Authors: Michael Bentine
Mientras los jefes adversarios iban haciendo sus movimientos preliminares, Simon pasaba todo el tiempo posible con Berenice, más en el papel de un hermano confortador que como el ardiente amante que ambos deseaban que fuese, pero el protocolo era muy importante en los círculos de la Corte y el amante no tenía más remedio que obedecer sus dictados.
Una vez más, bajo la tensión creada por las circunstancias, el cuerpo sutil de Simon abandonó su forma durmiente y pareció desplazarse a gran velocidad a través del espacio y el tiempo hasta el hogar de su infancia en Normandía. Esta vez no le aguardaba ninguna tragedia en De Creçy Manor.
Su cuerpo astral atravesó los gruesos muros y entró en la habitación de Bernard de Roubaix para arrodillarse junto al durmiente caballero. Simon observó cómo los años habían avejentado a su querido tutor, y se quedó contemplando las arrugadas facciones del viejo cruzado, que roncaba plácidamente sumido en el sueño profundo de los ancianos. Al pie del lecho del caballero, yacía su perro cazador de jabalíes, también en los postreros años de su vida. De nuevo, como había ocurrido durante la visita previa en sueños, el viejo perro se agitó al presentir la sutil presencia de Simon, pero los años habían aletargado su capacidad de reacción y apenas respondió a su papel de perro guardián antes de hundirse de nuevo en el sueño. Simon sonrió y luego se puso alerta cuando otra presencia se manifestó en el dormitorio.
Era la figura de un monje alto encapuchado que Simon había encontrado en un sueño anterior, cuando se transportó a la catedral de Chartres, y que sabía que era el espíritu de su padre.
Instantáneamente, la escena cambió y lo que era el dormitorio del viejo caballero en la mansión se transformó en la vasta nave de la catedral. El alto monje echó la capucha hacia atrás, y de nuevo Simon contempló las recias facciones del ex Gran Maestro, fallecido en Damasco. Esta vez la arrugada cara sonreía y Simon experimentó que su padre le transmitía una oleada de amor, dotando de una nueva calidez a aquella extraña relación. Respondió con un sollozo de gozo al sentir el fuerte lazo que les unía.
Mentalmente, Simon «oyó» la voz de su padre.
—Has hecho todo cuanto yo esperaba de mi hijo, y mucho más. —El sentimiento amoroso era muy intenso—. No te preocupes Simon. Muy pronto, el camino de tu destino te conducirá de la guerra a la paz. Has aprendido mucho de los hombres más sabios de Oriente. Nunca fue por azar que vuestros caminos se cruzaran. Todo lo que te ha sucedido ha tenido un propósito, y ha sido parte de la Gran Obra. Tú tienes una fe inconmovible en tu destino. No la pierdas ahora. Tomarás parte en la última batalla por Tierra Santa y luego tu tarea estará cumplida. La obra de tu vida está aquí, en Chartres. Tu dama estará a tu lado. No temas. Te amo, hijo mío.
Con esas palabras la escena se esfumó, y Simon se sintió raudamente transportado a través del tiempo y el espacio, para despertar de nuevo en su cama en ultramar. Sabía que había llegado a la encrucijada más importante de su vida.
El jueves 22 de agosto del año del Señor de 1191, el rey Ricardo encabezaba las columnas de los ejércitos combinados de la tercera Cruzada al salir de Acre. Las murallas de la ciudad estaban abarrotadas de gente que les despedía agitando banderas y gallardetes en una demostración de entusiasmo como no se había visto desde el comienzo de la anterior Cruzada. Era evidente que Corazón de León contaba con el total respaldo del pueblo de Outremer.
Los únicos cruzados que faltaban eran los que seguían a Conrad de Montferrat. Estos permanecían en Tiro, en tanto el rey inglés se dirigía hacia Jaffa siguiendo el camino costero en dirección al sur. A Ricardo le restaban siete mil hombres, incluyendo a sus propios caballeros ingleses, las dos órdenes militares, los nobles de De Lusignan, los lanceros aliados de Bohemundo, Joscelyn y Homfroi de Toron, así como las fuerzas bajo el mando del duque de Borgoña. Se enfrentaban a una fuerza sarracena de más de treinta mil hombres y un gran número de ellos iban montados.
La única ventaja táctica que poseía Corazón de León era la flota inglesa, que, desde mar adentro, avanzaba en forma paralela al camino de la costa a Jaffa. Cabalgando a la cabeza de la columna de la caballería pesada, mezclada con la infantería, el rey Ricardo iba flanqueado por los templarios y su retaguardia estaba segura en manos de una selecta tropa de hospitalarios, colocados allí para reforzar a las tropas borgoñesas. Detrás del rey, Simon y Belami cabalgaban a cada lado de su Gran Maestro, manteniendo su posición como guardianes personales del monarca, sin dejar de servir a los requerimientos del comandante templario. Todo el tiempo, el veterano servidor mantenía la vista fija en las tierras altas que se extendían hacia el oeste desde el camino de la costa hasta la franja de árboles que, en su opinión, inevitablemente ocultaban a las fuerzas de Saladino.
—El sultán está esperando que nuestras columnas dejen atrás las tierras pantanosas que nos separan de él. Entonces, estoy seguro de que enviará a sus escaramuzadores y arqueros montados —le dijo a Robert de Sablé.
El Gran Maestro asintió con la cabeza.
—Es sólo cuestión de tiempo. Sospecho que Saladino aguarda a que el sol esté bien alto para atacar. Confía en que se produzca otro desastre como el de Hittin. Esta vez, la sed no será su más gran aliado. Tenemos agua más que suficiente para cinco días.
Los pensamientos de Simon formaban una extraña mezcla. Su vivida experiencia onírica le había convencido de que aquélla iba a ser su última batalla como templario. Esa idea llenaba su espíritu de ansiedad. Sabía que las visiones que había tenido mientras dormía siempre presagiaban acontecimientos que no tardaban en producirse. Sólo si él intervenía deliberadamente en el curso de los eventos, las predicciones del sueño dejarían de realizarse. Eso era lo que Abraham-ben-Isaac y Osama le habían enseñado.
No le había confiado el contenido total de su viaje astral al veterano, sino solamente sus dudas y temores ante la posibilidad de que no estuviese dotado para ser un servidor templario. A pesar de que Simon consideraba que Belami era su más íntimo amigo, tutor y tío sustituto, así como padrino, no lograba decidirse a establecer la extraña comunión que parecía existir entre su fallecido padre y él. Esto le producía un sentimiento de culpa, porque ningún ser viviente había estado más cerca de él que Jean Belami. Una y otra vez Simon le debió la vida a aquel hombre consagrado que fielmente siguió las instrucciones de su finado Gran Maestro en relación con su hijo natural.
Era la primera vez que el joven normando le ocultaba algo a Belami. Mientras cabalgaba junto a él, Simon sentía remordimiento de conciencia porque de alguna manera estaba traicionando a su mejor amigo. Belami también estaba preocupado porque presentía que Simon no se lo contaba todo y callaba algo importante. Alejó aquellos demonios de la duda y se concentró en la observación de los bosques que se acercaban al este de su línea de marcha. De vez en cuando, lanzaba una mirada al rey Ricardo, que se había encerrado en el silencio, en contraste con sus habituales comentarios sobre los avances que estaban haciendo.
El monarca inglés estaba insólitamente angustiado por la actual relación con su esposa. «Bella y sumisa», la había descrito maliciosamente Pierre de Montjoie, ignorando el hecho de que la reina Berengaria poseía una mente inteligente, probablemente igual si no superior a la de Corazón de León.
El fracaso de Ricardo en la cama con ella provenía del latente miedo a las mujeres que había infundido en él la dominante actitud de su madre, la reina Eleanor, a quien aún temía. Ésa no era sólo la actitud de un hijo obediente hacia un progenitor déspota, sino que también se debía a los indudables poderes de la reina madre como suma sacerdotisa de la antigua religión, que él practicaba al mismo tiempo que el cristianismo. En su capacidad de maestro-trovador, Ricardo Corazón de León era tan practicante de la antigua magia de la Tierra, como Abraham-ben-Isaac.
Mientras llevaba al paso a Roland, su poderoso caballo de batalla chipriota, al frente de su formidable ejército, Corazón de León pensaba más en la tristeza por la pérdida de su apuesto e inteligente compañero Pierre de Montjoie, que en su rubia esposa, cuyo cuerpo hasta el momento no había logrado penetrar. Ricardo añoraba la batalla, cuerpo a cuerpo con las hordas sarracenas, como el amante añora estar en los brazos de su amada. Sólo en el torbellino, la acción y el peligro del combate, aquel extraño rey experimentaba el éxtasis que normalmente debería haber sentido como un hombre viril en la cama.
Junto a él cabalgaba Guy de Lusignan, sopesando una oferta de la gobernación de Chipre. Se la habían hecho a él después de la propuesta por parte del monarca inglés del dominio de la isla recientemente capturada a los caballeros templarios, a cambio de la suma de 150.000 besants de oro.
Al mismo tiempo, Robert de Sablé estaba llegando a la conclusión de que Chipre constituiría una segura base ideal para todas las operaciones de los templarios en el Mediterráneo oriental, para aprovisionar a sus fuerzas en Tierra Santa.
Cada cruzado, noble, caballero o plebeyo, cabalgaba con la mente llena de ideas sobre lo que aquella tercera Guerra Santa le reportaría en calidad de honores, riquezas o satisfacción religiosa, según su temperamento. Sin embargo, todo el tiempo, los experimentados veteranos de ultramar se mantenían alerta para afrontar el esperado ataque de los escaramuzadores sarracenos en masa, ahora que habían sobrepasado la zona de los pantanos, que se precipitarían sobre ellos desde la extensa línea de árboles que se vislumbraban al este.
En formación de marcha, el ejército cristiano avanzaba lentamente, como una enorme serpiente del desierto, a lo largo de la carretera costera a Jaffa. De tanto en tanto, eran hostigados por pequeños grupos de arqueros montados turcos, pero sólo sufrían heridas superficiales causadas por aquellos jinetes fastidiosos. Mientras tanto, ocultos en la floresta de la altiplanicie, tal como Belami había pronosticado, los exploradores de Saladino vigilaban y contaban las tropas de los cruzados, que seguían avanzando sin parar.
—El rey inglés ha organizado su ejército en cinco batallones. Dile a Saladino que Corazón de León tiene doce divisiones de caballeros, flanqueados por tierra por sus arqueros, y por mar, por sus carros de provisiones. A corta distancia de la costa, se encuentran las naves de la flota inglesa. De Montferrat, según parece, no acompaña al rey No hay ninguna de sus banderas. Calculo que sobrepasamos a los infieles por tres a uno. ¡Alá es grande! ¡Él les ha puesto en nuestras manos!
Esas palabras, dichas por Safardino a su mensajero, fueron repetidas a su hermano el sultán a los pocos minutos de ser pronunciadas. Saladino se dirigió a Taki-ed-Din, su sobrino favorito.
—Si Ricardo no ha aprendido la lección de la pasada experiencia de los desastres de De Lusignan, podríamos tener otro Hittin. Pero me temo que Safardino se muestra demasiado optimista. Corazón de León lucha como siete djinns y sus mandobles son mortales. Sus arqueros ingleses, armados con arcos largos, como el que mi joven amigo templario dispara tan diestramente, son fatales aun a larga distancia. Sus flechas atraviesan las mallas de acero como si fueran de queso de cabra. En cambio, nuestros escaramuzadores escitas y los arqueros montados turcos tendrán que acortar la distancia para poder perforar las armaduras de los cruzados. ¡Díselo! Lanza el ataque total ahora, mientras el sol les da en los ojos.
En el punto donde el bosque se extendía hasta tres millas de la costa, comenzó la batalla de Arsouf.
Primero iban los arqueros montados turcos. En un remolino de fina arena, lanzando gritos de combate, una enorme ola de aquellos fanáticos guerreros surgió atronando de entre los árboles.
—Deben de ser diez mil —musitó Simon, alarmado por el número.
—¡Más o menos, mon brave! —concedió Belami, volviéndose hacia los lanceros templarios con gran serenidad—. ¡Mantened bien altos los escudos, mes amis! ¡Aquí viene la granizada de flechas!
Su advertencia coincidió con los silbidos de los miles de flechas livianas turcas que pasaban por encima de las filas de los cruzados, agachados expectantes detrás de sus escudos. Sólo una docena de flechas penetraron en la carne incautamente expuesta, hiriendo gravemente a varios lanceros. Las restantes, o bien se clavaron en la arena, o no lograron atravesar los acolchados protectores de algodón, que ahora llevaban la mayoría de los cruzados bajo las cotas de malla. El resultado, como Belami había pronosticado, fue que causaban la impresión de una banda de puerco espines montados, en tanto los cruzados avanzaban lentamente a través de la lluvia de flechas turcas con muchísimas de ellas clavadas en sus cotas de malla.
Detrás de los arqueros montados, que se habían abierto en abanico hacia la derecha y la izquierda, abriendo paso para la infantería, venía una oleada tras otra de soldados egipcios y bedawin de a pie, fieros guerreros criados en el desierto que ardían de deseos de participar en la batalla. De sus arcos partió una segunda andanada de flechas hacia las columnas de los cruzados. De nuevo, los jinetes que avanzaban lentamente se agacharon en sus monturas detrás de los largos escudos, o se protegían debajo los más pequeños, los soldados de infantería cristianos. Otra vez, sólo una pequeña proporción de las flechas que caían se clavaron peligrosamente en las partes expuestas de los blancos.
En aquel momento, el rey Ricardo levantó la espada en alto, dando la señal convenida a los arqueros ingleses y genoveses.
De inmediato, el muro de escudos de los cristianos se abrió para que los arqueros pudiesen hacer uso de sus armas y, de quinientos arcos largos y la mitad de ese número de ballestas, partió una lluvia mortífera de flechas hacia la infantería enemiga que avanzaba. Las armaduras sarracenas, de cota de malla liviana y acolchados de algodón debajo de ellas, si bien eran adecuadas como protección contra sus flechas livianas, no constituían un obstáculo para las flechas mortíferas de una yarda de los arqueros ingleses, ni para los dardos igualmente mortales de las ballestas de los genoveses.
En cuestión de segundos, el suelo quedó cubierto de heridos y de los cuerpos muertos por las flechas. Contemplando la batalla desde lo alto, en el límite del bosque, Saladino ordenó avanzar a una segunda oleada de la caballería, y una gruesa fuerza de jinetes mamelucos arrancó al trote antes de emprender la estruendosa carga final. Al mismo tiempo, una segunda fuerza montada, compuesta de escaramuzadores escitas, describía un medio círculo para atacar a las tropas de los hospitalarios que actuaban como retaguardia de los cruzados.