Authors: Michael Bentine
Era típico del temperamento romántico de Corazón de León que, si bien no condonaba los actos de tantos de sus cruzados, comprendía plenamente los motivos que tenían, después de tan resonante victoria, de buscar una recompensa en los brazos de las mujeres de Acre. Ricardo el guerrero era esencialmente hombre de hombres y comprendía las necesidades del soldado.
—Una templada espada, un buen general, un caballo veloz, el vientre lleno y el botín del vencedor.
Ésta era la máxima, en opinión del rey Ricardo, que mejor se adaptaba a aquellas circunstancias militares. Así, pues, Corazón de León cabalgó ligero hasta Acre, no en carácter de vengador, dispuesto a condenar a muerte a los desertores, sino antes bien como la voz de la conciencia, solicitando su pronto regreso para recuperar la Vera Cruz y liberar la Ciudad Santa.
Era esta mezcla de rígida disciplina en la batalla y su distendida actitud ante la venalidad de su ejército, una vez asegurada la victoria, lo que convertía a Corazón de León en un comandante tan popular.
Sin embargo, ello no contribuía a las necesidades de la tercera Cruzada. De hecho, demoraba la importante marcha hacia Jerusalén, que debía proseguirse lo más pronto posible, antes de que Saladino pudiese reagrupar sus diezmadas fuerzas.
A causa de este defecto del carácter de Corazón de León, el sultán pudo volver a formar un formidable ejército para enfrentar al rey Ricardo en su marcha sobre Jerusalén. También marcó el punto decisivo de la suerte sarracena en la tercera Cruzada.
Mientras el monarca inglés reunía a sus hombres borrachos y putañeros en Acre, otro elemento entró a jugar en la ecuación bélica. Conrad de Montferrat fue eliminado repentinamente de los cálculos de Corazón de León mediante el asesinato.
Esta complicación tuvo varias repercusiones.
En primer lugar, si bien la eliminación de Montferrat fue vista inmediatamente como obra de Sinan-al-Raschid, existían círculos en ultramar que abrigaban fuertes sospechas de que el rey Ricardo, de alguna manera, había instigado el asesinato, mediante un pacto secreto con el Viejo de la Montaña.
En segundo lugar, se produjo la consiguiente conmoción en la escena política, cuando muchos nobles inescrupulosos se complotaron para acceder a la posición del aventurero muerto, como gobernante de Tiro, y convertirse en el marido de la reacia Isabella. Esto complicaba la situación en momento más inoportuno.
Mientras las diversas facciones de ultramar se embarcaban en la nueva lucha por el poder en Tierra Santa, la Cruzada tenía que esperar el resultado que de nuevo demoraba el ataque sobre Jerusalén.
Los principales protagonistas en la nueva contienda por el poder eran Guy de Lusignan, que deseaba casarse con Isabella, la viuda de De Montferrat, y Homfroi de Toron, que aún aspiraba a recuperar la perdida esposa que Conrad le había arrebatado.
Aparte de esos dos pretendientes a la mano de Isabella, había numerosos nobles más, que veían llegada su oportunidad ante la súbita muerte de De Montferrat.
En realidad, el rey Ricardo era totalmente inocente respecto de la conjura para el asesinato de De Montferrat. La muerte del tirano la había provocado un ataque que había llevado a cabo contra una de las naves de Sinan-Al-Raschid, y el jefe de los Asesinos había jurado vengarse. El Gran Maestro del culto del asesinato no tenía ulteriores motivos para matar a Conrad, porque sus propios intereses poco se verían afectados fuera quien fuese el vencedor en la guerra religiosa en Tierra Santa.
Que la victoria fuese de un cristiano o de un musulmán, poco le importaba al Viejo de la Montaña. De cualquier manera, la secta de los Asesinos continuaría existiendo hasta que se decidiese el resultado final.
Anteriormente al asesinato de Conrad, el rey Ricardo había abrigado la esperanza de que, finalmente, la conciencia del tirano le instigaría a unirse voluntariamente a Corazón de León en el asalto final sobre Jerusalén. Ahora, el ejército de Tiro se encontraba en prenda, hasta que Isabella hubiese elegido a su nuevo esposo. Al rey inglés, ni a ningún otro, se le ocurrió preguntarle a la joven viuda, aún hermosa, con quién prefería casarse.
Mientras tanto, la reina Berengaria se hallaba reunida con su marido, y estaba ansiosa por tener noticias de la evolución de Simon de Creçy en manos sarracenas. Ello se debía, por supuesto, a los lazos de amistad que la unían con su dama de compañía. Berengaria también era la más bondadosa de las mujeres y comprendía plenamente la angustia que sufría Berenice.
Desgraciadamente, Ricardo no tenía ninguna noticia que darle. Sobre este tema, la información se había cortado. Corazón de León suponía, correctamente, que la lucha por la vida de Simon aún continuaba.
En Ramía, en medio de todos los preparativos de Saladino para reagrupar a su ejército con el fin de hacer frente al esperado ataque del rey Ricardo, el sultán aún tenía tiempo de visitar a Simon en su lecho, que había sido trasladado a unos aposentos especialmente preparados en la pequeña ciudad fortificada.
En primer lugar, cabe decir que fue el mismo Saladino quien mandó a buscar a Sitt-es-Sham, sabiendo que su amorosa y sanadora presencia bien podría influir favorablemente en Simon. Maimónides era ahora más optimista con respecto a la evolución de su paciente, pero le hizo comprender al sultán que no existía posibilidad alguna de que el joven templario volviera a estar en condiciones de tomar parte en la guerra por Tierra Santa.
Saladino abandonó la habitación de Simon más reconfortado, sabiendo que se estaba haciendo todo lo posible por su amigo, que ahora parecía tener una excelente oportunidad de superar la crisis. La gratitud de Belami por todos aquellos esfuerzos era evidente para todos, especialmente en sus palabras a Saladino.
—Nuestra deuda para con vos, señor, es impagable —dijo con voz ronca por la emoción—. Si no hubiese jurado seguir la bandera de los templarios, gustosamente me pondría a vuestras órdenes para luchar contra todos vuestros enemigos, salvo a mis antiguos camaradas de armas. Con esta salvedad, mi espada está siempre a vuestro servicio.
Esas palabras, viniendo de tan fiel servidor del Cuerpo de los Pobres Caballeros de Cristo, conmovieron profundamente a Saladino.
—Estad seguro, Belami, de que ambos volveréis junto a vuestros amigos cristianos en cuanto Simon esté en condiciones de viajar.
Ahora que la presencia de Sitt-es-Sham ya no era un factor vital en la recuperación de Simon, de nuevo se despidió con lágrimas de su ex amante durmiente.
—Cuidadle mucho, Belami —dijo, con los ojos llorosos—. Bien sabéis cuánto significa para mí. Al contribuir un poco a salvarle la vida, siento que he pagado mi deuda para con Pierre de Montjoie. La felicidad de Simon lo es todo para mí y sé que Berenice de Montjoie será una excelente esposa para él. La envidio con todo mi corazón.
Su melodiosa voz se ahogó en un suspiro y, al no poder pronunciar otra palabra más, la Señora de Siria se marchó llorando.
—Ahí va una santa. Musulmana o cristiana, esa notable mujer no tiene par —dijo Belami a Maimónides, que se había unido discretamente a él.
—Así es. La princesa es una de las más preciosas gemas del Islam —comentó Maimónides, con un triste suspiro ante la evidente pena de Sitt-es-Sham.
Diez semanas después del traslado de Simon de Creçy del campo de batalla de Arsouf, el joven servidor templario, demacrado por los pasados sufrimientos, pero completamente restablecido, volvió a Acre, acompañado de un Belami sonriente y escoltado por mamelucos de la guardia personal de Saladino.
Los templarios traían consigo los ricos presentes de Saladino para el rey Ricardo y la reina Berengaria, así como un magnífico regalo de bodas de Sitt-es-Sham para Berenice.
Aun cuando el precioso collar de oro y zafiros encantó a la futura esposa de Simon, apreció aún más el regalo de la salud restablecida de su amado.
Por supuesto que Berenice no tenía idea del verdadero motivo que se ocultaba detrás del generoso gesto de Sitt-es-Sham, aparte de la explicación de Belami en el sentido de que se trataba del pago de su deuda para con Pierre de Montjoie, al haber ayudado a salvar su vida y su honor.
Simon, aunque aún transido de dolor, encontró su convalecencia como una experiencia gozosa, debido enteramente al dulce y amoroso cuidado de Berenice.
En cuanto a la deliciosa y menuda condesa de Montjoie, no tardó en perder la timidez y se dedicó a atender al maltrecho guerrero con todo el ardor de la reina Guinevere para con el herido Lancelot.
El amor de Simon por ella, al principio, fue avivado por el sorprendente parecido a su hermano, a quien Simon quería entrañablemente. De manera similar, su amor por Simon había crecido de las raíces de la devoción de su hermano adorado hacia el apuesto servidor templario, mucho antes de que Berenice le conociera personalmente.
Tal parecía que ambos estaban destinados a conocerse y enamorarse. Su amor mutuo había florecido hasta convertirse en una absoluta devoción. Empero, hasta el momento, sólo habían intercambiado besos y dulces caricias, y ambos anhelaban poder hacer realidad sus sueños de felicidad.
—No puedo creer que esté vivo y en brazos de mi amor —murmuraba Simon, acostado cómodamente en la cama, un una parte aislada de la muralla almenada que daba al mar.
Berenice suspiró dulcemente y le estrechó aún más entre sus brazos.
—Cuando era niña —dijo en voz baja—, soñaba que, en una tierra lejana, conocería a un aguerrido y gentil caballero, que un día sería mi esposo.
Simon no.
—Difícilmente podría ser el caballero de tus sueños, amor mío. Soy sólo un humilde servidor de nuestra Orden.
Su sonrisa se esfumó prestamente.
—Tienes que comprender que si me nombran caballero dentro de la Orden de los Templarios, nunca podremos casarnos, pues yo debo tomar los votos de celibato.
Berenice se estremeció en sus brazos, pues aquel pensamiento ensombreció momentáneamente su felicidad. Pero, con la capacidad de recuperación que tiene la juventud, las nubes de la duda pasaron rápidamente, y las siguientes palabras surgieron a borbotones de sus anhelantes labios.
—La reina ya ha hablado con el rey Ricardo sobre este tema, y el noble Corazón de León ha dado su palabra de que te nombrará caballero de su Orden de Caballería.
Simon lanzó una exclamación de sorpresa, pues si bien había comentado con Belami la vaga posibilidad de ser armado caballero fuera de la Orden de los Templarios, aquella súbita y maravillosa revelación le dejó pasmado. Extendió los brazos radiante de alegría.
La tremenda punzada de dolor de las costillas fracturadas enseguida le recordó que sus días como hombre de lucha habían terminado; y, además, que sus posibilidades de conseguir una elevada posición en la Corte del rey Ricardo se esfumaron con ellos. Corazón de León amaba a los guerreros intrépidos y les llenaba de honores y riquezas. Simon sabía que no volvería a combatir nunca más. ¿De qué le serviría al monarca inglés?
Lanzó un gruñido, tanto de rabia como del dolor de la herida cicatrizada.
Berenice sintió preocupación y remordimiento por haberle ocultado infantilmente la noticia del espaldarazo, para darle una sorpresa.
—Sé lo que estás pensando, querido. Te preocupas porque no tienes riquezas que ofrecerme para hacerme tu esposa. Pero yo tengo mi dote, como condesa de Montjoie, y soy la única heredera de todos nuestros bienes, que pasaron a mis manos después de la muerte de Pierre. —Berenice ahogó un sollozo, pero continuó—: Me he convertido en una mujer muy rica, pero carezco de capacidad y de los conocimientos necesarios para administrar esas extensas tierras. Tú tienes más experiencia en esas cosas por haber ayudado a explotar las propiedades de De Creçy en Normandía, según nos ha contado el Gran Maestro. El tiene un elevado concepto de ti, querido Simon, como todos nosotros.
«¡Créeme, amor mío, no existe ningún problema, salvo el de que te recuperes cuanto antes, para que el rey Ricardo pueda nombrarte caballero y podamos casarnos!
A pesar de su aparente ingenuidad, la adorable condesa no era tonta y, además, sabía perfectamente lo que quería. Fue su sugerencia a su íntima amiga, la reina Berengaria, lo que había asegurado a Simon el inminente espaldarazo.
Mientras Simon seguía convaleciente en Acre, rodeado de amorosos cuidados y confortado por los brazos de su futura esposa, el rey Ricardo, después de saludar al joven templario con auténtico afecto, se vio obligado por las apremiantes circunstancias a avanzar hasta Ascalón.
No obstante, antes de hacerlo, nombró caballero a Simon, con todos los honores del espaldarazo real.
La única formalidad consistió en el toque del hombro de Simon con la espada de Ricardo, acompañado de las siguientes palabras:
—Yo os nombro, Simon de Creçy, Caballero de la Orden de Caballería. Levantaos, sir Simon, y que Dios defienda el bien.
Con ello quedaba eliminado cualquier estorbo que pudiese surgir para el casamiento del templario con la condesa Berenice de Montjoie.
Aparte de la necesidad de reconstruir y fortificar aquella posición clave en el oeste de Tierra Santa, ninguna otra cosa privaba a Corazón de León de proseguir la tercera Cruzada hacia Jerusalén.
Curiosamente, con todos los preparativos y la excitación que se generaba ante el inminente asalto sobre la Ciudad Santa, un inexplicable letargo parecía haberse apoderado de Corazón de León.
—Es la fiebre amaldia —le dijo Belami a Simon—. He visto a muchas víctimas de la enfermedad de Outremer afectadas por esta falta de impulso. Siempre he creído que esta fiebre ha contribuido más a moldear los acontecimientos en Tierra Santa que cualquier otra cosa.
Simon estaba desanimado al pensar que no podría volver a luchar junto al monarca inglés, pues la herida le había dejado con cierta dificultad para respirar, como consecuencia de haber afectado el pulmón. Entre la polvareda de la batalla, el templario estaría en inferioridad de condiciones: sería más un estorbo que una ayuda. Sus días como guerrero cruzado habían terminado.
Sin embargo, su destino como caballero de la Corte del rey Ricardo, y futuro esposo de una rica condesa francesa, estaba a punto de cumplirse. El obispo de Evreux había prometido desposar a la joven pareja, y la reina Berengaria sugirió que un lugar apropiado para celebrar la boda podría ser la iglesia de Limassol, en Chipre, donde se habían casado ella y el rey Ricardo.