El templo de Istar (13 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil

BOOK: El templo de Istar
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Negra como la sangre de un dragón, fría al tacto, la piedra irradiaba además un helor paralizante susceptible de traspasar cualquier prenda de abrigo. Opaca, carente de vistosidad, yacía semioculta en la palma de quien tenía el privilegio de portarla.

—¿Cómo van a percibirla los guardianes? —inquirió la humana tras varios intentos infructuosos de exponerla a la luz de las lunas—. No brilla, no centellean sus cantos. Se diría que transporto un carbón apagado.

—El astro que se refleja en este objeto mágico permanece inmune a tu observación y a la de todos los seres vivientes, salvo a la de aquellos que le rinden culto —explicó Soth—. A ellos y a los muertos que, como yo, han sido condenados a errar eternamente. Te aseguro que para nosotros refulge más aún que la luz diurna en el cielo. Sostenla en lo alto, mi bella dama, y camina. Los custodios del bosque no te detendrán. Quítate el yelmo, de tal manera que puedan contemplar tu cara y distinguir en tus ojos el reverberar de su resplandor.

Kit titubeó unos momentos antes de desprenderse de su peculiar casco, rematado por un par de cuernos en la parte superior, mientras la humillante risa de Raistlin resonaba en su cerebro. Irguió la espalda, al acecho de cualquier imprevisto. Ni una brizna de viento acariciaba sus rizos azabache, y reinaba una calma mortífera que hizo brotar de sus sienes heladas gotas de sudor. Oyó tras ella, mientras se secaba con el guante el molesto chorreo, los gemidos de su Dragón, unos gorgoteos de angustia que nunca había detectado antes en Skie. No lograba decidirse, la mano de la alhaja acusaba de manera ostensible las alteraciones de su pulso.

—Se alimentan del miedo, Kitiara —la reprendió el espectro—. Levanta la piedra para que vean su luz reflejada en tus pupilas, y procura sosegarte.

Demuéstrale que eres una cobarde
. Con esta frase atronando en todos los pliegues de su mente aferró la gema, aunque sin esconderla a las miradas de los enigmáticos guardianes, y se internó en el Robledal de Shoikan.

Descendió la oscuridad, envolviendo tan repentinamente a la dignataria que, durante unos espantosos segundos, tuvo la impresión de haberse quedado ciega. Sólo los flamígeros ojos de Soth, que persistían en danzar incandecentes en su faz translúcida, le proporcionaban un mínimo alivio en su zozobra. Hizo un esfuerzo de voluntad para no perder la calma, para neutralizar la debilidad azuzada por el pánico, y fue entonces cuando vislumbró por vez primera un fulgor en la joya. En nada se asemejaba a las luces que solía ver en su vida cotidiana, ni siquiera iluminaba su entorno de tal suerte que, bajo su halo, pudiera distinguir a los entes que anidaban en la noche de las tinieblas mismas.

Fortalecida por las virtudes del Talismán, Kitiara comenzó a serenarse. Los troncos de los árboles se perfilaban frente a ella, y a sus pies se formó una senda. Discurría ésta, similar a un río nocturno, hacia el interior del bosque, y por un instante creyó deslizarse en su etérea corriente sin necesidad de utilizar las piernas.

Fascinada, contempló como toda ella era arrastrada a merced de la acuática senda. El Robledal había tratado de impedirle el acceso a aquel mundo fantasmal pero, una vez traspasados sus límites, se diría que pretendía succionar su ser.

Semejante perspectiva le produjo un escalofrío, y luchó a la desesperada para recuperar el control de su cuerpo. Venció o, al menos, así lo creyó. Cesó todo movimiento pero, ahora, no atinaba sino a temblar indefensa en la negrura, convulsionada por espasmos de miedo. Las ramas crujían sobre su cabeza con unos chasquidos que más parecían risas aviesas, y las hojas fustigaban su faz. Su reacción instintiva fue rechazarlas pero, cuando se disponía a hacerlo, se interrumpió. El contacto de su superficie, aunque gélido, no resultaba desagradable. Se le antojó una suave caricia, casi un saludo respetuoso. Los habitantes de la espesura la habían reconocido, intuían que luchaban en una causa común. Al comprenderlo así, Kit recobró el dominio de sí misma y alzó la cabeza a fin de estudiar el camino.

No fluía hacia las entrañas del Robledal, aquello fue una alucinación nacida de su propio terror. ¡Eran los árboles los que se desplazaban, apartándose para franquearle el paso! Recuperada la confianza, echó a andar por la senda y hasta dirigió una mirada de triunfo al caballero espectral, que avanzaba tras ella. Sin embargo, Soth no le prestó atención.

—Debe estar comunicándose con los espíritus hermanos —se dijo para sus adentros con una risa que, de pronto, se difuminó en un desgarrado grito.

Algo o alquien le atenazaba el tobillo. Un frío que congelaba los huesos se extendía por todo su ser y le paralizaba nervios y músculos, solidificando su sangre. El dolor era insoportable, profería alaridos agónicos que no la permitían pensar con cordura. En un gesto instintivo bajó los ojos hacia su enemigo y descubrió qué era… ¡una mano cenicienta! Surgida de la tierra, había cerrado sus huesudos dedos en torno a su pierna y absorbía su energía, el calor que alimenta cualquier manifestación de vida. Aterrorizada, vio que su pie empezaba a hundirse en el rezumante suelo.

De nuevo el pánico hizo presa en la Señora del Dragón. Propinaba frenéticos puntapiés a la garra, destinados a obligarla a soltar su maltrecho tobillo, pero el fantasmal atacante no cedía. Y, lo que aún le causó mayor espanto, otra mano brotó del camino y estrujó su píe libre en idéntico punto. Entre enloquecidas voces, Kitiara perdió el equilibrio y cayó en una postura forzada.

—¡Sostén la joya! —le urgió Soth con su tono de ultratumba—. Sin su protección serás arrastrada a las profundidades.

Kitiara, obediente al mandato del caballero, apretó los dedos en torno a la gema mientras se debatía y retorcía en un desordenado intento de escapar a los macilentos garfios que, poco a poco, la atraían hacia la tumba.

—¡Ayúdame! —suplicó, buscando a su fantasmal amigo con ojos desorbitados.

—No puedo —respondió él desolado—. Mi magia no surtiría efecto, Kitiara, sólo tu propia fuerza de voluntad es capaz de salvarte. Recuerda la alhaja.

La Dama Oscura, como la llamaron en otro tiempo, enmudeció. Durante unos minutos se agitó a merced de unos terribles escalofríos, como si sus adversarios la hubieran vencido, mas no tardó en flagelarla el azote de la ira. «¿Cómo se atreve a hacerme esto a mí?», pensó al percibir, de nuevo, un par de iris dorados que se deleitaban en la contemplación de su tortura. Este acceso de cólera tuvo la virtud de derretir el hielo, de sofocar el pánico en su flamígero ardor. La invadió la calma, y comprendió lo que debía hacer. Se sacudió sin prisa el polvo de los ropajes y, con gesto frío y deliberado, acercó la joya a una de las esqueléticas manos rozando su putrefacta carne. Aún temblaba, pero la serenidad se impuso y ni siquiera se alteró cuando una maldición resonó en las simas del abismo. La repugnante mano se encogió, abrasada por un fuego invisible, y aflojó su presión sobre el tobillo de Kitiara para zambullirse en su subterránea morada.

Una vez hubieron desaparecido las rugosas yemas entre las hojas secas del borde de la senda, Kitiara aplicó el Talismán a la otra mano que la aprisionaba. También ésta se desvaneció, absorbida por la negrura. Al sentirse libre, la Señora del Dragón se levantó y estudió su entorno con la gema enarbolada a modo de estandarte.

—¿Veis este objeto, criaturas condenadas a vivir después de la muerte? —las desafió con un timbre agudo, casi chillón—. No me detendréis. ¡Pasaré sin que me toquéis! ¿Me habéis oído bien? Franquearé cualquier obstáculo que oséis oponerme.

No hubo respuesta. Las ramas dejaron de crujir, las hojas ocuparon su lánguida posición sujetas a sus tallos. Tras guardar unos minutos más de silencio Kit echó a andar por el sendero, reanudando así su azarosa marcha nocturna. No se desprendió de la alhaja, que le confería cierta seguridad, si bien no pudo sustraerse a imprecar entre dientes a quien se la había enviado. Era consciente de la proximidad de Soth, que se hizo aún más patente cuando él declaró en un siseo:

—Como en tantas otras ocasiones, Kitiara, has despertado mi admiración.

Ella no contestó, atenta al vacío que había dejado la ira en su estómago y que, de manera casi insensible, volvía a colmarse de horror. No quería correr el riesgo de hablar y delatar su creciente aprensión, así que siguió adelante con la mirada puesta en aquel camino que discurría en pos de la nada. A su alrededor se dibujaban decenas de dedos que se abrían paso en el subsuelo en busca de carne viva, aborrecible y deseada al mismo tiempo. Unos rostros pálidos, nebulosos, la espiaban desde los árboles, flanqueados por entes informes que revoloteaban en el frío ambiente y lo infestaban de un hedor rebosante de muerte y podredumbre.

Pero, aunque el guante que portaba la gema sufría leves vibraciones, no flaqueó en su amenazadora postura. Los dedos descarnados nada pudieron para ahuyentar a su dueña, las máscaras del más allá reclamaron en vano la tibia sangre. Los robles, en lugar de obligarla a desistir de su propósito, se inclinaban uno tras otro ante ella en señal de respeto.

Al fin, donde moría el sendero, Kitiara distinguió la figura de Raistlin.

—¡Debería acabar contigo aquí mismo! —le espetó la dama al alcanzarlo, entumecidos los labios y con la mano apoyada en la empuñadura de su espada.

—No sabría describir el placer que me produce verte de nuevo —repuso el hechicero con una sonrisa beatífica que sus facciones desmentían.

Era la primera vez en dos años que coincidían. Ahora que había abandonado las tinieblas del Robledal, Kitiara examinó a su hermano bajo la tenue luz de Solinari. Iba ataviado con una túnica de fino terciopelo azabache, cuyos pliegues descendían en una armoniosa cascada para cubrir su enteco cuerpo. Bordadas en círculo en torno a la capucha, unas runas argénteas revelaban al experto la magnitud del poder del mago. El símbolo más grande, situado en el centro, era un reloj de arena, réplica en mayor tamaño de los que refulgían en sus extraños ojos. A ambos lados de la runa central brotaban sendas hileras, también plateadas, que se perfilaban en los etéreos haces lunares y se prolongaban hasta los dobleces de las holgadas mangas. Descansaba el peso del hechicero en un legendario bastón, una vara terminada en una bola de cristal que sólo se iluminaba cuando Raistlin así lo ordenaba pero que, en aquellos momentos, se hallaba sumida en la penumbra, al amparo de las doradas garras de dragón que configuraban su puño.

—¡Debería matarte! —repitió Kit antes de lanzar una mirada de soslayo al Caballero de la Muerte, que parecía alimentarse de la negrura adyacente para tomar cuerpo. Los ojos de la dama no expresaban ninguna orden sino más bien una invitación, quizás un mudo desafío.

Rastlin esbozó una mueca que pocos gozaban del privilegio de estudiar. Sin embargo, su ambigüedad se perdió en las sombras de su capucha.

—Me alegro de conocerte, Soth —dijo a guisa de saludo. Había posado su vista en el espectro.

Kitiara se mordió el labio mientras los relojes de Raistlin escudriñaban la armadura del egregio fantasma. El tiempo no había logrado borrar los emblemas que adornaban el pectoral: la rosa, el martín pescador y la espada que distinguían a los Caballeros de Solamnia, si bien aparecían ennegrecidos, como si el metal hubiera ardido en un incendio.

—Miembro de la Orden de la Rosa —prosiguió el hechicero— que murió envuelto en llamas durante el Cataclismo, antes de que la maldición de la doncella elfa a la que agravió le condenara a emprender esta amarga vida de ultratumba.

—Ésa es mi historia —asintió Soth sin inmutarse ni sorprenderse—. Y tú eres Raistlin, Amo del Pasado y del Presente y criatura predestinada.

Se espiaban atentamente uno a otro, tan concentrados que habían olvidado a Kitiara quien, al percibir la mortífera batalla que ambos libraban, desechó su momentáneo enfurecimiento para volcar sus sentidos en el desenlace.

—Tu magia es poderosa —comentó Raistlin. Una suave brisa surgida de la noche mecía las ramas de los robles y acariciaba la túnica del hechicero.

—Sí —concedió Soth en un susurro—. Puedo matar con sólo pronunciar una palabra, o bien arrojar una bola de fuego sobre una legión de enemigos. Dirijo a unas tropas de guerreros espectrales que son capaces, a su vez, de destruir a través de un simple contacto. Elevo murallas de hielo que protegen a quienes sirvo, sé discernir lo invisible, los hechizos corrientes se revelan inútiles en mi presencia.

Raistlin inclinó la cabeza afirmativamente, y los pliegues de su capucha se agitaron en derredor de su sombrío semblante. Soth, por su parte, comenzó a avanzar en pos de aquella enjuta figura y se detuvo a escasos centímetros de su frágil cuerpo mientras Kitiara, muda espectadora, sentía cómo se aceleraba su respiración al contemplar tan poco halagüeña escena.

Entonces, en un cortés ademán, el sentenciado Caballero de Solamnia extendió la mano sobre la zona de su anatomía que un día albergó el corazón y declaró, dando al traste con todos los pronósticos de su compañera:

—Pero también reconozco a un superior y puedo ponerme a sus pies. —Kitiara no daba crédito a sus ojos, la reverencia de Soth la había dejado atónita. Tuvo que apretar los dientes para sofocar la exclamación que añoraba a sus labios.

Raistlin, intuyendo el tornado que la agitaba, desvió hacia ella sus áureos relojes de arena y le preguntó, en un tono revestido de sarcasmo:

—¿Decepcionada, mi querida hermana?

Pero la Dama Oscura sabía acomodarse a las cambiantes ráfagas del destino. Había reconocido el terreno enemigo y descubierto lo que quería averiguar, ahora podía reanudar la liza.

—Por supuesto que no —respondió, con una ambigua sonrisa de perversidad que sus pretendientes juzgaban irresistible—. Después de todo, lo único que me ha movido a venir a visitarte ha sido el deseo de verte. Hacía ya demasiado tiempo que no nos entrevistábamos. Tienes buen aspecto.

—Me encuentro en mi mejor momento —confirmó Raistlin y, avanzando unos pasos, rodeó el brazo de Kit con su huesuda mano de largos dedos. Ella se sobresaltó, pues la carne del mago bullía en un estado febril, pero se abstuvo de exteriorizar sus emociones al reparar en el interés con que él la observaba, presto a analizar la más mínima reacción.

—Lo cierto es que ha transcurrido algún tiempo desde la última ocasión en que se cruzaron nuestras vidas —dijo Raistlin para apoyar el comentario de su hermana—. Si no me falla la memoria, esta primavera se cumplirán dos años. —Su tono era coloquial, despreocupado, si bien no soltó el brazo de Kit y en su voz se adivinaba un acento burlón—. Fue en el Templo de la Reina de la Oscuridad, en la ciudad de Neraka, aquella noche fatídica cuando mi soberana sufrió la derrota definitiva y fue desterrada del mundo…

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