—Yoko nos dijo que quería regresar a casa —añadió la chica.
—¿A casa?
—Dijo que se encontraba sola. Mamá habló con ella y la convenció para que aguantara allí. Solo le quedaba un año para terminar sus estudios, y las vacaciones de invierno están encima. Mamá le aseguró que iría a visitarla para ver cómo le iban las cosas.
Kazuko recordó que Yoko le había confesado lo asustada que estaba.
—Yoko me dijo que tú también querías irte a vivir a Tokio.
—Quise hacerlo durante un tiempo, pero cambié de opinión.
—¿Por qué?
—Por nada en especial. Tengo un trabajo aquí, y estudiar no entraba en mis planes. Yoko sí quería estudiar inglés y por eso se matriculó en la universidad. —Kazuko tuvo la sensación de que Yukiko estaba resentida—. Y mis padres no tenían dinero suficiente para mandarnos a las dos.
Se oía un constante murmullo y la fragancia del incienso se adueñaba del lugar.
—No puedo creer que muriera así. Qué muerte más estúpida. —Su voz sonó como la de una niña consentida; tenía los ojos llenos de lágrimas.
—De modo que no lo sabes… —dijo Kazuko en un tono apenas audible.
—¿Saber qué?
Kazuko abrió el bolso, sacó un pañuelo y se lo dio a Yukiko.
—Nada. Nada en absoluto.
Kazuko se acercó una vez más para contemplar la fotografía de Yoko y decidió regresar a la estación. «Quiero volver a Tokio».
De repente, se percató del alboroto que venía desde la entrada de la casa. Oyó gritos y el sonido de un impacto. Alguien había caído sobre una de las coronas funerarias, volcándola, y la gente se apresuraba a enderezarla.
—Es la mujer del conductor —dijo Yukiko.
—¿Te refieres al que atropello a Yoko?
—Sí, ha venido con su abogado. Oh, oh, ahí viene papá.
Yukiko echó a correr hacia ellos y Kazuko la siguió.
—¡Váyanse de aquí! ¡Márchense! —vociferaban unas rabiosas voces que se alzaban por encima de las demás. Dos personas salieron a la puerta de la casa. El vestía un traje oscuro, ella era una mujer rolliza vestida de luto.
—¡Solo queremos expresar nuestras condolencias!
—No puede devolvernos a nuestra hija. ¡Así que, fuera! —Como dando énfasis a esas palabras, algo salió volando e impactó contra la cara de la mujer.
—¡Señora Asano! —El abogado se abalanzó sobre ella para evitar que se desplomara. Kazuko se acercó a ver lo que el padre de Yoko había lanzado. Era un zapato grande y pesado.
La mujer dio un paso hacia atrás mientras se presionaba el pómulo derecho con la mano. Estaba sangrando. Los vecinos se mantuvieron a una prudente distancia, observando la escena. Nadie acudió en su ayuda.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Kazuko.
—Está herida —dijo el hombre que no apartaba la mirada de la cara de la mujer. Parecía estar sufriendo mucho con todo aquello, como si fuese él quien hubiese recibido el proyectil. Kazuko reparó en la brillante insignia que lucía en la solapa; tal y como había dicho Yukiko, era abogado. Entre los dos, la llevaron a un lugar más tranquilo y la sentaron sobre el muro de la casa vecina.
Yoriko Asano, que pretendía quitar gravedad al asunto, hizo un gesto con su mano libre.
—Estoy bien.
—Pues a mí no me lo parece. —El abogado se volvió hacia Kazuko—. Discúlpeme, señorita. ¿Le importaría quedarse con ella hasta que regrese? Voy a llamar a un taxi. La llevaré al médico.
—Sí, desde luego.
El abogado salió disparado en dirección a la estación. Kazuko se sentía incómoda y rezó para que volviera pronto.
—Lo siento —empezó a decir la señora—. Ni siquiera la conozco y se está preocupando por mí. Por favor, márchese, me encuentro bien…
—Yo diría que tiene un buen corte. —Kazuko presionó la herida con el pañuelo que el abogado había dejado.
—¿Conocía a la señorita Sugano? —preguntó la mujer.
—Sí, he venido desde Tokio. Usted es familiar del taxista, ¿verdad?
—Así es. Soy Yoriko, su mujer.
—Debe de estar pasando por un momento difícil.
—Esa es la menor de mis preocupaciones. Ha muerto una chica —declaró Yoriko Asano, cargada de valor.
—Pero sabe que no están dispuestos a aceptar sus disculpas.
—Supongo que no ha sido buena idea aparecer acompañada por ese hombre, el señor Sayama. Es abogado. Yo solo quería hacer lo correcto y actuar con decencia para con la familia de Yoko. Y también quería que escuchasen lo que tengo que decirles.
Kazuko bajó la mirada, algo incómoda por la confianza que Yoriko se estaba tomando.
La mujer se percató del gesto.
—Siento mucho molestarla con todo esto, sobre todo teniendo en cuenta que era usted amiga de la señorita Sugano.
—No se preocupe. Yoko y yo estábamos unidas, aunque no tanto como para dejar de ser objetiva con lo que ha sucedido. —Kazuko no estaba siendo del todo sincera, pero sus palabras parecieron tranquilizar a Yoriko.
—Mi marido asegura que la señorita Sugano se le echó encima. —Kazuko se quedó sin respiración—. Corría tan deprisa que mi esposo tuvo la sensación de que intentaba huir de algo. No pudo esquivarla. Dice que fue… un acto suicida.
—Disculpe, pero…
—¿Sí? —Yoriko se armó de valor para mirar a la chica a los ojos.
—¿Usted confía en su marido?
—Desde luego que sí —repuso Yoriko, casi con tono desafiante—. Él nunca miente. —Un par de focos las deslumbraron; era el señor Sayama que regresaba en taxi. Se precipitó para ayudar a Yoriko a subir al coche, que arrancó con destino a la sala de urgencias del hospital local.
Kazuko se despidió, y a su vez, descendió por la carretera de montaña que conducía hasta la estación. Intentaba poner en orden sus pensamientos. Yoko Sugano había surgido de la nada para lanzarse bajo las ruedas de un coche. Todo había ocurrido tan deprisa que el conductor no tuvo tiempo de dar un brusco viraje y esquivarla. Las palabras de Yoko resonaron en su cabeza. «Estoy asustada. Kazuko ¿te das cuenta de lo que ha ocurrido, verdad? Ninguna de las dos se suicidó. Había alguien más…»
¡No, no es cierto! Kazuko ahogó el recuerdo. ¿Quién iba a hacer algo parecido? ¿Cómo lograr tal cosa? Asesinar a una persona podía ser factible, otra cosa era empujarla al suicidio. ¡Era imposible! Sin embargo…
En la oscura carretera, Kazuko distinguió unos pasos que no eran los suyos. Se volvió sobre sí misma para echar un vistazo a su alrededor. A corta distancia, despuntaba una pequeña silueta humana. La luz de una única farola la iluminaba, desde detrás, por lo que no pudo verle la cara.
—¿La he asustado? —habló la sombra—. Lo siento, no era mi intención.
Kazuko se quedó paralizada sin poder apartar la vista de la presencia que se acercaba.
Al regresar a casa esa misma noche, Mamoru reparó en el cristal roto de la puerta trasera de la casa. Los fragmentos quedaban esparcidos por el suelo. En la pared que flanqueaba la entrada, destacaba pintada en marrón la palabra «Asesino».
La vecina comentó haber oído el ruido del cristal haciéndose añicos a primeras horas de la tarde. Se había acercado para ver qué estaba pasando y, entonces, avistó a un chico de uniforme que huía de la escena.
Mamoru recogió los cristales y eliminó la inscripción de la pared con la ayuda de un cepillo. Fue en ese momento cuando se dio cuenta de que no se trataba de pintura marrón, sino de sangre.
Cuando se encontraba en el cuarto de baño lavándose las manos, el teléfono sonó. Al pensar que podía tratarse de su tía, descolgó, pero se encontró con la misma voz afónica de la llamada anónima a la que había contestado la noche anterior.
—¿Sigue el señor Asano, el buen hombre que me ha hecho el gran favor de eliminar a Yoko Sugano, retenido por la policía?
—¿Quién eres?
—Deberían soltarle. Qué porquería de labor policial. Ya deberían haber averiguado el motivo por el que esa chica tenía que morir.
—¡Espera un momento! ¿Cómo puedes decir…?
El desconocido colgó. Mamoru, decepcionado, siguió increpándole, pese a que nadie escuchara ya sus protestas.
¿La policía ya debería haber averiguado el motivo? ¿De qué motivo se trataba? La casa estaba sumida en tal silencio que Mamoru pudo distinguir el tictac del reloj. Tomó asiento y reflexionó sobre todo aquello. Durante un instante, se preguntó qué habría escondido Yoko Sugano. «¡Solo fue un accidente!». Mamoru intentó sacarse todas esas preguntas de la mente.
—¡Buenas tardes! —exclamó una voz alegre. Anego apareció frente a la puerta, con las manos llenas de bolsas de la compra. Su hermano Shinji la acompañaba, y también iba cargado.
—¡Buenas tardes! —Shinji se esforzó por imitar el tono de su hermana mayor e hizo una reverencia digna de un caballero.
—Como dijiste que esta noche estabas solo, pensé que quizás debería pasarme y hacerte la cena. —Anego irradiaba entusiasmo, como siempre.
—¡Y yo seré la carabina! —rió Shinji—. ¡Qué peligro si os quedáis solos! ¡Sobre todo para ti, Mamoru!
Anego levantó la pierna y le dio una ligera patada a su hermano.
—¿Tu prima sigue sin aparecer?
—Suena muy extraño. —Los tres habían acabado ya su cena a base de hamburguesas, y Anego añadía algo de leche y azúcar a su segunda taza de café. Unos agudos pitidos electrónicos y sonidos de ráfagas de armas de fuego procedían del salón donde Shinji se entretenía con la colección de videojuegos de Maki. A juzgar por las variaciones de la música de fondo, Mamoru estaba seguro de que ya los había probado todos.
—Quizás deberías hablar con la policía o con ese abogado que os asesora. Puede que Takano tenga razón.
—Eso haré. El abogado ha acompañado a mi tía al velatorio de la chica que falleció en el accidente. —Miró el reloj. Eran las ocho y media—. Ya debería haber llamado.
—Si el hombre de las llamadas anónimas dice la verdad, puede que tu tío tenga alguna posibilidad todavía. Eso sí, que un desconocido diga semejantes monstruosidades de esa chica pone los pelos de punta. Solo tenía veinte años, ¿verdad? Es posible que se trate de algún chico al que dio calabazas.
—Eso es exactamente lo que pensé yo —suspiró Mamoru—. En fin, de momento, mejor no tomárnoslo demasiado en serio.
—¿A qué te refieres con «tomárnoslo en serio»? —Shinji asomó la cabeza en la cocina.
—¡Lárgate, mocoso! —Anego hizo amago de ir tras él—. Hablando de tíos raros, ¿no te habrás topado con Miura por ahí, verdad?
Mamoru no sabía muy bien qué contestar, así que optó por mantener una expresión de indiferencia. Se dio cuenta de que Anego no estaba dispuesta a tomar esa impasibilidad por respuesta, así que claudicó ante la petición de su amiga y se echó a reír.
—No tiene gracia —refunfuñó ella—. ¿Qué ha hecho ahora?
—No es nada. No te preocupes.
—Pero…
—Vamos ¡tengo mi orgullo! No puedo permitir que una chica actué como mi guardaespaldas.
—No es eso lo que pretendo. —Anego parpadeó unas cuantas veces, y Mamoru quedó impresionado por el tamaño de sus pestañas.
—Estoy tomándote el pelo. —Fingió una sonrisa—. Aprecio de veras lo que haces por mí.
Anego sonrió tímidamente. Era extraño verla hacer algo tan femenino. Lo normal hubiese sido que estallase en escandalosas carcajadas. Mamoru se sintió un privilegiado.
—¿Me prometes que no te enfadarás? —preguntó.
—¿Qué?
—¡Prométemelo!
—De acuerdo, lo que tú digas. ¿De qué se trata?
—Tengo la impresión de que tu padre también está sufriendo mucho con todo esto. —Mamoru se encogió de hombros para contener su sorpresa—. Creo que no anda muy lejos y que nunca os perdió de vista a tu madre y a ti. El sabe que vives con los Asano y seguro que, a pesar de no haberse atrevido todavía, desea ponerse en contacto contigo.
—Pues ahora que lo mencionas, cuando en días señalados voy al cementerio para llevar un ramo de flores a la tumba de mi madre, alguien se me adelanta…
Anego puso los ojos como platos. Mamoru, por otro lado, incapaz de seguirle el juego, alzó las manos en señal de rendición y se echó a reír.
—Qué va. Estoy de coña. ¡Jamás ha pasado algo así!
En un intento por enmascarar la vergüenza por haber sido tan crédula, Anego añadió a bote pronto:
—En fin… Según mi madre, todos los hombres sois iguales.
—Vale, lo tendré en cuenta. —La conversación llegó a un incómodo punto muerto, y Mamoru estaba impaciente por despertar de nuevo el interés de Anego—. Pero ¿sabes qué? A veces, yo también tengo esa sensación. La de que mi padre no anda muy lejos. Incluso me pregunto si alguna vez nos hemos cruzado sin tan siquiera percatarme de ello.
—¿Qué quieres decir? ¿No recuerdas qué aspecto tenía?
—No guardo ningún recuerdo de él. Y estoy seguro de que a él también le costaría reconocerme.
—¿Cuántos años tenías cuando se marchó? —Mamoru le enseñó cuatro dedos—. Entonces, no me extraña que no te acuerdes. ¿No tienes ninguna fotografía de él?
—No es que fuera el tipo de situación en la que te aferras a un álbum familiar. Aunque si buscara en viejos periódicos de hace unos doce años, probablemente encontrara un par de retratos desenfocados.
—¿Y tu madre no te dejó nada?
—Sí, algunas fotografías de nosotros dos y también su anillo de boda. —Anego asintió, visiblemente conmovida—. Mi madre siguió llevando su anillo hasta el final…
El día en el que Toshio Kusaka abandonó a su familia había estado lloviendo. En el norte la lluvia de marzo era glacial. Aunque Mamoru no tenía uso de razón por aquel entonces, recordaba que la noche anterior había empezado a lloviznar. Durante la madrugada hubo un fuerte chaparrón que lo mantuvo en vela. Su padre se había marchado muy temprano, poco después de las cinco, antes de que el primer tren pasara por la estación de Hirakawa.
La habitación del pequeño quedaba cerca de la entrada de la casa, y oyó que su padre se marchaba. Mamoru entreabrió la puerta unos centímetros y divisó a su padre vestido de traje, agachado, atándose los cordones de los zapatos. Puede que el niño pensara que su papá tenía que ir a trabajar; era cierto que Toshio Kusaka madrugaba a menudo para asistir a reuniones que tenían lugar a primera hora. Su mamá aún seguía dormida. Ahora que volvía la vista atrás, supo que su madre debió de fingir que dormía. El estilo de vida de su padre había adoptado un ritmo muy aleatorio; había noches que ni siquiera pasaba en casa.