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Authors: Michael Bentine

El templario (55 page)

BOOK: El templario
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Las damas de la Corte estaban la mar de excitadas con los preparativos para la boda.

—¡Se está poniendo más entusiasmo en tu futuro casamiento, que en toda la tercera Cruzada! —gruñía Belami ante un divertido Simon, que encogía sus anchos hombros, maravillado de verse incluido en aquel desconocido nuevo mundo de risueñas mujeres.

Entretanto, se estaba arreglando otro casamiento. La suerte de la joven reina Isabella aún estaba en la balanza, pues la voz del rey Ricardo pesaba ahora en el asunto, favoreciendo a Guy de Lusignan como su próximo marido. Pero el Destino había decidido meter baza.

Aquella delicada cuestión fue resuelta por la inesperada acción de Henry de Champagne, conde de Troyes, que se había enamorado locamente de la adorable y menuda viuda. Se trasladó presurosamente de Acre a Tiro, donde Isabella se había encerrado detrás de las sólidas defensas del castillo.

El impulsivo y romántico gesto del conde de ofrecer su mano en matrimonio gustó a la asustada reina, e Isabella abrió las puertas del castillo y los brazos al galante Henry. Por una vez en su vida, la elección de un esposo había caído en suerte a la novia real.

Establecida aquella importante alianza, el rey Ricardo decidió que ya había perdido suficiente tiempo y, sobreponiéndose a la lasitud que le provocaba la fiebre amaldia, comenzó a reunir a su ejército.

Los espías de Saladino, que estaban en todas partes, pronto se enteraron de las últimas novedades e inmediatamente enviaron la noticia a Saladino por una paloma mensajera.

Saladino, al igual que Ricardo, estaba harto de escuchar los múltiples planes de sus consejeros para resolver la presente lucha en Tierra Santa sin derramamiento de sangre, mediante varias alianzas insólitas. Había escuchado muchas ideas desatinadas, como la de que Safardino, su hermano, se casara con la reina Joanna, un plan que ambas partes rechazaron de antemano.

Ahora resolvió hacer su jugada y marchar sobre Jaffa. El súbito ataque cogió a la pequeña guarnición por sorpresa, pero logró resistir.

Cuando los correos no lograron penetrar en las líneas sarracenas, los defensores de Jaffa enviaron una rápida nave a Acre, con una urgente llamada de auxilio.

El rey Ricardo se sacudió el letargo provocado por la fiebre y, reuniendo a todos los lanceros y arqueros dispuestos y sobrios que pudo encontrar, partió hacia el sur en ayuda de los sitiados.

Belami consoló a Simon, que estaba amargamente disgustado al no poder acompañarles, pero como aún caminaba con la ayuda de un bastón eso era imposible.

—Corazón de León estará más contento de volver a la acción que en mucho tiempo —dijo el veterano—. Toda esta espera le ha minado la energía tanto como la fiebre misma. Vigilaré de cerca a tu real amigo, Simon. No tengo intención de perder al rey que te dio el espaldarazo.

—No te olvides de cuidarte tú mismo, mon brave. Te necesito más que nunca, ahora que no puedo luchar por mí mismo —gritó Simon, mientras Belami se alejaba al trote para unirse a la columna de los cruzados.

Belami volvió al cabo de diez días, pues el monarca inglés le enviaba como el más confiable de sus correos. En su habitual estilo directo y eficaz, el veterano templario informó sucintamente sobre el curso de la batalla final de Corazón de León en ultramar.

—Obtuvimos una espléndida victoria en Cesarea. Fue sólo a unas pocas millas de Jaffa que Saladino nos atacó por sorpresa al amanecer. El día anterior, habíamos marchado hasta el anochecer, a un paso matador que nos hizo dormir profundamente, y hasta los centinelas dormitaban en sus puestos.

«De no haber sido por un ballestero genovés que se despertó para el relevo, hubiésemos sido carne para los gusanos antes de que se diese la alarma.

«Tal como fueron las cosas, la batalla fue un sangriento choque de acero contra acero y corps a corps. Se usó la daga tanto como la espada. Sólo cuando la lucha se abrió, ante la llegada de la caballería pesada de Saladino con el fin de entrar a matar, Corazón de León y sus lanceros montaron y cargaron para enfrentar a la caballería sarracena.

«El rey Ricardo combatió como diez hombres ese día, un verdadero guerrero vikingo en pleno frenesí de la batalla. A cada mandoble, caían sarracenos, decapitados o sin miembros.

«Finalmente, el propio caballo del rey cayó bajo una lluvia de flechas turcas disparadas a corta distancia. Pero eso no sirvió para detener a Corazón de León, sino que siguió luchando aún con más fiereza a pie, mientras nosotros manteníamos a raya a los más feroces jinetes sarracenos.

«En ese momento, Corazón de León ordenó a nuestros arqueros que dispararan, y toda la línea sarracena se desintegró bajo la granizada de flechas de una yarda y las saetas de las ballestas genovesas.

«Saladino, de aquella manera tan típicamente caballerosa, volvió a enviar a Corazón de León otro pura sangre blanco para que el rey pudiese combatir como correspondía a un caballero, y a partir de aquel momento, no hubo duda de quién saldría vencedor. Os digo, caballeros, que los sarracenos tuvieron que retroceder hasta la carretera romana.

Simon se irritaba ante su ociosidad lujuriosa, pero sabía que nunca volvería a combatir. No se trataba solamente de su aversión a matar. Ahora también tenía que bregar con su herida.

Berenice estaba radiante de felicidad. Tenía a su adorado novio a su lado, y le cuidaba amorosamente y atendía a sus más mínimas necesidades. La bella joven esperaba ansiosa el día de la boda, y sus amorosas atenciones no tardaron en demostrarle a Simon que su herida en nada había afectado su virilidad.

La inteligente condesa sabía que en cuanto llevara a Simon de vuelta a Normandía, ella podría canalizar su interés hacia la explotación de sus extensas haciendas. Eso le distraería de la guerra.

Sin embargo, Simon aún se sentía frustrado, pues hasta aquel momento toda su vida había estado dedicada a cumplir con las ambiciones que su padre, Odó de Saint Amand, le había impuesto. Éstas estaban relacionadas inevitablemente con la participación en las actividades de los templarios, y todo hacía suponer que esa clase de vida le estaría prohibida para siempre.

Además, como sin Simon de Creçy, recién nombrado caballero por el monarca inglés, que le había conferido las tierras y los feudos de la ciudad de Templecombe, en Somerset, una plaza fuerte de los templarios en Inglaterra, Simon no estaba en condiciones de convertirse en Donat. Difícilmente podría renunciar a la herencia de su futura esposa, y de ninguna manera podría unirse a la fuerza militar en Tierra Santa, aun cuando Berenice se lo permitiera.

Al darse cuenta de que el dilema hacía infeliz a Simon, Robert de Sablé consoló a su ex servidor preferido.

—No os impacientéis, sir Simon —le dijo el Gran Maestro, sonriendo al poner el acento en el flamante título—. Os prometo que, sabiendo de vuestro interés en los Misterios, y con vuestra instrucción única bajo la guía de un gran mago como Osama y el erudito esenio judío Abraham-ben-Isaac, aún tenéis mucho por hacer para la causa de los templarios, a parte de combatir en Tierra Santa.

«Tenía la intención de que el Gran Capítulo de nuestra orden os concediese un título de caballero por acción en el campo de batalla, pero el rey Ricardo se me adelantó. Con todo, en un sentido, me alegro, pues eso ha hecho posible que os caséis con la condesa de Montjoie y, si nuestra Santa Virgen lo permite, que tengáis hijos para servir a la causa de los templarios en el futuro.

El viejo soldado esbozó su sorprendentemente alegre sonrisa, tan poco en consonancia con la imagen habitualmente sombría de un Gran Maestro templario.

—Además —siguió diciendo—, envío a Belami de vuelta con vos. Primero, para que actúe como guardia personal, hasta que estéis completamente en condiciones de defenderos personalmente, y en segundo lugar, porque el viejo lobo ya no está para estos trotes, y no quiero enterrar sus huesos junto a vuestros compañeros Phillipe y Pierre, que, según tengo entendido, reposan en una tumba frente al mar, fuera de las murallas de Acre.

Belami, que hasta ese momento había escuchado con aprobación las consoladores palabras de Robert de Sablé, empezó a protestar, pero el Gran Maestro le hizo callar.

—Antes me habíais dicho que vuestra primera misión en la vida era cuidar y proteger a Simon, de acuerdo con el sagrado juramento que disteis a... —De Sablé hizo una pausa elocuente—... a cierta persona que no nombraré.

Simon y Belami parecieron sorprenderse por el hecho de que otra persona, nada menos que el Gran Maestro, hubiese adivinado el secreto que se ocultaba tras el nacimiento de Simon.

—Pon lo tanto —continuó De Sablé, en su tono más severo—, os relevo de todos los deberes en Tierra Santa y os ordeno, servidor Belami, mi más aguerrido y respetado miembro del Cuerpo de Servidores, que sigáis actuando con vuestra probada capacidad como guardián y protector de la persona de vuestro ex servidor Simon de Creçy, ahora conocido como sir Simon de Creçy de Templecombe, en el condado de Somerset.

En aquel punto, de la manera más irrespetuosa posible, el veterano caballero templario estalló en una sonora carcajada, mientras la estancia se llenaba con el ardor de su camaradería.

Bruscamente, en contraste con su alegre humor, los ojos del Gran Maestro parecieron generar un resplandor velado, como si aquel hombre extraordinario sintiera que el don de la profecía descendía sobre él.

—Simon —dijo, en voz baja—, veo algo maravilloso. Es un esquema de tu destino. Lo que los magos llaman el «registro Akashic».

«Siento que, a tu propia manera, continuarás al servicio de la causa de los templarios, de acuerdo con el deseo de nuestra Santa Virgen.

«Vas a construir un gran Templo en Su nombre. Te han sido concedidos los dones de la Sagrada Geometría con ese fin.

A los dos oyentes les cogió completamente por sorpresa aquel inesperado anuncio. Simon, en particular, quedó fascinado de ver el súbito cambio que se había producido en el Gran Maestro. Después pasó, y dejó a Robert de Sablé casi tan sorprendido como sus camaradas de armas. Fue una experiencia que ninguno de ellos olvidaría jamás.

De Sablé resumió lo que había dicho, y añadió:

—Esta conversación debe mantenerse en secreto. Lo que he visto y os he contado no es un tema de discusión profana. Baste lo que ha de ser. Esto es el Destino. ¡Inshallah!

Comenzaba a evidenciarse que los ímpetus de la tercera Cruzada se habían esfumado. Jerusalén seguía lejos del alcance de Corazón de León. Además, Ricardo parecía presentir que nunca entraría en la Ciudad Santa como su libertador y conquistador.

Impulsivo como siempre, interrumpió de pronto su avance por la carretera romana, hizo dar media vuelta a su ejército y llevó a sus cruzados de regreso a Jaffa. Dejó una guarnición simbólica para defender las murallas se apresuró a volver a Acre.

La única explicación posible de aquella brusca voi-te-face, en el momento en que había obtenido otra victoria sobre Saladino, es que Ricardo había recibido perturbadoras noticias de Inglaterra. Juan, su hermano, que era regente, había estado causando estragos en el reino de Ricardo.

Había impuesto nuevas y pesadas contribuciones, ostensiblemente para apoyar la Santa Cruzada de Corazón de León, pero en realidad esos fondos iban a parar directamente al tesoro de Juan, lo cual causaba una enorme inquietud. Si ésa era la razón para el súbito regreso de Ricardo, no le quedaba otra alternativa.

De vuelta en Acre, enfrentó a la sorprendida corte con una serie de propuestas con el fin de firmar un inmediato tratado de paz con Saladino. Era como si, de repente, el rey Ricardo hubiese renunciado a la idea de la tercera Cruzada. Los estupefactos nobles de ultramar y la totalidad del ejército de la cruzada no tuvieron más remedio que acceder.

La tercera Cruzada estaba llegando a su fin.

EPÍLOGO

Los términos del tratado se encargó de presentarlos a Safardino Homfroi de Toron, que contaba con la confianza de Saladino y del rey Ricardo. Las condiciones no eran onerosas para ninguna de las partes, pues el sultán estaba tan cansado de la interminable guerra como los cruzados. Aquélla era una ocasión para tomarse un respiro, antes de que algún fanático comenzara de nuevo todo aquel terrible conflicto.

El cambio de planes del rey Ricardo exigió ciertos ajustes. Ello significaba que la reina Berengaria y la reina Joanna tendrían que abandonar Tierra Santa al mismo tiempo que Corazón de León partiese hacia Inglaterra.

Su plan era complejo, pues comprendía a un guardia personal templario, que Robert de Sablé le proporcionó, y el mismo monarca se disfrazó con el uniforme de los templarios.

La idea era que Ricardo atravesara Europa de incógnito. Sin embargo, su gran altura, en una época en que la mayoría de la gente en el mundo occidental era de corta estatura, le tornaba muy relevante. De hecho, Corazón de León tenía tantas probabilidades de hacer el viaje por tierra pasando inadvertido como si se hubiese disfrazado de mujer. Su consorte trató de disuadirle, pero en vano. Una vez había tomado una decisión, la reina Berengaria sabía que nada podía apartarle de su camino. Fue con un mal presentimiento que preparó su equipaje personal para el regreso al hogar.

El cambio de plan también impidió que Simon y Berenice se casaran en la iglesia de Limassol. En vez de ello, el obispo efectuó la impresionante ceremonia en Acre.

La boda fue suntuosa, pues la condesa de Montjoie era una figura muy admirada entre los dignatarios de la Corte y su elección del noble servidor templario fue muy bien recibida, en vista de la valentía demostrada por el joven en la causa de los templarios. Estuvieron presentes en la boda los dos grandes maestros, así como una guardia de honor a cargo de servidores templarios y hospitalarios, que formaron un arco con sus espadas por debajo del cual la radiante pareja abandonó la iglesia, aclamada por la multitud.

La presencia del rey Ricardo hacía suponer que la iglesia estaba abarrotada de todos los nobles de Outremer y Outrejourdain, pero la popularidad de la joven pareja hizo de ésa una ocasión particularmente atractiva, más que cualquier otra ceremonia fastidiosa de la Corte.

Lamentablemente, no quedó tiempo suficiente para pasar la luna de miel en Tierna Santa. En vez de ello, los recién casados acompañaron a las dos reinas cuando abordaron la nave real, un galeón fuertemente armado y bien protegido, y zarparon hacia Sicilia en la primera etapa de su largo viaje al hogar.

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