De buena gana me habría quedado a esperar su llegada. Pero no podía ser. Aun así la plancha me ocupó más rato de lo normal porque ralenticé la marcha mirando cada treinta segundos el reloj. No dejé imperfecciones y no había ropa mejor planchada en años, en algún momento me descubrí planchando doble. Era incapaz de pensar con tranquilidad, muy probablemente por el calor de la plancha, la humedad de la ropa y las lágrimas que tuve que ir secando de las sábanas.
Creo que me desfogué con la tarea porque estaba robándole su energía a cambio de dejarle la mía en cada movimiento sobre la tabla.
El silencio era tan espeso que me mantuve callada para no perturbar la casa. Durante un rato, al principio, planchaba encorsetada por el agobio de estar en su casa, me costaba incluso respirar, pero poco a poco fui entrando en el bienestar como si toda la vida hubiera estado con Marcos. Yo miraba por los cristales de la puerta de la cocina y me perdía en ensoñaciones. Al fin y al cabo, qué estaba haciendo, formar parte de su rutina en un segundo plano, escondida. Ya estaba viviendo dentro de su trastienda desde hace meses, sólo faltaba pasar a ser visible. Pasar de figurante a actriz secundaria.
Antes de irme volví al salón, recogí los ceniceros, los limpié en la cocina y al dejarlos de nuevo me acerqué a las caracolas de la estantería. Cogí una y me la puse al oído: «Qué bien tenerte cerca». Me la metí al bolso. Apenas cerré la cremallera y me dirigí hacia la entrada, sucedió por fin.
—Usted debe de ser la nueva asistenta —me sorprendió Marcos cuando abrí la puerta.
Él estaba con las llaves en la mano a punto de entrar. Frente a mí.
—Sí, soy yo... —Se me aceleró el pulso—. La asistenta. Me ha enviado Matilde, la del horno.
Fue un fogonazo de viento frío. Parecía que mi corazón se salía por la blusa.
—Supongo que la volveré a ver… —dijo mientras dejaba una mochila en la butaca.
Callé y pensé para mí: «No te quepa la menor duda».
Apreté el bolso con mi caracola robada, cerré la puerta tras de mí y me quedé abierta de brazos en la entrada, como si hubieran apoyado un crucifijo de mi tamaño en su puerta. Barceló, número 2, cuarto piso. Suspiré. O expiré.
Amaneció un día brillante, frío pero brillante. No me importó airear las ventanas y que el pueblo entero se metiera entre mis puertas oxigenándolo todo. Abrí las hojas como si fuera verano y me descolgué a mirar la calle. «Estoy recuperando mi vida», me dije. Luego me fui a la habitación a mirarle dormir. Era la primera vez que me quedaba despierta en pie mirando cómo un hombre, desnudo, se abrazaba a la almohada dormido. Miré su espalda curvada sobre la cama, me fijé en sus muslos firmes y peludos, adiviné su sexo entre las sábanas, observé la fuerza de los dedos con los que me había hecho sentir mujer toda la noche. Estaba nerviosa. Como si hubiera cortado todas las rosas del rosal sin permiso de mi abuela. Gonzalo. Se llamaba Gonzalo. No sabía ni sus apellidos. Nada más. Eso y que bajo los arcos de la casa había un pueblo de pescadores —mayor que el mío— que se llamaba Cadaqués. Cuando me puse a contar las barcas de la bahía, sentí que se había despertado y que caminaba hacia mí; no quise girarme, aun así dio igual, la fuerza física de su virilidad se me acopló a la espalda como un puzle. Encajado en mí firmemente, haciéndome sentir segura. Segura por primera vez en mi vida.
—¿Cómo te llamas?
—Gonzalo, te lo dije anoche entre muchas cosas.
—¿Qué más? —pregunté.
—¿Es importante? Qué más da.
—Tienes razón —respondí mientras me besaba el pelo y yo giraba la cabeza ofreciendo mi cuello—. Qué más da.
—Has visto qué bahía tenemos…
—Es preciosa.
—Es maravillosa —me corrigió ajustándose a mi cuerpo.
—Anoche sentí que había mucha curva hasta llegar aquí… Todo el rato curvas y curvas… ¿O estaba mareada? Ya no sé.
—Hay ciento diecisiete curvas hasta llegar aquí.
—No llega nadie entonces.
—Has llegado tú. Sobra.
Sonreí acompañada por el frío marinero que entraba por la ventana. Un único coche que circulaba lentamente por la calle, pegado a la fachada, rompió la cantinela del mar, cuando se despereza por la mañana, callando las olitas blancas que se estrellaban en las rocas de la acera. El olor a flores me hizo asomarme más afuera, había albahaca en el balcón y estaba recién regada, lo que la convertía en un ventilador de aromas. En cuanto me quedé a solas paseé por la casa descubriendo mi nuevo mundo. El salón tenía una lámpara de araña de cristal de la que colgaban multitud de objetos de mar, enredados en una red que todavía conservaba los corchos envejecidos y repintados de azul mil y una veces. Además de peces de plástico, conchas agujereadas, anzuelos… Bajo la lámpara había una mesa con libros, libros leídos, arrugados, subrayados y con anotaciones de papelitos que sobresalían entre las páginas. Había velas derretidas en botellas de vino de cristal verde y una pared con multitud de espejos, pequeños y grandes, incrustados en marcos diferentes. No tenía sentido, pero quedaba bien. Me miré troceada en los espejos, en ninguno conseguía verme reflejada entera. Frente a la pared era como un cuadro cubista que se deforma en varias partes descolocadas. Si me movía, mi reflejo se desordenaba más fraccionándose en las lunas cortadas. ¡Qué curioso! Cuando entré en la cocina, toda de cerámica azul, puse agua a calentar en una cafetera que encontré en los estantes, quería despejarme bruscamente a fuerza de café. Creo que Gonzalo estaba en la calle, en el patio interior que luego descubrí caminando por la casa; estaba hablando con alguno de los vecinos atropelladamente porque las voces subían confusas por los ventanales.
Los borbotones de café me despertaron después.
Las barcas eran soltadas de los amarres del puerto invisible y salían de faena tranquilamente, por eso a mí se me antojó que salían de paseo por el Mediterráneo. Él estuvo pensando un rato, con una taza de té en las manos, y al fin dijo:
—Me gustaría que te quedaras aquí conmigo. Sé que has dejado cosas atrás, pero… ¿qué importa? ¿A ti te importa? ¿Quieres vivir? ¿De qué color quieres que pintemos la habitación?
Fue una carrera fugaz de preguntas que yo escuché mansamente, sin desconfianzas.
—Está bien así. Pero cambiaré las cortinas lavanda.
—Son violeta.
—Por eso, porque son violeta. No soporto el violeta.
A él no le importaba. Asunto zanjado. Gonzalo apuró la taza, la dejó en la pila, encendió un cigarrillo que apagó al poco y se fue al baño. Dejó la puerta abierta. Se duchó mientras yo me aseaba y me peinaba con una coleta sencilla. Abrió la cortina y me invitó a pasar al agua caliente con un gesto tramposo. Yo no quise. Estaba ya peinada. Bueno, no. Todavía contemplaba sus insolentes gestos estupefacta, todavía me sorprendía la forma de ser de un hombre tan alborozado y gozoso, tan natural y tan caradura.
—Ángeles… ¿por qué no bajamos al pueblo? Así paseamos. Luego te llevo a comer a un sitio que te va a encantar.
Me iba a encantar. Cualquier parecido con mi vida anterior era una casualidad. Yo había abandonado a las personas que más me querían, seguramente; pero ahora estaba con quien yo quería. Esa era la diferencia. No iba a esquivar ningún sentimiento, creo que más por exigencia que por necesidad. Tenía hambre de halagos y sexo. Hasta me sonaba bien mi nombre: «Ángeles». Todo era asombroso, me revolvía coqueta si él me llamaba desde la calle, si sentía un leve rumor de cortejo animal, si sacaba la lengua obsceno desde la puerta… a la vista de los vecinos. El primer día me sonrojé, el segundo menos, el tercero menos, el cuarto menos, el quinto menos aún…, a la semana de estar allí nada. Era feliz, casi sin interrupción. Amorosa, divertida, liberada.
Serenaba tenerle abrazado a mi espalda constantemente, hasta cuando parábamos en la puerta del Casino de la playa para merendar; iba continuamente protegiéndome con sus manos.
Me llevó al final de España. «Allí donde acaba la costa y se rompe con Francia», me dijo. Era el cabo de Creus, conocía al farero y subimos. Incluso me subió los últimos escalones a lomos como una amazona. No eludía ninguno de los besos. Ninguno.
—
Merci, merci, madame…
—Puse cara de boba y conté para serenarme: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve…, conté como siempre hasta sumar y sacar un número de la suerte. En aquella ocasión, al contar, lo hice mirando al infinito, disfrutando del paisaje de rocas, observando cómo el viento vigoroso abofeteaba los acantilados para intentar peinar la aspereza. Con el soplo violento se escapaban las gaviotas, que sobrevolaban el cabo de Creus dificultosas. Yo también estaba siendo atizada por el viento, pero me quedé imperturbable, entera, como si hubiera estado allí antes sin saberlo. Me sujeté a la barandilla y a Gonzalo. Tengo muy presente aquella tarde, porque entendí bien el mensaje: las bocanadas de aire se estaban llevando mar adentro la plegaria aciaga de la abuela. «Deja las rosas ahí, que crezcan y mueran en su sitio.» Yo ya no estaba en mi sitio.
—¿Estás bien? —me dijo Gonzalo retirándome el pelo de la cara.
—Estoy. Estoy feliz. ¿No me ves?
—Sonríes… Me gusta… Qué pena que hoy haga más viento de lo normal, este sitio es espectacular. Así no lo disfrutas del todo.
—Te equivocas. El viento me está limpiando.
—Dirás despeinando… Tenía pensado que comiéramos aquí, pero si quieres volvemos a casa.
—Voy abrigada, tranquilo —añadí—: Debemos plantar rosas en el patio. Quiero poner flores recién cortadas todos los días en la entrada de casa.
Puse flores en casa de Marcos en mi segunda visita a su casa. Las compré en la gitana del semáforo, ya sabía que se llamaba Inmaculada (lo llevaba anotado en mi libreta) y que siempre andaba angustiada a finales de semana porque las flores no le aguantaban tanto como podía aguantar ella. Organizaba en el suelo unos doce cubos de flores que iban de las margaritas a los claveles, las siemprevivas, los nardos, las rosas y… poco más, sobre todo mucho relleno verde para ramos de bulto. Cogí margaritas, las tenía amarillas, blancas y moradas. Ver el improvisado jardín apelmazado en cubos hacía más llamativas y relumbrantes las flores de lo que luego eran al cogerlas en un sencillo ramillete. Me llevé un manojo de las blancas y pagué con monedas. Llevaba en mi bolsillo una copia de la foto dieciséis en la que a Marcos se le veía tan guapo. Esa foto me había dado suerte, había sido la causante de mi estímulo para salir a la calle y abordar el azar. La había remirado un montón de veces. Era una fotografía nueva en la que aparecía sentado en la ventana del café Comercial, en la glorieta de Bilbao, con un pantalón vaquero un poco roto, una camiseta blanca y, por encima, una camisa de cuadros rojos y azules. Llevaba una bufanda de lana gorda anudada al cuello con varias vueltas, parecía de ochos; y unas zapatillas sin cordones. Me daban ganas de decirle: «Marcos, voy a cuidarte desde hoy, te quiero». Ahora lo conocía mejor.
Al tumbarme en su cama me preguntaba cómo organizar mi vida desde ese momento, todo había cambiado. Ya era la asistenta de Marcos. Todo volvía a ser alegre y, sin embargo, no podía decírselo a nadie, no tenía con quien compartirlo y era muy difícil de explicar lo que me estaba pasando. ¿Había algún plan mejor? Hasta que llegué al horno de Matilde a recoger las llaves no fui consciente de la nueva situación. Había aprendido a moldear los días revisando revistas, enumerándolas, poniéndoles fechas, plastificándolas con cuidado, vigilando su calle para buscar encuentros clandestinos. No sé las semanas, los meses que había estado esperándole, con la cabeza apoyada en la barandilla de la parada de metro de frente a su casa, o en la parada del autobús, o repitiendo itinerarios, calles, plazas, bares... con mi soledad, mis pensamientos, siempre idénticos, y volviendo a casa insatisfecha. Ahora tenía las llaves de su interior. Eso pensé, estoy dentro de él. Lo mío era demasiado, pero sobre todo era dulce.
Me quedé dormida en su cama.
Sonó dos veces el teléfono del salón, la primera me despertó, me asusté. La segunda tuve intención de cogerlo. (…) Mejor no contestar, pensé. (…) Él no me había dicho nada de coger su teléfono fijo, así que no hice caso a las llamadas. Lo dejé sonar. (…) Quizá debido a la hora, Marcos quería asegurarse de si ya estaba trabajando y si necesitaba algo. O cerciorarse de que era discreta no cogiendo su teléfono. No lo cogí por esta última razón y volví a hacer su cama donde me había quedado dormida.
En ese momento sonó mi móvil. Era Marcos.
—¿Begoña?
—Sí, soy yo.
—Te estaba llamando a casa.
—… No he querido cogerlo. Por si acaso son cosas tuyas.
—Soy yo, soy yo.
—¿Sí? Dime.
—No hay problema en que lo cojas. Al contrario, lo prefiero… Si es alguien que quiere algo, me lo anotas en la libreta que hay al lado… si no te importa.
—No, no. Qué va. No me importa.
—¿Todo bien en casa?
—Sí.
—Pues entonces nada. Estoy en una grabación. Lo que haga falta lo anotas también y ya lo compro yo esta tarde.
—De acuerdo.
—¿Falta de algo?
—Nada. Creo que nada. He visto de todo.
—Muy bien. Hablamos entonces.
—Vale.
—Oye, las croquetas riquísimas.
«La próxima vez haré un flan», pensé.
Cuando empecé a ir a su casa de forma continuada, empecé a conocer también el sufrimiento de forma continuada. Verle salir de la habitación mientras yo abordaba la faena del hogar me hacía un daño inmenso. Me veía obligada a disimular que le quería, que quería abrazarle. Yo iba sudando, con mi escoba como asidero de mi estabilidad, un amor no superado. Destilaba ansiedad.
Tenerle cerca mientras ordenaba la estantería, sabiendo que podía pasar por mi espalda, era tan terrible como esperar en la parada del autobús. Mucho peor. Al fin y al cabo, abajo tirada en la calle suspiraba por todo lo que mi imaginación podía fantasear acerca de su forma de vida, esa que no conocía y que se me hacía lejana. La que me quedaba tabicada por la fachada. En cambio ahora, arriba en su domicilio, me paseaba por la casa aguantándome las lágrimas, sujetándome a las paredes del pasillo para no perder en alguna ocasión el equilibrio. Sentí lástima de mí misma. Estaba cumpliendo con la escrupulosa tarea de arreglar su ropa y su piso, me debía desenvolver bien… Ni siquiera tenía que hacerle la comida. Subía a la casa, me encerraba en el baño y, presa de mí misma, me sentaba en la taza hasta que la respiración se me calmaba. Ya allí dentro, en lo que se suponía entonces que era el paraíso, el único lugar que me importaba del mundo, me temblaban las rodillas y no paraba de llorar. Mi plan estaba fracasando.