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Authors: Michael Bentine

El templario (52 page)

BOOK: El templario
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En el mismo instante, Belami gritaba con desesperación:

—¡Saladino, es Simon! ¡No le mates! ¡Él ya es incapaz de matar!

En aquella fracción de segundo, el líder sarraceno reconoció a su joven amigo. Pero ni las reacciones raudas como una serpiente del sultán pudieron hacer más que desviar ligeramente la lanza que apuntaba al corazón del templario. Corazón de León soltó una exclamación de sorpresa al ver que Saladino, en el último momento, desviaba hacia un costado la lanza de bambú con punta de acero.

Los cuatro participantes de aquel extraño drama profirieron un grito cuando la lanza del sultán se hundía en el costado del templario: Saladino, con horror; Simon, de dolor; Ricardo, con perplejidad, y Belami, con desesperación. Fue una pesadilla, dirigida por el Destino.

Belami, presa de la pena y el horror, había volteado instintivamente su mortífera hacha de batalla, dispuesto a lanzarla contra Saladino. Pero también él había visto el movimiento horrorizado del sultán al reconocer a Simon, para evitar que la lanza le matara. Dejando caer el arma al costado, Belami, llorando como un niño, corrió a coger a su herido camarada mientras se deslizaba de la silla.

Saladino, despavorido ante la posibilidad de haber matado a su amigo, frenó y saltó al suelo, para arrodillarse junto al malherido templario. Se le llenaron los ojos de lágrimas al tiempo que se balanceaba de un lado al otro en su dolor.

Aquella escena extraordinaria había paralizado a ambos bandos atacantes, en tanto sus monturas patinaban hasta detenerse en una nube de polvo. Los escuadrones de hombres jadeantes y corceles sudorosos esperaron la señal de sus respectivos jefes para suspender o reanudar el combate. Ambos comandantes levantaron las manos para evitar cualquier movimiento precipitado. Fue un momento mágico.

—¡Ojalá que Alá hubiera detenido mi mano!

La grave voz de Saladino se elevó en un grito de desesperación. Belami le consoló, mientras sostenía a Simon con su fuerte brazo derecho.

—No fue culpa vuestra, señor. En medio de las nubes de polvo de la batalla resulta difícil distinguir al amigo del enemigo, sobre todo cuando ese amigo viste la túnica del enemigo. Vi cómo desviasteis la lanza hacia un costado al reconocer a vuestro adversario. Simon jamás os hubiera matado, señor. Así me lo dijo, antes de la batalla.

—Yo también lo presentí, Belami —repuso el sultán, enjuagándose los ojos.

Bruscamente, el líder sarraceno volvió a ser dueño de sí mismo.

—Con el permiso de vuestro jefe, pondré a Simon de Creçy al cuidado de Maimónides. Creo que sólo los conocimientos de mi médico personal pueden salvar, de nuevo, la vida de mi joven amigo.

El sultán miraba expectante al monarca inglés, que había logrado liberarse de su moribundo corcel, al que eliminó de un certero y piadoso golpe de hacha. Ahora se encontraba de pie detrás de Belami, esperando pacientemente que le tradujesen las palabras en árabe de Saladino.

Un silencio espectral descendió sobre el campo de batalla, al tiempo que Belami explicaba rápidamente la insólita situación. Todo el tiempo el veterano intentaba detener el flujo de sangre que manaba del costado perforado de Simon. Por fin, con la ayuda de la faja del sultán, lo logró. Una vez que comprendió el contenido de la petición de Saladino, Corazón de León sonrió y saludó a su valeroso adversario.

—Si ese gran médico es tan bueno como decís, servidor Belami, Simon de Creçy debe ser puesto de inmediato a su cuidado. Accedo gustoso a la solicitud del sultán Saladino.

Por la expresión del rostro del monarca inglés, el sultán comprendió que todo estaba bien. Dirigió a Corazón de León un real salaam y, volviéndose hacia su estado mayor, reunido a unas cincuenta yardas a sus espaldas, dio una orden que inmediatamente hizo que se adelantaran seis jinetes de su guardia personal, llevando de la brida un caballo con una litera.

Después de una breve pausa, mientras se ataba la litera entre dos caballos, se les unió Abu-Imram-Musa-ibn-Maymun, mejor conocido como Maimónides. Con un gesto amigable saludó a Belami e hizo una reverencia formal al monarca inglés, y acto seguido examinó rápidamente a Simon, que estaba inconsciente. Al incorporarse, su expresión era grave.

—Si Alá lo permite, vivirá. Pero debo atender su herida lo antes posible. Con vuestro permiso, majestad.

Las últimas palabras, pronunciadas en francés, iban dirigidas al rey Ricardo. Corazón de León sonrió severamente y asintió con la cabeza. El cuerpo inerme de Simon fue colocado con sumo cuidado por cuatro mamelucos, y bajo las indicaciones de Maimónides, en la litera, y seguidamente le cubrieron con una manta.

Belami saludó a los dos grandes jefes y conversó brevemente con Saladino, que asintió. Luego, dirigiéndose al rey Ricardo, el veterano pidió bruscamente:

—¿Cuento con vuestro permiso, majestad, para acompañar al servidor De Creçy y al médico Maimónides?

El espíritu romántico del monarca inglés estaba cautivado por el caballeroso comportamiento de su adversario. Quizá, en aquel breve encuentro, cara a cara, la naturaleza poética de Ricardo reconoció la misma cualidad mágica en Saladino. Sea cual fuere la razón, lo cierto es que Ricardo Corazón de León gustosamente hubiera concedido cualquier petición relacionada con aquella dramática situación. También comprendía que el tiempo era de suma importancia para el malherido templario.

—Vuestra petición está concedida, servidor Belami. Permaneced junto a De Creçy el tiempo necesario, y mantenedme informado de la evolución del herido. —El rey permaneció pensativo un momento—. El sultán debe de tener una elevada opinión de nuestro joven amigo. Eso le honra grandemente.

Belami saludó a Corazón de León con la espada y prestamente volvió a montar su blanco semental árabe, que no había sufrido daño alguno en la caída. Seguidos por él, los mamelucos regresaron lentamente a sus propias filas, llevando a Simon, seguro en su litera, entre ellos.

Sin pronunciar una palabra más, el rey Ricardo y Saladino se saludaron, con la espada y la cimitarra, respectivamente. Envainando las armas como señal de una tregua temporaria, se disponían a separarse cuando Saladino se detuvo, sonrió y dirigió unas palabras por encima del hombro a su estado mayor. Inmediatamente, un emir se adelantó, llevando de la brida un soberbio caballo árabe blanco.

Corazón de León no precisó intérprete para que le tradujera el magnífico gesto de Saladino. Con una de sus características sonrisas juveniles, Ricardo montó de un salto en la silla con adornos de plata. También Saladino comprendió igualmente el gesto de agradecimiento del rey.

Fue aquél un momento mágico, que todos los que presenciaban sorprendidos la emocionante escena conservarían amorosamente por largo tiempo en la memoria. Fue en verdad un encuentro de trovadores.

Sin decir nada más, Corazón de León hizo dar media vuelta a su montura y volvió al galope hasta donde le esperaban los lanceros, observado con admiración por Saladino, que había vuelto a montar su propio semental blanco como la nieve. Perfilándose contra la masa de su fuerza de caballería, formada en media luna, el sultán, ataviado con el sagrado turbante efod verde del Profeta, ofrecía una imagen memorable.

Con un grito de: «¡Allahu Akbar! ¡Alabado sea Alá, el Señor de la Creación!», Saladino hizo corvetear a su montura y volvió sin prisa a reunirse con el ejército sarraceno.

En aquel momento, el sol, que se estaba poniendo, se hundió en el horizonte, toda su imagen roja como la sangre y deformada por la bruma marina. Como obedeciendo a una señal de la Estrella del Día, ambos comandantes se pusieron al frente de sus respectivos ejércitos abatidos para alejarlos del sangriento campo de batalla; Saladino, retirándose a su campamento del bosque, y Ricardo, llevando a sus cruzados hasta la protección de las murallas de Jaffa, para hacer vivac allí.

La batalla de Arsouf había terminado.

22
EL DESTINO

Al amanecer del día siguiente, Saladino volvió al ataque y encontró al rey Ricardo sólidamente acampado fuera de las murallas de Jaffa. Resultaba evidente que sería difícil desalojar a los cruzados de aquella posición, sobre todo teniendo en cuenta que la flota inglesa había llegado hasta cerca de la costa y reaprovisionaba a corazón de León con armas, comida y forraje para los caballos.

Prudentemente, Saladino retrocedió. En Arsouf, había perdido más de siete mil hombres, incluyendo un número considerable de emires. No podía permitirse sufrir muchas más bajas tan pronto. El ejército más reducido del rey Ricardo apenas había tenido setecientos muertos y heridos. En conjunto, había sido una victoria rotunda para los cruzados.

Sin embargo, ello no les había llevado más cerca de la Ciudad Santa. El avance sobre Jerusalén significaría que primero el rey Ricardo debía establecer una base firme en Jaffa, y sólo entonces desviarse hacia el este para avanzar directamente por la antigua carretera romana que conduce a la capital espiritual de la cristiandad. La tercera Cruzada aún tenía que hacer un largo camino.

Corazón de León estaba ocupado en fortalecer las fortificaciones del pequeño puerto, levantando el castillo Mategriffon y un campamento para su ejército, protegidos por trincheras sólidas. Pero aún encontró tiempo para ocuparse de la suerte de sus amigos templarios.

Puede parecer raro que el monarca inglés se interesara tanto por los dos miembros del Cuerpo de Servidores. No obstante, éste era el caso, debido al firme vínculo que se había establecido entre ellos en el campo de batalla, cuando los tres hombres lucharon codo a codo. Para Ricardo Corazón de León ese vínculo era místico y ataba a los camaradas de armas más estrechamente que si fuesen hermanos.

Además, el rey encontraba al apuesto joven normando más atractivo que a Pierre de Montjoie, que había sido su querido compañero desde que se uniera a Corazón de León en Mesina, Sicilia. La alegre irreverencia de Pierre había encantado a Ricardo, pero la inteligencia y los sorprendentes conocimientos sobre los Misterios de Simon de Creçy habían despertado su interés. En realidad, desde el sitio de Acre, un sentimiento semejante al amor por el joven normando se había filtrado en el corazón del monarca.

El rey inglés sentía la pérdida del íntimo compañerismo de Simon con tanto dolor como había llorado la muerte de Pierre de Montjoie. Esperaba con impaciencia noticias de su evolución en manos del médico de Saladino.

Corazón de León ya había enviado a Acre la noticia de las heridas de Simon así como de su tratamiento por parte del médico de Saladino, procurando que esta información no causara mucha angustia a Berenice de Montjoie. Aunque Ricardo se sentía tan fuertemente atraído por Simon de Creçy, no sufría el tormento de los celos.

Cuando el rey llegó a Acre, se dirigió directamente a los aposentos de la reina. El ansia de estar con su esposa no era la del apasionado esposo retornando a los brazos de su amada, pues su extraña relación se había formalizado como un matrimonio de conveniencia, sin amor físico por ninguna de las partes.

Ricardo estaba ansioso de verla por otros motivos.

A causa de la grave herida de Simon, el rey precisaba del indudable talento de Berengaria como sanadora; el milagroso don que aquella bella y espiritual mujer poseía para curar a distancia, mediante los rezos, formaba parte de su poder como dotada practicante del arte de Wicca.

La reina, empero, presintió la petición de su esposo antes de que se la formulara:

—He rogado, día y noche, por el restablecimiento del joven templario. Sé lo que Simon de Creçy significa para ti, Ricardo.

La melodiosa voz de la adorable sacerdotisa estaba preñada de compasión, sin ningún dejo de ironía en la última frase.

—Ése fue un buen gesto de tu parte, Berengaria. —La voz de Ricardo denotaba ansiedad—. Se recuperará..., ¿no es cierto?

Su esposa sonrió dulcemente.

—Estoy segura de ello. Presiento que está en buenas manos.

Corazón de León exhaló un audible suspiro de alivio.

—Espero que Berenice de Montjoie no esté demasiado angustiada.

La voz de Ricardo denotaba auténtica preocupación, pues era capaz de ser muy bondadoso para con sus amigos íntimos.

—Ha estado constantemente a mi lado y me ha acompañado todos los días en nuestras oraciones por el restablecimiento de Simon —le tranquilizó su bella esposa—. Ella le ama aún más que tú, esposo mío.

Tampoco en esta ocasión había ironía en el tono de su voz.

Ricardo sabía que Berengaria conocía sus acendrados sentimientos por el apuesto servidor templario, y se sentía embarazado por el hecho de que su preferencia por los hombres fuese tan evidente para su esposa.

—Como sabes, querida —continuó—, el joven De Creçy está en las hábiles manos del médico privado del sultán Saladino, el llamado Maimónides. Evidentemente, el jefe sarraceno siente el mismo respeto y afecto por Simon que nosotros.

Berengaria se preguntó si su esposo usaba el plural real para incluir los sentimientos de ella y de su dama de compañía por el templario herido.

No sentía celos, pues las proclividades sexuales de su marido eran tan ajenas a su espiritualidad que, para ella, no existían.

La ira temporaria causada por el fracaso de su noche de bodas hacía tiempo que había dejado de perturbarla. Lo ingenioso de su siguiente observación lo demostraba.

—Cuando Simon de Creçy esté restablecido, tendremos boda en puertas. Mi pequeña Berenice está absolutamente decidida a casarse con el apuesto servidor templario. Existe, sin embargo, el problema de su rango. Si bien no sabemos nada sobre su linaje, la integridad, el encanto y la valentía de De Creçy son incuestionables.

—Tengo entendido, también, que el Gran Maestro tiene un alto concepto de él —agregó Ricardo—. Si fuese armado caballero templario, este casamiento, claro está, sería imposible a causa del consiguiente voto de celibato de Simon de Creçy. No obstante, el joven debe ser armado caballero, por lo menos, antes de dar mi consentimiento para que Berenice se case con él.

Las bellas facciones de Berengaria no delataban ningún signo de astucia ni de intriga, cuando preguntó:

—Entonces, ¿no puedes ennoblecerle, mi señor?

Corazón de León, con el rostro bronceado por el sol radiante de placer ante aquella idea, consideró la cuestión por no más de un instante antes de responder:

—¡Ésa es una espléndida idea, querida mía! Después de todo, forman una pareja perfecta. La sólida amistad de Simon con el hermano de Berenice, mi querido y añorado amigo, ya les ha unido. ¡Berengaria, eres una mujer muy inteligente!

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