El susurro de la caracola (12 page)

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Authors: Màxim Huerta

Tags: #Humor

BOOK: El susurro de la caracola
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—De eso quería hablarte. No sé si los recoges y te los llevas o los haces a domicilio… —me preguntó.

—Depende de si son cortinas, meter dobladillos, remiendos… Todas esas cosas. Yo puedo venir o llevármelas y devolverte todo bien planchado. Como tú me digas.

—Mi hija encantada con el jersey que le zurciste. Vamos, parece nuevo…

Había algo en mi voz que sonaba distinto, una calma que seguramente se debía a las últimas semanas que pasé relajada en casa viendo y recortando fotos.

Extrañar a alguien reblandece los callos del alma y más si es él. Me gustó oírme así.

—¿La plancha? —añadió curiosa.

—No sabes cómo plancho. Te dejo la ropa a estrenar.

Matilde sacó unas llaves del bolsillo como si me enseñara un talismán. Como si prolongara el silencio con ellas en la mano o si estuviera indecisa, me explicó que era la mujer que necesitaba. Me incorporé hacia el mostrador mientras Matilde salía de detrás hacia mí para hablarme con aire afectado.

—Si planchas bien, te voy a ofrecer un trabajo. Te lo dije. Un trabajo trabajo. Nada de ir rondando, que acabas matada.

—Planchar no sólo no me molesta, sino que me gusta. Es como volver a dejarlo todo nuevo. Y eso me relaja.

—Toma, estas son las llaves y esta es la dirección —dijo dándome un papelito junto al llavero—. Si no hay nadie, la ropa la encontrarás en la cocina, nada más entrar. Es un trabajo de asistenta, confío en ti. Sé que no me vas a defraudar.

—¿Para quién es?

—Marcos Caballero, lo conoces. El chico actor.

Me ahogué. Matilde me entregó las llaves, volvió al mostrador y cerró los ojos en un gesto de complicidad hacia mí. Aturdida por la escena que acababa de vivir, le agradecí la confianza sin abrir la boca y me dirigí a la puerta, salí a la calle y respiré profundamente ese aire frío y seco que ya estaba cubriendo Madrid. El aire helado, mortal y doloroso me abofeteó en la cara. Salí a refugiarme en la parroquia. Debió de ser un sacrilegio, pero metí la cara en el agua bendita y allí, sumergida en la pila de mármol durante unos segundos, di gracias. Ya no necesitaba esconderme; iba a dejar de ser un fantasma: ya era una mujer visible.

SEGUNDA PARTE
Las caracolas me hablan
14

Barceló, número 2. Cuarto piso. Por un momento temí que no fuera la dirección que llevaba escrita, pero efectivamente era la suya. La euforia loca y desordenada me condujo hasta la puerta de su edificio sin enterarme prácticamente de si había cruzado en rojo o si estaba caminando con los ojos cerrados. Había vuelto a llorar sin darme cuenta. En aquel momento toda mi vida se me plantó de golpe en el portal de la calle, justo cuando metí la llave y giré hacia la derecha.

La última vez que abrí una puerta emocionada como en ese momento fue cuando me enamoré de Gonzalo. Había malgastado cinco años de matrimonio con el bueno del pueblo, el hijo único perfecto, trabajador y callado, y apareció el hombre más chispeante de mi vida. Venía despojado de problemas, fumando vida y diciéndome que era la más guapa del baile. Algo que nunca me había dicho nadie. Nunca me lo había dicho nadie. Nunca. El Carnaval se había terminado y era uno de los músicos de la banda, sin embargo, lo hacía como entretenimiento, por pura pasión musical. Aquella misma noche en la que me dejé llevar por el alcohol y la oscuridad, me contó su vida de profesor universitario entre beso y beso. Viajaba constantemente, curioseaba con el arte, componía canciones para poemas que escribía de madrugada y tenía una casa en Cadaqués. Yo no había oído hablar de Cadaqués. Pero sí había oído hablar de que los besos con abrazo eran más intensos, más prisioneros del amor, que se parecían a los de las películas. Y era cierto. Los besos con abrazo hacen que los huesos crujan sin dolor. Me escapé con él. Salí del baile abrazada a él con la complicidad del disfraz que me habían cosido la abuela y mamá, con mucho sigilo avancé hacia casa, cogí mis cosas y… nunca más volví. Apenas tuve conciencia de estar abandonando mi mundo porque al huir de allí huí también de mí y de la condena del ovillo violeta. Era la forma de cortar las rosas, de que por fin alguien dejara de hacer lo que tocaba según el calendario familiar y genético. Me dejé a la mujer aburrida que había pasado las Navidades poniendo la mesa y sirviendo cenas para dejarme llevar por los abrazos del profesor. En el fondo no hice más que un exorcismo de lo que no pudo hacer mi abuela aquel día de la fuente, cuando su mujer interior se quedó sola en la fuente de la Alameda. Por eso sentí que aquella madrugada yo corría por las dos sin pedirle permiso a nadie, sin ceremonias, sin maldiciones morales, di esquinazo a mi vida y también a la de mi abuela.

Dormimos en el Pirineo, helados. Mi gabardina se había quedado colgada en la entrada de casa porque huí con el corazón abrigado y en aquel momento no sentí nada de frío al meterme en su coche. Pero el desarropo empecé a sentirlo, como una señal, cuando las curvas de la carretera fueron anunciando que estaba lejos de casa. Salimos a cenar en un pueblo en el que la calle principal estaba llena de tiendas de ropa de montaña y cosas de esquí, todavía abiertas; allí Gonzalo me compró un jersey de colores que todavía guardo y un abrigo azul marinero de paño grueso. Frente al espejo me vi protegida del frío y del desafecto de años con el buenazo del pueblo. Entonces, en medio de la tienda y de las dudas, algo se despertó dentro de mí. Físicamente empecé a verme guapa, resguardada y amada.

—¿Te gusta?

—Me gustas.

—¿Lo quieres?

—Te quiero.

No me arrepentí hasta mucho tiempo después. Cadaqués fue precioso. Su casa, cuando abrimos la puerta, olía a cerrado. Encendió la luz y toda la pared apareció iluminada hasta el techo con una colección inmensa de libros puestos en estantes atiborrados sin orden vertical. Yo pasé feliz al interior.

—Muy buenos días. —El portero, que en ese momento estaba repartiendo cartas en los buzones con un perro a sus pies, me revisó de arriba abajo—. Voy al cuarto, soy la asistenta.

—¿De Marcos, supongo?

—Sí, la nueva asistenta.

Tras recorrer con determinación el patio de entrada, inventé una conversación para saludarle, si estaba en casa, con total normalidad.

«Me ha enviado Matilde, creo que necesitas a alguien para la plancha. Puedo arreglarte la casa si quieres e incluso dejarte algo de comida, no sé hacerlo mal, vivo cerca y me ha confiado tus llaves. Supongo que prefieres por las mañanas, pero si te va mejor por la tarde, tampoco tengo problema. Me organizo como tengas los días, es cosa de que tú me digas y que me dejes una nota con lo que quieras que haga. Hago también remiendos y coso para fuera, o sea, que si quieres… o tienes camisas para estrechar o darle una vuelta a los botones, te los recoso, que siempre acaban cayéndose. Me llamo Begoña. Ahora venía de la panadería, compro siempre en la de la esquina, es que vivo cerca de aquí y nos hemos cogido cariño la dueña y yo, te tiene mucho cariño, ¿sabes? Mucho. Yo no sabía que eras actor. Bueno, me enteré porque ella me lo dijo, pero que soy una mujer discreta, callada. Bueno, que me llamo… Begoña. ¿Te lo dije?»

En vez de tomar el ascensor subí por las escaleras sin encender ninguna luz.

—Funciona.

—Ya lo imagino. Pero no me gustan los ascensores —mentí al portero.

—Pues es un cuarto.

Las ventanas de los descansillos iban iluminando la barandilla conforme iba subiendo hacia su casa. En el último recodo me senté, no sé si era agotamiento o la conciencia real de que estaba allí, por fin. No se escuchaba nada. ¿Estaría dormido? Frente a la puerta intenté frenar la respiración agitada que traía desde la calle, así podía oír bien los ruidos del interior de la vivienda de Marcos.

Entendí que no había nadie. Me pellizqué y cerré los ojos.

Al abrirlos metí la llave. La puerta de Marcos hizo clic. Entró en acción una espiral de emociones antiguas y futuras… Las rosas del jardín, los gatos de la abuela, las fiestas, mi ramo de flores, la cama a estrenar, el primer baile, las felicitaciones, los besos, los lloros, la ropa nueva, la usada, la prestada, el sueño en el sofá, los lloros, las esperas, los juegos en el patio, las tilas, las noches en vela. De repente entendí el porqué de las manías de la abuela, de mamá. Su empeño en que bebiera de la fuente aunque no tuviera sed, «para luego, bebe para luego, para cuando tengas sed y no haya fuente a mano», decía, y «arréglate que te vean guapa». Ahora, años después, le daba la razón de nuevo. Qué bien, pensé, qué bien. Me atusé el pelo inconscientemente.

Cuando se abrió la puerta del piso, me crujió el corazón, esta vez no fue una punzada de presentimiento. «¡Marcos, Marcos!» Estaba sola. Estaba sola allí, para bien y para mal. Crucé el umbral como cruzan las sombras las pesadillas, semidormida o atontada, y me instalé en la cocina. Allí me quité el abrigo, colgué la bufanda en una de las sillas y me cambié el calzado por unas zapatillas que traía en el bolso. No tenía ganas de comer desde hacía días, ni de hablar. Sin embargo tenía sed. En aquel momento sólo quería digerir la felicidad con un vaso de agua. Había parado de tiritar, pero me temblaban las manos, lo noté cuando fui a cerrar el grifo y vomité.

Pisé la entrada, donde había un gran cuadro de Nueva York en blanco y negro, me adentré por el pasillo, todo amplio y luminoso porque al final se veían los ventanales de la calle. Avanzaba con el cuidado de unos ingenieros químicos, temerosa pero segura de que mi experimento iba a salirme bien. Empecé a mirar cada una de las cosas que veía, aunque fuera un recibo, una cajita, unos caramelos... Lo iba rozando todo con los dedos, a medio camino entre el miedo y el pudor. Lo primero que hice fue sentarme en el sofá y empezar a observar todo. Corrijo, lo primero que hice fue ponerme a llorar y empezar a observar todo. El cuarto piso daba a la plaza de Barceló, no tenía ningún edificio enfrente, y permitía sentir que uno estaba flotando porque se veía mucho cielo.

Nada más entrar a su habitación me vine abajo, era la sensación de estar en casa de Marcos lo que me volvía loca, confusa. Y creo que también esto es lo que me hacía seguir llorando. Noté en el aire su perfume inconfundible. Vetiver. Nadie repara en esos pequeños detales. Y eso me condujo por todos los rincones de la casa mientras yo misma me iba evaporando. Semidormida o atontada, todavía. Me perfumé con la colonia del baño.

Volví a cerrar los ojos para respirar con más calma. «Cuando llegue la primavera, pondré flores en los jarrones, le compraré margaritas», pensaba. Iba a decir le compraré flores, pero sabía que le gustaban las margaritas blancas, lo había dicho en una de esas entrevistas que me sabía de memoria. Eso y volar. Tal vez por eso se veía tanto cielo desde su casa. Todavía tenía que recoger la cocina, poner lavadoras, hacer la cama, recoger el salón, ordenar la ropa, limpiar… Pero no sabía por dónde empezar. Me hice el firme propósito de no tocar nada de las cosas que me parecieran personales, sin embargo el hecho de abrir una puerta o encender una luz nunca me había provocado tantas emociones, tantos miedos. Tocar lo que tocaba él. (El tacto me enciende todas las emociones.) Encima de las sábanas de la cama deshecha había revistas de moda, alguna tenía su imagen en portada, pero no me vi con capacidad de arrancarla. No podía cometer errores o adiós. La puse en el salón junto a un montón de revistas idénticas que se acumulaban a modo de colección. Cogí los ceniceros y me fui con ellos hasta la cocina, donde el grado de desorden era llamativo. Había un montón de vasos usados en la pila, unos manchados de chocolate, otros de tomate, otros con café, una taza color violeta que tiré (ya buscaría una excusa)… Lo puse todo en el lavavajillas y saqué los productos de limpieza del armario. Tenía de todo. Tal vez demasiadas cosas repetidas y demasiadas marcas, como si no quisiera preocuparse de que faltara de nada. Vi que toda la ropa sucia estaba ya dentro de la lavadora, repasé prenda a prenda para que no se mezclaran colores y la puse en marcha. Al girarme a cerrar el armario vi un papel
post-it
pegado en la puerta acristalada: «Toma nota de lo que haga falta, gracias. Marcos».

—Gracias —me respondí de forma absurda a mí misma. No quise tirar el papel, me lo metí en el bolsillo doblado en dos después de besarlo como una estampa. Retiré la aspiradora, saqué la tabla de planchar y la dejé preparada para cuando la secadora acabara su función. En mi casa habría encendido la radio, tal vez la tele por insatisfacción, pero aquí no me sentía sola. Entre él y yo —o entre la casa y yo— había una comunión feliz. Podía volar.

Donde el olor era más personal era en su habitación, la cama todavía tenía la forma de su cuerpo, incluso las dos almohadas parecían estrujadas hacía apenas minutos, por eso me acerqué a tocarlas antes de cambiar las fundas. Quería sentirle. Aspiré el olor y le hablé en voz bajita como si quisiese contarle un secreto. Era un encanto extraño, profundamente extraño, qué cosas hago, me dije, estoy perdiendo el tiempo, no puedo pasarme la mañana tocando sus cosas, oliendo las telas, paseándome de un lado a otro. Para mí, pasear por la casa era una nueva perspectiva de todo. Recogí los cables del ordenador, que se entrelazaban junto a la planta, donde alguien había apagado cigarrillos, arreglé el sofá reordenando los cojines y dejé en un cuenco varias monedas que andaban desperdigadas por entre las rendijas. La estantería carecía de orden, pero no cambié nada de sitio, me parecía que estaba todo colocado así, por capricho. Muchos libros de Londres, novelas de piratas, pequeños recuerdos como un autobús rojo de dos plantas, un edificio que se abría por detrás, una bola de nieve, varias botellas con arena y miniaturas que se me antojaron de las que salen en los roscones de Reyes. Era afortunado. Fui limpiando el polvo a todo, con cuidado, más por afecto que por prudencia. La colección de caracolas era la columna vertebral de la estantería, el punto central de su territorio de cosas; las grandes no las toqué, soplé por encima y pasé el paño suavemente, las más pequeñas estaban sujetas unas sobre otras, por eso fui volcándolas sobre el sofá para limpiarlas. Las había metidas en urnas de cristal y otras en vasijas transparentes. De niña yo las metía en agua, les echaba sal y luego las secaba al sol. Se trataba de devolverlas a su origen, para que cuando me las acercara al oído, me contaran historias entre sus zumbidos marinos. De pronto parecía que era una sirena, un sonido de peces, un aleteo, me erizaba la piel. Empezaba a verlo todo azul, de un azul eléctrico, como envuelta en una manta de agua. Todas las palabras se agolpaban en mi garganta de niña: me hablaban las caracolas. Yo conocía su sonido como si fuera un lenguaje secreto entre ellas y yo, navegaba con sólo cogerlas. Sin embargo, estas eran de Marcos.

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