez más y respondió lánguidamente con voz ronca.
—Probablemente la persecución continuará. El veto al cristianismo que ahora se aplica de modo parcial probablemente se extenderá a todo el Japón. Si esto hubiese ocurrido hace quince años, habría aún un destello de esperanza, porque en ese momento el gobernante a quien ha mencionado el padre Velasco tenía un poderoso adversario llamado Toyotomi. Pero el clan Toyotomi ha perdido gradualmente su poder; ahora está aislado en una ciudad llamada Osaka y pronto será aniquilado. No hay un solo noble en el Japón que pueda oponerse al actual jefe. Éste busca, por supuesto, ganancias comerciales; pero ha empezado a pensar que le conviene más acercarse a las naciones protestantes. Los protestantes le han asegurado que sólo les interesa el comercio y no la difusión del cristianismo.
—Entonces —dijo Velasco casi gritando—, ¿debemos cruzarnos de brazos y ceder el Japón a los protestantes? Este problema también afecta a la presencia española en Oriente...
El debate prosiguió, interminable. La oscuridad envolvía ya el edificio. Los obispos estaban agotados, se veía por la forma en que ocultaban sus bostezos y enderezaban los hombros. Velasco estaba profundamente fatigado. Cerró los ojos y murmuró para sus adentros las palabras que Cristo había pronunciado antes de entregar su alma. «Padre, hágase Tu voluntad. He terminado la tarea que me encomendaste. En Tus manos encomiendo mi espíritu.»