Authors: Michael Bentine
—¡El paraíso! —musitó Simon, extasiado—. Esto debe de ser el paraíso.
Había alguien en la estancia cuyo rostro le parecía conocido, si bien no lograba recordar el nombre. Era una cara hermosa, llena de compasión.
«Un ángel —pensó—. ¡Un ángel de verdad!»
El adorable rostro sonreía, en tanto que un alegre brillo iluminaba sus ojos violeta.
De pronto, Simon supo quién era.
—Sitt-es-Sham —murmuró.
¿Pero entonces quién era la mujer mayor?, se preguntó.
Inmediatamente, la hermana de Saladino se cubrió de nuevo la cara con el velo. Se volvió y se dirigió a otra persona hablándole su vibrante voz de grave acento.
—Despertó, Maymun. ¡Alabado sea Alá!
Otra figura se unió a ella. Era un hombre, de barba gris, y sonriente.
—Dios es grande, alteza —dijo—. El joven está recuperado.
El hombre se inclinó sobre el camastro de Simon.
—¿Puedes entenderme, hijo mío?
La voz del enfermo, ronca por el largo silencio, sonó como un débil graznido:
—¡Sí!
El hombre, en el final de la mediana edad, llevaba una gallah blanca y un prieto turbante sin ornamentos. Simon le reconoció.
—¡Maimónides! —murmuró, con voz apenas audible.
El médico judío asintió con la cabeza.
—Nuestros sueños nos han sido útiles, servidor De Creçy —dijo en un ceceoso árabe—. Te reconocí en el campo de batalla. Eres un discípulo de mi viejo amigo Abraham-ben-Isaac, el discípulo favorito, según me escribió, cuando me mandó una carta después de la batalla de Hittin.
Simon pareció alterarse, y su rostro macilento se llenó de espanto.
—¿Belami? —preguntó, con voz áspera—. ¿Está vivo?
—¡Y coleando! —le tranquilizó Maimónides—. Está en el cuarto contiguo. También él ha recobrado el uso de su miembro herido. Ambos sois muy afortunados.
—Amén —musitó Simon—. Pero perdimos la batalla.
—Una batalla no lo es todo. Poco daño han sufrido los escasos sobrevivientes. A todos se les ha permitido regresar a sus hogares. Saladino barre Outremer y Outrejourdain como el viento del desierto. Sólo mata a aquellos que merecen morir. El resto, así como sus mujeres e hijos, está a salvo. Saladino es un hombre compasivo.
—Sin duda. Nosotros lo sabemos y le damos las gracias. —De repente, el rostro del joven normando se puso tenso de ansiedad. Exclamó—: Perdimos la Vera Cruz. Yo la vi caer en manos sarracenas. El arzobispo estaba muerto, y el símbolo sagrado fue robado. Yo no pude hacer nada para evitarlo.
—No te preocupes, hijo mío. Saladino es un musulmán devoto. La Vera Cruz, como llamas al objeto sagrado, recibe un reverente cuidado. Nuestro jefe no escupe sobre los símbolos sagrados.
Maimónides puso una consoladora mano sobre la frente de Simon.
—¡Duerme, hijo mío! —murmuró en un tono grave e insistente—. Los párpados te pesan..., están cansados. Deja que reposen; te sientes mareado; relájate y deslízate fuera de tu cuerpo. ¡Duerme, hijo mío, duerme!
El último pensamiento de Simon antes de dormirse fue que Maimónides utilizaba las mismas técnicas que Abraham para liberar el cuerpo sutil de la forma física. Tenía plena confianza en el sabio.
Ningún hombre con tanta compasión en sus ojos podía hacer mal a nadie.
—¡Allahu Akbar! —dijo el médico en voz baja.
Cuando Simon se despertó de nuevo, ya era la mañana del día siguiente. Un rostro conocido le sonreía.
—¡Belami! —exclamó, con voz aún ronca, pero más fuerte.
El vapuleado veterano, con la cabeza vendada, cogió la mano de su pupilo con su férrea garra.
Estaba sentado en una silla de caña de alto respaldo, con las piernas apoyadas en un cojín. Uno de los miembros también lo llevaba vendado, mientras que el otro pie reposaba cómodamente dentro de una puntiaguda zapatilla roja.
—Te portaste bien —dijo el viejo soldado, la voz velada por la emoción—. Pero eres culpable de insubordinación.
Simon pareció sorprendido. Belami le sonrió con su amplia mueca habitual.
—¡Me diste un susto infernal! Pensé que estabas muerto. Eso merece un castigo según mi manual de instrucción. ¡Se supone que yo, Belami, como superior vuestro, soy quien debe daros un susto infernal a vos, joven servidor De Creçy!
Simon rió débilmente.
—Gracias a la Virgen María, hemos sobrevivido ambos. Me alegro de no haberte decepcionado, Belami, ni a mi padre, ni a mis tutores y camaradas.
Ambos estaban demasiado cansados como para conversar largamente y no tardaron en quedarse dormidos. Al despertar, era muy entrada la tarde y les sirvieron la primera comida sólida: fruta y leche, un sustancioso caldo de carne y pan árabe sin levadura, rociado con copiosos tragos de agua de rosas helada.
Belami tenía mejor apetito que Simon, pero se dieron cuenta de que les costaba más ingerir la comida que antes. La falta de ejercicio les había debilitado considerablemente y ambos servidores estaban por debajo del peso normal en su estado físico óptimo. Regenerar sus músculos estragados les llevaría mucho más tiempo de lo que suponían. De hecho, transcurrió un mes más antes de que la fatiga de la batalla abandonara sus cuerpos magullados.
Maimónides llegaba todas las mañanas y tardes para ayudarles a ejercitar sus miembros heridos, que cuando menos ahora ya no les causaban dolor.
Largos periodos en los baños de vapor en los que a los sarracenos les encantaba distenderse, acompañados de hábiles masajes en manos de los ayudantes de Maimónides, devolvieron finalmente a los dos heridos el pleno uso de sus cuerpos.
Fue un día emocionante cuando Simon y Belami hicieron el primer recorrido a pie por los extensos jardines del palacio. Se sentían exultantes.
Considerando el grado de las heridas, su completo restablecimiento era un pequeño milagro, que se debía en buena medida a los conocimientos médicos de Maimónides y al amoroso cuidado de la Señora de Siria. Era ella quien establecía la dieta y, a menudo, sin ser vista, velaba su sueño.
Estas atenciones de parte de la hermana de Saladino iban especialmente dirigidas a Simon. Ninguno de ambos pacientes sabía que aquella notable mujer dedicaba tanto tiempo a su bienestar. Incluso cuando hacían ejercicio en los campos del palacio, Sitt-es-Sham les observaba discretamente desde detrás de la persiana de una ventana, y sus ojos seguían atentos todos y cada uno de los movimientos que Simon hacía.
Una semana más tarde, Simon volvió a ver a la Señora de Siria. Su esbelta figura velada entró a su dormitorio a la puesta del sol. La princesa sarracena iba acompañada de su dama de compañía a quien despachó en silencio. La acompañante se retiró con toda discreción, con una risita conspiratoria. Los sentidos de Simon, después del contacto íntimo con la muerte, se habían agudizado y podía oír, ver, sentir y presentir cosas más rápidamente y a mayores distancias.
En este caso, el joven normando captó la presencia de Sitt-es-Sham aun antes de que ella hubiese doblado la esquina del corredor que conducía a su puerta. Era algo absolutamente misterioso.
Cuando estuvieron solos, Simon se volvió tremendamente tímido.
Sitt-es-Sham se dio cuenta de su extrema cortedad y habló en primer lugar.
—Servidor De Creçy —dijo con su tono grave y dulce que hizo correr un escalofrío por la espina dorsal de Simon—, es mucho lo que tengo que agradeceros, tanto a vos como a vuestro aguerrido compañero.
El joven normando tartamudeó:
—¿Por qué, alteza?
Estaba auténticamente azorado. La Señora de Siria se sonrió. Aún llevaba el velo, pero sus adorables facciones se podían distinguir bajo la fina seda del yashmak.
—Por mi vida. A vos y al servidor Belami y a vuestro otro compañero.
—El servidor De Montjoie. Pierre de Montjoie estaba con nosotros en aquel momento, alteza.
—¡Por supuesto!
La hermana de Saladino soltó una risita.
«Como una brisa de verano», pensó Simon.
—Los tres me salvasteis de la muerte en manos del Hashashijyun.
—Era nuestro deber, alteza. Belami se dio cuenta inmediatamente de que el caballero franco que os atacaba era en verdad un Asesino.
—Lo recuerdo bien —repuso la señora—. Nunca podré pagaros la deuda que tengo con vos... —Hizo una breve pausa—. Con todos vosotros. He pensado en lo que hicisteis por mí, muchas veces. —Su esbelta figura se acercó aún más a Simon—. Os estoy profundamente agradecida.
—No, alteza. Soy yo..., es decir, Belami y yo... quiénes estamos en deuda con vos. Os agradecemos con toda humildad y profunda gratitud vuestra gran bondad y conmiseración.
Simon calló, pues sus aguzados sentidos captaron su suave perfume, con reminiscencia de flores silvestres y fragancia de orquídeas.
A pesar suyo, Simon exhaló un suspiro. Inmediatamente, la hermana de Saladino dejó caer el velo, y de nuevo los sentidos del normando se turbaron mientras contemplaba los maravilloso ojos violeta de la joven. Los húmedos labios de la princesa se abrieron en una cálida sonrisa invitadora.
Simon recurrió a su vacilante fuerza de voluntad. Sitt-es-Sham estaba muy cerca de él.
—Alteza —balbuceó—, ¿quién era la otra dama que estaba de pie junto a mi cama cuando veníais a visitarme?
La pregunta salió de sus labios involuntariamente. Sitt-es-Sham se sobresaltó.
—Yo venía sola —respondió—; sólo Maimónides estaba aquí conmigo.
—Pero, alteza, yo vi claramente a esa mujer, a pesar del dolor que me atenazaba. Era más menuda y mayor que vos. Recuerdo claramente que a veces no llevaba velo y sonreía. De un modo extraño, la señora se parecía a vos, como si fuese un familiar cercano.
Simon sentía auténtica curiosidad por conocer la identidad de su otra visitante. Sitt-es-Sham estaba desconcertada.
—Según vuestra descripción, podríais referiros a una tía mía, del lado materno de mi familia. La «Señora de Tiberias», le decían. La recuerdo de cuando yo era una niña. Difícilmente podría olvidarla, pues tenía unos ojos extraordinarios. Eran de un color azul brillante..., como el pecho de un pavo real. —Su voz se convirtió en un susurro—. Como los vuestros, servidor De Creçy.
Siguió un breve silencio; luego Simon dijo:
—¿Puedo preguntaros qué fue de ella, alteza?
—Creo que falleció, en Tiberias, pero de eso debe de hacer más de veinte años.
—¿Cómo murió, mi señora?
La voz de Simon era apremiante, insistente.
—Al dar a luz —respondió en voz baja la hermana de Saladino—. Hay un misterio en torno a su muerte. Su hijo, mi primo, nunca fue encontrado. Al parecer, al niño le secuestraron. Se cree que fueron los hombres de Sinan-al-Raschid. ¿Por qué lo preguntáis?
—No lo sé exactamente —contestó Simon, ahora completamente azorado—. Creí que la dama que vi a vuestro lado, esas noches, era real. Ciertamente, lo parecía. Debió de ser todo un sueño.
Para ocultar su confusión, Simon se había vuelto de cara a la pared. Tenía el rostro colorado de turbación, y sintió que se desvanecía.
—¿Tenéis fiebre? —preguntó Sitt-es-Sham, preocupada.
—No, alteza. Es sólo que la señora que me pareció ver responde también a otra descripción. Acabo de recordar que Belami me contó que mi madre falleció en Tiberias. —Bajó la voz—. Eso también ocurrió hace veinte años.
Antes de que alguno de los dos pudiese continuar, golpearon suavemente a la puerta. Sitt-es-Sham se puso inmediatamente el velo de nuevo.
—¡Adelante! —dijo en voz baja.
Era su dama de compañía. Durante unos segundos conferenciaron quedamente en árabe, y luego la hermana de Saladino se dirigió a Simon.
—Volveremos a hablar de esta extraña coincidencia. Ahora debo irme.
Simon sintió que sus dulces dedos le acariciaban el brazo, y acto seguido ella salió.
Damasco era la ciudad preferida de Saladino. También era una de las joyas arquitectónicas del islam. Allí se encontraba la universidad donde el líder sarraceno había pasado la juventud a los pies de sus maestros.
La bella ciudad estaba construida de acuerdo con las proporciones de la Sagrada Geometría. Sus edificios de estuco amarillo y los altos minaretes blancos parecían ensoñados en el calor de las tardes perezosas. Era el hogar de las artes y, como Isphahan, su ciudad universitaria rival, Damasco contenía todo cuanto era sagrado y de valor en las formas de vida musulmanas.
Cuando Simon y Belami tuvieron fuerzas suficientes como para pasear entre las omnipresentes rosas y palmeras de las plazas y jardines de rumorosas fuentes, el joven normando se enamoró de ella. Una vez más tuvo la extraña certeza de conocer la ciudad a consecuencia de los sueños en que la había sobrevolado, admirando sus mezquitas, minaretes, palacios y espaciosos edificios, tan perfectamente emplazados debajo de él.
Toda la placentera sensación de espacio y resolución le volvió a la memoria en cuanto Simon puso un pie fuera del palacio del sultán. Aquella nueva agudeza de los sentidos también le proporcionaba una profunda penetración para apreciar las proporciones de las cosas.
Flanqueado por Belami en un costado y por Maimónides en el otro, aquellas primeras breves excursiones por la ciudad inundada de rosas se grabaron en la mente de Simon para el resto de su vida. Posteriormente, cuando los templarios pudieron volver a montar, esos paseos por Damasco los esperaban ambos con ansia. Belami, con su espíritu práctico, hacía tiempo que sentía interés en las formas de vida musulmanas, y había aprendido a apreciar la belleza encumbrada de la arquitectura árabe, si bien no poseía la facilidad para la matemática y la geometría que tenía Simon.
La reacción de Maimónides ante el discípulo favorito de su amigo, fue tan entusiasta como lo había sido la de Abraham-ben-Isaac. Cualquier erudito auténtico que sea por naturaleza vanidoso, sabe apreciar los dones de un discípulo aplicado, y los dos sabios judíos advirtieron aquella cualidad en la humildad genuina y la mente inquiridora del joven normando. Sus maestros le brindaban lo mejor de sí mismos.
Maimónides le dijo a Simon:
—Todo cuanto he aprendido hasta el momento procede de las civilizaciones del Mediterráneo, incluyendo el Oriente Medio, y la mayoría de ello en algún momento estuvo depositado y conservado en las bibliotecas perdidas de Alejandría y Bizancio.
«Mis escasos conocimientos sobre medicina se deben a la obra de Galeno y Abu-ibn-Sinah, el médico que supo ahondar en las causas de las enfermedades y males que atacan al cuerpo humano.