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Authors: Mike Lee Dan Abnett

El señor de la destrucción (2 page)

BOOK: El señor de la destrucción
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Mientras la respiración le resonaba en la garganta, Urghal vio que Aghar cargaba contra el atacante de negra armadura. El cazador bramaba con frenética furia, y la esbelta figura le respondió con un gruñido bestial. Abrió de par en par la boca ensangrentada y se puso de pie con inquietante rapidez para recibir de frente la carga del hombre bestia.

Aghar le pasaba la cabeza y los hombros al enemigo, y era el doble de ancho. Urghal esperaba que el atacante fuese derribado al suelo por la furiosa carga del cazador, pero los dos chocaron y se produjo un estruendo de carne y acero. Una pálida mano ascendió y cogió al hombre bestia por la garganta, y los dos forcejearon durante varios segundos. Salvajes gruñidos guturales se alzaban de la desesperada lucha; Urghal no sabía con seguridad de qué garganta salían los terribles sonidos. Luego, con un repentino gesto convulsivo, Aghar logró soltar el brazo que sostenía la daga y apuñaló una y otra vez a la figura, pero el arma tintineó contra el peto y las hombreras de acero del combatiente de menor estatura.

Se oyó un pesado golpe sordo y, a continuación, un crujido de huesos partidos. Aghar se estremeció, y sus pies con pezuñas se alzaron del suelo a causa del impacto. El hombre bestia se dobló por la cintura, ahogándose de dolor por habérsele partido el esternón, y el atacante de ojos negros lo agarró por las astas y le hizo girar bruscamente la cabeza para partirle el cuello.

Urghal sintió que la fría mirada del asesino se posaba en él. Gruñendo de dolor, el hombre bestia luchó para ponerse de rodillas. Sin previo aviso, una bota de metal se estrelló contra uno de sus hombros y lo lanzó al suelo, donde cayó de espaldas una vez más. El guerrero de pálida piel había atravesado la docena de metros que los separaban en un abrir y cerrar de ojos. El hombre bestia gruñó, desafiante, y alzó el garrote con una mano, pero al fijar los ojos en el semblante del guerrero, el arma cayó de su entumecida mano.

Insondables ojos negros, carentes de iris y pupila, contemplaban a Urghal desde la desalmada voracidad del Abismo. De la boca y el puntiagudo mentón del guerrero goteaba sangre que manchaba los dorados ornamentos de la armadura. Regueros rojos fluían hacia el interior de las hendiduras y los ángulos de tres cráneos de oro que el enemigo llevaba incrustados en el peto, y una gruesa gargantilla de oro rojo le rodeaba el nervudo cuello. Justo por encima de la curva de la gargantilla sobresalía la herrumbrosa empuñadura de la daga de Aghar. La larga hoja se había clavado limpiamente en la garganta del guerrero, y la punta asomaba en ángulo oblicuo por debajo de la oreja derecha.

Mientras Urghal lo miraba, el guerrero cogió la empuñadura con una mano ensangrentada y se arrancó lentamente la daga. Un hilo de espeso color negro cayó de la horrenda herida. Venas negras y gruesas como cuerdas se retorcían igual que gusanos debajo de la piel de la garganta del guerrero y a lo largo del dorso de sus manos.

El guerrero dejó que la daga resbalara lentamente de sus goteantes dedos. Cayó justo al lado de la cabeza de Urghal, pero el hombre bestia no hizo el más mínimo movimiento para recogerla. Con una terrorífica sonrisa roja, el guerrero de ojos negros abrió la boca para proferir un sonido que no podía nacer de la garganta de ningún ser vivo, y la febril mente del hombre bestia se quebrantó al oírlo.

El alarido de terror de Urghal estremeció los árboles de negras ramas cuando el asesino tendió hacia él unas manos semejantes a zarpas.

Poco a poco, a medida que la carne del hombre bestia le llenaba el hambriento estómago, Malus Darkblade recobró un cierto grado de cordura. Su cuerpo, marchito como una raíz encogida por las penalidades de pesadilla del viaje, comenzó a estremecerse y a dolerle cuando el demonio aflojó la despiadada presa. La conmoción causada por la toma de conciencia fue tan intensa que durante un agónico instante el noble tuvo la certeza de que iba a morir. Cayó de espaldas, con trozos de carne desgarrada aún en las manos, y voceó su miserable odio a los agitados cielos del norte.

Una parte de él creía que ya estaba muerto. Su mente retrocedía ante los pocos recuerdos que tenía de las últimas semanas, impulsado cada vez más al norte por la implacable voluntad del demonio. Sin dormir, ni comer, ni descansar durante semanas enteras, había sido empujado hasta límites difícilmente soportables por ningún cuerpo viviente. Incluso la casi ilimitada resistencia de
Rencor
había sido forzada hasta el punto de ruptura y más allá.

Pero habían llegado a la montaña rota. Cerca de allí estaban el camino pálido y el terrible templo. En muchas ocasiones durante las últimas semanas había pensado que eso no sería posible, pero ahora, cuando estaba tan cerca de la meta, no quería nada más que morir. Lloró amargamente ante tal pensamiento y sintió que por las mejillas hundidas le bajaban gélidas lágrimas.

—Levántate, Darkblade —dijo el demonio, y su cuerpo obedeció la implacable orden. Los destrozados músculos se tensaron dolorosamente para impulsarlo hacia arriba y ponerlo de pie con un gemido de rabia impotente—. Se acerca tu hora final.

El cuerpo de Malus atravesó corriendo el claro en dirección a
Rencor
. Sus labios se movían en silencio al intentar proferir oscuras maldiciones a través de su garganta destrozada. Desde algún punto situado ladera arriba le llegó un coro de aullidos y la ondulante, fúnebre nota de los cuernos. El estruendo de la batalla había llegado hasta el campamento de los hombres bestia, y ahora la manada se había puesto en marcha.

Al acercarse Malus,
Rencor
gimió y se acobardó, para luego lanzarle dentelladas, impelido por el miedo. El demonio azotó al nauglir con su negra voluntad, y el gélido se sometió, entre gimoteos, y permitió que el noble subiera a la silla con movimientos bruscos y que comenzara el último tramo de su larga, infernal odisea.

Los toques de los cuernos se apagaron, pero los aullidos de los hombres bestia se aproximaban mientras el demonio conducía a
Rencor
en torno al flanco de la ladera. Mientras cabalgaban cayó la noche. Malus se mecía en la silla, y sus ojos se desviaban hacia la espada de negra empuñadura que descansaba junto a su rodilla izquierda. Con toda su voluntad intentó obligar a la mano a coger la espada bruja, pero Tz'arkan se lo impedía con determinación.

«Todo ha sido para nada», se dijo, mientras el demonio lo compelía a avanzar hacia el templo como si fuera un cordero ofrecido en sacrificio. Pensó en Hauclir, y en los campos cubiertos de muertos. Pensó en el autarii poseído por el demonio y en los desgarradores alaridos de su hermana. Todo para nada.

El odio y la aversión ardían como carbones encendidos dentro de su pecho, y el dedo meñique de su mano izquierda se movió.

Malus apenas si se atrevió a respirar. No lograba convencerse de que había esperanza, pero incluso en las profundidades de la privación y la desesperación siempre había lugar para el odio. «Con el odio todo es posible», pensó. Sus ensangrentados labios se tensaron para dibujar una sonrisa temblorosa.

Recuerdos a medio formar perseguían al noble mientras corrían a través de matorrales y helechos. Los ecos de los hombres bestia que lo perseguían le trajeron a la mente una huida desesperada a través de esos mismos bosques, hacía exactamente un año. De vez en cuando pasaban junto a un soto o una depresión boscosa que le parecían familiares, aunque una parte de él sabía que era sólo un engaño de su mente.

Ahora los gritos de los hombres bestia sonaban cerca, tal vez a unos ochocientos metros ladera arriba, donde la manada quedaba oculta en las profundidades del bosque. El suelo se aplanó repentinamente, sin previo aviso, y Malus se encontró en un camino de pálidas piedras cubiertas de nieve, a las que no había afectado el paso de los milenios. Era un camino construido para los pies de los conquistadores, con piedras talladas en forma de cráneo, y otras erectas colocadas a intervalos a lo largo del recorrido para alabar a los Poderes Malignos y exaltar las proezas de los paladines del Caos que gobernaban allí. Un año antes, las blasfemas runas de las piedras erectas no tenían ningún significado para Malus; ahora las miraba a través de unos ojos contaminados por el demonio, y los nombres que estaban tallados en los menhires se le grabaron a fuego en el cerebro. Malus sentía que su cordura se desmoronaba a cada momento que pasaba, mientras se aproximaba al templo; desesperado, recurrió a su odio y lo alimentó con toda la amargura y la rabia que el año de servidumbre había generado en su interior. El noble se concentró en la empuñadura de la espada, y les rezó a todos los dioses malditos que fue capaz de mencionar para que le concedieran la fuerza necesaria para sacar la impía arma de la vaina.

El aire zumbaba y crepitaba con energías invisibles a medida que el demonio del interior de Malus se acercaba al templo. Sobre la torturada piel del noble restallaba energía sobrenatural, y los árboles de negras ramas que flanqueaban el camino eran agitados por un viento invisible. El paso de
Rencor
se aceleraba constantemente, como si el nauglir estuviera siendo arrastrado como el hierro hacia una piedra imán. Un extraño zumbido comenzó a aumentar de volumen en la parte posterior del cráneo de Malus.

Para cuando giraron en el último meandro del serpenteante camino,
Rencor
iba casi al galope. El golpeteo de sus patas resonaba contra los árboles que crecían apretadamente, y durante un vertiginoso momento Malus se sintió como si lo hubieran hecho retroceder en el tiempo y galopara con un destacamento de guardias con armaduras detrás. Pensó en Dalvar, el canalla diestro con la daga, y en Vanhir, el altivo caballero lleno de odio.

Pensó en Lhunara, cabalgando en silencio a su lado, con aquella feroz sonrisa que destellaba en la oscuridad. El noble apartó los recuerdos y se tragó la amarga bilis.

Y entonces, el aire tembló con el grito de un centenar de voces furiosas. Los hombres bestia alzaron las armas y desafiaron al jinete solitario que corría por el camino hacia ellos. La manada había adivinado hacia dónde se dirigía, y le habían salido al paso a poca distancia de la meta, exactamente como lo habían hecho hacía doce meses.

Pero esa vez no lo acompañaba ningún guardia armado que pudiera abrir camino ante él. Los hombres bestia conformaban una muchedumbre que aullaba y rugía, y ocupaban todo el ancho del camino flanqueado de árboles que tenía delante. Hachas, garrotes y mandobles herrumbrosos eran agitados a la luz de chisporroteantes antorchas.
Rencor
tropezó al detenerse, siseando y bramando de agitación mientras la manada corría hacia ellos.

Malus percibió que se le presentaba la oportunidad. El demonio tendría que dejarle desenvainar la Espada de Disformidad si no quería que los vencieran. Con toda su voluntad alimentada por el odio, intentó que la mano bajara hasta la espada.

Pero cuando estaban a pocos metros del gélido, los hombres bestia cayeron de rodillas y apoyaron la cornuda cabeza sobre las piedras con forma de cráneo.

—¡La profecía se ha cumplido! —gritó un chamán, cuyo único ojo, rojo, brillaba en medio de su estrecho cráneo—. ¡El Bebedor de Mundos ha llegado! ¡Inclinaos ante el bendito Príncipe de Slaanesh, y que la endecha de la Noche Eterna sea entonada!

El demonio volvió a controlar la acosada mente del nauglir, y la bestia de guerra se lanzó al trote por el sendero que se abrió en el centro de la postrada multitud. Malus tembló de furia e impotencia cuando pasaron a través de la manada sin que los retaran, y recorrieron el corto trecho hasta donde los árboles se espaciaban. Más allá se alzaba una estructura ancha y baja, escalonada, construida con piedra completamente negra, sin ventanas y desprovista de toda ornamentación, tan fría y sin alma como el mismísimo Abismo. En torno al templo había una muralla hecha con la misma piedra, y una entrada en forma de arco. Un año antes se había librado allí una batalla desesperada; esqueletos de hombres bestia y deformes bestias del Caos sembraban aún el suelo, donde habían caído ante las ballestas y espadas de los druchii. Crujieron bajo los pesados pasos de
Rencor
cuando el gélido atravesó la entrada y se detuvo en el patio que había al otro lado.

Allí había más huesos que hablaban de otra carnicería: enormes cráneos y pilas de huesos oscuros que en otros tiempos habían sido nauglirs, y esqueletos de druchii dentro de armaduras herrumbrosas. Yacían en la nieve blanca, en el sitio en que él los había asesinado hacía casi doce meses.

Había matado a sus propios guardias por vergüenza, incapaz de soportar que vieran que el demonio lo había esclavizado. Ahora se encontró ante sus negras miradas vacías y deseó poder moler sus grises huesos hasta convertirlos en polvo.

El cuerpo de Malus se puso bruscamente en movimiento y bajó de la silla de montar. Con el rostro contorsionado por un rictus de rabia y frustración, el noble sólo podía observar con impotencia cómo sus manos soltaban la Espada de Disformidad de la silla y luego recogían la vapuleada alforja que contenía el resto de las reliquias del demonio. Al retirarla,
Rencor
se desplomó de costado, como si al fin lo aliviaran de un peso terrible. Sus flancos se estremecían, subían y bajaban agitadamente, y su respiración era un jadeo entrecortado.

—Ha llegado el momento —dijo el demonio, cuya voz cruel reverberó dentro del cráneo de Malus—. ¡Deprisa, ahora! Lleva las reliquias a la sala del cristal, y dentro de poco tu maldición habrá acabado.

Lleno de terror, Malus le volvió la espalda al nauglir agonizante y marchó como un condenado hacia la sombra del templo del demonio.

2. La espada de doble filo

La ciudad de Har Ganeth, ocho semanas antes

Sobre la Ciudad de los Verdugos flotaba un palio de humo que enguirnaldaba las anchas colinas con serpentinas grises, y que olían a ceniza y grasa de carne asada. En lo alto de los campanarios afilados como cuchillos de la fortaleza del templo doblaban las campanas de sacrificio para llamar a los fieles a desnudar sus armas y dar gracias por la liberación de Har Ganeth. Alaridos de tortura y el aullido de las turbas hambrientas ascendían como un himno de alabanza hacia el nublado cielo de verano.

La lucha había sido violenta durante más de una semana, y los barrios bajos de Har Ganeth eran los que más habían sufrido. Dos días después de haberse acabado los tumultos, las estrechas calles que conformaban un laberinto aún estaban atestadas de cadáveres y de carbonizados restos de edificios consumidos por las llamas. Salpicaduras recientes de rojo vivo pintaban las murallas enmohecidas de la Ciudad Blanca, y las umbrías avenidas estaban inundadas por el hedor a osario de los campos de batalla. Los tenderos y comerciantes caminaban con sumo cuidado entre las pilas de escombros, en busca de objetos útiles. Grupos de niños pequeños correteaban por las calles empedradas, blandiendo diminutos cuchillos manchados de sangre y cordones trenzados con cuero sin curtir, en los que enhebraban dedos cortados decorados con anillos de plata
y
de oro. Hachas
y
cuchillos de carnicero destellaban
y
cortaban con un golpe sordo los cuellos de los muertos para separar las vértebras con un chasquido húmedo, y los druchii recogían las cabezas cortadas para apilarlas en la parte exterior de las puertas, manchadas de sangre. Apenas unos días antes, muchos de esos mismos elfos oscuros habían cogido antorchas y armas y se habían alzado contra los sacerdotes del templo de Khaine, convencidos de que el Apocalipsis estaba cerca. Pero el pretendido Portador de la Espada de Khaine había resultado ser un impostor, y los líderes del levantamiento habían huido o habían sido asesinados, así que las gentes de la ciudad habían agachado la cabeza y habían apilado cráneos en el exterior de sus tiendas y hogares, rezando para que la vengativa sombra de los ejecutores del templo pasara de largo. Cada vez que oían pasos firmes, encogían los hombros y bajaban la vista hacia el ensangrentado empedrado, temerosos de atraer la atención de los ejecutores del templo o, peor aún, la hambrienta mirada de las Novias de Khaine, sedientas de sangre.

BOOK: El señor de la destrucción
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