Lo mismo sucedió en Hirakawa cuando el delito cometido por su padre salió a la luz. A diferencia de la gran ciudad, los casos criminales eran poco frecuentes allí y ocurrían de forma muy esporádica. Y en lugares tan tranquilos, el menor escándalo cobraba demasiada importancia y dejaba estigmas que el tiempo difícilmente borraría. De hecho, Mamoru se convirtió en objeto de todo tipo de rumores y calumnias hasta que su madre falleció y él se marchó de la ciudad. Era conocido como «el retoño del canalla Toshio Kusaka». De ahí que la sorpresa que acababa de llevarse en el aula resultara tan amarga, no tanto por el acto en sí, sino porque estaba a punto de sufrir la misma pesadilla. Y Mamoru se hacía una idea muy clara de quién podía estar detrás de todo aquello.
Las escuelas públicas eran bastante permisivas en materia de puntualidad. Era como si dieran por sentado que, inevitablemente, una determinada cuota del alumnado llegaría tarde a clase cada día. Kunihiko Miura era aficionado a esta práctica y, de hecho, no apareció en clase hasta poco antes de que sonara el timbre que anunciaba el fin de la misma. Abrió la puerta que quedaba al fondo del aula, entró a paso lento y se tomó su tiempo para elegir un pupitre en el que sentarse.
Mamoru no se volvió para mirarlo, pero sabía que Miura lo observaba. Era alto, atlético, el típico chico que se detenía frente a cada escaparate para comprobar que llevaba bien el pelo. Conducía una moto, una 400cc, sobre la que alardeaba de pasear una chica nueva cada mes aproximadamente. Incapaz de ignorar los ojos que se le clavaban en la espalda, Mamoru se dio la vuelta. En cuanto sus miradas se encontraron, Miura esbozó una sonrisa de oreja a oreja. Otros holgazanes que se acomodaban al fondo de la clase rieron con disimulo.
Había sido Miura. De eso no cabía la menor duda.
Miura y sus amigos tenían la edad mental de unos niños de diez. «Igual que los chicos de Hirakawa», reflexionó Mamoru.
—¡Miura, elija de una vez su asiento! —increpó el profesor, plantado frente a la pizarra, que gesticulaba con el libro de inglés en la mano.
Se trataba del tutor de la clase. A Mamoru le consternaba que hubiesen asignado al señor Nozaki, más conocido entre los alumnos por el apodo de señor Nonashi
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. Ese hombre era incapaz de imponer su autoridad. De hecho, al entrar en el aula, se contentó con dedicar un leve vistazo a las acusaciones formuladas en la pizarra y, sin pedir cuentas a nadie, las borró y abrió su libro.
Sin alterar lo más mínimo la expresión de indiferencia de la cara, el señor Nonashi, añadió:
—¡Kusaka, mantenga la vista al frente!
Y a aquello le siguieron más risitas desde la parte trasera del aula.
—Pero ¿qué es esto? ¿Se puede ser más imbécil?
Una vez acabó la primera clase, una de las compañeras de clase de Mamoru, una alegre chica que respondía al nombre de Anego
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, arrancó el insultante papel del tablón. Conforme lo estrujaba y tiraba a la papelera, lanzó una mirada de soslayo a Miura. El chico hizo caso omiso y siguió charlando con sus amigos que se apostaban contra las repisas de las ventanas.
La relación entre Mamoru y Miura empezó con muy mal pie nada más arrancar el año lectivo. Por más que el detonante de la discordia consistiera en un asunto bastante trivial, Mamoru se arrepentía de no haberse quedado al margen en su momento. Tenía que ver con cierta chica de la clase contigua cuya deslumbrante belleza era reconocida por todo el instituto. Mamoru se había cruzado una vez con ella y pudo comprobar con sus propios ojos que su reputación le hacía justicia.
Todo empezó un día de finales de abril, después de las clases. La chica había extraviado su cartera y no lograba encontrarla. Cuando tales casos se daban, el alumno debía dar parte al bedel y marcharse a casa. Dado que la cartera perdida contenía las llaves tanto de su taquilla como de su bicicleta, la joven decidió regresar a casa andando y traer una llave de repuesto al día siguiente. En ese preciso instante, Miura y su pandilla pasaron por allí. El chico se empeñó en llevarla a casa en su motocicleta.
Pero resultaba que aquella chica no era de las que se montaban en una moto sin pensárselo dos veces. Al contrario, era más bien tímida, obediente y responsable; el tipo de chica que prefería montar en bicicleta e ir al cine —siempre que tuviera el permiso de sus padres, eso sí— a pasear en moto o salir por discotecas. No resultó extraño, pues, que visiblemente asustada, declinara la oferta. Miura, que no estaba dispuesto a recibir un no como respuesta, la exhortó a que lo esperara allí mismo mientras iba a buscar su moto; dicho lo cual, se marchó apresurado, con una sonrisa triunfal en la cara.
Mamoru había presenciado parte de la escena, y se percató de que la chica se había quedado petrificada y estaba a punto de echarse a llorar. Temía las represalias del chico si lo dejaba plantado. Mamoru, por su parte, se ofreció a abrir el candado de la bicicleta de la joven. Así, ella podría fingir haber encontrado su cartera y escabullirse de allí.
—¿De verdad puedes hacerlo? —preguntó la chica cargada de esperanzas.
—Bueno, creo que los candados de las bicicletas son bastante endebles —respondió él con aire inocente para no aparentar ser un profesional del hurto. Cuando Miura volvió, quedó en evidencia delante de todos al encontrar a la chica acomodada en su sillín y lista para partir.
Mamoru desconocía quién podría haberle delatado y, en realidad, poco le importaba. Sin embargo, bastaron un par de días para que el rumor del incidente se extendiera como un reguero de pólvora por la clase. Lo cierto era que Miura ya no lo miraba sino con un destello diabólico en los ojos, o eso le parecía. Al cabo de dos semanas, cuando los alumnos rellenaban las fichas con sus datos personales, alguien vio que el apellido de Mamoru no coincidía con el de sus tutores legales. El rumor se extendió. Miura no iba a desaprovechar el hallazgo y empezó a urdir un plan para vengarse de su rival. En menos de una semana, había conseguido destapar la historia de Toshio Kusaka y propagado la infamia. Mamoru quedó asqueado por la retorcida energía que el chivato derrochaba en su innoble empresa.
Una mañana, al llegar a clase, encontró el viejo refrán «De casta le viene al galgo» garabateado en la superficie de su pupitre. Mamoru había anticipado una sucia jugada como aquella e incluso estuvo preparándose para encararla lo mejor posible. Fue en vano: se quedó de piedra al encontrar semejante abyección ante sus ojos.
En aquella ocasión, la ingeniosa Anego lo sacó del apuro al avisar al conserje del colegio y hacerse con un frasco de aguarrás. Mamoru se enteró de que el verdadero nombre de su bienhechora era Saori Tokida.
—Puedes llamarme Anego, como los demás. ¡Después de todo, mis padres me pusieron el nombre sin ni siquiera consultarme! —rió ante su propio comentario.
En cuanto Anego retiró el recorte de prensa del tablón, se acercó a Mamoru y se desplomó sobre la silla que quedaba a su lado. Una sombría expresión oscureció su fino rostro salpicado de pecas.
—Lo he visto en el periódico de la mañana. Debe de haber sido horrible. —Esas simples palabras de preocupación actuaron como un bálsamo en el corazón herido de Mamoru. Ambos guardaron silencio durante un instante—. Pero fue un accidente —añadió Anego con tono tranquilizador, al cabo de un rato—. Solo fue un accidente.
Mamoru asintió, agradecido, y desvió la mirada hacia la ventana.
East Cosmetics Ltd., la compañía donde Kazuko Takagi trabajaba, quedaba a cinco minutos a pie desde la estación de Shinjuku.
—He visto que tus ventas han caído. ¿Te encuentras bien? —preguntó su supervisor tras la reunión matinal. Kazuko captó la implícita crítica en sus palabras, pero prefirió hacer oídos sordos y se concentró en la organización de la agenda del día. Sin embargo, su jefe se puso un cigarro en la boca y se plantó detrás de su silla, como exigiendo una respuesta por su parte.
—Estoy un poco tensa últimamente —espetó ella.
Su superior expulsó una bocanada de humo por la nariz y esbozó una mueca antipática.
—Bueno, pues relájate ¿quieres?
Se marchó de la oficina a las diez en punto y decidió empezar por la estación. Hacía buen día; soplaba una brisa agradable. Pese a que la gente que pasaba por su lado parecía de buen humor, Kazuko caminaba con la cabeza gacha.
Apenas empezó a adaptarse a su nuevo empleo, se dio cuenta de que sus pasos la habían llevado de vuelta a Shinjuku. «Y no es aquí precisamente donde quiero estar». Detestaba aquel lugar. Odiaba la concentración de edificios, apiñados los unos contra los otros. Le daba nauseas la pestilencia que desprendía la basura acumulada en los pasillos del metro o en las jardineras que circundaban los rascacielos. Le sacaba de quicio el dinero malgastado, el consumo compulsivo.
«¿Y entonces para qué diablos he vuelto? ¿Para convertirme en la cómplice del despilfarro generalizado?». Solo pensar en ello la hacía sentirse más enfadada e impaciente.
Esa mañana, no dio pie con bola en el trabajo. No pudo quitarse de la cabeza la noticia que había leído en la edición matinal del periódico. Por más que intentara pensar en otra cosa, siempre acababa volviendo al dramático suceso. Se detuvo en una cafetería, tomó un café y fumó más que de costumbre. Mató el tiempo observando los rascacielos. En el interior del local, un teléfono público de color rosa se había vuelto la principal atracción, muy codiciado por los clientes que se turnaban para utilizarlo: un hombre vestido de traje, otro que parecía trabajar en un bar y llevaba un llamativo conjunto a cuadros, y una mujer que volvía de compras en los grandes almacenes. Cada uno de ellos esperó su turno, sacó una moneda e hizo su llamada.
Al mediodía, Kazuko se puso en pie y se encaminó hacia el teléfono. Pasó las hojas de su agenda hasta localizar la S. En una página repleta de nombres y números, solo se encontraban los datos de una amiga íntima: Yoko Sugano. La dirección y el número de teléfono habían sido tachados y modificados. Cuando Yoko se mudó, proporcionó a Kazuko los datos de su nuevo apartamento y le pidió que no se los revelase a nadie.
Kazuko marcó el teléfono y esperó a que diera tono. Se había quedado en blanco, ya no sabía que había planeado decir en caso de que alguien atendiese la llamada. Apartó el auricular para reflexionar un poco.
—¿Sí? ¿Diga?
Al oír la distante voz que solicitaba su respuesta, Kazuko volvió en sí.
—¿Es la casa de Yoko Sugano?
Tras un breve silencio, la persona al otro lado de la línea contestó.
—Eso es.
—Soy amiga de Yoko. Yo, esto… Me enteré por el periódico de esta mañana…
—Entiendo —dijo la voz—. Soy la madre de Yoko.
—No puede ser verdad. Yo…
—A nosotros también nos está costando mucho aceptarlo.
Kazuko se aferró al auricular y apretó con fuerza los párpados.
—¿Es cierto que fue un accidente?
—Sí —respondió la madre con tono enfadado—. ¡Y el conductor insiste en que no fue culpa suya!
—Señora Sugano, siento muchísimo su pérdida. ¿Está ella… su cuerpo…?
—Esta tarde llegarán sus restos mortales. Vamos a celebrar el velatorio aquí.
—Me gustaría asistir. ¿Podría decirme la dirección y la hora?
La madre de Yoko la informó con todo lujo de detalles sobre cómo llegar a su ciudad, y Kazuko tomó nota. Una vez hubo terminado, la señora preguntó:
—¿Eráis compañeras de clase?
Kazuko enmudeció; no sabía qué decir.
—¿Oiga? ¿Sigue ahí?
—Ah… Trabajábamos juntas —repuso a la ligera Kazuko, antes de colgar.
La cafetería ya estaba sirviendo la comida y empezaba a llenarse de jóvenes ataviadas con sus uniformes de trabajo. Kazuko tuvo la repentina sensación de encontrarse fuera de lugar con su traje rojo. Se marchó a la estación de tren para tomar la línea que llevaba hacia el centro. Cuando llegó, compró un billete para el expreso que conectaba con su lugar de destino. El trayecto duraría un par de horas. Recordó que Yoko describía esa ciudad como un lugar triste en el que no había nada qué hacer.
«Kazuko, estoy asustada». Esas fueron las últimas palabras que escuchó de boca de su amiga. «¿Será una coincidencia? Las cosas no pueden suceder porque sí». Y entonces, se echó a llorar.
«Yo también estoy asustada», pensó Kazuko. «Pero Yoko, solo ha sido un accidente. Si ese taxista no se hubiese saltado el semáforo en rojo todavía estarías aquí. Pero has muerto… Y contigo toda esta locura.»
El sol brillaba con tanta intensidad que tuvo que entrecerrar los ojos. Conforme avanzaba, Kazuko se decía a sí misma que creía en las coincidencias. En Tokio cualquier cosa era posible.
Unos tres meses atrás, se encontraba en un ascensor en el que no cabía ni un alfiler. En el último instante que precedió el cierre de las puertas, un joven asomó en el vestíbulo, frente a ella. Iba mal vestido y había un ligero encorvamiento en sus andares que Kazuko creyó reconocer. Se sorprendió y, a su vez, el hombre reparó en ella. Había sido uno de sus «clientes». Fue un momento muy embarazoso. Kazuko quiso que se la tragase la tierra cuando él puso las manos en las puertas para colarse dentro. «Está completo. Espere el siguiente», dijo alguien junto a ella, y las puertas se cerraron ante la expresión asombrada del joven.
Eso sí que fue una coincidencia. Entre los millones de personas que vivían en Tokio, las oportunidades de cruzarse con un antiguo cliente eran ínfimas.
«Aquí cualquier cosa es posible. No puedes controlar todas las variables».
Esa misma noche, Yoriko llevó a Maki y Mamoru a un restaurante del vecindario para, tal y como ella expuso, llenar los estómagos y recobrar fuerzas. El local, que destacaba por su interior de madera y su brillante iluminación, tenía el aforo casi completo, y las deliciosas fragancias de las salsas impregnaban cada rincón. Una vez que los tres se acomodaron y pidieron, Yoriko les contó cómo había ido el día.
—Tu padre lo ha pasado muy mal, pero ahora está más tranquilo. No tienes de qué preocuparte —aseguró con firmeza.
Sin embargo, Maki no quedó del todo convencida.
—Pero ¿por qué ha de permanecer en la comisaría de policía? ¿No deberían soltarlo ya?
Mamoru miró a su prima y supo que la ansiedad acumulada durante todo el día empezaba a hacer mella en ella. Las ojeras ensombrecían su mirada.
Su tía, en cambio, parecía más optimista.