—Porque me da la impresión de que este ramal de la Cloaca Máxima no tiene salida.
—Ya me había dado cuenta de que el agua del cauce apenas discurre —señaló Farag—. Está prácticamente quieta, como si estuviera estancada.
—Sí que fluye —protesté—. Yo la veo moverse en el sentido de nuestra propia marcha. Muy despacio, pero se mueve.
—
Eppur si muove
…
[26]
—dijo el profesor.
—Exactamente. En caso contrario, estaría podrida, descompuesta. Y no es así.
—¡Hombre, sucia sí que está!
Y en eso estuvimos los tres de acuerdo.
Por desgracia, el capitán había acertado cuando adelantó que el ramal no tenía salida. Apenas doscientos metros después, topamos con un muro de piedra que bloqueaba el túnel.
—Pero… Pero el agua se mueve… —balbucí—. ¿Cómo es posible?
—Profesor, levante la antorcha todo lo que pueda y llévela hacia el borde mismo del margen —dijo el capitán mientras iluminaba el muro con su potente linterna. Bajo las dos fuentes de luz, el misterio quedó aclarado: en el centro mismo del dique, y como a media altura, se distinguía tenuemente un Crismón de Constantino labrado en la roca y, pasando por su mismo eje, una línea vertical, de bordes irregulares, que partía el muro en dos.
—¡Es una compuerta! —indicó Boswell.
—¿De qué se extraña, profesor? ¿Acaso creía que iba a ser fácil?
—Pero ¿cómo vamos a mover esas dos hojas de piedra? ¡Deben pesar un par de toneladas cada una, por lo menos!
—Bueno, pues habrá que sentarse y meditar.
—Lo que siento es que se nos echa encima la hora de cenar y yo empiezo a tener hambre.
—Pues ya podemos resolver este enigma pronto —advertí, dejándome caer sobre el suelo—, porque si no salimos de aquí, ni cena esta noche, ni desayuno mañana por la mañana, ni comida el resto de nuestra vida. Una vida que, por cierto, desde esta perspectiva se presenta bastante corta.
—¡No empiece otra vez, doctora! Usemos el cerebro y, mientras pensamos, cenaremos unos sándwiches que he traído.
—¿Sabía que pasaríamos aquí la noche? —me extrañé.
—No, pero no podía estar seguro de lo que iba a pasar. Ahora —nos urgió—, intentemos solucionar el problema, por favor.
Estuvimos dando vueltas al asunto de la compuerta durante mucho rato y volvimos a examinarla con cuidado muchas veces. Incluso llegamos a utilizar un pedazo de madera de las tarimas de la cripta para comprobar la parte del dique que quedaba sumergida bajo el agua. Pero, un par de horas más tarde, sólo habíamos conseguido averiguar que las hojas de piedra no estaban perfectamente encajadas y que por ese resquicio minúsculo era por donde se escapaba el agua. Volvimos sobre los relieves una y otra vez —arriba y abajo, abajo y arriba—, pero no conseguimos sacar nada en claro. Eran preciosos pero nada más.
Cerca ya de la medianoche, agotados, hartos y helados de frío, regresamos a la iglesia. A esas alturas, conocíamos el ramal de la Cloaca Máxima como si lo hubiéramos construido con nuestras propias manos y teníamos muy claro que de allí no se salía como no fuera por arte de magia o superando la prueba —si es que conseguíamos averiguar cuál era—, pues si por un lado estaban las compuertas, por el otro, a un par de kilómetros de la losa oscilante, sólo había un desmonte de piedras, un derrumbamiento que filtraba el agua a través de numerosos intersticios. Allí encontramos, en un rincón, una caja de madera llena de antorchas apagadas, y los tres llegamos a la conclusión de que aquello no era buena señal.
Sopesamos la posibilidad de que hubiera que mover aquellos pedruscos enormes para poder salir, ya que los penados de la primera cornisa sufrían precisamente ese castigo por su soberbia, pero llegamos a la conclusión de que era imposible, dado que cada una de aquellas rocas debía pesar el doble o el triple de lo que pesaba cada uno de nosotros. De modo que, estábamos atrapados y como no encontrásemos pronto la solución, allí íbamos a quedarnos para alimento de gusanos.
Mi dolor de cabeza, que había desaparecido durante unas horas, volvió más acusado que antes y yo sabía que era por el cansancio y el sueño atrasado. No tenía ni fuerza para bostezar, pero el profesor sí, y abría la boca desmesuradamente cada vez con más frecuencia.
En la iglesia hacía frío, aunque menos que en el cauce, de modo que llevamos todas las antorchas posibles a uno de los oratorios y las dispusimos en el suelo a modo de hoguera. Aquello calentó el pequeño rincón lo suficiente como para permitirnos sobrevivir a la noche, pero estar rodeada de observadoras calaveras no era, precisamente, lo que yo hubiera necesitado para conciliar el sueño.
Farag y el capitán se enzarzaron en una larga discusión sobre la hipotética naturaleza de la prueba que debíamos superar y que, desde luego, no era otra que abrir las compuertas de piedra del dique. El problema estaba en cómo abrirlas, y ahí era donde no se ponían de acuerdo. No recuerdo mucho de aquella conversación porque yo tenía la sensación de estar a medio camino entre el sueño y la vigilia, flotando en un espacio etéreo iluminado por el fuego y rodeada de calaveras susurrantes. Porque las calaveras hablaban… ¿o eso era parte del sueño? No sé, es obvio que sí, pero el caso era que a mí me parecía que hablaban o que silbaban. Lo último que recuerdo antes de entrar en un coma profundo es haber notado que alguien me ayudaba a tumbarme y me ponía algo blando bajo la cara. Luego nada más hasta que entreabrí los ojos un momento (no debía disfrutar de un descanso muy apacible) y divisé a Farag tumbado a mi lado, dormido, y al capitán leyendo a Dante a la luz de la hoguera, totalmente absorto. No habría pasado mucho tiempo cuando una exclamación me despertó. Inmediatamente se produjo otra, y otra más, hasta que me incorporé, sobresaltada, y vi a la Roca en pie, tan alto como un dios griego, levantando los brazos en el aire.
—¡Lo tengo! ¡Lo tengo! —gritaba entusiasmado.
—¿Qué pasa? —preguntó la voz somnolienta de Farag—. ¿Qué hora es?
—¡Levántese, profesor! ¡Levántese, doctora! ¡Les necesito! ¡He encontrado algo!
Miré mi reloj. Eran las cuatro de la madrugada.
—¡Señor! —sollocé—. ¿Es que nunca podremos volver a dormir seis o siete horas seguidas?
—Escuche atentamente, doctora —clamó la Roca, abalanzándose sobre mí como una fuerza de la naturaleza—: «Veía a aquel que noble fue creado…», «Veía en otro lado a Briareo…», «Veía a Marte, a Atenea y a Apolo…», «Veía a Nemrod al pie de su gran obra…». ¿Qué le parece, eh?
—¿No son esos los primeros versos de los tercetos donde se describen los relieves? —pregunté a Farag que miraba al capitán con un gesto de incomprensión en la cara.
—¡Pero hay más! —continuó Glauser-Röist—. Escuchen: «¡Oh, Niobe, con qué desolados ojos…!», «¡Oh, Saúl, cómo con tu propia espada…!», « ¡Oh, loca Aracne, así pude verte…!», «¡Oh, Roboán, no parece que asustaras…!».
—¿Qué le pasa al capitán, Farag? ¡No entiendo nada!
—Yo tampoco, pero escuchémosle a ver dónde quiere llegar.
—Y, por último,
por-úl-ti-mo
… —recalcó, agitando el libro en el aire y volviendo, luego, a mirarlo—. «Mostraba aún el duro pavimento…», «Mostraba cómo se lanzaron…», «Mostraba el crudo ejemplo…», «Mostraba cómo huyeron derrotados…». Y, ¡atención ahora!, es muy, muy importante. Versos 61 a 63 del Canto:
Veía
a Troya en ruinas y en cenizas;
¡
Oh
, Ilión, cuán abatida y despreciable
mostrábate
el relieve que veía!
—¡Es una serie de estrofas acrósticas! —exclamó Boswell, arrebatándole el libro al capitán—. Cuatro versos que empiezan con «
Veía
», cuatro con «
¡Oh!
» y cuatro con «
Mostraba
».
—¡Y un último terceto, el de Troya que les he leído completo, con la clave!
Me dolía mucho la cabeza, pero fui capaz de comprender lo que estaba pasando, e, incluso, descubrí antes que ellos la relación de esas estrofas acrósticas con la misteriosa palabra que Farag había encontrado en la losa oscilante y que nos llevó a los tres a ponernos encima de ella: «VOM».
—¿Qué querrá decir «Vom»? —preguntó el capitán—. ¿Tendrá algún significado?
—Lo tiene, Kaspar, lo tiene. Y, por cierto, que esto me trae a la memoria a nuestro buen padre Bonuomo. ¿A ti no, Ottavia?
—Ya lo había pensado —repliqué, poniéndome dificultosamente en pie y frotándome la cara con las manos—. Y, por eso mismo, me pregunto cuántos pobres aspirantes a staurofílax habrán perdido sus vidas intentando superar estas pruebas. Hay que ser un lince para atar tanto cabo suelto.
—¿Serían tan amables de explicarse, por favor? Ahora soy yo el que no les entiende.
—En latín, capitán, la U y la V se escriben igual, ambas con la grafía V, de manera que «Vom» es lo mismo que «Uom», o sea,
hombre
, en italiano medieval. Nuestro simpático sacerdote se hace llamar Bon-Uomo, o Bon-Uom, es decir,
Buen hombre
. ¿Lo pilla ahora?
—¿A este lo hará detener, Kaspar?
El capitán rehusó con la cabeza.
—Estamos igual que antes. El padre Bonuomo tendrá una coartada sólida y un pasado intachable. Ya se habrá preocupado la hermandad de cubrirle bien las espaldas, sobre todo siendo el guardián de la prueba de Roma. Y él nunca reconocería voluntariamente su condición de staurofílax.
—¡Bueno, señores! —dije con un suspiro—. Se acabó la cháchara. Ya que no vamos a dormir, será mejor continuar con el hilo argumental que habíamos iniciado. Tenemos el acróstico dantesco, tenemos la palabra UOM y tenemos unas compuertas de piedra. ¿Y ahora qué hacemos?
—Se me ocurre que, a lo mejor, alguna de estas calaveras tiene como rótulo «Uom
sanctus
» —sugirió Farag.
—Pues manos a la obra.
—Pero, capitán, las antorchas están casi consumidas. Tardaremos un rato en ir a buscar más.
—Cojan lo que queda en las brasas y empiecen. ¡No tenemos tiempo!
—¡Mire lo que le digo, capitán Glauser-Röist! —exclamé, enfadada—. Si salimos de esta, me negaré a continuar como no descansemos. ¿Me ha oído?
—Tiene razón, Kaspar. Estamos molidos. Deberíamos parar unos días.
—Ya hablaremos de eso cuando salgamos de aquí. ¡Ahora, por favor, busquen! Usted, doctora, empiece por allí. Usted, por el extremo contrario, profesor. Yo examinaré el presbiterio.
Farag se agachó y escogió las dos únicas antorchas que aún ardían entre las brasas; luego, me entregó una a mí y él se quedó con la otra. Sería ocioso señalar que, bastante después, y con todas las reliquias revisadas, no habíamos encontrado ningún santo ni mártir que se llamara Uom. Resultaba descorazonador.
Debía estar saliendo el sol para los felices humanos que podían verlo, cuando se nos ocurrió que quizá Uom no era el nombre que debíamos buscar, sino, como en el acróstico, todos aquellos que empezaran por V o U, por O y por M. ¡Y acertamos! Tras otra larga y tediosa exploración, resultó que había cuatro santos cuyos nombres empezaban por V —Valerio, Volusia, Varrón y Vero—, cuatro mártires que empezaban por O —Octaviano, Odenata, Olimpia y Ovinio— y otros cuatro santos que empezaban por M —Marcela, Marcial, Miniato y Mauricio—. ¿No era increíble? Ya no cabía ninguna duda de que habíamos encontrado el buen camino. Señalamos con hollín las doce calaveras, por si su distribución tuviese algo que ver, pero no seguían ningún orden. La única característica que las igualaba a todas era que los doce cráneos estaban completos y, en aquel almacén de trastos rotos, eso era toda una señal. Pero, después de este gran avance, ya no sabíamos qué hacer. Nada de todo aquello parecía darnos la clave para abrir las compuertas.
—¿Tiene algún sándwich de sobra, Kaspar? —quiso saber Farag—. Cuando no duermo me entra un hambre feroz.
—Algo queda en mi mochila. Mire a ver.
—¿Quieres, Ottavia?
—Sí, por favor. Estoy desfallecida.
Pero en la mochila del capitán sólo quedaba un miserable emparedado de salami con queso, así que lo partimos por la mitad con las manos sucias y nos lo comimos. A mí me supo a gloria bendita.
Mientras Farag y yo intentábamos engañar a nuestros estómagos con aquel magro alimento, el capitán deambulaba por la cripta como una fiera enjaulada. Se le veía concentrado, absorto, y repetía una y otra vez los tercetos de Dante que, obviamente, se había aprendido de memoria. Mi reloj marcaba las nueve y media de la mañana. Arriba, en alguna parte, la vida acababa de empezar. Las calles estarían llenas de coches y los niños entrando en los colegios. Bajo tierra, a bastante profundidad, tres almas agotadas intentaban escapar de una ratonera. El medio sándwich me había matado el hambre y, más relajada, me apoyé, sentada como estaba, contra la pared, contemplando los últimos rescoldos de la hoguera. En muy poco tiempo, se apagarían definitivamente. Sentí un profundo sopor que me obligó a cerrar los ojos.
—¿Tienes sueño, Ottavia?
—Necesito dar una cabezada. ¿No te importa, Farag?
—A mí, no. ¿Cómo me va a importar? Al contrario, creo que haces bien descansando un poco. Dentro de diez minutos te despertaré, ¿vale?
—Tu generosidad me abruma.
—Hay que salir de aquí, Ottavia, y te necesitamos para pensar.
—Diez minutos. Ni uno menos.
—Adelante. Duérmete.
A veces, diez minutos son toda una vida, porque descansé más durante ese tiempo de lo que había descansado en las cuatro horas que habíamos dormido aquella noche.
Revisamos todo de nuevo a lo largo de la mañana y aprovechamos para encender un par de antorchas de las que había en la caja colocada junto al derrumbamiento del fondo del canal. Estaba claro que los staurofílakes tenían meticulosamente programado todo el proceso y sabían con exactitud cuánto podía durar aquella prueba.
Finalmente, desesperados y cabizbajos, regresamos a la iglesia.
—¡Está aquí! —gritó, enfadado, Glauser-Röist, dando una patada contra el suelo—. ¡Estoy seguro de que la solución está aquí, maldita sea! Pero ¿dónde?, ¿dónde está?
—¿En las calaveras? —insinué.
—¡En las calaveras no hay nada! —bramó.
—Bueno, en realidad… —comentó el profesor, pegándose las gafas a los ojos—, no hemos mirado dentro de ellas.
—¿Dentro? —me extrañé.
—¿Por qué no? ¿Tenemos otra posibilidad? Por lo menos podíamos comprobarlo. Agitar los cráneos de esos doce santos y mártires… O algo así.