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Authors: Noah Gordon

Tags: #Historico, Intriga

El último judío (34 page)

BOOK: El último judío
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La mujer se puso la camisa antes de ir por la lámpara del pasillo, por lo que no tuvo ocasión de verla desnuda. Aunque el aprendiz de médico regresó a la casa para yacer con ella en otras tres ocasiones, la unión entre ambos carecía de pasión y Yonah se sintió como si estuviera cometiendo un acto de onanismo con el cuerpo prestado de la viuda. No tenían prácticamente nada que decirse; la embarazosa conversación era seguida por un desahogo en el hermoso lecho y, finalmente, por unas breves y torpes palabras cuando él se despedía. La cuarta vez que Yonah acudió a la casa, ella no lo invitó a entrar y Yonah pudo ver a su espalda a Roque Arrellano, el carnicero de Zaragoza, sentado descalzo junto a la mesa, bebiéndose el vino que él le había regalado a la viuda.

Varios domingos más tarde, estando Yonah en la iglesia, el sacerdote leyó las amonestaciones de Loretta Cavaller y Roque Arrellano. Una vez casada, Loretta Cavaller se puso a trabajar en la próspera carnicería de su esposo. Nuño criaba gallinas, pero no así cerdos o vacas, por lo que muchas veces Reyna le pedía a Yonah que fuera a la carnicería a comprar la carne o el pescado que Arrellano vendía algunas veces. Loretta había aprendido el oficio y Yonah admiraba el cuidado y la rapidez con que ésta cortaba la carne. Los precios de Arrellano eran muy altos, pero Loretta siempre saludaba afablemente a Yonah, lo miraba con una radiante expresión de felicidad y algunas veces le regalaba huesos con tuétano que Reyna utilizaba para hacer sopas o hervir aves de corral.

Tanto Nuño como Reyna habían entrado a vivir en la hacienda cuando el amo de la casa era todavía el médico judío Juan de Gabriel Montesa, el cual tenía por costumbre bañarse antes de la puesta de sol del viernes con vistas al día de descanso. Nuño y Reyna habían adquirido la costumbre de bañarse cada semana, Nuño los lunes y Reyna los miércoles, por lo que sólo se tenía que calentar el agua una vez en el transcurso de una noche. El baño lo hacían en una tina de cobre colocada delante de la chimenea, donde entre tanto ponían a calentar otra olla de agua.

Para Yonah era un lujo bañarse todos los viernes tal como hacia Montesa, a pesar de que tenía que encoger el cuerpo en el interior de la tina. A veces, los miércoles por la noche salía a dar un paseo mientras Reyna se bañaba, pero casi siempre se quedaba en su habitación, tocando la guitarra o trabajando en la traducción del libro de Avicena a la luz de la lámpara. Le costaba aprenderse de memoria los nombres de los medicamentos que tenían un efecto astringente en las llagas, o de los que calentaban el cuerpo y no purgaban mientras trataba de imaginarse el aspecto de Reyna.

Cuando el agua se enfriaba, oía que Nuño se acercaba a ella, retiraba la olla del fuego y añadía agua caliente a la tina tal como ella hacía por él los lunes.

Nuño le prestaba aquel mismo servicio a su aprendiz los viernes, moviéndose muy despacio y con gran esfuerzo mientras levantaba la olla, indicaba a Yonah que apartara las piernas a un lado para no quemarlo y vertía el agua caliente, resollando ruidosamente.

—Se esfuerza demasiado y ya no es joven —le dijo Reyna a Yonah una mañana en que Nuño estaba ocupado en el establo.

—Yo procuro aliviarle la carga —dijo Yonah con cierto remordimiento.

—Lo sé. Le pregunté por qué gastaba tanta energía en enseñaros —le confesó Reyna con toda sinceridad—. Me contestó: «
Lo hago porque se lo merece
» —añadió encogiéndose de hombros con un suspiro.

Yonah no pudo consolarla. Nuño se empeñaba en ir a visitar a sus pacientes incluso cuando los casos eran tan sencillos que el resto del tratamiento lo hubiera podido llevar a cabo su aprendiz. Nuño no se conformaba con que Yonah hubiera leído a Rhazes, el cual señalaba que los residuos y los venenos se eliminaban del cuerpo cada vez que el sujeto orinaba; el maestro tenía que mostrarle a Yonah junto al lecho el color amarillento del blanco del ojo del enfermo de fiebres, el color rosado de la orina al comienzo de unas fiebres palúdicas que se repetían cada setenta y dos horas, la blanca y espumosa orina que a veces acompañaba los forúnculos llenos de pus. También le enseñaba a identificar los distintos olores de las enfermedades a través de la orina.

Nuño era además un experto en el arte y la ciencia de la botica. Sabía secar y pulverizar hierbas, aparte de preparar ungüentos e infusiones, pero no se hacía él mismo las medicinas. En su lugar, solía requerir los servicios de un anciano franciscano, fray Luis Guerra Medina, un hábil boticario que ya preparaba las medicinas para Juan de Gabriel Montesa.

—Siempre hay sospecha de envenenamiento, sobre todo cuando muere algún personaje de la realeza. En ocasiones las sospechas tienen fundamento, pero las más de las veces, no —le dijo Nuño a Yonah—. Durante mucho tiempo, la Iglesia prohibió a los cristianos tomar medicamentos preparados por judíos por temor a que éstos los envenenaran. A pesar de todo, algunos médicos judíos siguieron preparando sus propios remedios, pero muchos médicos, tanto cristianos viejos como judíos, fueron acusados de intento de envenenamiento por parte de pacientes que no querían pagar sus deudas médicas. Juan de Gabriel Montesa se sentía más seguro utilizando los servicios de un fraile boticario y por eso yo también recurro a fray Guerra. He descubierto que conoce perfectamente la diferencia entre el eupatorio y el sen.

Yonah comprendió el peligro que había corrido facilitándole hierbas medicinales a Loretta Cavaller y decidió no volverlo a hacer nunca más. De esta manera aprendía las lecciones de su maestro y prestaba atención mientras Nuño Fierro trataba de prepararle para su vida de médico, tanto por medio de los conocimientos profesionales como de las cuestiones más sencillas que constituían la base de una práctica satisfactoria.

Un día, cuando ya llevaba algo más de un año como aprendiz, Yonah se percató de que, durante aquel período, habían muerto once de sus pacientes.

Había aprendido lo suficiente como para comprender que Nuño Fierro era un médico excepcional y sabía que su destino estaba en manos de un maestro extraordinario, pero le dolía entrar en una profesión en la que quien la ejercía tropezaba tantas veces con el fracaso.

Nuño Fierro observaba a su alumno tal como un buen adiestrador de caballos estudia un animal prometedor. Vio que Yonah luchaba amargamente contra la creciente oscuridad cuando un paciente yacía moribundo y observaba la tristeza de los ojos de su pupilo cada vez que alguien moría.

Esperó hasta una noche en que se sentó a descansar junto al fuego con su alumno, con una jarra de vino en la mano tras una dura jornada de trabajo.

—Tú mataste al hombre que asesinó a mi hermano. ¿Has quitado alguna otra vida, Ramón?

—Sí.

Nuño tomó un sorbo de vino y estudió a su aprendiz mientras éste le contaba de qué forma había organizado la muerte de los dos traficantes de reliquias.

—Si estas circunstancias volvieran a repetirse, ¿te comportarías de otra manera? —preguntó Nuño.

—No, porque aquellos tres hombres me hubieran matado. Pero la idea de haber arrebatado vidas humanas es una dura carga.

—¿Y deseas ejercer la medicina para expiar el pecado de haber quitado unas vidas por medio de la salvación de otras?

—No fue éste el motivo de haberos pedido que me enseñéis a ser médico. Pero puede que últimamente lo haya pensado un poco —admitió Yonah.

—En tal caso, conviene que comprendas con más claridad el poder del arte de la medicina. Un médico sólo puede aliviar el sufrimiento de un reducido número de personas. Combatimos sus enfermedades, vendamos sus heridas, reducimos las fracturas de sus huesos y ayudamos a nacer a sus hijos. Pero cada criatura viviente tiene que acabar muriendo. Por consiguiente, a pesar de nuestros conocimientos, habilidad y entusiasmo, algunos de los pacientes se nos mueren; no tenemos que afligimos en exceso ni sentirnos culpables por el hecho de no ser dioses y no poder regalar la eternidad. En su lugar, si los pacientes han aprovechado bien el tiempo, debemos alegrarnos de que hayan gozado de la bendición de la vida.

Yonah asintió con la cabeza.

—Lo comprendo.

—Así lo espero —dijo Nuño—. Porque, si te faltara esta comprensión, serías verdaderamente un mal médico y acabarías perdiendo la razón.

CAPÍTULO 30

La prueba de Ramón Callicó

Al término de su segundo año de aprendizaje, Yonah empezó a ver claro el camino de su vida y cada día le seguía deparando nuevas emociones a medida que iba asimilando las enseñanzas de Nuño. Ambos ejercían su profesión en toda la campiña que rodeaba Zaragoza, estaban muy ocupados en el consultorio y acudían a visitar en sus casas a los pacientes que no podían desplazarse. Casi todos los enfermos de Nuño pertenecían al pueblo llano de la ciudad y las alquerías de los alrededores. Algunas veces lo mandaba llamar algún noble que precisaba de los servicios de un médico y él siempre acudía a la llamada, pero le advertía a Yonah de que los nobles eran muy autoritarios y muchas veces se mostraban reacios a pagar los servicios de los médicos, por lo que él prefería no mantener tratos con ellos. Sin embargo, el 20 de noviembre del año 1504, recibió una llamada que no pudo desatender.

A finales de aquel verano, tanto el rey Fernando como la reina Isabel habían contraído una enfermedad debilitante. El Rey, un hombre muy fuerte cuya constitución se había forjado en la caza y la guerra, se había recuperado muy pronto, pero su esposa estaba cada vez más débil. El estado de Isabel había ido empeorando durante su visita a la ciudad de Medina del Campo y Fernando había mandado llamar de inmediato a media docena de médicos, entre ellos, Nuño Fierro, el médico de Zaragoza.

—Pero vos no podréis ir —protestó Yonah—. El viaje a Medina del Campo dura diez días. Ocho días como mínimo, si uno se mata cabalgando.

Se lo decía en serio, pues sabía que Nuño estaba delicado de salud y no se encontraba en condiciones de emprender aquel viaje.

Sin embargo, el médico se mostró inflexible.

—Ella es mi reina. Una soberana en apuros tiene que ser atendida con la misma solicitud que un hombre o una mujer comunes.

—Permitidme, por lo menos, que os acompañe —le rogó Yonah.

Pero Nuño se negó.

—Tenéis que permanecer aquí para seguir atendiendo a nuestros pacientes —objetó.

Cuando Yonah y Reyna le suplicaron que buscara por lo menos a alguien que lo acompañara en el viaje, Nuño se dio por vencido y contrató a Andrés de Ávila, un hombre de la ciudad. Ambos emprendieron el camino a primera hora de la mañana siguiente.

Regresaron demasiado temprano y con mal tiempo. Yonah tuvo que ayudar a Nuño a desmontar de su cabalgadura. Mientras Reyna se encargaba de preparar un baño caliente para el médico, De Ávila le contó a Yonah lo que había ocurrido.

El viaje había sido todo lo que Yonah había temido al principio. De Ávila explicó que habían viajado cuatro días y medio. Al llegar a una posada de las afueras de Atienza, el hombre temió que Nuño estuviera demasiado fatigado como para seguir adelante.

—Le convencí de que nos detuviéramos para comer y descansar, pues de esta manera nos sería más fácil proseguir el viaje.

Pero en la posada vieron a unos hombres bebiendo a la memoria de Isabel.

Nuño preguntó con la voz ronca a causa de la emoción si los bebedores sabían con certeza que la Reina había muerto, y otros viajeros procedentes del oeste le aseguraron que el cuerpo de la soberana estaba siendo trasladado al sur para su entierro en el sepulcro real de Granada.

Nuño y De Ávila se pasaron toda la noche en vela por culpa de las picaduras de los piojos y, a la mañana siguiente, iniciaron el camino de vuelta al este para regresar a Zaragoza.

—Esta vez fuimos más despacio —prosiguió De Ávila—, pero ha sido un viaje malhadado en todos los sentidos y el último día tuvimos que soportar mucho frío y un fuerte aguacero.

A pesar del baño, Yonah se alarmó al ver el cansancio y la palidez de Nuño. Acompañó inmediatamente a su maestro a la cama, donde Reyna le dio bebidas calientes y alimentos nutritivos. Al cabo de una semana de descanso en la cama, Nuño se recuperó hasta cierto punto, pero su inútil viaje para visitar a la reina de España lo había debilitado mucho y había agotado sus fuerzas.

Llegó un momento en que a Nuño le empezaron a temblar las manos y no pudo seguir utilizando los instrumentos quirúrgicos que le había hecho su hermano. En su lugar, los utilizó Yonah siguiendo las instrucciones y las explicaciones que él le iba dando al tiempo que le hacía preguntas para poner a prueba sus conocimientos y mejorarlos.

Antes de la amputación de un dedo meñique aplastado, Nuño le pidió a Yonah que se tocara su propio dedo con las yemas de los dedos de la otra mano.

—¿ Notas un lugar… una leve hendidura en el punto en el que el hueso se junta con el hueso? Es aquí donde se tiene que cortar el dedo aplastado, pero hay que dejar la piel sin cortar muy por encima de la amputación. ¿Sabes por qué?

—Porque tenemos que construir un colgajo —contestó Yonah, mientras su maestro asentía satisfecho con la cabeza.

Yonah lamentaba con toda el alma la desgracia de Nuño, pero sabía que ésta era beneficiosa para su aprendizaje, pues, en el transcurso de aquel año, llevó a cabo más intervenciones quirúrgicas de las que hubiera hecho en circunstancias normales.

Se sentía culpable porque veía que Fierro concentraba todos sus esfuerzos en enseñarle, pero, cuando se lo comentó a Reyna, ésta sacudió la cabeza.

—Creo que la necesidad de enseñaros lo mantiene con vida —dijo ella.

En efecto, cuando finalizó su cuarto año de aprendizaje, un destello de triunfo se encendió en los ojos de Nuño. este dispuso que Yonah compareciera de inmediato ante los examinadores médicos. Cada año, tres días antes de Navidad, las autoridades municipales elegían a dos médicos del distrito para que examinaran a los candidatos a la licencia para el ejercicio de la medicina. Nuño había sido examinador y conocía muy bien el proceso.

—Hubiera preferido que esperaras a presentarte hasta que se fuera uno de los examinadores actuales, Pedro de Calca —le dijo a Yonah. Durante muchos años, Calca había envidiado al médico de Zaragoza, pero su intuición indujo a Nuño a no aplazar el examen de Yonah—. No puedo esperar otro año —le dijo a éste—. Además, creo que ya estás preparado.

Al día siguiente, se dirigió al ayuntamiento de Zaragoza y concertó la cita para el examen de Yonah.

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