El susurro del diablo (3 page)

Read El susurro del diablo Online

Authors: Miyuki Miyabe

Tags: #Intriga

BOOK: El susurro del diablo
11.84Mb size Format: txt, pdf, ePub

El río dormía. Mamoru encontró una piedra a sus pies, la recogió y la lanzó al agua. La oyó chapotear sorprendentemente cerca. La marea debía de estar alta.

Algo más oscuro que la noche invadió su corazón.

Una universitaria fallece atropellada por un taxi.

El 14 de noviembre, la joven Yoko Sugano, de 21 años, alumna de la Universidad femenina Toa, fue arrollada alrededor de la medianoche por un taxi conducido por Taizo Asano, de 50 años, en la intersección de Midori Itchome en el distrito de K-, Tokio. La víctima no sobrevivió a las graves heridas resultantes. En cuanto al taxista involucrado en el accidente fue arrestado por conducción temeraria y llevado a la comisaría de Joto para prestar declaración.

El hombre se enteró del accidente por la edición matinal del periódico. Pese a que la noticia quedaba relegada a pie de página, el titular captó de inmediato su atención. A pesar de que con la discreta tipografía en la que figuraba, resaltaba poco entre el resto de información. Al principio, se contentó con mirar la noticia por encima y continuó con su lectura. No fue hasta pasados unos segundos cuando se dio cuenta. Volvió atrás y lo leyó detenidamente, fijándose bien en cada dato. Cuando hubo acabado, plegó el diario, se quitó las gafas y se frotó los ojos. No solo coincidía el nombre, sino también la dirección. No podía tratarse de un error.

Entonces, alcanzó un diario económico y lo abrió. En sus páginas quedaba reflejado el mismo incidente pero, esta vez, venían a añadirse unas líneas que mencionaban que el taxista se había saltado un semáforo en rojo.

El hombre negó con la cabeza. No era justo.

Oyó a su mujer subir la escalera. A juzgar por el ritmo de sus pasos, podía deducirse que aún no estaba muy despierta. ¿Qué diría cuando reparara en la expresión de su rostro? «¿Ha caído el valor de las acciones?» «¿Has perdido un cliente?» «¿Ha habido un accidente?» «¿Ha muerto algún conocido?». Estaría impaciente por saber a qué venía esa cara de deprimido.

Pero no podía contárselo, ni a ella ni a nadie.

Se puso en pie y se marchó del salón para evitar encontrarse con ella. Se encaminó hacia el cuarto de baño, abrió el grifo del lavabo y dejó que el agua se derramara sobre sus manos. Le resultó tan fría como el recuerdo de cierta mañana lluviosa, hacía muchos años. Se salpicó la cara una y otra vez. Miró su reflejo en el espejo. El agua le goteaba de la barbilla; la tristeza se había adueñado de sus rasgos.

Podía oír el sonido de la televisión que su mujer acababa de encender. Murmuró para sí mismo, en un tono de voz apenas audible, como para asegurarse de que nadie lo oyera:

—No es justo.

Se secó la cara con una toalla. Pasó frente a la cocina de la que emanaba el aroma a café y subió la escalera. Una vez entró en el estudio, cerró con sumo cuidado la puerta, sacó una llave y abrió el cajón inferior de su mesa. En su interior, guardaba un álbum de fotos de tapa azul. Lo sacó y lo abrió. Había tres fotografías: la primera, de un adolescente de unos quince o dieciséis años vestido con el uniforme del colegio y una mochila al hombro; la segunda, del mismo chico, esta vez paseando junto a una joven que aparentaba unos veinte años; la tercera, la de un taxi de color verde oscuro. En esta última, aparecía un robusto cuarentón lavando el vehículo; también figuraba el chico, con una manguera en las manos. Daba la impresión de que, de un momento a otro, se volvería hacia el hombre que examinaba la instantánea. Ambos sonreían.

Ojeó el resto del álbum. Otra página estaba ocupada por una única foto de una mujer ataviada con un uniforme blanco y un pañuelo a juego que le cubría la cabeza. Sujetaba una bandeja en la mano izquierda y una escoba en la derecha. Aparentaba treinta y tantos años. Era posible que el fotógrafo la pillase desprevenida; parecía volverse repentinamente hacia la cámara, con los ojos entrecerrados y una modesta sonrisa en la cara. No era especialmente bella, aunque la línea de sus redondas mejillas le daba cierta calidez.

El hombre clavó la vista en esta fotografía y, acto seguido, retrocedió hasta las del chico. Una vez más, masculló para sí mismo:

—Mamoru, ¿cómo hemos llegado a esta situación?

El chico le devolvía la mirada, sonriente.

Esa misma mañana, en otra parte de Tokio, una joven se detenía en la misma noticia. No solía leer la prensa, al menos no hasta que empezó todo aquello. Ahora, hojeaba el periódico todas las mañanas; ese ritual ya formaba parte de su rutina diaria. Releyó el artículo hasta tres veces. A continuación, se encendió un pitillo y dio varias bocanadas, lentas y profundas. Le temblaban las manos.

Dos cigarrillos más tarde, se levantó y se dispuso a vestirse. Era hora de ir al trabajo. Se puso un llamativo traje de chaqueta de color rojo y se aplicó algo de maquillaje. Antes de marcharse, se aseguró de que tanto puertas como ventanas quedaban cerradas, vació lo que quedaba de café en el fregadero y, en un gesto mecánico, recogió el periódico de camino a la puerta de su apartamento.

Cuando bajaba la escalera de la calle, una mujer que sujetaba una escoba la interpeló. Se trataba de la esposa de su casero, que vivía en el apartamento de abajo. Eran algo quisquillosos con los pagos del alquiler; nada fuera de lo normal. No podía quejarse, era un buen lugar para vivir.

—Señorita Takagi, ayer recogí un paquete de su madre. Pensaba llevárselo anoche pero regresó tan tarde a casa que no quise molestarla.

—Pasaré por su casa cuando vuelva esta noche —espetó con brusquedad al pasar apresurada por su lado.

—De acuerdo —contestó alzando la voz a la figura que se alejaba, imperturbable y con gran celeridad. Luego, añadió para sí misma—: ¡No se va a morir por decir gracias!

Para entonces, Kazuko Takagi ya había cruzado la calle que quedaba frente al edificio y se dirigía a paso ligero hacia la estación. Lanzó el periódico a una pila de basura que aguardaba la recogida matinal.

—Menuda excéntrica —murmuró la casera que retomó sus tareas con semblante ceñudo.

En otro punto de Tokio, otra persona se detenía en la misma noticia. Los huesudos y blanquecinos dedos de sus manos la recortaban con unas tijeras. Hecho esto, sacó un álbum de recortes y pegó el pedazo de hoja impresa en una página nueva, reservada a tal efecto. Fumie Kato, Atsuko Mita y Yoko Sugano. Tres noticias. Tres mujeres. Todas muertas.

La mañana de la familia Asano, como no podía ser de otra forma, se vio marcada por el mismo titular. Ni Mamoru ni Maki habían podido conciliar el sueño en toda la noche. Nada más colgar el auricular, Yoriko se dirigió sin demora a la comisaría de policía y no regresó hasta el amanecer. Su expresión era pálida, parecía agotada.

—¡No me dejaron verlo! Alegaron que no eran horas de visita. Eso no es excusa.

Era tal el temblor de sus manos, que dos pares más tuvieron que intervenir para conseguir desplegar el periódico.

—Aquí está. Debe de ser este. —Maki aún intentaba convencerse de que el incidente no había tenido lugar. A Mamoru también le costaba asimilar lo sucedido. Sin embargo, los hechos reflejados ante sus ojos no dejaban lugar a dudas. Era real. La llamada recibida a medianoche no era fruto de una pesadilla.

Mamoru se vio invadido por una sensación muy extraña al leer el nombre de «Taizo Asano» en el periódico. Fue como descubrir una fotografía suya que ignoraba que le habían tomado. Al reparar en su nombre y apellido, no pudo afirmar con certeza que se trataba de su tío. Tal vez el protagonista de tal desgracia fuera otro Taizo Asano. Tal vez su tío apareciese por la puerta en cualquier momento.

—Qué crueldad —dijo Yoriko mientras plegaba el diario.

El desayuno quedó marcado por un silencio sepulcral. Maki no tenía mucho apetito, pero permaneció sentada a la mesa con una toalla húmeda y fría contra la cara, en un intento por reducir la hinchazón de sus ojos tras una noche de lágrimas.

—Tienes que comer algo —le instó Yoriko.

—No importa, no voy a trabajar hoy.

—¡No puedes hacer eso! Me dijiste que estabais hasta arriba de trabajo. Además, ¿no has agotado ya todos tus días de vacaciones?

—¿Cómo puedes hablar así? —Maki alzó la mirada y repuso con tono enfadado—: ¿A quién le importan las vacaciones o el trabajo? ¡Han arrestado a papá! ¿Qué se supone que tengo que hacer?

—No hay nada que puedas hacer por él estando aquí.

—¡Mamá!

—Escúchame. —Yoriko soltó los palillos, apoyó sus rechonchos codos en la mesa y se inclinó hacia su hija—. Solo porque haya habido un accidente, no significa que tu padre sea culpable de nada. Está en comisaría, pero es posible que lo suelten hoy mismo. Yo confío en él. Ahora tranquilízate y ve a trabajar. —Suavizó la expresión de su cara, como si intentara reconfortar a Maki—. Si te quedas en casa, estarás todo el día ahí, angustiada. No solucionará nada en absoluto.

—Tía Yoriko, ¿y tú qué vas a hacer hoy? —intervino Mamoru.

—Iré a ver al antiguo jefe de tu tío y le pediré que contacte con el señor Sayama de nuestra parte. Es abogado, y quiero que me acompañe a comisaría. Me gustaría llevarle algo de comer y también una muda. De hecho, me dijeron que también podía proporcionarle algo de cambio para las máquinas expendedoras. Tengo que comprarle ropa interior nueva, pero me advirtieron que cortara las etiquetas y me asegurase de que no quedaba ningún cordoncito suelto…

Yoriko hablaba distraída, casi para sus adentros, hasta que se dio cuenta de que Maki y Mamoru estaban presentes. Se apresuró a recobrar el control.

—Volveré después al despacho del señor Sayama para escuchar lo que tiene que decir sobre todo este asunto.

Taizo estuvo muchos años trabajando con Tokai Taxi antes de ponerse por su cuenta. Su antiguo jefe era el señor Satomi, y Sayama, el asesor jurídico de la compañía.

Maki se levantó de la mesa a regañadientes. Echó un vistazo al reloj antes de marcharse a su habitación.

—Y ponte algo de maquillaje ¿quieres? —gritó Yoriko tras ella—. Si vas con esa cara, romperás todos los espejos con los que te cruces.

Como de costumbre, Maki y Mamoru se marcharon juntos.

—¿Te importaría llevarme a la estación? —preguntó Maki, señalando el portaequipajes de la bicicleta de Mamoru—. No quiero tomar el autobús con esta pinta.

Mamoru esperó a que su prima se acomodara en la bicicleta y le rodeara la cintura con el brazo. Al cabo de unos minutos, Maki dio voz a sus pensamientos:

—Me pregunto si darán a papá algo para desayunar.

Mamoru procuró dar una respuesta que no provocara el llanto de su prima y le estropeara el maquillaje.

—Por supuesto que sí. La policía lo tratará bien.

—¿Aunque lo hayan arrestado?

—Fue un
accidente
—apuntó su primo, con tono optimista—. Además, el tío Taizo tiene una hoja de servicio impecable, cuenta en su haber con todos esos premios por conducción modélica. La policía debe de estar al tanto de ese detalle. Todo irá bien, ya lo verás.

—No estoy tan segura… —Maki se rascó la cabeza, y el movimiento desequilibró la bicicleta de Mamoru, haciéndola tambalear—. Ya sabes que a mi padre no le gusta el
donburi
1
y es lo único que sirven en las dependencias de la policía.

—Ves demasiado la tele. Encargarán el desayuno a algún restaurante que abra temprano.

—Quizás le den algo de arroz y sopa de miso. —Maki estaba absorta en las imágenes culinarias que invadían su mente—. En realidad, me da igual lo que coma, solo espero que esté caliente.

Mamoru había pensado lo mismo. Era una mañana muy fría, de esas que dejaban entrever que el invierno relevaba con sigilo al otoño. Dejó a Maki en la estación.

—¡No llores en el trabajo! —le advirtió con afecto.

—Lo sé, lo sé.

—Pero si ves a tu novio, no tienes por qué fingir que no estás triste. Deja que te consuele.

—¿Te refieres a Maekawa? —Maki era incapaz de guardar un secreto y ya había comentado a la familia que estaba saliendo con un compañero suyo de la oficina. Mamoru había hablado con él por teléfono en una ocasión, cuando el joven llamó preguntando por su prima.

—Sí, seguro que es un tipo de fiar. Eso me pareció cuando lo tuve al otro lado del teléfono.

Por fin, se las arregló para arrancar una sonrisa a su prima que, acto seguido, se apartó el pelo de los hombros. Mamoru se marchó en su bicicleta. Antes de doblar la esquina, se volvió y le dijo adiós con la mano. Maki, que aún lo observaba, le devolvió el gesto.

Mamoru asistía a un instituto público que quedaba a veinte minutos en bicicleta desde la casa de los Asano. El centro escolar solo llevaba dos años abierto y estaba equipado con un sistema de calefacción y de aire acondicionado de lo más moderno. Los jardines que, en perfecta armonía con los edificios blancos, se extendían frente al complejo estaban muy bien cuidados.

El aparcamiento para vehículos de dos ruedas estaba situado detrás de la cafetería, y se podía llegar hasta allí sin tener que reducir la velocidad. Cuando Mamoru aparcó, no había nadie más por la zona. No recibió otra bienvenida que la de tres fregonas que se secaban al sol en uno de los balcones.

Más animado de lo que había estado en casa, subió la escalera hacia su clase, el aula 1-A, y abrió la puerta. Sin embargo, aquella sensación de mejora no tardaría en evaporarse.

«¡Otra vez no!», se horrorizó Mamoru.

Junto a la puerta, había un tablón de corcho en el que destacaba, bien colocado y sujeto con chinchetas, la noticia que informaba del accidente en el que su tío estaba involucrado. Y, en la pizarra contigua, escrita con tiza roja y caligrafía basta, la palabra «¡ASESINO!» junto con una flecha que apuntaba hacia el trocito de papel.

Gente así abundaba adonde quiera que fuese. El chico intentó controlar la creciente sensación de rabia que le invadía. Los tipos que disfrutaban con la desgracia ajena eran como las cucarachas, tanto daba deshacerse de ellas, siempre habría cientos dispuestas a ocupar su lugar.

Mamoru pudo sentir el rencor contra quien fuera que hubiese invertido su tiempo y energía en resaltar lo que, en realidad, no era más que una breve noticia de relleno. El graciosillo se había tomado la molestia de hacer el siguiente montaje: recortar el artículo línea por línea; pegar los recortes dejando el interlineado necesario para ocupar todo el espacio; y subrayar el nombre y apellido del tío de Mamoru.

Other books

Currency of Souls by Burke, Kealan Patrick
Sophie's Heart by Lori Wick
Love Potion #9 by Claire Delacroix
Gabriel's Atonement by Vickie McDonough
The Widower's Wife by Prudence, Bice
Placebo Junkies by J.C. Carleson
The Starter Boyfriend by Tina Ferraro
Made For Sex by Joan Elizabeth Lloyd