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Authors: Mike Lee Dan Abnett

El señor de la destrucción (30 page)

BOOK: El señor de la destrucción
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Al principio había cerca de un centenar de mercenarios, pero después de haber rechazado no menos de siete ataques, su número había descendido a sesenta y cinco. Casi la mitad de ese número estaban heridos en mayor o menor grado; supuestamente había puestos de asistencia y enfermeros que patrullaban las murallas y retiraban a los heridos, pero no habían visto nada parecido desde que se habían hecho cargo de aquel lienzo de muralla. También hacía mucho que se habían quedado sin saetas para las ballestas. Malus había intentado hacer valer su autoridad para conseguir municiones en el reducto más cercano, pero el capitán al mando se había negado de plano a dárselas, afirmando que sólo el señor Myrchas podía autorizar esa transferencia. El noble no había insistido más. Cuanto menos tuviera que tratar con aquel nido de serpientes de la ciudadela, mejor.

Lo que sí hizo, una vez que quedó claro que nadie iba a llevarles nada para comer, fue enviar a algunos de sus más talentosos saqueadores al interior de la ciudad en busca de comida y bebida. En esto los mercenarios tuvieron un éxito singular y regresaron a la muralla con aves asadas, huevos duros, pan recién hecho, queso y varias botellas de vino decente. Malus no hizo preguntas, y los saqueadores se mostraron contentos al no tener que dar respuesta alguna.

Ya habían pasado tres horas de la mañana y Malus bebía sorbos de una de esas botellas cuando la puerta de hierro del reducto más lejano se abrió, y una figura tiesa como un poste y recubierta por una brillante armadura salió a la luz del sol. Nuarc avanzó lenta pero decididamente a lo largo de la muralla, mientras, con una expresión que estaba a medio camino entre la indignación y la perplejidad, observaba a los mercenarios que roncaban. Los pocos que aún estaban despiertos respondieron con la inexpresiva mirada fija de los lobos.

Cuando el señor de la guerra llegó hasta Malus, que estaba reclinado, su expresión conmocionada no hizo más que intensificarse.

—¡Por la Madre Oscura! —exclamó—. Ya empezábamos a pensar que te habían matado. Hace días que nadie te ha visto por tus aposentos. —Nuarc inclinó la cabeza en dirección a los mercenarios—. En el nombre del Bendito Asesino, ¿qué estás haciendo con esta escoria? —preguntó. Luego se puso mortalmente serio y se inclinó más hacia el noble—. No estarán reteniéndote para hacerte pagar un rescate, ¿verdad?

La idea provocó en Malus la primera carcajada real que se le escapaba en mucho tiempo.

—No, mi señor. Saben muy bien que no vale la pena tomarse esa molestia conmigo. —Ladeó la cabeza al mirar a Nuarc—. ¿Has salido a dar un paseo al sol, mi señor?

Nuarc miró con el ceño fruncido al sonriente noble.

—He salido a ver qué se trae entre manos el enemigo, cómo van las cosas a lo largo de la muralla —replicó con voz severa—. Y a decir verdad, para alejarme de esos necios llorones de la ciudadela.

Malus le tendió la botella rapiñada.

—¿Puedo ofrecerte un trago de vino, mi señor?

Para gran sorpresa del noble, Nuarc aceptó la oferta y bebió un largo trago antes de devolverle la botella. El gesto hizo que Malus se pusiera serio de inmediato.

—¿Hasta qué punto es mala nuestra situación, mi señor?

Por reflejo, Nuarc miró a los mercenarios, que se encontraban a cierta distancia, para asegurarse de que estaban fuera del alcance auditivo.

—Las cosas podrían estar mejor —admitió—. Hace ya tres días que retenemos las murallas, pero los regimientos han sido muy castigados. Hemos relevado a los que han llevado la peor parte, pero nuestras reservas son cada vez más escasas.

—¿Relevado? —exclamó Malus—. ¡Hemos estado aquí arriba durante dos días! No nos han traído ni comida ni municiones, y nadie ha enviado enfermeros a buscar a nuestros heridos.

—Eso es porque nadie sabía que estabais aquí —le aseguró Nuarc, ceñudo—. Ninguna de las compañías de mercenarios consta en las listas de reclutamiento, y nadie de la ciudadela es capaz de pensar más allá de su propio maldito programa.

Ese pensamiento conmocionó a Malus.

—¿Quieres decirme que no hay nadie al mando?

Nuarc negó con la cabeza.

—Ninguno de los drachau piensa en otra cosa que su propio honor y prestigio. Intrigan constantemente los unos contra los otros, y nadie quiere cooperar en la defensa de la ciudad. Han delimitado qué sección de la muralla pertenece a quién, y no dedican un solo pensamiento a los demás.

—Pero... pero eso es absurdo —gritó Malus—. ¿Qué dice el Rey Brujo sobre eso?

Nuarc se encogió de hombros.

—Espera y observa a ver qué señor se impondrá. Es su manera de hacer las cosas. Pero Myrchas es demasiado tímido, Isilvar es demasiado inexperto, Balneth Calamidad es demasiado débil y Dachrar de Ciar Karond está demasiado borracho. Casi el único consenso que han alcanzado Myrchas, Isilvar y Calamidad es que hay que darte muerte a la primera oportunidad que se presente. Afortunadamente para ti, no logran decidir cómo se te debe ejecutar.

Malus sacudió la cabeza para expresar estupefacción.

—¿Qué hay de nuestros refuerzos, entonces?

Nuarc inspiró profundamente.

—Cualquier fuerza que proceda de Karond Kar tardará mucho en hacer el viaje, aunque requisen todos los barcos disponibles y naveguen con ellos hasta la orilla occidental del Mar Maligno —dijo—. No se las espera hasta dentro de una semana o más. Los soldados de Har Caneth, por otro lado, ya deberían haber llegado. Nadie sabe qué puede haber causado su retraso.

Malus podría haber aventurado una conjetura, pero creyó más prudente no decirlo. Bebió un largo trago de la botella, y dio vueltas al líquido dentro de la boca.

—Lamento haberle costado al ejército otros diez mil soldados —dijo, con amargura.

—Necedades —le espetó el viejo señor de la guerra—. Yo podría haber hecho lo mismo. Era un buen plan, pero diste demasiadas cosas por supuestas.

El noble consideró eso, y luego asintió con la cabeza.

—De acuerdo. ¿Qué crees que deberíamos hacer ahora?

—¿Yo? —replicó Nuarc, un poco sorprendido por la pregunta. Desvió la mirada hacia el campamento enemigo por un momento, antes de responder—. Yo retiraría al ejército tras la muralla interior.

Malus parpadeó.

—Pero entonces quedaríamos atrapados.

—Ya estamos atrapados, muchacho —le contestó Nuarc—. La muralla interior es más alta, y hay menos extensión que tengamos que defender. Podríamos mover las unidades con mayor frecuencia, y continuaríamos haciéndole pagar un elevado precio al enemigo cada vez que nos pusiera a prueba. Estamos muy bien aprovisionados, así que Nagaira no puede vencernos por el hambre, y en última instancia, el tiempo no está de su parte. Los guerreros que tenemos en el mar ya comienzan a regresar, y dentro de un mes ella se enfrentará con un poderoso ejército de nobles que marchará desde el sur. —Nuarc se encogió de hombros—. Pero nadie me ha preguntado qué pienso sobre el asunto.

El noble bebió otro sorbo y alzó el rostro hacia el cielo.

—Bueno, al menos brilla el sol.

—Lo sé. Eso es lo que más me preocupa —dijo Nuarc.

—¿Y cómo es eso, mi señor? —preguntó Malus.

—Porque hasta ahora tu hermana ha dedicado grandes esfuerzos a mantener la ciudad a oscuras. Según Morathi, el coste de un esfuerzo semejante es considerable, especialmente ante la oposición que presentan ella y el convento de la ciudad.

—¿Morathi ha estado luchando contra Nagaira? No me había dado cuenta.

—¿Imaginabas que todos esos rayos eran obra de tu hermana? —preguntó Nuarc—. No tiene mucho sentido cuando uno está dedicando toda esa energía a mantener las cosas a oscuras, ¿no te parece?

—No, supongo que no lo tiene —replicó Malus, malhumorado.

—Pues ya lo sabes. Tu hermana ha estado oponiendo su fuerza contra Morathi y las brujas durante tres días..., y ahora esto. —Nuarc alzó ligeramente la cabeza, casi como si olfateara el aire—. Algo se cuece, muchacho. Está cambiando de táctica.

Fue entonces cuando oyeron el sonido. Malus no tenía palabras para describirlo; era un lamento horrible, un ruido desgarrador que pareció reverberar en el aire sin formar parte de él. De una cosa estaba seguro Malus: procedía de la zona en que estaba la tienda de Nagaira.

Tz'arkan reaccionó de inmediato, y sus energías demoníacas ondularon bajo la piel de Malus.

—Los dones de tu hermana son realmente potentes. Ha abierto una gran puerta entre los mundos.

—¿Entre los mundos? —murmuró Malus, y entonces lo entendió—. Caos —dijo a Nuarc—. Nagaira está reuniendo las tormentas del Caos. ¡Está invocando monstruos para lanzarlos contra las murallas!

En el mismo momento, los cuernos de alarma sonaron en los reductos. Los mercenarios despertaron de inmediato y se pusieron de pie con cansancio.

—Necesitamos saetas para las ballestas —dijo el noble—. ¡Deprisa!

El viejo señor de la guerra asintió con la cabeza.

—Me ocuparé de ello —dijo, y se encaminó apresuradamente hacia el reducto más próximo. Malus desenvainó la espada.

—¡Manteneos firmes, lobos! —gritó a los mercenarios—. ¡Esos bastardos van a probar su suerte otra vez!

Hauclir llegó caminando a grandes zancadas a lo largo de la línea de soldados, gritándoles órdenes a sus hombres.

—¿Y ahora qué pasa? —preguntó con la espada y el garrote a punto.

El noble le dedicó una mirada nada prometedora.

—¿Recuerdas el islote de Morhaut?

—¡Ay, condenación! —dijo Hauclir, cuyo rostro palideció.

En el extremo más alejado de la línea se abrió la puerta del reducto, y un par de soldados fueron prácticamente empujados al exterior por Nuarc, cada uno cargado con un barril lleno de saetas de ballesta.

—¡Cargad las ballestas! ¡Deprisa! —chilló Malus—. No tenemos mucho tiempo.

Y, en efecto, tenía razón. Acababa de decir esto cuando oyó las pesadas detonaciones de los lanzadores de virotes de uno de los reductos, y algo que no pertenecía al mundo mortal gritó y farfulló justo fuera de la vista, algo que se encontraba al otro lado del inclinado flanco del reducto. Todos los que estaban en el parapeto se volvieron en dirección al sonido, con la cara convertida en una máscara de espanto.

17. Ataque y contrataque

El ser deslizante que apareció repentinamente a la vista desde el otro lado del reducto era un monstruoso nudo de ondulantes músculos y huesos deformes, grande como un nauglir. Bocas que eran poco más que tubos musculosos ribeteados de dientes como dagas se retorcían como serpientes por encima de la carnosa masa, y grandes brazos como guadañas lanzaban tajos y estocadas al aire, estirándose como locos en busca de presas. La abominación había sido atravesada por el proyectil de uno de los lanzadores de virotes del reducto, y su cuerpo estaba envuelto en mágicas llamas verdes. Avanzó espasmódicamente unos pocos pasos más hacia la muralla, chillando con agónico lamento lunático, y luego se colapso en una llameante masa marchita.

Sin embargo, la aclamación de alivio de los mercenarios duró poco, cuando quedó claro que la criatura del otro mundo no estaba ni remotamente sola.

Una enorme manada de criaturas más pequeñas llegó corriendo desde el otro lado del reducto, saltando, deslizándose, brincando y corriendo con monstruosa gracilidad de depredador. Pasaron junto al monstruo del Caos en llamas y cargaron directamente hacia la muralla de la fortaleza, echando atrás la calva cabeza y chillando vorazmente hacia los defensores de lo alto. Detrás, llegaban otras tres de las monstruosidades más grandes y fuertes, bramando coléricamente mientras arrastraban su masa por el suelo ceniciento.

Los endurecidos mercenarios gritaron como niños asustados cuando la hirviente manada de bestias del Caos llegó a la muralla, y todas comenzaron a trepar por ella como arañas.

—¡Manteneos firmes, perros! —rugió Malus—. ¡Ballestas! ¡No os quedéis allí, mirando! ¡Abrid fuego!

Galvanizado por el acerado tono de la voz de Malus, el puñado de ballesteros avanzó hasta las almenas, se inclinó por encima del borde y disparó contra los monstruos que subían corriendo por la muralla de la fortaleza. Dos de las saetas que dieron en el blanco hicieron que dos de los demonios se soltaran y se precipitaran entre chillidos hacia el suelo, donde impactaron con fuerza y se quedaron enroscados como insectos muertos. Tranquilizados por el conocimiento de que podía matarse a los monstruos como a cualquier otro ser vivo, los mercenarios recuperaron un poco de la perdida valentía y prepararon las armas mientras las bestias se aproximaban.

Volvió a oírse la fuerte detonación de los pesados lanzadores de virotes del reducto, y proyectiles gemelos de fuego verde se precipitaron hacia los monstruos más grandes, que aún caminaban en dirección a la muralla. Uno de los proyectiles de fuego de dragón erró el objetivo y formó un charco en el suelo que ardió, pero el otro dio en el blanco. El monstruo en llamas continuó avanzando pesadamente mientras moría, y sus lamentos se sumaron al ensordecedor estruendo que asaltaba los sentidos de los defensores.

Se oyeron más cuernos de guerra, y por el cuadrante norte de la fortaleza sonaron gritos de batalla. Maldiciendo para sí, Malus corrió al borde interior del parapeto y se inclinó tanto como se atrevió a hacerlo para mirar hacia el lienzo de muralla del otro lado del reducto de la derecha. La sección siguiente era el escenario de una batalla desesperada, donde los lanceros forcejeaban con una furiosa manada de bestias del Caos. Más allá de estos lanceros estaba el cuerpo de guardia norte. Malus no tenía duda ninguna de que sería allí donde acudirían los monstruos. Si caía el cuerpo de guardia, se perdería toda la muralla exterior.

Chillando y rugiendo, las primeras bestias del Caos pasaron por encima de las almenas y se lanzaron contra los mercenarios que aguardaban. Un druchii cayó con el torso envuelto por un monstruo de múltiples patas al que había atravesado limpiamente por la mitad con su espada. Otra criatura se detuvo sobre las almenas y atacó a dos de los mercenarios con tentáculos como látigos ribeteados de diminutas bocas con colmillos. Malus vio que Hauclir bloqueaba la carga frontal de una bestia con su pesado garrote, y luego la abría en canal con la corta espada. Diez Pulgares apuntó con la ballesta para disparar a quemarropa contra otra, que fue atravesada limpiamente por la saeta. Otro mercenario chilló de dolor cuando un monstruo le clavó en los ojos las patas delanteras con forma de cuchilla.

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