Su madre intuyó la existencia de otra mujer, a pesar de que Mamoru jamás había visto discutir a sus padres ni tampoco a ella llorar. Se preguntó si todo hubiese resultado más fácil de ser así. Al menos, tal vez hubiese confirmado esa vaga sensación de que algo no iba bien en casa. Era casi como si hubiese podido percibir no ya que se venía abajo, pero sí que se tambaleaba sobre sus cimientos.
Cuando su padre abrió la puerta de casa, el redoble de la lluvia se hizo más intenso. Se prolongó durante un lapso de varios segundos, los que su padre tardó en volver la vista atrás antes de marcharse para siempre. La puerta se cerró. Se atenuó el eco del telón de lluvia que repiqueteaba contra el suelo. Toshio se había ido. Esa fue la última vez que Mamoru lo vio.
Una vez desaparecido su padre y divulgado el escándalo financiero por los medios de comunicación, su madre fue cayendo en un profundo ensueño. A veces, se encontraba en la cocina cortando verduras o doblando la colada cuando, de repente, se detenía en seco y su mirada se perdía en la nada. En cuanto a Mamoru, su suplicio empezó el día en el que sus amigos se negaron a jugar con él. Pasó el resto de la infancia afrontando las consecuencias de la pérdida de un padre y de los errores que este había cometido.
«Me abandonó». Asimilar este hecho se asemejaba a lo que un niño pequeño siente la primera vez que toca una estufa, cuando se da cuenta, por primera vez, de que el fuego es peligroso. Mamoru hizo lo que pudo para olvidarlo y distanciarse de ese recuerdo.
La madre jamás culpó al marido de nada, tampoco intentó justificar su partida. Se limitó a insistir en que no tenían nada de qué avergonzarse, y que Mamoru no debía olvidarlo nunca.
La voz de Anego hizo que Mamoru pusiera los pies en la tierra.
—¿Nunca consideraste la idea de marcharte de Hirakawa?
—Sí, pero no lo hice.
—¿Y por qué no?
—Tenía un buen amigo al que no quería perder. Pero murió. Y además, mi madre y yo solo nos teníamos el uno al otro.
—Me pregunto por qué tu madre nunca tomó la decisión de irse de allí. ¿Lo has pensado alguna vez?
Por supuesto que lo había hecho. A veces, incluso, no podía pensar en otra cosa. Y, aun así, no sabía si su madre había actuado movida por un obcecado orgullo o por algún tipo de esperanza, o si simplemente no había tenido más elección.
La amante de su marido trabajaba en un bar de la ciudad. Era mucho más joven que ella, y su cintura también era más fina. No había desperdiciado ni un minuto, y en lugar de permitir que le salpicara el escándalo, se fugó de Hirakawa una semana antes que Toshio.
La policía llevó a cabo una búsqueda implacable. Los detectives consideraron que seguir el rastro de esa mujer los llevaría a Toshio Kusaka. La localizaron en un estudio en Sendai, no así a Toshio, que ya había sido reemplazado. Al menos, gracias a la intervención policial, la nueva conquista, un prestamista, pudo librarse de las garras de aquella mujer.
Todo el dinero que había conseguido sacar a Toshio había ido a parar a los bolsillos de su chulo, un gánster de tres al cuarto. La policía sospechaba que el estafador también podía ir detrás de Toshio, pero no existían pruebas y este último jamás apareció.
Mamoru, por su parte, presintió que su madre volvía a aferrarse a la esperanza cuando averiguó quién era esa mujer y lo que había estado tramando. Estaba segura: su marido se pondría en contacto con ella e incluso quizás regresase a casa. Tal vez esa fuera la razón por la que no se había querido marchar nunca. Temía que de hacerlo, no habría nadie en casa cuando Toshio volviera y, entonces, perdería la oportunidad de reunirse con él.
—Tu madre debía de estar locamente enamorada de tu padre —concluyó Anego con tono delicado.
—Yo no lo veo así.
—Bueno, pues deberías. Al menos, eso la hizo seguir adelante. Estoy segura de que lo amaba de veras. ¿A que nunca te dijo que temía que acabases siendo como él?
—Ni una sola vez.
—Qué mujer tan fuerte. —Anego apoyó la barbilla en sus manos y bajó la mirada. Entonces, añadió con tono sosegado—: Pero debe de haber sido muy duro para ti. Ella creía en tu padre. No era el tipo de mujer que se miente a sí misma por el bien de sus hijos. Me gustaría ser como ella…
—¿A quién le gustaría qué? —Shinji irrumpió en la cocina.
Esa misma noche, una vez que Anego y Shinji se marcharon, el abogado, el señor Sayama, llamó a casa.
—¿Por qué no ha llamado mi tía? —Mamoru se preocupó de inmediato—. ¿Ha ocurrido algo?
—Está herida —dijo Sayama con tono inquieto—. Ha ido al médico y van a hacerle algunas pruebas. Alguien de mi oficina viene de camino para encargarse de todo. No tienes de qué preocuparte.
—¿Qué ha pasado?
—Estoy seguro de que te puedes hacer una idea. —El abogado le relató la historia con pelos y señales.
Mamoru se quedó sin habla al conjeturar lo que debía de haber sufrido su tía. Sintió que se le encogía el pecho.
—¿Señor Sayama?
—¿Qué ocurre?
—He estado pensando en el accidente y me pregunto si realmente Yoko Sugano estaba sola cuando el taxi la atropello.
—Pues eso lo haría todo mucho más fácil.
Mamoru le explicó las teorías de Takano y Anego.
—Nadie ha declarado haber visto a alguien huir de la escena. Aunque supongo que es posible —concluyó Sayama.
—¿Realmente lo cree?
—Sí, pero también te digo que si todo sucediera solo porque es posible, ya estaríamos tomando cócteles en Marte.
Mamoru permaneció pensativo un buen rato después de haber colgado el teléfono.
«¿Por qué no puede la policía tomarse unos pocos minutos para investigarlo?».
Su tío Taizo pasaría la noche en detención preventiva y su tía Yoriko en el hospital. Un zapato que le lanzaron a la cara, según había contado el señor Sayama.
«Solo unos cuantos minutos para investigar…»
El reloj marcó las diez.
«Tendré que encargarme yo mismo.»
No le costó mucho tomar una decisión. Tenía suerte. Se encontraba en una posición de ventaja.
«Suerte.» Se mordió el labio ante la ironía de haber pensado en aquella palabra en particular.
Justo después de las diez, llamó a alguien. No sería una molestia, sabía que, a esas horas, aún estaría inmerso en su trabajo. Nada más oír su voz al otro lado de la línea, fue directamente al grano.
—¿Recuerdas la conversación que tuvimos esta mañana? Sí, a eso me refiero. Necesito hablar contigo. Hay algo más. Algo que no te he contado aún. ¿Puedes hacerme un hueco? Genial, voy para allá.
Colgó el teléfono y se preparó para salir. La señora de la limpieza que su mujer acababa de contratar le lanzó una mirada de preocupación.
—¿Va a salir tan tarde, señor?
—Sí, estaré fuera unas horas, así que no me espere.
—¿Qué le digo a la señora cuando llegue a casa?
—No se preocupe por ella. —Sabía que en una semana, la criada se percataría de la falta de interés del matrimonio en las actividades que cada uno tenía.
Se encaminó hacia el garaje y encendió la calefacción del coche. Las sordas vibraciones parecían sacudir su corazón. ¿Serviría de algo? ¿Podría aclararlo todo sin que le saliera el tiro por la culata? Cerró los ojos y recordó el rostro del chico. Para cuando sacó el coche del garaje ya se sentía más tranquilo.
Al verse frente al edificio, sintió miedo por primera vez. ¿Podría conseguirlo? ¿Qué sucedería si se iba de la lengua y empezaba a soltar toda la verdad? Bueno, tendría que averiguarlo por sí mismo.
Sentada en el tren expreso que se dirigía a toda velocidad hacia Tokio, Kazuko Takagi tuvo un sueño. Sintió una tenue palpitación en las sienes y se vio invadida por un tremendo cansancio. Incluso dormida estaba exhausta.
«Kazuko, ¡estoy muerta!», Yoko estaba a su lado. Su expresión era insoportablemente triste. «Pobre Kazuko, ahora te toca a ti. Contigo se cierra el círculo.»
«¡Yo no voy a morir!», gritó con todas sus fuerzas Kazuko. Podía ver a Yoko, a Fumie Kato y a Atsuko Mita. Atsuko no tenía cabeza. ¿Cómo era posible entonces que llorara de aquel modo?
«Kazuko, he perdido mi cabeza. ¡Ayúdame a encontrarla! Ayúdame», decía entre sollozos. Pobre… Pobre Kazuko. La última será la que más sufra de todas…»
Kazuko se despertó con un sobresalto. Le dolía la cabeza y el corazón le latía con mucha fuerza. En el exterior todo estaba a oscuras, y el reflejo de su cara en la ventana se hacía nítido. Echó un vistazo a su reloj. Estaría en Tokio en una hora. Quería regresar a casa, tumbarse en su cama… Quería sentirse a salvo en su apartamento.
«¿Por qué tengo tanto miedo?», se pregunto Kazuko para sus adentros mientras intentaba calmar el ritmo de su respiración. «No me suicidaré. ¡Nunca! No hay motivos para asustarse.»
Miró de nuevo el reloj. Echó un vistazo al horario que había comprado en la estación al marcharse de Tokio. De pronto, se dio cuenta de que, sí, había motivos para asustarse.
Se había marchado del velatorio de Yoko con tiempo suficiente como para coger un tren que saliese temprano. No había razón para quedarse allí o en ningún otro sitio por más tiempo, ni aunque fuera eso lo que desease.
Entonces, ¿por qué demonios se encontraba en el último tren que salía para Tokio?
Se retorció las manos.
«¿Qué he estado haciendo durante este lapso de tiempo?».
Era la una de la madrugada, y Mamoru se encontraba en el cruce donde había tenido lugar el accidente. Las estrellas brillaban en el oscuro cielo. Soplaba un aire frío, y todo a su alrededor tenía un aspecto diáfano, limpio, como la pecera a la que acababan de cambiar el agua. La ciudad dormía.
Permaneció unos minutos inmóvil, observando el juego de luces del semáforo: rojo, amarillo, verde. Un mudo espectáculo eléctrico. Durante el día, dirigía eficientemente la incesante horda de vehículos. Quizá cuando caía la noche, su tarea se limitara a guardar el orden de los sueños de las masas durmientes.
Mamoru aspiró una profunda bocanada de aire, empapándose de las fragancias de la noche. Antes de salir de casa, se había ataviado con un chándal de color gris oscuro y un viejo par de zapatillas con las suelas desgastadas. Cuando salía a correr y a fin de proteger los tobillos, utilizaba otras zapatillas de suela más gruesa, pero se decantó por las más gastadas para conjurar la posibilidad de hacer demasiado ruido en una calle tan silenciosa como esa. Llevaba además unos mitones y una toalla blanca alrededor del cuello. Tendría un buen pretexto en el caso de que alguien preguntase qué hacía allí. Cada vez más adeptos al
jogging
salían a correr por la noche, porque así tenían las calles para ellos solos.
En el bolsillo derecho de los pantalones llevaba las herramientas que necesitaba para completar su tarea.
El semáforo de peatones se puso en verde, y Mamoru cruzó la desierta intersección. Tal y como contó su tía, había una máquina expendedora de tabaco así como una cabina telefónica frente a una tienda que ahora estaba cerrada a cal y canto. Mamoru había estudiado bien el mapa y sabía perfectamente hacia dónde tenía que dirigirse. Dio la espalda a la intersección y echó a correr a un ritmo tranquilo.
El diminuto edificio donde una vez residió Yoko Sugano apenas quedaba a cincuenta metros al oeste, frente a una estrechísima carretera secundaria. Los baldosines de la fachada adoptaban bajo la luz de las farolas un color que se asemejaba a la sangre seca. El camino de acceso, angosto y asfaltado, culminaba en una escalera de hormigón iluminada. No había ningún vestíbulo común; todos los apartamentos disponían de sus propias entradas exteriores.
Mamoru se detuvo unos segundos, el tiempo suficiente para echar un buen vistazo a su alrededor. No había nadie. Creyó oír el lejano rumor de un tarareo; tal vez hubiese un karaoke cerca. Entonces, cruzó la carretera y se dirigió hacia la escalera. Un par de ojos dorados y brillantes lo observaban desde detrás del edificio. A Mamoru se le heló la sangre un instante. No era más que un gato negro que huía calle abajo, pero tuvo la sensación de que lo habían descubierto.
Los buzones de aluminio de los residentes se apilaban al pie de la escalera. Quedaban divididos en cuatro hileras, una para cada planta, y todos estaban equipados con un candado de combinación. Uno de los buzones de la fila superior llevaba inscrito «Sugano 404».
Mamoru se quitó los zapatos, los escondió en un arbusto y subió la escalera descalzo. A esas horas de la madrugada, corría el riesgo de que el sonido de sus pasos desgarrara el silencio de la noche. Alcanzar la cuarta planta le resultó interminable. Y eso que estaba en forma. Durante sus entrenamientos en el instituto, subía escaleras con unos sacos de arena atados a los tobillos, pero incluso aquello, jamás le había parecido tan difícil como recorrer la distancia que lo separaba del apartamento de Sugano. Tenía las plantas de los pies congeladas, y la iluminación del edificio le hacía sentirse demasiado expuesto.
En cuanto alcanzó el rellano de la tercera planta, oyó voces. No sabía de dónde procedían, de modo que se agachó y aguzó el oído. Alguien caminaba por la calle. El corazón le latió con fuerza mientras aguardaba a que el desconocido se alejase. Entonces, retomó su ascenso.
Llegó a la cuarta planta y se volvió sobre sí mismo para observar lo que le rodeaba. Adyacentes al edificio, se levantaban dos casas de dos plantas y, algo más allá, otro inmueble de similar altura. Todas las cortinas estaban corridas, y no había ninguna luz encendida.
En el diminuto rellano donde se encontraba, asomaban cinco puertas blancas que disponían de un contador de gas del mismo color. Mamoru se agazapó y se arrastró hacia la marcada con el número 404. No había ninguna placa en la puerta. Se apoyó contra la barandilla y respiró hondo. Se había acercado hasta allí para hacerse una idea del lugar donde Yoko Sugano había vivido hasta hacía bien poco. Y poseía los conocimientos idóneos para alcanzar su objetivo.
Mamoru se acordó de Gramps, el viejo amigo del que había hablado a Anego, aquel cuya pérdida había dejado un vacío que nadie había vuelto a llenar. Jamás habría imaginado que alguna vez pondría en práctica todo lo que Gramps le había enseñado.
Tras la desaparición de su padre, los amigos de Mamoru se mostraron reacios a jugar con el niño. En un principio, no logró entender el motivo, pero conforme creció y las cosas fueron de mal en peor, comprendió todo lo que se le venía encima. Ningún entrenador lo querría en su equipo de béisbol, ninguna madre lo invitaría a las fiestas de sus hijos. La discriminación empezó con los adultos, pero los prejuicios, cual enfermedad viral, no tardaron en contagiar también a los más pequeños.