Pasaban unos veinte minutos de las doce cuando Viktor aparcó el coche. María no dudó ni un instante que era él. Llevaba la etiqueta de «crimen organizado, baja estofa» escrita en la cara, en la ropa, en el coche. A veces daba la sensación de que Vasyl Vitrenko y sus lugartenientes eran espectros sin forma. No fue hasta el final de una larguísima y detallada investigación que Label y María se encontraron cara a cara con Vitrenko, y sólo durante unos minutos letales. Era a través de gente como Viktor como la organización de Vitrenko adquiría forma y visibilidad. Una visibilidad llamativa, por lo que respectaba a Viktor. Era un hombre grande, de más de dos metros de altura, llevaba un abrigo largo de piel negra que apenas lograba contener su enorme espalda y el pelo teñido de un rubio brillante. El vehículo americano de los años sesenta que dejó aparcado en doble fila frente al bloque de apartamentos era como un enorme trasatlántico. María tomó varias fotos y unas cuantas notas. Supuso que Viktor no estaría mucho rato en el edificio, de modo que puso la llave en el contacto y se preparó. Al final resultó que Viktor tardó casi media hora en salir. Un furgón de reparto pasó por la calle y, al no poder circular porque el Chrysler de Víctor obstaculizaba el paso, el conductor tocó varias veces el claxon con impaciencia.
Cuando Viktor apareció finalmente, con un paquete envuelto en plástico negro, el conductor se asomó por la ventanilla y amonestó al ucraniano a gritos. Viktor le ignoró olímpicamente, dio la vuelta al coche y abrió el espacioso maletero del Chrysler para meter el paquete dentro. Luego, con la misma parsimonia, se acercó al furgón de reparto, abrió la puerta del conductor, sacó al tipo de su cabina y le dio un cabezazo tan fuerte que la nuca del hombre rebotó contra el lateral del furgón y se cayó inconsciente al suelo. Viktor sacó tranquilamente un pañuelo del bolsillo y se limpió la sangre que le había salpicado la cara, volvió a su coche y se alejó en dirección a donde la estrecha calle residencial desembocaba en la vía principal, el Weichselring, que rodeaba Chorweiler como un lazo constrictor.
—Ése es mi chico —musitó María para sus adentros—. Confirmado que eres Viktor.
Arrancó el coche y entonces se dio cuenta de que tenía el mismo problema que el conductor del furgón: su vehículo le impedía seguir al coche de Viktor. Miró al conductor tumbado y arrebujado en el suelo. En una situación idéntica en Hamburgo habría renunciado a la persecución y se habría asegurado de que el hombre se encontraba bien, pero esto no era Hamburgo. Puso la marcha atrás y cortó por una calle lateral. Al llegar había subido por Mercatorstrasse, la principal ruta de acceso a Chorweiler, y supuso que Viktor estaría pasando por Weichselring en su dirección.
Hizo dos giros a la derecha y calculó que saldría al Weichselring, pero no. Soltó un par de tacos y miró nerviosamente a su alrededor en busca de alguna referencia que le indicara la dirección que debía tomar. Pisó a fondo el acelerador y condujo a toda velocidad hacia donde la calle viraba a la izquierda. Tomó el siguiente desvío a la derecha y vio el tráfico de Mercatorstrasse. Se había pasado el Weichselring totalmente. Llegó al final de la calle y tuvo que detenerse en un semáforo en rojo. Miró hacia las dos direcciones de la Mercatorstrasse pero no vio ni rastro del llamativo Chrysler de Viktor. Cambió a verde y María seguía sin decidir qué dirección tomar, así que se quedó parada. Se le acercó un coche por detrás y el conductor tocó el claxon. Miró por el retrovisor, a punto de soltar un taco, cuando vio un coche americano de tamaño colosal con un conductor ucraniano dentro de tamaño también colosal. Levantó la mano a modo de disculpa y se metió en Mercatorstrasse, girando a la izquierda con la esperanza de que Viktor hiciera lo mismo. Lo hizo. No tenía ni idea de cómo se las había arreglado para ganarle la carrera hasta el cruce, pero ahora el objetivo que pretendía perseguir la estaba persiguiendo a ella. Se le secó la boca al pensar que tal vez no fuera casual, sino intencionado. ¿Podía haber advertido su presencia frente al bloque de apartamentos? A María no le daba la impresión de que Viktor fuese uno de los matones más entrenados de Vitrenko; «es más chulo que soldado», pensó. Pero también era cierto que la mayoría de gánsteres ucranianos y rusos tenían un pasado en la Spetsnatz, y la manera en que Viktor había tratado al conductor del furgón había sido experta pero poco sutil. Se detuvo en el siguiente semáforo, mirando por el retrovisor para comprobar si Viktor indicaba un giro. No tenía el intermitente, de modo que siguió recto. Él la seguía. Más adelante había un par de sitios disponibles para aparcar. María puso el intermitente y se metió en uno.
Viktor la adelantó sin mirar hacia ella y María dejó pasar un par de coches antes de retomar su persecución. Suspiró aliviada. Estaba comprobando que el anonimato que le daba su coche la protegía de ser detectada, y fijó su atención en los ridículos alerones del Chrysler de los años sesenta de Viktor, tres coches por delante del de ella.
Avanzaron cruzando la ciudad en dirección sur durante unos quince minutos más sin volver a la autopista A57 que la había llevado hasta Chorweiler. Viktor hizo dos paradas para recoger paquetes, ambas en zonas deprimidas. Después de la segunda, María se empezó a agobiar cuando se encontró inmediatamente detrás de Viktor, puesto que los dos coches intermedios habían girado en distintos cruces. Se distanció todo lo que pudo, pero siempre que se detenían en semáforos se encontraba pegada detrás del Chrysler. Si el tipo miraba por el retrovisor podría verle la cara con claridad. Se bajó un poco más la gorra, hasta las cejas. María ya no tenía idea de dónde estaba, pero intentó anotar mentalmente los cruces de carretera por los que había pasado. Seguían dentro de los confines de la ciudad, pero la arquitectura había cambiado de residencial a industrial y empezó a preocuparle el hecho de que había muchos menos coches en la carretera, lo cual hacía su persecución mucho más evidente. Al cabo de un rato pasaron por debajo de la autopista y se metieron en otra zona residencial, anunciada por una señal amarilla de
Stadtteil
como Ossendorf.
Anotó el nombre de la vía por la cual pasaban, Kanalstrasse, y siguió a Viktor cuando se metió en una calle de bloques de apartamentos de cuatro plantas. Ahora el suyo y el de Viktor eran los únicos coches que pasaban por allí. María decidió alejarse en vez de arriesgarse a que Víkctor la identificara como persecutora. Giró por la siguiente calle a la izquierda, dio la vuelta sobre sí misma para quedarse de cara a la carretera que acababa de dejar y aparcó en el bordillo.
Masculló unos cuantos tacos. Sacó el plano de Colonia de la guantera y buscó Ossendorf. Su instinto no le había fallado. Era una zona residencial y no un atajo a cualquier otro lugar. O Viktor vivía aquí, o estaba haciendo otra recogida. Esperaría inedia hora. Si era otra recogida, probablemente saldría de allí antes de haber pasado ese tiempo, y lo más probable era que lo hiciera por el mismo camino por el que había llegado. Y si no era ninguna de las dos posibilidades, vigilaría el apartamento de Slavko cada día y volvería a seguirle el rastro.
Tenía hambre. No había comido nada desde su escueto desayuno de café y tostada.
Además, con el motor apagado no podía encender la calefacción. Sentía el frío por todo su cuerpo tan poco carnoso, esa vieja sensación. El frío la aterrorizaba. Miró el reloj: las 15.15. El cielo ya empezaba a oscurecer con algo más que nubes. Si se hacía más oscuro tendría serios problemas para localizar el coche de Viktor. Recordó su sorpresa al ver que lo tenía detrás en el semáforo. ¿Y si no había sido casual? ¿Y si la había estado controlando desde el principio? Temores irracionales de todo tipo empezaban a carcomerla por dentro. De pronto tuvo una idea y se dio la vuelta para asegurarse de que el coche de Viktor no estaba detenido detrás de ella como una gran amenaza a la americana. No estaba. Se volvió de nuevo hacia delante. «Tranquilízate —se dijo—. Por Dios, controla la situación».
Fue entonces cuando vio el atípicamente largo perfil del Chrysler de Viktor deslizándose al fondo de la calle. Había acertado: era una recogida y volvía sobre sus pasos. Encendió los faros del coche, puso el motor en marcha y se dispuso a seguirlo.
Trece, catorce, quince…
Andrea contaba en silencio y se concentraba en su respiración, con cada inhalación susurrada a través de los labios apretados.
Dieciséis, diecisiete…
Había añadido dos kilos al banco de ejercicios. Si hacía veinte repeticiones, tres series, eso significaría que al acabar su rutina habría levantado ciento veinte kilos más.
Dieciocho, diecinueve…
Sentía los músculos de la mandíbula contraerse a cada abdominal. Con este tipo de ejercicios no había necesidad de hacerse un
lifting
facial, por efecto de la llamada «tensión irradiada». La idea principal era, con cada ejercicio, aislar una parte concreta del cuerpo, un grupo de músculos, para optimizar el beneficio en esa zona, pero el músculo y el tendón del cuello y la mandíbula siempre se tensaban por el esfuerzo. El primer síntoma de que alguien ha empezado a hacer ejercicio con pesas no está en su cuerpo, sino en su cara.
Veinte.
Volvió a colocar el banco de pesas lentamente en su posición de descanso. Era lo mejor de la maquinaria multigimnasia: no necesitas a un observador que te marque las rutinas. No obstante, Andrea sabía que cuando se trataba de ganar volumen y definición, lo mejor eran las pesas libres: el sistema utilizado desde los griegos y romanos. Pero usar este equipo tan avanzado la liberaba de la necesidad de un monitor.
Tomó un buen trago de agua y roció el asiento y el respaldo del banco con aerosol antibacteriano, para luego limpiarlo todo bien. Era un protocolo del gimnasio. Le gustaba venir a esa hora de la noche, estaba siempre tranquilo; poca gente, nada de ruido, nada de conversaciones. Hasta la habitual música de baile ambiental estaba apagada.
Andrea se cambió a la máquina de estiramientos de piernas. Hizo una serie para alargar y alinear los tendones de las extremidades antes de ajustar el asiento y la barra acolchada para apoyar las espinillas.
Ajustó la aguja desde donde la había dejado el anterior usuario y le añadió diez kilos.
Uno, dos, tres…
Sintió el fuerte cosquilleo que reconocía como una liberación de ácido láctico en el tejido muscular para lubricar y paliar la tensión. Resultaba agradable, sensual. Una oleada de placer le recorrió las extremidades y el pecho. Sabía que esas sensaciones provenían de su sistema endocrino, que liberaba endorfinas para combatir el dolor.
Cuatro, cinco, seis…
Tenía buenos muslos. Respondían a cada abducción como una cuerda tensa de musculatura bajo su piel bien bronceada. Sí, estaba orgullosa de sus muslos. Sus abductores eran probablemente su mejor característica, junto a la definición esculpida y pétrea de sus brazos. Eran los glúteos lo que todavía la decepcionaba: tanto los medios como los máximos. Pasaba horas trabajándolos, pero parecía incapaz de deshacerse de la capa de grasa blanda que recubría su musculatura.
Diez, once…
Le quedaban seis meses para la competición. Esta vez tenía buenas posibilidades, pero sus glúteos la traicionarían; tenía que trabajarlos más. Esa noche correría una hora más. Cualquier cosa para quemar los últimos rastros de la vieja Andrea. La blanda Andrea. Pensó en la pareja del café, en la chica y en cómo había permitido que su novio le hablara y la tratara. La rabia que sentía cada vez que lo pensaba le servía de motor para entrenar más duro. Otro levantamiento.
Doce, trece, catorce…
Andrea hizo una mueca de dolor por los levantamientos cuando un hombre entró en el gimnasio. Lo sorprendió cuando la miraba. Lo miró a los ojos y él se volvió para empezar su calentamiento en la cinta de correr. Andrea estaba acostumbrada a que la miraran. Algunos, como el hombre que acababa de entrar, lo hacían con una expresión mezcla de asombro y de repulsión. Y otros, por supuesto, como el pobre estúpido del café, con asco.
Quince, dieciséis…
Lo que más le gustaba a Andrea era aquel momento en el que algunos hombres la miraban y se quedaban totalmente confusos sobre sus propias reacciones. En aquellas caras leía una mezcla de asco y de lascivia reprimida. Y, por supuesto, también estaba la manera en que las mujeres la miraban. Andrea estaba orgullosa del cuerpo y de la cara que se había esculpido. Andrea
la Amazona
, Había intensificado el impacto de su presencia física tiñéndose la densa melena de rubio platino y llevaba siempre un maquillaje muy sofisticado: pintalabios rojo oscuro y una sombra de ojos oscura que destacaba el fuego de sus ojos azules.
Diecisiete, dieciocho…
Era una de aquellas cosas de las que a la gente no le gustaba hablar: que había hombres que encontraban bella una forma como la suya; erótica. Nielsen le había pagado buenas sumas para que posara desnuda. Y, por supuesto, estaban los hombres que asistían a las competiciones; tipos ansiosos de ojitos ansiosos.
Diecinueve, veinte.
El último levantamiento extensor le resultó difícil y, a pesar del tope en los muslos y de la masa acolchada para las espinillas que aislaban el esfuerzo al máximo, tenía todo el cuerpo tenso y estirado. Sentía el cuello y las mandíbulas como cables y cuerdas; los brazos, tensos contra las asas laterales, tirantes e hinchados al mismo tiempo. Volvió a ver al hombre mirándola. Esta vez no podía dejar de hacerlo. Ahí estaba la repulsión. Pero lo que también llevaba escrito en su expresión amenazada era que estaba mirando algo formidable.
Algo magnífico.
María siguió a Viktor durante dos recogidas más, apuntando cada vez las direcciones con la máxima precisión que pudo. Hacía un par de horas que había oscurecido y eso le proporcionaba cierta protección, pero seguía corriendo un riesgo: era posible que Viktor ya la hubiera sorprendido vigilándolo, en cuyo caso pronto se enteraría.
El Chrysler retrocedió hasta lo que María sabía ahora que era la zona urbana de Nippes. Atracó aquel trasatlántico americano que conducía y lo cerró. María aparcó un poco más abajo y salió del coche. Viktor anduvo unos cincuenta metros antes de meterse en un bloque de apartamentos. María le había visto hacerlo muchas veces durante la tarde y el anochecer, pero Viktor había acabado su trabajo y ahí era claramente donde vivía. Después de media hora soportando el frío, María estaba aliviada de que el gigante ucraniano no volviera a salir y miró los nombres en el portero automático. Había un nombre turco, dos alemanes, ningún ucraniano, y uno de los botones estaba en blanco. Era ése. Tercera planta. La calle en la que vivía Viktor estaba moderadamente animada. Había un bar enfrente, un pequeño supermercado con los rótulos y los precios indicados en cirílico y una tienda de accesorios eléctricos.