Asimismo, varía mucho la eficacia del placebo en una circunstancia dada. En nueve estudios a doble ciego realizados para comparar placebos con la aspirina, se demostró que los placebos eran igual de eficaces que el analgésico real.
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Según esto, se podría esperar que fueran menos efectivos si se comparan con un analgésico mucho más fuerte, como la morfina, y sin embargo no es así. En seis estudios a doble ciego se descubrió que los placebos fueron ¡tan eficaces para aliviar el dolor como la morfina en un 56 por ciento de los casos!
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¿Por qué? Un factor que puede influir en la eficacia del placebo es el método con el que se suministre. En general se estima que las inyecciones son más potentes que las píldoras, de ahí que si se da un placebo en forma de inyección, su eficacia puede aumentar. De manera similar, muchas veces se considera que las cápsulas son más eficaces que las pastillas y hasta el tamaño, el color y la forma de una píldora pueden desempeñar un papel. En un estudio concebido para determinar el valor de sugestión del color de una píldora, se descubrió que la gente tiende a creer que las píldoras amarillas o naranjas actúan sobre el estado de ánimo y o bien estimulan o bien deprimen. Se supone que las píldoras de color rojo oscuro son sedantes, las de color lavanda, alucinógenos, y las blancas, calmantes.
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Otro factor es la actitud que transmite el médico cuando receta el placebo. El doctor David Sobel, un especialista en placebos del Kaiser Hospital de California, cuenta la historia de un médico que trataba a un paciente de asma que lo estaba pasando especialmente mal tratando de mantener abiertos los bronquios. El médico pidió una muestra de una nueva medicina muy potente a una compañía farmacéutica y se la dio al hombre. En unos minutos, el paciente mostró una mejora espectacular y empezó a respirar con más facilidad. Sin embargo, cuando tuvo el siguiente ataque, el médico decidió ver qué pasaría si le diera un placebo. Esa vez, el hombre se quejaba de que tenía que haber un error con lo que le había recetado el médico porque no le eliminaba completamente la dificultad respiratoria. Aquello convenció al médico de que la medicina de muestra era realmente una nueva medicina muy potente para el asma, hasta que recibió una carta de la compañía farmacéutica en la que le informaban de que ¡en lugar de la nueva medicina, le habían enviado un placebo por error! Aparentemente, lo que explica la diferencia fue el entusiasmo inconsciente del médico por el primer placebo y no por el segundo.
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En términos del modelo holográfico, se puede explicar la extraordinaria respuesta de aquel hombre a la medicación placebo para el asma por la incapacidad última de la mente/el cuerpo para distinguir entre la realidad imaginada y la real. El hombre creía que le habían dado una medicina nueva y potente para el asma y esa creencia produjo un efecto fisiológico en sus pulmones tan espectacular como si le hubieran dado una medicina auténtica. La advertencia de Achterberg de que los hologramas neuronales que influyen en nuestra salud son variados y polifacéticos se ve reforzada asimismo por el hecho de que incluso algo tan sutil como una ligera diferencia en la actitud del médico (y quizá en el lenguaje corporal) mientras administraba los dos placebos bastó para hacer que uno funcionara y que el otro fallara. De ahí se puede deducir que hasta la información que recibimos de manera subliminal puede tener una gran participación en las creencias e imágenes mentales que influyen en nuestra salud. Uno se pregunta cuántas medicinas han funcionado o han dejado de funcionar por la actitud que el médico transmitía mientras las administraba.
Tumores que se derriten como bolas de nieve sobre una estufa caliente
Es importante entender el papel que juegan esos factores en la eficacia de los placebos, porque muestra cómo configuran nuestras creencias nuestra capacidad para controlar el cuerpo holográfico. La mente tiene poder para librarnos de las verrugas, para aclararnos los bronquios y para remedar la capacidad de la morfina para mitigar el dolor, pero como no somos conscientes de que tenemos ese poder, tenemos que estar engañados para usarlo. Esto podría resultar hasta cómico si no fuera por las tragedias que desencadena con frecuencia el desconocimiento de nuestro propio poder.
Nada podría ser más ilustrativo al respecto que un incidente, hoy famoso, que contaba el psicólogo Bruno Klopfer. Klopfer estaba tratando a un hombre llamado Wright de un cáncer avanzado en los nódulos linfáticos. Habían agotado hasta el final todos los tratamientos habituales y parecía que a Wright le quedaba poco tiempo. Tenía el cuello, las axilas, el pecho, el abdomen y las ingles llenos de tumores del tamaño de naranjas, y el bazo y el hígado se le habían agrandado tanto que todos los días había que sacarle del pecho casi dos litros de un líquido lechoso.
Pero Wright no quería morir. Se enteró de que había una medicina nueva y asombrosa, llamada Krebiozen, y le pidió a su médico que le dejara intentarlo. El médico se negó al principio porque la medicina sólo se había experimentado en pacientes con una esperanza de vida de tres meses por lo menos. Pero Wright se lo suplicaba tan insistentemente que al final el médico cedió. Le puso una inyección de Krebiozen un viernes, aunque en su fuero interno no esperaba que Wright durase el fin de semana. Luego se fue a casa.
Al lunes siguiente, le sorprendió encontrar a Wright levantado de la cama y paseando. Klopfer le contó que sus tumores se habían «derretido como bolas de nieve sobre una estufa caliente» y que tenían la mitad del tamaño original. Era una disminución de tamaño mucho más rápida que la que se podría haber conseguido incluso con la radioterapia más fuerte. Diez días después de la primera inyección de Krebiozen, Wright dejó el hospital y, por lo que podían decir los médicos al menos, se había librado del cáncer. Cuando ingresó en el hospital necesitaba una mascarilla de oxígeno para respirar, cuando salió, estaba lo bastante bien como para volar en su propio avión a doce mil pies de altura sin sentir malestar alguno.
Wright siguió estando bien durante un par de meses aproximadamente, pero entonces empezaron a aparecer artículos afirmando que el Krebiozen no hacía efecto en el cáncer de nódulos del sistema linfático. Wright, que tenía una forma de pensar estrictamente lógica y científica, se deprimió mucho, sufrió una recaída y reingresó en el hospital. Esa vez, el médico decidió intentar un experimento. Le dijo a Wright que el Krebiozen era tan eficaz como parecía, pero que algunas de las remesas iniciales de la medicina se habían deteriorado durante el transporte. Le explicó, no obstante, que tenía una versión nueva de la medicina, muy concentrada, y que podía tratarle con ella. Por supuesto que el médico no tenía una versión nueva de la medicina y lo que se proponía era inyectarle a Wright agua pura. Para crear el clima apropiado creó incluso un procedimiento elaborado antes de inyectarle el placebo.
Nuevamente los resultados fueron espectaculares. Las masas tumorales se derritieron, el fluido del pecho desapareció y Wright no tardó en estar otra vez en pie sintiéndose estupendamente. Estuvo sin síntomas durante otros dos meses, pero entonces la American Medical Association anunció que, en un estudio sobre el Krebiozen realizado en todo el país, se había descubierto que la medicina era totalmente inútil en el tratamiento del cáncer. Aquella vez, la fe de Wright se hizo añicos. El cáncer resurgió otra vez y Wright murió dos días después.
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La historia de Wright es una historia trágica, pero tiene un mensaje poderoso: cuando somos lo bastante afortunados como para evitar la incredulidad y utilizar las fuerzas curativas que hay en nuestro interior, podemos hacer que los tumores desaparezcan en una noche.
En el caso del Krebiozen, sólo había una persona implicada, pero hay casos similares en los que existe mucha más gente involucrada. Veamos lo que pasó con una sustancia utilizada en quimioterapia llamada cisplatino. Cuando estuvo disponible por primera vez, se promocionó también como una medicina milagrosa y el 75 por ciento de la gente que la tomó se benefició del tratamiento. No obstante, cuando pasó la ola del entusiasmo inicial y su uso se hizo más rutinario, la proporción de eficacia bajó hasta un 25 o un 30 por ciento. Aparentemente, la mayor parte del beneficio obtenido con el cisplatino fue consecuencia del efecto placebo.
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¿Funciona realmente alguna medicina?
Estas anécdotas plantean una cuestión importante. Si medicinas como el Krebiozen y el cisplatino funcionan cuando creemos en ellas y dejan de funcionar cuando dejamos de creer en ellas, ¿qué implica esto sobre la naturaleza de las medicinas en general? Es una pregunta difícil de contestar, pero tenemos algunas pistas. Por ejemplo, Herbert Benson, médico de la Facultad de Medicina de Harvard, señala que la gran mayoría de los tratamientos recetados antes del siglo XX era inútil, desde el sangrado con sanguijuelas hasta el consumo de sangre de lagarto, pero que sin duda sirvieron de ayuda al menos durante algún tiempo, debido al efecto placebo.
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Benson, junto con el doctor David P. McCallie jr., del Laboratorio Thorndike de Harvard, ha analizado estudios de diversos tratamientos prescritos durante años para la angina de pecho y ha descubierto que, aunque fueron remedios transitorios, la proporción de éxitos fue siempre alta, incluso en tratamientos que hoy en día están desacreditados.
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Estas dos observaciones ponen de manifiesto que el efecto placebo ha jugado un papel importante en la medicina en el pasado, pero ¿lo sigue jugando en la actualidad? La respuesta es sí, al parecer. La Federal Office of Technology Assessment estima que no se ha hecho un examen científico riguroso a más del 75 por ciento de los tratamientos médicos reales, cifra que sugiere que quizá los médicos sigan suministrando placebos sin saberlo (Benson, por lo pronto, cree que, como mínimo, muchos medicamentos que no requieren receta médica actúan principalmente como placebos).
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En función de los datos que hemos visto hasta el momento, casi deberíamos preguntarnos si todas las medicinas son placebos o no. Evidentemente la respuesta es que no. Muchas medicinas son eficaces creamos en ellas o no: la vitamina C libra del escorbuto y la insulina mejora a los diabéticos aun cuando sean escépticos. Pero el asunto no es tan claro como parece. Consideremos lo siguiente.
En un experimento de 1962, los doctores Harriet Linton y Robert Langs dijeron a los sujetos del mismo que iban a participar en un estudio sobre los efectos del LSD, pero les dieron un placebo en vez de LSD. Sin embargo, media hora después de tomarlo empezaron a experimentar los clásicos síntomas de la droga real, pérdida de control, supuesta revelación del significado de la existencia y demás. Aquellos «viajes placebo» duraron varias horas.
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Unos cuantos años después, en 1966, el psicólogo de Harvard Richard Alpert viajó a Oriente en busca de hombres santos que pudieran revelarle alguna cosa sobre la experiencia con el LSD. Encontró a varios que estaban dispuestos a probar la droga y, curiosamente, obtuvo diversas reacciones. Un experto le dijo que era buena, pero no tanto como la meditación. Otro, un lama tibetano, se quejó de que sólo le había producido dolor de cabeza.
Pero la reacción que le fascinó fue la de un santo hombrecito arrugado, en las laderas del Himalaya. Como tenía más de 60 años, el primer impulso de Alpert fue darle una dosis suave de entre 50 y 75 miligramos. Pero el hombre mostraba mucho más interés por una de las píldoras de 305 miligramos que Alpert había llevado consigo, una dosis relativamente alta. Alpert le dio a regañadientes una de aquellas píldoras, pero el hombre no se quedó satisfecho. Con un guiño, le pidió otra y luego otra más, y se colocó 915 miligramos de LSD sobre la lengua y se los tragó. Era una dosis masiva desde cualquier parámetro (como dato para comparar, podemos decir que la dosis que utilizaba Grof en sus estudios era, por término medio, de unos 200 miligramos).
Alpert, horrorizado, le observaba atentamente, esperando que empezara a agitar los brazos y a gritar como una
banshee
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; pero el hombre se comportaba como si nada hubiera pasado. Siguió así durante el resto del día, con una conducta tan serena e imperturbable como siempre, salvo por las miradas risueñas que lanzaba a Alpert de vez en cuando. Aparentemente, el LSD le hacía muy poco efecto o ninguno. A Alpert le emocionó tanto la experiencia que dejó el LSD, cambió su nombre por el de Ram Dass y se convirtió al misticismo.
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Así pues, tomar un placebo bien puede producir el mismo efecto que tomar la droga real, y tomar la droga real podría no producir efecto alguno. Es un mundo al revés que se ha demostrado también en experimentos con anfetaminas. En un estudio, se metieron diez individuos en dos habitaciones. En la primera habitación, administraron una anfetamina estimulante a nueve de ellos y al décimo le dieron un barbitúrico que producía sueño. En la segunda habitación se invirtió la situación. En ambos casos, la persona singularizada se comportó exactamente igual que sus compañeros. En la primera habitación, la única persona que había tomado el barbitúrico, en vez de quedarse dormida, se animó y se aceleró y, en la segunda habitación, el único que había tomado la anfetamina se quedó dormido.
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También hay un caso registrado de un hombre adicto al estimulante Ritalin, cuya adicción se transfirió después al placebo. En otras palabras: su médico consiguió evitarle todos los efectos desagradables que conlleva la retirada del Ritalin, reemplazando en secreto el medicamento prescrito por píldoras de azúcar. Desgraciadamente, ¡el hombre pasó a mostrar adicción al placebo!
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Estos hechos no se limitan a situaciones acaecidas en experimentos. Los placebos desempeñan también un papel en nuestras vidas cotidianas. La cafeína ¿te mantiene despierto por la noche? Alguna investigación ha mostrado que ni siquiera una inyección de cafeína mantendría despierta a una persona sensible a la cafeína si creyera que le están administrando un sedante.
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¿Alguna vez te ha ayudado un antibiótico a superar un catarro o un dolor de garganta? En caso afirmativo, estabas experimentando un efecto placebo. Los catarros los causan los virus, al igual que los diversos tipos de dolor de garganta, y los antibióticos sólo son eficaces contra las infecciones bacterianas y no contra las infecciones víricas. ¿Has experimentado alguna vez un efecto secundario después de tomar un medicamento? En un estudio sobre un sedante llamado mefenesina se descubrió que entre un 10 y un 20 por ciento de los sujetos de la prueba experimentaron efectos secundarios negativos —como náuseas, sarpullidos y palpitaciones— con independencia de que hubieran tomado la medicina real o un placebo.
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De manera similar, en un estudio reciente sobre un nuevo tipo de quimioterapia, perdió el pelo el 30 por ciento de las personas que estaban en el grupo de
control
, cuyos miembros recibieron el placebo.
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Así que si conoces a alguien que esté recibiendo tratamiento de quimioterapia, dile que intente ser optimista en sus expectativas. La mente es una cosa poderosa.