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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Divulgación científica

El Sol brilla luminoso (19 page)

BOOK: El Sol brilla luminoso
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Sin embargo, el cambio ocurría de una forma muy lenta. La mitad de todo el uranio en existencia sobre la Tierra (la mitad de cualquier porción del mismo con el que debamos tratar) se convertía en plomo al cabo de 4,5 mil millones de años. La mitad del que quedase, se convertiría en plomo tras otros 4,5 mil millones de años, etcétera. Para expresar esto, decimos que la vida media del uranio es de 4,5 mil millones de años.

En el caso del torio, la vida media es de 14 mil millones de años.

Por consiguiente, del uranio o del torio que debieron existir sobre la Tierra, cuando el planeta acababa de formarse, la mitad del uranio y las cuatro quintas partes del torio aún se hallan en existencia en la actualidad.

A través de las investigaciones referentes a la radiactividad, el físico nacido en Nueva Zelanda, Ernest Rutherford (1871-1937), fue capaz de demostrar, en 1906, que un átomo consistía en un pequeño y masivo núcleo en su centro, rodeado por uno o más electrones relativamente ligeros. El núcleo poseía una carga eléctrica positiva, y los electrones cargas eléctricas negativas. Las cargas se equilibraban, por lo que el átomo, como un todo, era eléctricamente neutro.

En 1913, el físico inglés Henry Gwyn-Jeffreys Moseley (1887-1915) demostró, a través de la radiación producida por el bombardeo de varios metales con rayos X, que cada elemento tenía una carga eléctrica positiva característica en su núcleo. Todos eran múltiplos enteros del de la carga en núcleo de hidrógeno. A esta característica se le denominó el «número atómico».

Se comprobó que el torio tenía un número atómico alto (90) y el uranio un número aún superior, que llegaba a 92. En realidad, el uranio tenía un número mayor que cualquier otro elemento que se encontrase de forma natural en la Tierra.

Esto parecía tener sentido. Las cargas eléctricas positivas se repelían las unas a las otras, y se amontonaban las suficientes en un solo núcleo que originaba que el núcleo se partiese, a causa de la mutua repulsión de las cargas. El torio y el uranio apenas podían mantener juntos sus núcleos y se descomponían con lentitud. Cualquier elemento con un número atómico mayor de 92 se descompondría aún con mayor rapidez. Si uno de ellos hubiese estado presente en el momento de formarse la Tierra, ya no existiría en la actualidad.

De hecho, ciertos elementos con números atómicos menores de 90 y 92 deberían tener la suficiente vida breve para existir. En la época en que se descubrió la radiactividad del uranio, el elemento de mayor número atómico conocido, aparte del uranio y el torio, era el bismuto, y, como llegado el momento se averiguaría, su número atómico era 83.

¿Podía ser que ningún elemento, con un número atómico mayor de 83 fuese estable, y que de aquellos por debajo de los elementos del bismuto, sólo el torio y el uranio estuviesen lo relativamente cerca de la estabilidad como para haber atravesado toda la historia de la vida de la Tierra?

La respuesta fue afirmativa.

Debió entonces pensarse que el uranio, a partir de 1896, se convertiría en el elemento de moda de la lista, compartiendo los focos un poco con el torio. A fin de cuentas, era radiactivo, y bajo trasmutación espontánea, el más complejo de todos los átomos y tenía registrado un elevado número atómico. ¿Qué más se podía pedir?

Y, sin embargo, el uranio, al cabo de muy poco tiempo de estar bajo la luz de las candilejas, se hundió en un olvido comparativo una vez más.

Sucedió de esta manera…

Dado que el uranio poseía semejante vida media, muy pocos átomos se rompían en cualquier momento particular, y la cantidad de radiactividad producida era muy baja. No obstante, cuando se comprobaron los minerales de uranio en relación con la radiactividad, se descubrió que la radiactividad detectada era mucho más elevada que la que podía contarse por el uranio que se hallaba presente.

Y lo que es más, si los compuestos de uranio se separaban de los minerales y se refinaban hasta un grado elevado de pureza, la radiactividad de esos compuestos de uranio se comprobaba que era baja, tan baja como en realidad podía ser.

Eso significaba que en los minerales de uranio se hallaban presentes sustancias que eran más radiactivas que el mismo uranio, incluso mucho más radiactivas. Pero, ¿cómo podía ser esto? Si dichas sustancias eran tan radiactivas, debieran descomponerse hacía ya mucho tiempo, y tendrían hoy que haber desaparecido por completo. ¿Qué hacían, pues, en los minerales?

Y aún más. Se averiguó que los compuestos de uranio puro, recientemente aislados de los minerales y apenas radiactivos en realidad, avanzaban con firmeza hacia la radiactividad a medida que transcurría el tiempo.

Lo que sucedía era que el uranio (de número atómico 92) no se estaba convirtiendo en plomo (número atómico 82) de una sola arremetida. En vez de ello, el uranio se convertía el plomo a través de una serie de pasos, por medio de una serie completa de elementos de unos pesos atómicos intermedios. Y eran esos elementos intermedios los que resultaban más radiactivos que el uranio y que
podrían
romperse y desvanecerse si no se formaban, continuamente, suplementos de refresco desde la ulterior ruptura del uranio.

Naturalmente, si un elemento se forma muy despacio y se descompone muy rápidamente, existe muy poco de su estado presente en cualquier tiempo. Bajo circunstancias ordinarias, existirá demasiado poco en su estado actual para ser detectable o aislable.

Las circunstancias no eran ordinarias. Los elementos intermedios emitían una radiación que hacía posible el detectar hasta cantidades infrapequeñas.

Curie y su marido, Pierre (1859-1906), se propusieron aislar alguno de esos elementos radiactivos intermedios. Sometieron la pechblenda a reacciones químicas que separasen los diferentes elementos presentes, y siguieron siempre la huella de la radiactividad remanente. Cuando la reacción conseguía producir una solución o un precipitado, en el que la radiación activa pareciese concentrarse, seguían trabajando con esa solución o con ese precipitado.

Paso a paso, elaboraron su material, hasta conseguir cantidades cada vez más y más pequeñas, de una materia que cada vez era más y más radiactiva. En julio de 1898, aislaron unos pellizcos de polvo que contenían un nuevo elemento, centenares de veces más radiactivo que el uranio. Le llamaron polonio, por la patria de nacimiento de Curie, y su número atómico es el 84.

Siguiendo con sus tareas, detectaron, en diciembre de 1898, una sustancia aún más radiactiva, con un número atómico que, llegado el momento, demostró que era de 88. Lo llamaron radio, a causa de la abrumadora fuerza de su radiactividad. Su vida media es de 1.622 años y es tres millones de veces más radiactivo que el uranio y 8,7 veces más radiactivo que el torio.

Los Curie tenían una cantidad tan pequeña de radio, para empezar, que sólo detectaron su presencia a través de las radiaciones. En teoría, esto era suficiente, pero deseaban conseguir una cantidad que pudiesen pesar y exhibir de una forma normal, para llegar a establecer la existencia de un nuevo elemento.

Para eso, debían comenzar con toneladas de desperdicios de escoria de las minas de St. Joachimstal. Los propietarios de la misma quedaron encantados de entregar a aquellos dos químicos locos todo lo que deseasen, puesto que los mencionados químicos pagaban los costes del transporte. Los Curie consiguieron ocho toneladas.

Hacia 1902, habían logrado producir una décima de gramo de radio, después de varios millares de pasos de purificación, hasta alcanzar más tarde un gramo completo.

El radio se llevó el número uno del espectáculo. Durante cuarenta años, cuando alguien mencionaba la radiactividad, se pensaba en el radio. Era la sustancia maravillosa por excelencia, y la gente o las instituciones que podían conseguir una pequeña cantidad en que experimentar, se sentían de lo más satisfechos consigo mismos.

En cuanto al uranio, una vez más volvió a desaparecer de la luz de las candilejas. Sólo era el pariente pobre interesante (si acaso) debido al valor de su famosa hija.

¿Y quién oye hablar hoy del radio? ¿Quién se preocupa por él? Carece completamente de interés y es el uranio el que constituye la maravilla del mundo.

El patito feo se ha convertido en un buitre. Lo explicaré en el capítulo siguiente.

XI. ¡NEUTRALIDAD!

El escritor de ciencia ficción Lester del Rey, igual que yo mismo, miembro de un pequeño grupo llamado «Las arañas de la trampa». Una vez al mes celebramos una cena, y la rutina acostumbrada es que he de encontrar un taxi cerca de mi casa, ordenar al taxista que me lleve a casa de Lester, recogerlo y luego dirigirnos a la cena.

Por lo general, Lester me aguarda delante de la puerta de su vivienda de apartamentos. Aquella vez, sin embargo, era un poco temprano y aún no había bajado.

Aquello no me preocupó. Me limité a pedir al portero:

—Señor, haga el favor de llamar a Lester del Rey y dígale que su taxi aguarda.

En esto, el taxista, que hasta entonces se había confinado a alguna ocasional salida de tono, se incorporó del todo excitado y gritó:

—¿Lester del Rey? ¿Conoce a Lester del Rey?

—Es amigo mío —respondí con tranquilo orgullo.

—Me quedo a verle todo el rato en algunos
shows
de últimas horas de la noche —me explicó el taxista sin poder disimular su veneración.

(Lester había sido un invitado frecuente en esas emisiones, puesto que existen pocas personas que parezcan reflejar semejante autoridad sobre tan vasto número de temas, y existen aún me nos que vacilen tan poco al hacerlo.)

—¡Vaya, aquí está! – exclamé.

Mientras Lester se aproximaba al taxi, el taxista me dijo malhumorado:

—Trasládese al otro lado del asiento; deseo poder hablar con Mr. Del Rey.

Me mudé. Lester ocupó su asiento. El conductor comenzó a lisonjearle y Lester lo aceptó todo con una visible expansión de su diámetro cefálico. Hablaron animadamente durante todo el viaje, y Lester ni siquiera se molestó en presentarme.

Ni tampoco yo me presenté a mí mismo. No se trataba de ningún ataque repentino de timidez o de modestia, ya lo comprenderán. Era, simplemente, que, al ver los programas de altas horas de la noche, y estaba casi seguro de que el taxista nunca había oído hablar de mí. Tampoco deseaba contribuir ulteriormente a la hinchazón craneal de Lester al demostrar este hecho.

Además, pensé, no es siempre el momento de la fama el que cuenta. Considerad al radio…

En el capítulo precedente, como recordarán, había llegado al punto en el que el radio se había convertido en una superestrella en medio de los elementos, con el uranio no olvidado del todo, pero sólo recordado como su gris progenitor. Naturalmente, estas condiciones no permanecieron siempre así.

El descubrimiento de la radiactividad y de los flujos de las partículas sub atómicas fue sustituido por el de los elementos radiactivos, y condujo a una comprensión de toda la estructura del átomo.

A través de la obra del neocelandés Ernest Rutherford (1871-1937), quedó claro, en 1931, que casi toda la masa del átomo se concentraba en un núcleo en el centro. El núcleo era sólo de un diámetro 1/100.000 del mismo átomo. Lo que constituía el más vasto cuerpo del átomo lo formaba una nube de electrones de baja masa.

La naturaleza del átomo podía verse alterada si el núcleo era alcanzado con la suficiente energía como para alterar
su
estructura. Esto no resultaba fácil, no obstante, en circunstancias ordinarias. A las temperaturas de cada día, los átomos poseían bastante energía, pero mucho menor de la requerida para irrumpir a través de las barreras electrónicas y permitir que un núcleo alcanzase a otro.

Sin embargo, los átomos radiactivos emitían partículas subatómicas no mayores que los electrones o los núcleos en tamaño, y que podían deslizarse a través de la barrera de electrones e ir a parar a las profundidades del átomo. Esto es especialmente cierto con relación a las «partículas alfa», que son tan masivas como los átomos de helio (incluso, como llegado el caso se evidenció, se trataba de núcleos desnudos de helio). Si la partícula alfa daba la casualidad que se apuntaba correctamente, llegaría a penetrar en un átomo y alcanzar su núcleo. Al hacerlo así, volvería a recomponer la estructura nuclear y cambiaría su identidad. Esto constituiría una «reacción nuclear».

La primera reacción nuclear deliberada, e inducida de esta manera, tuvo lugar en 1919. Fue llevaba a cabo por Rutherford, quien consiguió transformar átomos de nitrógeno en átomos de oxígeno.

Rutherford procedió a bombardear átomos de muy diferentes variedades con partículas alfa, a fin de inducir ulteriores reacciones nucleares y, en el proceso, aprender más cerca de la estructura nuclear y de las propiedades fundamentales de la materia.

No obstante, existía una trampa. Las partículas alfa estaban cargadas de electricidad positiva y lo mismo les pasaba a los núcleos atómicos. Cargas eléctricas similares se repelen mutuamente por lo que, mientras una partícula alfa se aproxima a un núcleo, la partícula era repelida, perdía velocidad y energía y se convertía en menos capaz de inducir una reacción nuclear.

Cuanta mayor masa poseía el núcleo atómico, mayor era su carga positiva y mayor aún su efecto repelente. Para núcleos con mayor masa que el potasio (con un núcleo que lleva una carga de +19), ninguna partícula alfa que se encuentre en la Naturaleza posee la suficiente energía para llegar a chocar contra su núcleo, y mucho menos volverlo a reagrupar.

Una alternativa la constituía emplear protones como proyectiles subatómicos. Pero, dado que los protones son núcleos de hidrógeno, no resultan sencillos de obtener. Poseen una carga eléctrica de +1, sólo la mitad de la partícula alfa, por lo que los protones son repelidos con menor intensidad y, a igualdad de todas las demás cosas, alcanzaban con mayor facilidad un núcleo.

No obstante, todas las cosas no eran iguales. Un protón posee sólo una cuarta parte de la masa de una partícula alfa y correspondientemente, puede perturbar menos al núcleo.

Pero entonces, y empezando en 1929, se desarrollaron mecanismos que aceleraban las partículas cargadas, particularmente, de protones, y les dotaban de mucha mayor energía de la que poseían de una forma natural en conexión con átomos radiactivos. El instrumento que tuvo mayor éxito al respecto fue el ciclotrón, inventado por el físico norteamericano Ernest Orlando Lawrence (1901-58), en 1931. A partir esto, el arte de llevar a cabo reacciones nucleares por bombardeo con partículas sub atómicas se aceleró al máximo.

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