El segundo anillo de poder (40 page)

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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

BOOK: El segundo anillo de poder
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Se puso de pie y me indicó que la siguiera. Me llevó hasta la puerta de su habitación. Me dio un ligero em­pujón para hacerme entrar. Una vez que hube cruzado el umbral, Lidia, Rosa, Josefina y ella se me unieron, en ese orden, y la Gorda cerró la puerta.

El lugar estaba muy oscuro. No parecía haber venta­nas. La Gorda me cogió por el brazo y me hizo situar en lo que supuse sería el centro del cuarto. Me rodearon. No alcanzaba a verlas; percibía su presencia tan sólo, en los cuatro lados.

Pasado un rato mis ojos se acostumbraron a la oscu­ridad. Pude entonces comprobar que la habitación con­taba con dos ventanas, que habían sido cubiertas con sendas tablas. La poca luz que se filtraba a través de ellas me permitía distinguir a todas. Luego, el grupo se cogió de mí tal como lo había hecho minutos antes: per­fectamente al unísono, apoyaron sus cabezas contra la mía. Sentía sus cálidas respiraciones a mi alrededor. Cerré los ojos para reconstruir la imagen que había ob­servado. No lo logré. Me hallaba demasiado cansado y somnoliento. Los ojos me ardían terriblemente. Desea­ba frotármelos, pero Lidia y Josefina me sujetaban los brazos con firmeza.

Permanecimos en esa posición durante mucho tiem­po. La fatiga me resultaba insoportable y terminé por desplomarme. Creí que mis rodillas había cedido. Tenía la impresión de que iba a caer al piso y quedar dormido allí mismo. Pero no había piso. En realidad, no había nada debajo de mí. Mi terror al comprenderlo fue tal que desperté por completo en un instante; no obstante, una fuerza mayor que mi miedo me devolvió al sueño. Me abandoné. Flotaba con ellas como un globo. Era como si hubiese quedado dormido y soñara y en el sueño viera una serie de imágenes discontinuas. Ya no nos encontrá­bamos en la oscuridad de la habitación. La luz me cega­ba. En ocasiones alcanzaba a ver el rostro de Rosa con­tra el mío; por el rabillo del ojo distinguía también el de Lidia y el de Josefina. Tenía la frente apoyada contra mis orejas. Entonces la imagen cambiaba y tenía ante la vista la cara de la Gorda. Toda vez que ello ocurría, apo­yaba la boca en la mía y me echaba el aliento. No me gustaba en lo más mínimo. Una cierta fuerza trataba de librarse en mí. Estaba aterrorizado. Traté de apartarlas. Cuanta más fuerza hacía para conseguirlo, más sólidamente me aferraban. Me convencí de que la Gorda me había engañado para guiarme por fin a una trampa mortal. Pero, a diferencia de las otras, la Gorda había sido una jugadora impecable. Esa idea me reconfortó. En cierto momento, dejé de luchar. El fenómeno de mi muerte, que consideraba inminente, suscitó mi interés y me dejé ir de mí mismo. Experimenté entonces una ale­gría inigualable, una exuberancia que, estaba seguro, era el heraldo de mi fin, si no de mi muerte propiamente dicha. Me esforcé por acercar aún más a mí a Lidia y Jo­sefina. En ese momento tenía a la Gorda delante. No me importó que expulsara su aliento en mi boca; en reali­dad, me sorprendió que dejara de hacerlo entonces. En el instante en que ello ocurrió, las demás dejaron de apretar su cabeza contra la mía. Comenzaron a mirar a su alrededor y al hacerlo me dejaron en libertad de mo­ver la cabeza. Lidia, la Gorda y Josefina estaban tan próximas a mí que sólo podía ver algo a través del espa­cio libre que quedaba entre sus frentes. No sabía dónde nos encontrábamos. Sólo estaba seguro de una cosa: no nos hallábamos en el suelo. Nos hallábamos en el aire. Di igualmente por seguro que habíamos alterado el or­den. Lidia estaba a mi derecha y Josefina a mi izquier­da. Al igual que la Gorda, tenía el rostro cubierto de su­dor. Tan sólo percibía la presencia de Rosa detrás de mí. Veía sus manos, que atenazaban mis hombros.

La Gorda decía algo que yo no alcanzaba a oír. Pronunciaba con gran lentitud, como para darme tiempo a leer sus labios, pero me distraían los detalles de su boca. En cierto instante me di cuenta de que las cuatro me movían, me mecían deliberadamente. Ello me obligó a prestar atención a las palabras silenciosas de la Gor­da. Entonces leí claramente sus labios. Me decía que me diera vuelta. Lo intenté, pero mi cabeza parecía ha­ber sido fijada en su posición. Sentí que alguien me mordía los labios. Miré a la Gorda. No me mordía, sino que me contemplaba, en tanto me decía que volviera la cabeza. A medida que hablaba, yo sentía que ese al­guien a la vez me lamía el rostro o mordisqueaba mis labios y mejillas.

La cara de la Gorda presentaba una cierta distor­sión. Se veía grande y amarillenta. Pensé que, puesto que toda la escena estaba bañada por este color, su ros­tro quizás lo reflejaba. Casi la oía ordenarme dar vuelta a la cabeza. La molestia que me ocasionaba el mordis­queo terminó por hacerme sacudir la cabeza. Y de pron­to la voz de la Gorda se hizo claramente audible. Estaba detrás de mí y gritaba para que dirigiese mi atención al entorno. Rosa era quien lamía mi cara. La aparté con la frente. Lloraba y estaba bañada en sudor. Escuché a la Gorda. Me dijo que las había agotado al darles batalla y que no sabía qué hacer para recuperar la atención origi­nal. Las hermanitas gimoteaban.

Pensaba con absoluta claridad. Mis procesos racio­nales, sin embargo, no eran deductivos. Comprendía las cosas rápida y directamente y no había dudas de ningu­na especie en mi mente. Por ejemplo, entendí de inme­diato que debía volver a dormir, y que eso no hará caer a plomo. Pero también supe que debía permitir que ellas nos llevaran a su casa. Yo no era capaz de hacerlo. Si es que aún podía concentra mi segunda atención, tendría que dirigirme a un lugar de México Septentrio­nal que don Juan me había asignado. Siempre había visto esa imagen con más claridad que la de ningún otro sitio del mundo. No me atreví a lanzarme a esa visión. No ignoraba que, de hacerlo, terminaríamos allí.

Estimé que debía decirle a la Gorda lo que sabía, pero no podía hablar. Sin embargo, una parte de mí in­tuía que ella había comprendido. Me confié a su accio­nar implícitamente y me dormí en cuestión de segun­dos. En mi sueño veía la cocina de su casa. Pablito, Néstor y Benigno estaban allí. Se los veía extraordina­riamente grandes y resplandecían. No podía fijar mis ojos en ellos, debido a que nos separaba una hoja de plás­tico. Era como si les estuviera mirando a través de una ventana mientras alguien arrojaba agua en el cristal. Finalmente, el cristal se hizo pedazos y el agua me dio en la cara.

Pablito me estaba empapando con un cubo. Néstor y Benigno estaban de pie a su lado. La Gorda, las herma­nitas y yo estábamos tendidos en el patio de la parte posterior de la casa. Los Genaros nos echaban agua.

Me puse de pie de un salto. O el agua fría o la extra­vagante experiencia por la que acababa de pasar, me ha­bían estimulado. La Gorda y las hermanitas se pusieron unas prendas que los Genaros debían haber tendido al sol. Mis ropas también se hallaban cuidadosamente dis­puestas en el suelo. Me vestí sin una palabra. Experimen­taba la sensación peculiar que siempre parece seguir a la concentración de la segunda atención; no podía hablar, o, mejor dicho, podía pero no quería. Tenía el estómago re­vuelto. La Gorda se dio cuenta y me condujo con gentile­za al otro lado de la cerca. Estaba mareado. La Gorda y las hermanitas tenían los mismos síntomas que yo.

Regresé a la cocina y me lavé la cara. El agua fría pareció devolverme la conciencia. Pablito, Néstor y Be­nigno estaban sentados en torno a la mesa. Pablito ha­bía llevado su silla. Se levantó y me estrechó la mano. Luego, hicieron lo mismo Néstor y Benigno. La Gorda y las hermanitas se unieron a nosotros.

Me encontraba mal. Me zumbaban los oídos y estaba aturdido. Josefina se levantó, apoyándose en Rosa. Me volví para preguntar a la Gorda qué debía hacer. Lidia, en el banco, se iba cayendo de espaldas. La cogí, pero su peso fue mayor del que yo podía sostener y me derrumbe encima de ella.

Debo haberme desmayado. Desperté de pronto. Yacía sobre un colchón de paja en la habitación de delante. Li­dia, Rosa y Josefina estaban profundamente dormidas, a mi lado. Hube de pasar por sobre ellas para levantarme. Las sacudí, pero no despertaron. Fui a la cocina. La Gor­da se hallaba sentada a la mesa, junto a los Genaros.

—Bienvenido —dijo Pablito.

Agregó que la Gorda había despertado hacia poco. Yo sentía que volvía a ser el de antes. Tenía hambre. La Gorda me sirvió un tazón de comida. Dijo que ellos ya habían comido. Al terminar, me encontraba muy bien en todos los sentidos, salvo por no poder pensar del modo en que habitualmente lo hacía. El ritmo de procesos mentales había disminuido de manera notable. No me gustaba este estado. Advertí entonces que caía la tarde. Tuve una súbita necesidad de ponerme a saltar, mirando al sol, tal como me inducía a hacer don Juan. Me puse de pie y lo mismo hizo la Gorda. Aparentemente, había te­nido la misma idea. El movimiento me hizo sudar. No tardé en sentirme rendido y regresar a la mesa. La Gor­da me siguió. Volvimos a sentarnos. Los Genaros nos ob­servaban. La Gorda me tendió mi libreta de notas.

—Aquí, el Nagual nos dejó librados a nosotros mis­mos —dijo.

Cuando habló, tuvo lugar en mí un singular estallido. Mis pensamientos regresaron como un torrente. Debía de haber habido un cambio en mi expresión, porque Pa­blito me abrazó y lo mismo hicieron Néstor y Benigno.

—¡El Nagual va a vivir! —dijo Pablito en voz muy alta.

La Gorda también parecía encantada. Se seco la frente, en un gesto de alivio. Afirmó que había estado a punto de provocar la muerte de todos, y la mía propia, debido a mi terrible complacencia.

—Concentrar la segunda atención no es nada fácil —dijo Néstor.

—¿Qué nos sucedió, Gorda? —pregunté.

—Nos perdimos —dijo—. Te dejaste llevar por el miedo y nos perdimos en aquella inmensidad. No conse­guíamos concentrar nuevamente nuestra atención del tonal. Pero logramos mezclar nuevamente nuestra se­gunda atención con la tuya y ahora tienes dos rostros.

Lidia, Rosa y Josefina llegaron a la cocina en ese momento. Sonreían, y se las veía tan frescas y vigorosas como siempre. Se sirvieron algo de comer. Se sentaron y nadie pronunció palabra mientras comían. En cuanto la última hubo terminado, la Gorda continuó, a partir del punto en que había callado.

—Ahora eres un guerrero con dos rostros —prosi­guió—. El Nagual decía que todos debíamos poseer dos rostros para encontrarnos cómodos en ambas atencio­nes. Él y Genaro nos ayudaron a dar vuelta a nuestra segunda atención, a la vez que volvían; así podíamos en­frentar ambas direcciones. Pero no hicieron lo mismo contigo porque para ser un verdadero nagual debes ga­nar todo tu poder por ti mismo. Aún estás muy lejos de ello, pero cabría decir que ya no te arrastras sino que ca­minas erguido hacia tu objetivo; cuando hayas recupera­do tu plenitud y perdido la forma, volarás.

Benigno remedó con la mano el movimiento de un avión en vuelo e imitó el rugido del motor con su atro­nadora voz. El sonido era realmente ensordecedor.

Todos rieron. Las hermanitas se veían felices.

Hasta entonces no había sido consciente de que caía la tarde. Comenté a la Gorda que debíamos haber dor­mido bastantes horas, puesto que habíamos entrado en su habitación antes del mediodía. Me respondió que, por el contrario, habíamos dormido muy poco: la mayor par­te del tiempo la habíamos pasado perdidos en el otro mundo y los Genaros se habían asustado y entristecido profundamente porque no podían hacer nada para traer­nos de regreso.

Me volví hacia Néstor y le pregunté qué era lo que habían hecho o dicho en nuestra ausencia. Me observó un momento antes de contestar.

—Llevamos mucha agua al patio —dijo, señalando unos barriles de petróleo vacíos—. Entonces llegaron ustedes y se la echamos encima; eso es todo.

—¿Salimos de la habitación? —le pregunté.

Benigno soltó una carcajada. Néstor miró a la Gorda como pidiéndole permiso o consejo.

—¿Salimos de la habitación? —preguntó la Gorda.

—No —replicó Néstor.

La Gorda parecía tan ansiosa por saber como yo, lo cual me resultaba alarmante. Llegó a rogar melosamen­te a Néstor que hablara.

—No vienen de ninguna parte —dijo Néstor—. Y también debería decir que fue terrorífico. Eran como nie­bla. Pablito fue el primero en verlos. Sin duda, estuvie­ron en el patio durante bastante tiempo, pero no sabía­mos dónde buscarlos. Entonces Pablito gritó y todos los vimos. Nunca habíamos presenciado nada semejante.

—¿Cuál era nuestro aspecto? —pregunté.

Los Genaros se miraron. Hubo un silencio insoporta­blemente largo. Las hermanitas miraban a Néstor con la boca abierta.

—Eran como trozos de niebla atrapados en una red —dijo Néstor—. Al echarles agua, volvieron a ser sóli­dos.

Yo deseaba que siguiera hablando, pero la Gorda aseveró que quedaba muy poco tiempo, por cuanto yo debía partir al fin del día y ella aún tenía cosas que de­cirme. Los Genaros se pusieron de pie y se despidieron de las hermanitas y de la Gorda con un apretón de ma­nos. Me abrazaron y me hicieron saber que necesitaban tan sólo unos pocos días para preparar su marcha. Pa­blito cargo con su silla a hombros, Josefina corrió hacia el fondo, cogió un paquete que habían traído de la casa de doña Soledad y lo puso entre las patas de la silla de Pablito, que así se convirtió en un ingenio adecuado para el acarreo.

—Puesto que vas para tu casa, puedes llevarte esto —dijo—. De todos modos te pertenece.

Pablito se encogió de hombros y acomodó la silla para equilibrar bien la carga.

Néstor propuso que Benigno llevase el bulto, pero Pablito no se lo permitió.

—Está bien —dijo—. Bien puedo hacer de burro, si ya estoy obligado a soportar esta condenada silla.

—¿Por qué la llevas, Pablito? —pregunté.

—Tengo que conservar mi poder —replicó—. No puedo sentarme en cualquier parte. ¿Quién sabe que clase de imbécil se sienta en un lugar antes que uno?

Dejó escapar una risa aguda e hizo mover el bulto al sacudir los hombros.

Una vez que los Genaros hubieron partido, la Gorda me explicó que Pablito había comenzado con la locura de la silla para fastidiar a Lidia. No quería sentarse donde ella lo hubiera hecho, pero se había entusiasma­do y, dada su tendencia a darse gusto, había decidido no sentarte más que en su silla.

—Es capaz de cargar con ella durante el resto de su vida —me dijo la Gorda con gran certidumbre—. Es casi tan malo como tú. Es tu compañero. Tu cargarás siem­pre con tu libreta de notas y él con su silla ¿Qué dife­rencia hay? Ambos son más complacientes con ustedes mismos que el resto de nosotros.

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