Authors: Endo Shusaku
—¿Por eso habéis abandonado el cristianismo?
—¡No, no! —el monje renegado miró por encima de su hombro. Varios indios, frente a la cabaña que había atrás, miraban a los japoneses—. Digan lo que digan los sacerdotes, yo creo en mi propio Jesús. Mi propio Jesús no reside en las catedrales ni en los palacios. Vive entre estos indios miserables... Esa es mi creencia.
El monje renegado dijo de una vez todo lo que había guardado en su interior durante años. El samurái estudió al hombre como si mirara algo muy lejano. Casi le parecía que sólo había oído hablar del cristianismo desde que partieran de Tsukinoura. Una vez llegados a Nueva España, habían visto en todas partes hombres y mujeres arrodillados en las iglesias y las imágenes de un hombre demacrado y repulsivo iluminado por las llamas de muchas velas. La vida misma de ese vasto mundo parecía centrarse en que se creyera o no en ese hombre. Pero él era un japonés cuya vida se había desarrollado en una pequeña llanura y no sentía interés ni preocupación por ese hombre llamado Jesús. Esa religión era para él ajena y lo sería siempre. El hombre dejó de hablar y tocó las ropas de Nishi.
—Ah —dijo—, tienen olor del Japón.
—¿Por qué no volvéis?
El samurái sentía pena por ese hombre; habría sido imposible decir si era un japonés o un indio.
—Los mercaderes que han venido con nosotros volverán en barco al Japón a fin de año. ¿No querríais ir con ellos?
—Soy demasiado viejo para volver. —El monje renegado bajó la vista—. Yo... iré adonde vayan los indios; allí donde ellos se detengan, me detendré. Necesitan que alguien como yo les limpie el sudor cuando enferman y les sostenga las manos en el momento de la muerte. Estos indios y yo... no tenemos hogar.
—Entonces, ¿no volveremos a vernos?
—Estos indios no se quedarán aquí para siempre. Cuando la tierra pierda su fertilidad se trasladarán a otro sitio. Pero si ésa es la voluntad del Señor quizá volvamos a encontrarnos..
Luego preguntó al samurái y a Nishi adonde se dirigían.
—A Veracruz —dijo Nishi—. Creo que allí embarcaremos en otra nave.
—¿A Veracruz? —El hombre parecía perplejo—. ¡Eso es muy peligroso!
—¿Peligroso?
—¿No sabéis que la tribu huaxteca se ha rebelado? Están incendiando las casas de los españoles y devastando los pueblos.
—¿Una rebelión?
—Cuando se los pisotea hasta cierto punto..., ni siquiera estos dóciles indios pueden soportarlo.
Velasco no les había dicho nada. Era la primera noticia del levantamiento que oían. El samurái miró el rostro asombrado de Nishi y se apretó las manos sudorosas. Desde la partida de Ciudad de México, Velasco no había dejado de sonreír con suficiencia ni de hablar lleno de confianza.
—¿Estáis seguro?
—Todos lo saben. Todos saben que los huaxtecas disponen de pólvora y armas de fuego. No deberíais ir a Veracruz.
—Debemos hacerlo.
El samurái repitió estas palabras con fuerza para darse ánimos.
—Debemos hacerlo. —Sorprendentemente no tenía el menor deseo de regresar a Ciudad de México. Su mente, que tantas veces había vacilado a causa de las observaciones de Matsuki Chusaku, estaba ahora firmemente resuelta.
—¿Queréis regresar, Nishi?
—Si vos seguís, señor Hasekura, también yo seguiré.
El monje renegado los acompañó hasta el límite de los campos. La brisa que soplaba desde la laguna agitaba lánguidamente las polvorientas plantas de maíz. Allí estaba la imagen labrada en madera del crucificado como si fuera la deidad guardiana del poblado. El hombre escuálido del crucifijo tenía nariz chata y ojos llenos de oscura paciencia como los de aquellos indios que habían sido vendidos como esclavos por los españoles. Como si fueran sus propias lágrimas, había a sus pies una charca de cera fundida.
—Al atardecer los indios vienen aquí a rezar —dijo el antiguo sacerdote—. Le cuentan a Jesús sus dificultades y sus penas.
Puso la mano dentro de su camisa sucia y sacó un rosario de semillas y una hoja de papel con los bordes gastados.
—No tengo nada que ofreceros. Por favor, aceptad esto. Es una vida del Salvador que yo mismo he escrito.
No había motivo para rechazar el regalo. El hombre que los había guiado hasta allí aguardaba pacientemente con los asnos detrás de un cañaveral. De alguna manera, los ojos de los asnos se parecían a los del monje renegado. En una lengua que los japoneses no podían comprender, su compatriota dio instrucciones al indio.
Ya estaba alto el sol cuando regresaron a Puebla. Varios indios los miraron cuando desmontaron. Entraron silenciosamente en el patio del monasterio y miraron en su habitación. Tanaka, sombrío, pulía la vaina de su espada.
—¿Habéis ido a Tecali, aunque os pedí que no fuerais? —frunció el entrecejo.
Nishi le habló de la rebelión india que habían conocido por el japonés.
—¿Habrá pensado el señor Velasco que tendríamos miedo?
Esta observación enfureció a Tanaka.
—¿Cree acaso que somos como los indios? Iré a ver qué dice de esto Velasco. —Se ciñó la espada y se puso de pie.
—No lo hagáis. —El samurái movió la cabeza—. Velasco se limitará a dar una excusa inteligente. De todos modos, diga lo que diga, debemos hacer este viaje.
Una vez más el samurái tuvo la sensación de que, iniciando ese viaje, desafiaba a su propio destino. Cuando sólo conocía su llanura, jamás había imaginado que pudiera existir otra vida. Pero ahora comprendía que había cambiado. La llanura, su tío, las tediosas quejas de su tío junto al hogar, las órdenes del Consejo de Ancianos...; por primera vez desde que partieran de Ciudad de México, el samurái sentía el deseo de rebelarse contra aquellos inflexibles hechos del destino que se le habían impuesto.
Los japoneses avanzaban como hormigas transportando alimentos. No parecía que hicieran progresos sino que se movían imperceptiblemente por la vasta meseta. Velasco y los tres emisarios iban a caballo, rodeando a los asnos pesadamente cargados. Los servidores marchaban en silencio. Hacia el norte veían una cordillera montañosa; por encima de sus cabezas giraba un águila calva flotando en las corrientes de aire.
Velasco y los tres emisarios sabían que se encontraban aún a gran distancia de la rebelión india. Sólo había colinas salpicadas de rocas blancas, desiertos de tierra cocida y cuarteada por el sol, cauces de ríos donde los árboles marchitos se erguían como huesos blanqueados. Cuando dejaron atrás este paisaje aparecieron campos de maíz cubiertos de polvo. Ninguna de esas escenas se parecía a los suaves paisajes del Japón. El samurái pensó con nostalgia en la llanura, en los frescos arrozales, en los molinos de agua que giraban.
Sin duda los demás emisarios y sus servidores saboreaban parecidas memorias, pero ninguno las expresaba con gestos o palabras. El calor y la fatiga hacían de ellos un grupo sombrío y silencioso.
Pero cuando lograron llegar a la cumbre de una pequeña colina de granito, la tarde del quinto día desde su partida de Puebla, se abrió ante sus ojos un paisaje inesperado. El primer bosque de pinos que veían desde su llegada a este país rodeaba unos campos bien cultivados y un grupo de cabañas indias de barro. Esos árboles tenían agujas suaves y eran distintos de los pinos japoneses, pero un pino era siempre un pino.
—¡Oh! —exclamaron los japoneses al unísono. Corrieron hacia los árboles, cortaron algunas agujas y aspiraron su aroma o las retorcieron entre las manos sudorosas, felices con su contacto. Los pinos tenían la inconfundible fragancia del Japón.
—En casa —le dijo Ichisuke a Daisuke—, debe ser la época del mushiokuri.
Los ojos del samurái miraron a la distancia. El mushiokuri era una fiesta que se celebraba para alejar las plagas de la llanura. Según la costumbre, los hombres recorrían los pueblos de oeste a este durante la noche llevando antorchas.
—Quiero volver a casa —murmuró Daisuke—, quiero volver a casa ahora mismo.
Yozo escuchó y reprendió a Daisuke.
—¡Idiota! —Pero el samurái se acercó al hombre, moviendo la cabeza.
—Ya sé que queréis volver. Aunque no sé cuándo podremos regresar ni qué clase de país será España. Pero me ocuparé de que vuestras tribulaciones tengan su recompensa.
Mientras el samurái decía estas palabras, los tres servidores miraron fijamente sus ojos hundidos y asintieron llenos de desaliento. Inmóviles, como estatuas de piedra, se miraron entre sí. En los ojos de Yozo aparecieron repentinas lágrimas, pero él apartó la mirada para que los demás no las vieran.
Al séptimo día se acercaron al primer poblado verdaderamente importante que habían encontrado en esta parte del viaje: Córdoba. Llegaron justo después de la lluvia vespertina y, a la sombra de las casas de estilo español y de sus blancas cercas, temblaban en la fresca brisa flores como la llama, mientras las nubes de color de paja derivaban perezosamente por el cielo. Entre gritos infantiles, los pobladores se reunieron en la entrada de la ciudad.
El alcalde y los principales dignatarios locales recibieron a los japoneses en la pequeña plaza. El alcalde, un terrateniente de la región, estrechó la mano de Velasco y luego examinó a los japoneses, cubiertos de polvo, como habría inspeccionado las ovejas que un indio le ofrecía en venta. De todos modos, acompañó sus palabras de bienvenida con exagerados ademanes hispánicos.
—Padre —dijo el alcalde, mirando fijamente a los japoneses—, ¿querríais decirnos a qué han venido aquí estos orientales?
—¿No os ha escrito el virrey desde Ciudad de México? —dijo Velasco como si él mismo hubiera sido menospreciado—. Estos hombres son emisarios diplomáticos del Japón y espero, naturalmente, que sean tratados aquí y en todas partes como embajadores extranjeros.
Pero la triste figura de los japoneses no era la de unos embajadores. El largo viaje había cubierto de polvo sus ropas y mantenían un severo silencio; sus rostros no demostraban la menor amabilidad.
—Deberíamos invitarlos a cenar esta noche —anunció el alcalde después de una discreta deliberación con sus colegas influyentes, de los cuales ni uno solo tenía la menor idea acerca de la situación o las características del Japón.
El samurái y los demás emisarios estaban mucho más necesitados de sueño que de alimento. Al samurái y a Tanaka no les agradaba la comida española, aunque Nishi era la excepción. Pero Velasco ignoró sus sentimientos y respondió:
—Estoy seguro de que los embajadores se sentirán muy complacidos.
Los servidores fueron escoltados hasta el patio de reuniones del ayuntamiento, donde pasarían la noche. Los tres emisarios y Velasco acompañaron al alcalde a su residencia. Allí, totalmente exhaustos, los emisarios escucharon un saludo interminable que no pudieron comprender y luego se sirvió la cena.
—Los japoneses no comen carne.
Después de oír las palabras de Velasco, el alcalde y sus dignatarios volvieron a mirar a los japoneses como si estimaran el valor de otras tantas cabezas de ganado.
Después de la cena el alcalde hizo que un criado trajera un globo terráqueo de su estudio. En el globo, que tenía la forma de un huevo de avestruz, sólo se veían, crudamente trazados, los contornos de la India y la China. El Japón estaba representado como una península que caía como una gotita de agua del borde oriental de la China.
—Esto no es exacto. —Velasco, incapaz de soportar la ignorancia de sus compatriotas y la imperfección de aquella esfera, se encogió de hombros, exasperado. Si se empequeñecía así el Japón, se ridiculizaba el objeto al que había consagrado su vida—. ¡Esto no es el Japón!
—¿Es muy grande, padre?
—Es una pequeña nación insular. Probablemente, una quinta parte de Nueva España.
—Entonces, ¿es cincuenta veces más pequeño que el imperio español? —bromeó uno de los dignatarios—. ¿Y por qué no ocupa esas islas el virrey de las Filipinas? Así, padre, vuestra obra misionera sería mucho más sencilla. Y podríamos crear allí nuevos estados.
—El Japón es pequeño, pero en el combate no es inferior a ninguna otra nación. No podríais sojuzgarlos tan fácilmente como habéis hecho aquí con los indios.
Incapaces de comprender el lenguaje, los emisarios quedaron al margen de la conversación, ahogando bostezos mientras miraban el globo. Uno de los dignatarios, mientras escuchaba con incredulidad las observaciones de Velasco, señaló España y sus colonias.
—España. Sí, España —repitió como si estuviera dando una lección a unos niños. Luego señaló la gotita que colgaba del continente chino—. Japón —agregó suavemente.
—No comprendéis. —Velasco miró al hombre con sus ojos penetrantes—. Con un puerto en el Japón, una nación puede dominar el Pacífico. Por eso los protestantes de Inglaterra y Holanda tratan ahora por todos los medios de establecer relaciones amistosas con el Japón. España debe dar el primer paso. Y por esta razón, el virrey Acuña ha pedido una audiencia de Su Majestad el rey para estos embajadores.
El silencio cayó sobre el comedor. Por supuesto, Velasco había inventado la petición de esa audiencia por parte del virrey; pero sus palabras causaron efecto. La palabra «rey» había impresionado, como era natural, a los encomenderos de Nueva España.
Con aire triunfal, Velasco miró a los fatigados japoneses y les habló lenta y suavemente.
—Estos necios no pueden creer que seréis recibidos por el rey de España.
—¿El rey? ¿Quién es el rey? —preguntó Tanaka.
—El rey es el gobernante supremo. Por ejemplo, en el Japón, el Naifu es el rey.
—¿Seremos recibidos por el rey de España?
—¿Por qué no? —Velasco exhibió su habitual sonrisa confiada—. Sois los embajadores del Japón...
Agotados por el viaje, los tres emisarios parecían perplejos ante esa inesperada noticia. Cabos que no podían aspirar a una audiencia de Su Señoría, recibidos por el rey de España...
—¿Es esto verdad?
—Por favor, dejad todo en mis manos. —En algún momento, Velasco había empezado a creer que su mentira no era una mentira sino algo que podía convertirse en realidad. No, no era una mentira. Era una meta que él debía alcanzar.
—Los embajadores están fatigados. —Hizo un cumplido a la hospitalidad del alcalde—. Están agradecidos por vuestra amabilidad. Ansiosamente, el alcalde llevó aparte a Velasco.
—Padre, ¿partiréis mañana?
—Esa es nuestra intención.
—¿Sabéis que el camino a Veracruz es peligroso?