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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El último Catón (28 page)

BOOK: El último Catón
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—Se hace tarde —insistió la Roca, cargando su mochila de tela al hombro, que ahora parecía mucho más llena que el día anterior. Debía haber metido un extintor de fuego o algo así.

Abandonamos el Hipogeo, no sin antes haberme tomado una pastilla para el dolor de cabeza, la más fuerte que encontré en el dispensario, y cruzamos la Ciudad hasta el aparcamiento de la Guardia Suiza donde Glauser-Röist tenía su deportivo azul. El aire fresco del exterior me ayudó a despejarme y me alivió un poco el abotagamiento que sentía, pero lo que hubiera necesitado, de verdad, era irme a casa y dormir durante veinte o treinta horas. Creo que fue entonces cuando comprendí en toda su crudeza que, hasta que no finalizara aquella extraña historia, el descanso, el sueño y la vida ordenada se habían convertido en lujos imposibles.

Cruzamos la Porta Santo Spirito y, avanzando por el Lungotévere, llegamos hasta el puente Garibaldi, colapsado, como siempre, por un tráfico salvaje. Tras diez minutos largos de lenta espera, cruzamos el río y enfilamos, a toda velocidad, por la via Arenula y la via delle Botteghe Oscure hasta la piazza de San Marco, dando así un rodeo exagerado que, sin embargo, nos garantizaba una llegada más rápida hasta Santa María in Cosmedín. Las
scooters
nos rondaban y adelantaban como enjambres de avispas enloquecidas pero Glauser-Röist consiguió, milagrosamente, esquivarlas a todas, y, por fin, tras no pocos sobresaltos, el Alfa Romeo se detuvo junto a la acera del parque de la Piazza Bocca della Verita. Allí estaba mi pequeña e ignorada iglesia bizantina, tan armoniosa y sabia en sus proporciones. La contemplé con afecto a través del parabrisas, al tiempo que abría la portezuela para salir.

El cielo se había ido nublando a lo largo del día y una luz oscura y gris aplastaba la belleza de Santa María in Cosmedín, sin por ello menoscabarla en absoluto. Quizá, además del cansancio, era ese ambiente plomizo el motivo de mi dolor de cabeza. Levanté la mirada hasta lo más alto del campanario de siete pisos, que se alzaba majestuoso desde el centro de la iglesia, y reflexione, una vez más, sobre aquella vieja idea de los efectos del tiempo, ese tiempo inexorable que a nosotros nos destruye y que a las obras de arte las vuelve infinitamente más hermosas. Desde la Antigüedad, en aquella zona de Roma —conocida como Foro Boario por celebrarse allí las ferias de ganado vacuno— había existido una importante colonia griega y un más importante templo dedicado a Hércules Invicto, erigido en honor de aquel que había recuperado los bueyes robados por el ladrón Caco. En el siglo
III
de nuestra era se construyó, sobre los restos del templo, una primera capilla cristiana, capilla que en etapas posteriores fue creciendo y embelleciéndose hasta convertirse en la preciosa iglesia que era hoy. Sin duda, para Santa María in Cosmedín fue definitiva la llegada a Roma de los artistas griegos que huían de Bizancio escapando de las persecuciones iconoclastas, promovidas por aquellos otros cristianos que creían que representar imágenes de Dios, la Virgen o los santos era pecado.

Farag, el capitán y yo nos acercamos paseando hasta el pórtico de la iglesia, no sin sortear los tirabuzones de apretadas filas de turistas jubilares que hacían cola para fotografiarse con la mano dentro del enorme mascarón de la «Boca de la Verdad», situado en un extremo del pórtico. El capitán avanzaba con la firmeza y la indiferencia de un buque insignia militar, indiferente a todo cuanto nos rodeaba, mientras que Farag parecía no tener ojos suficientes para retener en su memoria hasta los detalles más nimios.

—Y esa boca… —me preguntó, divertido, inclinándose hacia mí—. ¿Ha mordido realmente a alguien alguna vez?

Solté una carcajada.

—¡Nunca! Pero si algún día lo hace, te avisare.

Le vi reírse y observé que sus ojos azules se habían vuelto más oscuros por el reflejo de la luz y que el vello claro de la barba —que ya mostraba, por aquí y por allá, alguna que otra cana suelta—, resaltaba todavía más sus rasgos semitas y su morena piel de egipcio. ¿Qué vueltas tan extrañas daba la vida que unía en un mismo tiempo y lugar a un suizo, una siciliana y un compendio morfológico racial?

El interior de Santa María estaba iluminado por focos eléctricos colocados en lo alto de las naves laterales y de las columnas, ya que la claridad que se colaba desde el exterior resultaba demasiado pobre para permitir la celebración de los oficios. La decoración de la iglesia era netamente griego-bizantina y aunque por ese motivo todo en ella me gustaba, lo que siempre me atraía como un imán eran los enormes lampararios de hierro, que, en lugar de albergar, como en las iglesias latinas, decenas de velillas aplanadas y blancas, sostenían finos cirios de color amarillo, típicos del mundo oriental. Sin dudarlo un momento, me adelanté hasta el lamparario que se apoyaba contra el pretil de la
schola cantorum
—situada en la nave central, delante del altar—, eché unas liras en el cepillo y, encendiendo una de aquellas luces doradas, entorné los párpados y me sumí en oración para pedirle a Dios que cuidara de mi padre y de mi pobre hermano, y le supliqué también que protegiera a mi madre, que, al parecer, no conseguía recuperarse de sus recientes muertes. Di gracias por estar tan ocupada en una misión de la Iglesia y poder sustraerme así al constante dolor que su pérdida me hubiera ocasionado.

Cuando abrí los ojos, descubrí que me había quedado completamente sola y busqué con la mirada a Farag y al capitán, que deambulaban como turistas despistados por las naves laterales. Se les veía muy interesados en los frescos de los muros, que representaban escenas de la vida de la Virgen, y por la decoración del suelo, de estilo cosmatesco, pero, como yo ya conocía todo eso, me dirigí hacia el presbiterio para examinar de cerca la peculiaridad más notable de Santa María in Cosmedín: bajo un baldaquino gótico de finales del siglo
XIII
, una enorme bañera de pórfido color salmón oscuro, servía de altar a la iglesia. Es de suponer que algún rico bizantino —o bizantina— de la época romana imperial se había dado sus buenos baños perfumados dentro de aquel futuro tabernáculo cristiano.

Nadie me llamó la atención por pisar el presbiterio; y es que, en aquella iglesia, salvo a las horas de misa y del rosario, jamás había ni un sacerdote, ni un sacristán, ni ninguna de esas garbosas ancianas que, por unas pocas liras dejadas en el cestillo, pasaban la tarde en su iglesia parroquial tan estupendamente como mis sobrinos pasaban las noches de los sábados en las discotecas de Palermo. Santa María in Cosmedín podía permanecer tranquilamente solitaria porque apenas entraba, de vez en cuando, algún que otro visitante perdido. Y eso que su pórtico siempre estaba lleno de turistas.

Examiné la bañera detenidamente e, incluso, por lo que pudiera pasar, tiré con fuerza de sus cuatro grandes argollas laterales, también de pórfido, pero no ocurrió nada fuera de lo normal. Farag y Glauser-Röist tampoco habían tenido éxito. Parecía que los staurofílakes no hubieran pasado nunca por allí. Mientras estaba inspeccionando el trono episcopal del ábside, mis compañeros volvieron a mi lado.

—¿Algo significativo? —preguntó la Roca.

—No.

Con aire grave, nos dirigimos a la sacristía, donde encontramos a la única persona viva de aquel lugar: el viejo vendedor de la chirriante tienda de regalos llena de medallitas, crucifijos, tarjetas postales y colecciones de diapositivas. Era un anciano sacerdote vestido con una sotana mugrienta, sin afeitar y con el pelo canoso despeinado. Dondequiera que viviese aquel clérigo, la higiene brillaba por su ausencia. Nos observó torvamente cuando entramos, pero, de repente, cambió la expresión y exhibió una amabilidad servil que me desagradó.

—¿Son ustedes los del Vaticano? —inquirió mientras salía de detrás del mostrador para plantarse frente a nosotros. Su olor corporal era repugnante.

—Soy el capitán Glauser-Röist y estos son la doctora Salina y el profesor Boswell.

—¡Les estaba esperando! Estoy a su servicio. Mi nombre es Bonuomo, padre Bonuomo. ¿En qué puedo ayudarles?

—Ya hemos visto la iglesia —le informó la Roca—. Ahora quisiéramos ver todo lo demás. Creo que hay también una cripta.

El clérigo frunció el ceño y yo me sorprendí: ¿una cripta? Era la primera vez que lo oía. No sabía que hubiera tal cosa en Santa María.

—Sí —afirmó el anciano, disgustado—, pero aún no es la hora de visita.

¿Bonuomo…?
[25]
, mejor sería decir
Mal-uomo
. Pero Glauser-Röist ni se inmutó. Se limitó a mirar fijamente al sacerdote sin mover ni un músculo de la cara y sin parpadear, como si el viejo no hubiera hablado y él siguiera esperando la inexcusable invitación. Vi retorcerse al cura, torturado entre su obligación de obedecer y su mezquina incapacidad para saltarse el horario.

—¿Hay algún problema, padre Bonuomo? —le preguntó, gélido y cortante, Glauser-Röist.

—No —gimió el viejo, girando sobre sí mismo y guiándonos hasta las escaleras que descendían hacia la cripta. Una vez allí, se detuvo frente a la puerta y, en un panel situado a la derecha, accionó varios interruptores—. Ya tienen luz. Lamento no poder acompañarles; no puedo abandonar la tienda. Avísenme cuando terminen.

Con estas secas palabras, se esfumó de nuestro lado, detalle que yo le agradecí de todo corazón porque respirar continuamente el desagradable olor acre que desprendía me estaba revolviendo el estómago.

—¡De nuevo al centro de la tierra! —exclamó jocoso Farag, iniciando el descenso lleno de entusiasmo.

—Espero volver a ver algún día la luz del sol… —mascullé, siguiéndole.

—No lo creo, doctora.

Me volví a mirarle con mala cara.

—Por lo del fin del milenio —me aclaró, tan serio como siempre—. Ya sabe… El mundo será destruido cualquier día de estos. Quizá mientras estamos en la cripta.

—¡Ottavia! —se apresuró a contenerme Farag—. ¡Ni se te ocurra iniciar una discusión!

No pensaba hacerlo. Hay tonterías que no merecen respuesta.

Aquel fatuo sacerdote nos había engañado con lo de la luz. Apenas llegamos al final de la escalera, nos encontramos inmersos en la más completa oscuridad. Lamentablemente, habíamos descendido lo suficiente como para que regresar resultara bastante incómodo. Debíamos estar varios metros por debajo del nivel del Tíber.

—¿Es que no hay luz en este agujero? —dijo la voz de Farag, a mi derecha.

—No hay luz en la cripta —anunció Glauser-Röist—. Pero ya lo sabía, así que no se preocupen. Estoy sacando la linterna.

—¿Y el padre Bonuomo no podía haberlo dicho antes de invitarnos a bajar? —me extrañé—. Además, ¿cómo iluminan a los turistas o a los curiosos?

—¿No se ha dado cuenta, doctora, de que no hay ningún cartel anunciando el horario de visitas?

—Ya lo había pensado. De hecho, he venido muchas veces a esta iglesia y no sabía que tuviera una cripta.

—También es extraño que no tenga ningún tipo de iluminación —continuó Glauser-Röist, encendiendo por fin la linterna que derramó un intenso haz de luz sobre el lugar en el que nos encontrábamos—, y que un sacerdote de la Iglesia se atreva a poner trabas a una orden directa de la Secretaria de Estado, y que ese mismo sacerdote no acompañe durante la visita a unos enviados del Vaticano.

El capitán enfocó hacia el fondo de la cripta y en ese momento entendí mejor que nunca el sentido original de la palabra (derivada de κρυπτη,
kripte
, que quiere decir «esconder», «ocultar»). Lo primero que divisé fue un pequeño altar al fondo, en la nave central, y es que aquel lugar tenía la forma perfecta de una iglesia, en miniatura y como hecha a escala, pero con su división en tres naves mediante columnas de capitel bajo e, incluso, sus correspondientes capillas laterales, completamente a oscuras.

—¿Está insinuando, capitán —quiso saber Boswell—, que el padre Bonuomo puede ser un staurofílax?

—Digo que puede serlo tanto como el sacristán de Santa Lucía.

—Entonces, lo es —afirmé muy convencida, adentrándome en la iglesita.

—No podemos estar seguros, doctora. Es sólo una intuición y con una intuición no vamos a ninguna parte.

—¿Y cómo es que conocía usted la existencia de este lugar casi clandestino? —pregunté con curiosidad.

—Porque busqué en Internet. Se puede encontrar casi cualquier cosa en Internet. Aunque eso usted ya lo sabe, ¿verdad, doctora?

—¿Yo? —me extrañé—. ¡Pero si yo apenas sé manejar el ordenador!

—Sin embargo, fue en Internet donde encontró toda la información sobre los
Ligna Crucis
y el accidente de aviación de Abi-Ruj Iyasus, ¿no es cierto?

Me quedé paralizada por la pregunta a bocajarro. De ningún modo podía confesar que había involucrado a mi pobre sobrino Stefano en la investigación, pero tampoco podía mentir y, además, ¿para qué? A esas alturas mi cara ya debía estar expresando toda la culpabilidad que sentía.

Sin embargo, Glauser-Röist no se quedó a esperar la respuesta. Me adelantó por la derecha y, al pasar, puso en mi mano otra linterna, idéntica a la que también entregó a Farag. De modo que nos dividimos, cada uno se fue hacia un lado y, con el resplandor de los tres focos, el lugar se volvió menos inhóspito.

—Esta cripta es conocida como la Cripta de Adriano, en honor del papa Adriano I que fue quien ordenó su restauración en el siglo
VIII
—nos fue explicando la Roca mientras registrábamos, metro a metro, todo el recinto—. Sin embargo, su construcción se ha fechado en torno al siglo
III
, durante las persecuciones de Diocleciano, cuando los primeros cristianos decidieron aprovechar los cimientos de un templo pagano que había en esta zona para edificar una pequeña iglesia secreta. Esos trozos de piedra que resaltan en el enlucido del muro son los restos del templo pagano y el altar del ábside es lo que queda del
Ara Maxima
.

—Era un templo dedicado a Hércules Invicto —le aclaré.

—Exactamente lo que yo he dicho: un templo pagano —repitió.

Con mi linterna iluminé y examiné cada rincón de las tres naves y alguno de los pequeños oratorios laterales de la izquierda. Había polvo por todas partes, así como urnas desvencijadas conteniendo los restos de santos y mártires olvidados muchos siglos atrás por la devoción popular. Pero, aparte de su obvio interés histórico y artístico, aquella discreta capilla no tenía nada digno de mención. Era, simplemente, una curiosa iglesia subterránea sin ningún dato que nos aportara pistas sobre la primera prueba del purgatorio staurofilakense.

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