El susurro de la caracola (17 page)

Read El susurro de la caracola Online

Authors: Màxim Huerta

Tags: #Humor

BOOK: El susurro de la caracola
9.89Mb size Format: txt, pdf, ePub

Una vez rotas mis relaciones con la «niña», creció dentro de mí la sensación de que yo era la única mujer de la casa. Marcos tenía la habitación hecha, el comedor arreglado, las camisas y camisetas planchadas, los pantalones doblados, los botones recosidos para no perderlos, flores en el salón recién puestas, y la cocina, recuperada, había empezado a utilizarse.

—Qué rico, Begoña.

—Sabía que te iba a gustar…

—… me encanta…

Acababa de entrar Marcos a la cocina e imaginé que se había tropezado con ella por las escaleras o en el portal, pero cerré la puerta para que se quedara conmigo al abrigo del olor a arroz con leche que acababa de hacer. Me importaba un pito la moza.

—Nunca había probado el arroz con leche —dijo Marcos al dar una primera cucharada.

—¿Nunca?

—Bueno, aquí en casa. Hecho casero, digo. Alguna vez he comprado alguno, pero esto sabe tan distinto…

—Éste es con canela en rama.

—Como las velas del salón…

—Parecido. También lleva limón, un trozo de peladura.

—Creo que vas a hacer que me vuelva el más goloso de Madrid. Desde que has venido he conocido ya varios postres.

—Me gusta hacer cosas dulces.

—Y yo soy como un gato, que me voy relamiendo…

—Como no tenías nada en la nevera he pensado que a lo mejor te gustaba.

—…

Marcos siguió comiendo de la taza cucharada a cucharada, casi diría que bruscamente.

—Mi madre lo hacía, pero mi abuela conseguía un punto espectacular que ya es irrecuperable.

—… Pues el tuyo no tiene nada que envidiar, imagino.

—No sabes cómo era el de… mi madre. Se quedaba todo el rato mirando la cazuela y yo mirándola. Me gustaba verla cortar el limón en el mármol y romper la canela…, me daba una rama y me sabía mejor incluso que el regaliz… ¿Has probado alguna vez el regaliz? Bueno, crujía la canela y todo olía como ahora…, y eso que ahora huelen menos estas ramas… A la abuela le gustaba hacerlo a escondidas y salir con la sorpresa a media tarde… «He hecho arroz con leche», decía orgullosa mientras venía con cucharillas en la mano… Ay, no sé por qué te estoy contando esto…

—Sigue, me gusta. Mientras me lo voy comiendo…

—Creerás que me enrollo.

Marcos negó con la cabeza. Había empezado a deshojar una margarita rota que se había soltado del ramo. «Que le salga sí», pensé. Aquel episodio fue para mí el más feliz desde que me encontré el cartel en la Gran Vía con su cara y su nombre, porque ahora —como la canela en rama— se había resquebrajado la frialdad del trato como mera asistenta y sentí el olor de la felicidad. Entonces fue cuando le relaté la receta paso a paso, «por si la quieres apuntar, aunque es fácil recordarla»… Yo había visto cocinar a mi madre tantas veces… Ya he dicho que vivíamos en la cocina, ajena a los humos del exterior. Me sentaba en la barra aupada por una silla de níquel que hacía las veces de escalera y atenta, sobre todo callada, observaba el aceite puesto a calentar. Cuando empezaba a hervir, mi madre echaba un mendrugo de pan para que se friera, luego lo sacaba, lo ponía en un trapo y lo partía para las dos cuando se enfriaba. Nos encantaba el pan frito brillante como la miel. Entonces echaba la carne cortada a cuadritos para dorarla por fuera porque ya tenía la cazuela dispuesta con el agua para el guisado. Más allá de verla y aprender a cocinar, lo que yo quería era estar allí, juntas. Seguramente más calladas que en misa, más incluso que en el colegio. Pero juntas. Sobre nuestras cabezas flotaba la presencia dura de padre, ajeno a todo.

—¿No te hacían de pequeño arroz con leche? —murmuré casi a su oído sin levantar la vista de la cazuela sucia puesta en el fregadero.

—No lo recuerdo.

—Pero te gusta…

—Me encanta. Aunque con los años he ido acostumbrándome a lo salado. Seguramente por obligación, con lo que me gusta el azúcar… Un amigo me dijo que el azúcar se puede plagiar, los edulcorantes, las sacarinas; la sal, jamás.

—¿Eso es de alguna película?

—… Jamás encontrarás azúcar en unos labios, en una frente, en unas axilas. Es sal lo que rezuman las personas. Sal, lo que te proporciona el mar.

Empecé a pensar en mi mar, cuando buscaba caracolas entre la arena, y en que tal vez Marcos tenía razón. Por eso la abuela prefería cocinarme dulces…

Superada la infancia, fortalecidos los huesos mediante la leche y el azúcar para todas esas caídas que hemos de tener después, el azúcar es sustituible: sacarosa, fenilalanina, insulina... Por eso no debemos dejar de sudar, transpirar, alegrar nuestras comidas con sal...

Marcos añadió:

—Es esa sal la que nos permite saber que los lazos se deshacen, que los pañuelos se sueltan, que los moños se desbaratan. ¿Qué, sino la sal?

Entonces es cuando Marcos se calló y yo me callé. Estábamos los dos apoyados en la mesa, donde había dejado las margaritas que me habían sobrado del ramo del comedor. Se quedó mirando las hojas en silencio, apenas roto por mi respiración. Yo conocía perfectamente esos silencios evocadores porque me recordaban a mí de pequeña, esos mutis eternos que mantenía con mi madre para decirnos de todo sin abrir la boca. Un señor llamado papá construía puzles gigantescos en la mesa grande del comedor, la del aparador. Allí montaba paisajes de montañas nevadas, bailarinas en acción de danza, ciervos de caza, caballos galopando inertes por campiñas verdes…, todos destrozados en miles de piezas chiquititas que desplegaba y ordenaba por colores. Una pieza, otra pieza, otra pieza, otra más… Gritaba en seco cuando no conseguía encontrar la miniatura que encajaba con la escena y aullaba cuando la encontraba. Luego seguía en silencio, con el tabaco consumiéndose en un cenicero pesado. Tan alto como era, se curvaba sobre la mesa con una lupa cargado de gestos como los autistas.

Miraba y remiraba las piezas y, a veces, nos echaba las culpas si no aparecía la que buscaba.

—¡Habéis tocado algo! ¿Habéis tocado algo?

—No, papá. No he tocado nada.

—¡Habrá sido tu madre!

Acabado el esfuerzo, con las miles de piezas ya en orden formando el dibujo, barnizaba con un pegamento especial toda la pintura para que se quedara fijada en el panel. Luego la enmarcaba con listones de madera y buscaba hueco en alguna pared. Una y otra vez, siempre haciendo puzles grandísimos. Todo era siempre igual: mientras mamá juntaba condimentos y especias, él juntaba piezas. Yo atendía los gritos de uno y me zambullía en los silencios de la otra, de mamá.

—¡Como me entere de que habéis tocado el puzle! Me faltan piezas, he dicho que me faltan piezas…

Luego se calmaba cuando aparecía la pieza que encajaba en la escena y ajustaba su disgusto.

—¿Está la comida? —preguntaba después.

Pero la comida no podía ponerse en la mesa. Comíamos en la cocina, donde olía a canela, a laurel, a perejil, a ajo picado, a tomates en conserva, a azúcar moreno, a aceites, a vino moscatel, a albahaca, a pimentón rojo, a comino, a albóndigas de pollo con almendras, a potaje de judías blancas, a tortilla de pimientos, a friegasuelos, a gas, a jabón, a embutidos y quesos… La mesa del salón, que se desplegaba en alas, quedaba para la Navidad, cuando debía estar listo su nuevo y voluminoso puzle después de meses juntando piezas entre gritos, aullidos y disgustos. Allí debíamos poner el mantel, las copas sin uso, las servilletas bordadas, los cubiertos nuevos, que ni pinchaban bien ni cortaban; y allí debíamos arremolinarnos todos, porque después de todo éramos familia.

Sin embargo una Navidad acabó asomando el diablo.

—Es el más difícil que he hecho nunca —decía jactándose—. El mejor y más grande.

Efectivamente, pero también fue demasiado difícil y costoso de acabar. Llegó la Nochebuena, todo estaba listo para reunirnos y cenar juntos. Papá no había acabado su paisaje de nieves y casas suizas, y la mesa seguía ocupada con el desplegable de piezas sin montar. Intentó pegarse un atracón de montaje los días previos, pero los fragmentos de su tesoro seguían en pequeños montones de idéntica forma y color. Apenas se inmutaba el horizonte.

—¿Vamos a cenar aquí? —preguntó mamá acercándose.

Hubo un silencio atroz y mi padre se arrancó diciendo:

—No me calientes, ¡no me calientes! Sabes que no he acabado esto y es porque me ponéis nervioso, tu hija y tú.

—…

—Como yo me entere de que estáis tocando mis puzles, vais aviadas. Soy muy paciente y… ¡lo sabes!

Mamá calló.

—No me mires así. ¿Qué quieres decir, eh? ¿Qué quieres decir? ¡Que no está la mesa lista! Pues no está la mesa lista y se acabó. ¡Que se vaya tu madre a su casa a cenar!

Mi madre callaba abrazada al mantel bordado que guardábamos en el segundo cajón del aparador, bajo los cubiertos de la abuela. Lo abrazaba contra su pecho. Parecía que se protegía del golpe irracional que de un momento a otro saldría de su mano perversa estampándola sin reparos en mi madre. Sin motivos.

Por un puzle. Sin quejarse, para que yo no viera nada, ni dijera nada, ni gritara nada, mamá callaba.

El salvaje obligaba a mamá a agacharse de rodillas para recoger los segmentos del puzle que se caían por el nerviosismo sádico de papá, al revolucionarse enfurecido por el comedor, brazos en alto, con la idea infundada de que le tocábamos las piezas como un complot para que nunca los acabara. Estaba loco.

—¡No he terminado aún! —gritaba—. No te vayas todavía.

Yo juraba que de mayor mataría a mi padre. Y se lo pedía a la Virgen de escayola que tenían en la habitación, sobre el cabecero de su cama. Uno de mis mayores miedos de pequeña era que les cayera encima mientras dormían, pero en esos momentos —escondida viendo todo— rezaba para que esa Virgen cayera sobre mi padre matándolo en sus sueños. De hecho, una vez cayó sobre la cama y se rompió el brazo con el que sujetaba al Niño Jesús, pero no le mató porque se desplomó de día, sobre las seis. Digo yo que no acerté con los avemarías en las coordenadas de la cama ni en tiempo ni en espacio… Y que, a lo mejor, no estaba bien que pidiera la muerte de papá. Eso sí, me pasé semanas dando portazos para que alguno de los puzles se viniera abajo desmontándose en el suelo.

—No des portazos —se me quejaba mamá.

—¡No me importa!

—No me grites tú también, Ángeles, no me grites…

—No te grito, mamá, no llores. Que lloro yo.

—Prométeme que si tienes hijos, cuando seas madre y les quieras mucho…, te acordarás de mí. Y, sobre todo, que no les gritarás. Les harás comidas dulces, les enseñarás a tener paciencia, a ordenar la casa, a decir «gracias». Y a dar besos con abrazo. Acuérdate de mamá.

Ella no sabía que yo, con los portazos, lo que deseaba es que cayeran los trozos del espanto en el que nos obligaba a vivir papá. Con los portazos lo que quería era ayudarla a gritar, a huir, a sacar el dolor afuera frente a los puzles. Después de todo, eran puzles y venían desmontados. Nuestra vida estaba hecha pedazos y temía que acabáramos también en cajas. Mi madre, curiosamente, pegó el brazo del Niño Jesús con el pegamento de papá y volvió a colgar la Virgen en el cabecero de su cama sin haber cumplido su función, matarle.

«¿No te hacían de pequeño arroz con leche?» Marcos salió hacia el pasillo y me quedé paralizada en la cocina, abrí el grifo y eché agua en la cazuela donde había hervido la leche con el arroz. Los restos habían empezado a quedarse pegados y resecos. Marcos puso música en el comedor y me acerqué a mirar disimuladamente… Estaba encerrado en sí mismo frente a la estantería, apoyado ligeramente sobre una pierna y tocándose con una mano el flequillo, que le rozaba ya las pestañas. Le entendí desde una tímida distancia. Había cogido una de sus caracolas y estaba escuchando la voz interior, esa voz que susurran las caracolas de mar a los que saben escucharlas. En silencio me volví a la cocina y cerré la puerta despacio…, como la cerraba mi madre.

20

Cuando le llamé, tuve que despertarle entrando en su habitación. Los fotógrafos de la sesión de moda que iban a realizar en casa me habían dicho que fuera «preparándose el actor» mientras ellos iban subiendo los focos y el resto de los trastos a la casa. Yo había dejado listo el comedor, echando atrás las sillas y la mesa junto con el sillón del medio. Todos los objetos pequeños los había metido en uno de los cajones del mueble blanco para que no rondaran entre el jaleo. Marcos estaba dormido profundamente y me devolvió un «sí, ya voy» con los ojos cerrados. Ni se acordaba de la sesión que iban a hacerle.

Me presenté a los chicos que venían en grupo de la revista esa que tantas veces había visto en el salón.

—¿Queréis café o algo? —les ofrecí.

Marcos estaba duchándose rápidamente.

Ellos aceptaron. Puse la cafetera a calentar y corrí las cortinas como uno de los fotógrafos me pidió. Sacaron varios paraguas plateados, grandes como sombrillas de playa, que dispusieron delante de la estantería. Crucé los dedos porque me daba mucho reparo que se abriera un paraguas bajo techo, otra de las herencias de la abuela. No quise ocultar mi malestar al ver el despliegue de cables y cajas que soltaron sobre el parqué. No había visto semejante acontecimiento para «unas fotos», según me había explicado Marcos. Aquello era la cosa más sorprendente de ir y venir de chicos, todos jóvenes, que murmuraban posiciones y comentarios que no entendía. Iba una chica rubia muy ceñida diciendo que le dejaran espacio para poner todos los maquillajes, los peines y el secador sobre la mesa.

—Tomad el café. Os lo dejo en esta jarrita, poneos lo que queráis.

—¿Tiene sacarina? —me preguntó la ceñida.

—Sí, y azúcar moreno.

—Mejor sacarina.

Se presentaron todos con nombres que no parecían nombres, toda una serie de pequeños diminutivos así como ingleses o de perro. Evité memorizar por ahorrarme preguntar y fui a la puerta de la habitación de Marcos.

—Están desplegando una buena en el comedor, ahora verás —dije.

Se sonrió y, sin embargo, parecía triste. Más mayor, más maduro. Estaba tan guapo como nervioso. Los de las fotos empezaron a organizar todo con una rutina que no se ajustaba al excesivo ceremonial de trastos que había allí extendido. Marcos se sentó a las órdenes de la ceñida, que era maquiladora y peluquera. Lo puso muy moreno y muy despeinado, más de lo que me parecía normal. Pensé que no había hecho falta que se hubiera arreglado porque ahora estaba peor, lleno de laca y mechones sobre su frente totalmente tiesos.

Other books

The Accidental Siren by Jake Vander Ark
Forgotten Life by Brian Aldiss
Normal by Graeme Cameron
Overclocked by K. S. Augustin
My Sweet Folly by Laura Kinsale
The Fires of Autumn by Irene Nemirovsky