La psicoquinesia a gran escala
Hasta ahora, los efectos PK producidos en el laboratorio se limitaban a objetos relativamente pequeños, pero hay datos que indican que al menos algunas personas pueden usar la PK para llevar a cabo grandes cambios en el mundo físico. El biólogo Lyall Watson, autor del
best seller Supernaturaleza: historia natural de los fenómenos llamados sobrenaturales
y un científico que ha estudiado acontecimientos paranormales por todo el mundo, se encontró con una de esas personas mientras visitaba Filipinas. Era uno de los llamados «sanadores psíquicos» filipinos que, en vez de tocar a un paciente, se limitaba a mantener la mano a unos veinticinco centímetros por encima de su cuerpo y después apuntaba a la piel y aparecía una incisión instantáneamente. Además de contemplar varias demostraciones de las dotes quirúrgicas psicoquinéticas del hombre, Watson sufrió una incisión en el dorso de su propia mano una vez que el hombre trazó con el dedo una hendidura más larga de lo habitual. Todavía tiene la cicatriz.
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Hay indicios de que la psicoquinesia podría servir también para curar huesos. El doctor Rex Gardner, médico del Sunderland District General Hospital de Inglaterra, ha contado varios ejemplos de dichas curaciones. Un artículo publicado en 1983 en el
British Medical Journal
contiene un aspecto interesante: Gardner, ávido investigador de milagros, presenta curaciones milagrosas contemporáneas junto a ejemplos de curaciones prácticamente idénticas, recopiladas por Beda el Venerable, historiador y teólogo inglés del siglo XVII.
En una de las curaciones contemporáneas participó un grupo de monjas luteranas que vivían en Darmstadt, Alemania. Cuando estaban construyendo una capilla, una de las monjas atravesó un suelo de cemento fresco y cayó sobre una viga de madera que había debajo. La llevaron inmediatamente al hospital donde las radiografías revelaron que tenía una fractura complicada de pelvis. Las monjas, en vez de confiar en las técnicas médicas normales, hicieron una vigilia de oración durante toda la noche. Dos días después se la llevaron a casa, a pesar de que los médicos insistían en que la monja tenía que permanecer en tracción durante varias semanas; las monjas siguieron rezando y realizaron una imposición de manos, tras lo cual, ante el asombro de los médicos, la hermana se levantó de la cama, libre del dolor agudísimo de la fractura y aparentemente curada. Sólo tardó dos semanas en recuperarse plenamente, y entonces volvió al hospital y se presentó ante el médico, que se quedó atónito.
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Aunque Gardner no intenta explicar ni esa curación ni cualquiera de las otras que trata en su artículo, la psicoquinesia parece una explicación probable. Dado que la curación natural de la fractura es un proceso largo y que hasta una regeneración milagrosa de la pelvis como la de Michelli tardó varios meses en completarse, se insinúa que lo que llevó a cabo la tarea fue quizá la capacidad psicoquinética inconsciente de las monjas cuando hicieron la imposición de manos.
Gardner describe una curación similar ocurrida en el siglo XVII, durante la construcción de una iglesia en Hexham, Inglaterra, en la que participó san Wilfredo, obispo de Hexham a la sazón. Cuando estaban edificando la iglesia, un albañil llamado Bothelm se cayó desde una gran altura y se rompió los brazos y las piernas. Mientras yacía en el suelo angustiosamente, Wilfredo rezó sobre él y pidió a los demás obreros que se le unieran. Ellos lo hicieron, «el aliento de la vida volvió» a él y Bothelm se curó rápidamente. Como según parece la curación no tuvo lugar hasta que san Wilfredo pidió a los otros obreros que se le unieran en sus rezos, uno se pregunta si el catalizador fue san Wilfredo o si fue otra vez la psicoquinesia inconsciente del conjunto de personas allí congregadas.
El doctor William Tufts Brigham, conservador del Bishop Museum de Honolulu y célebre botánico que dedicó gran parte de su vida privada a investigar lo paranormal, relataba un incidente en el cual un kahuna o chamán nativo de Hawai curó instantáneamente un hueso roto. El incidente fue presenciado por un amigo de Brigham llamado J.A.K. Combs. La abuela de la esposa de Combs estaba considerada una de las mujeres kahunas más poderosas de las islas y Combs pudo observar sus dotes de primera mano en una ocasión en que asistió a una fiesta en su casa.
Ese día en cuestión, uno de los invitados resbaló en la arena de la playa, se cayó y se rompió la pierna. La fractura era tan seria que se veía cómo presionaban contra la piel las astillas del hueso. Combs se dio cuenta de la gravedad de la fractura y recomendó llevar al hombre al hospital inmediatamente, pero la anciana kahuna no quiso ni oír hablar de ello. Se arrodilló junto a él, le enderezó la pierna y apretó sobre la zona donde el hueso roto presionaba contra la piel. Rezó y meditó durante varios minutos y luego se levantó y anunció que la curación había terminado. El hombre se incorporó perplejo, dio un paso y después otro. Estaba completamente curado y la pierna no mostraba la menor señal de rotura.
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Psicoquinesia de masas en la Francia del siglo XVIII
Aparte de esos incidentes, una de las manifestaciones más sorprendentes de psicoquinesia y uno de los acontecimientos milagrosos más extraordinarios que se han registrado nunca tuvo lugar en París en la primera mitad del siglo XVIII. Los hechos giraron en torno a una secta puritana de católicos, de influencia holandesa, conocidos como los jansenistas, y se precipitaron tras la muerte de uno de sus miembros, un diácono, hombre santo y reverenciado, llamado François de París. Los milagros jansenistas fueron uno de los sucesos de los que más se habló en Europa durante la mayor parte del siglo, aun cuando hoy en día muy pocas personas hayan oído hablar de ellos.
Para entender plenamente los milagros jansenistas, es necesario conocer un poco los hechos históricos que precedieron a la muerte de François de París. El jansenismo se originó a principios del siglo XVII y desde el comienzo estuvo enfrentado tanto a la Iglesia católica de Roma como al monarca francés. Aunque muchas de sus creencias se apartaban notablemente de la doctrina eclesiástica tradicional, era un movimiento popular que no tardó en ganar seguidores entre el pueblo llano francés. Pero la mayor desgracia fue que tanto el papado como el rey Luis XV, que era un católico devoto, lo vieran como protestantismo disfrazado de catolicismo. En consecuencia, tanto la Iglesia como el Rey maniobraban constantemente para socavar el poder del movimiento. Un obstáculo para tales ardides, y uno de los factores que contribuyó a otorgar popularidad al movimiento, fue que los líderes jansenistas parecían tener el don especial de curar milagrosamente. Sin embargo, la Iglesia y la Corona siguieron adelante, y consiguieron que se desencadenaran debates encarnizados por toda Francia. En pleno apogeo de aquella lucha de poderes, murió François de París, el 1 de mayo de 1727, y fue enterrado en el cementerio parroquial de Saint-Médard, en París.
Como el abate tenía fama de santo, se empezaron a congregar personas junto a su tumba para adorarle, y desde el principio hubo noticias de un gran número de curaciones milagrosas. Entre las enfermedades o dolencias curadas se contaban tumores cancerosos, parálisis, sordera, artritis, reumatismo, llagas ulcerosas, fiebres persistentes, hemorragias prolongadas y ceguera. Pero eso no fue todo. Los dolientes también empezaron a experimentar extraños espasmos o convulsiones involuntarias y a realizar contorsiones asombrosas. Pronto se demostró que tales ataques eran contagiosos y se extendieron como un reguero de pólvora hasta que las calles se atestaron de hombres, mujeres y niños, todos ellos retorciéndose y contorsionándose como si se hallaran bajo un encantamiento surrealista.
Mientras se hallaban en ese estado espasmódico de trance, los «convulsionarios», como llegaron a ser llamados, mostraban aptitudes extraordinarias. Una de ellas era la capacidad de soportar sin dolor una variedad de torturas físicas casi inimaginable, entre las que figuraban golpes muy fuertes, sacudidas o mandobles con objetos pesados y afilados, así como estrangulamiento,
todo ello sin dejar señales de heridas ni magulladuras, ni un mínimo arañazo siquiera
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Lo que confiere a esos acontecimientos un carácter único es el hecho de que fueran contemplados por miles de observadores literalmente. Aquellas reuniones frenéticas en torno a la tumba del abate París no fueron efímeras en absoluto. El cementerio y las calles que lo rodeaban estuvieron atestadas de gente, día y noche, durante años; dos décadas después incluso, todavía se contaban milagros (para dar una idea de la enormidad del fenómeno, en 1733 se registró en los informes oficiales que eran necesarios más de tres mil voluntarios simplemente para ayudar a los convulsionarios y para asegurarse, por ejemplo, de que las participantes femeninas no llegaran a exponerse inmodestamente durante sus ataques). En consecuencia, las dotes sobrenaturales de los convulsionarios se convirtieron en una
cause célèbre
(asunto controvertido) internacional y miles de personas acudían en masa para verlos; entre ellos había individuos de todas las clases sociales y miembros de todas las instituciones educativas, religiosas y gubernamentales imaginables; los documentos de la época recogen numerosos informes de los milagros, tanto oficiales como no oficiales.
Por otra parte, muchos testigos tenían un interés personal en refutar los milagros jansenistas, como por ejemplo los investigadores enviados por la Iglesia católica romana y, sin embargo, los confirmaron (posteriormente, la Iglesia remedió aquella situación embarazosa admitiendo que los milagros existían pero que eran obra del diablo, con lo cual probaba que los jansenistas eran unos depravados).
Un investigador llamado Louis-Basile Carré de Montgeron, miembro del Parlamento de París, contempló los suficientes milagros como para llenar cuatro gruesos tomos sobre el tema, que publicó en 1737 bajo el título
La Verité des Miracles
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Cuenta muchos ejemplos de la aparente invulnerabilidad de los convulsionarios a la tortura. Un ejemplo: una convulsionaria de 20 años llamada Jeanne Maulet se apoyaba contra un muro de piedra mientras un voluntario de la multitud, «un robusto hombretón», le daba cien martillazos en el estómago con una maza de catorce kilos (los propios convulsionarios pedían que les torturaran porque decían que la tortura aliviaba el dolor atroz de las convulsiones). Para comprobar la violencia de los golpes, el propio Montgeron agarró después la maza y la probó sobre el muro de piedra contra el que se había apoyado la chica. A los veinticinco golpes, la piedra sobre la que golpeaba, sacudida por los martillazos, se aflojó de pronto y cayó al otro lado del muro, abriendo «un boquete de más o menos medio pie».
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Montgeron describe otro caso en el que una convulsionaria se inclinó hacia atrás formando un arco, «sin otro apoyo que una estaca hincada en el suelo cuya punta sostenía el cuerpo por la región lumbar». Después pidió que izaran con una cuerda una piedra de veintitrés kilos hasta una «altura extrema» y la dejaran caer a plomo sobre su estómago. Levantaron la piedra y la dejaron caer sobre ella una y otra vez, pero no parecía afectarle en absoluto. Se mantenía sin esfuerzo en su difícil postura y no sufría daño o dolor, y salió de la dura prueba sin tan siquiera una sola marca en la carne de la espalda. Montgeron anotó que mientras se desarrollaba la dura prueba la mujer no dejaba de gritar «¡Más fuerte! ¡Más fuerte!»
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De hecho, parece que nada podía hacer daño a los convulsionarios. No les herían los golpes propinados con barras de hierro, cadenas o estacas. Los hombres más fuertes no podían estrangularlos. Algunos fueron crucificados y después no mostraban ni rastro de heridas.
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Lo más desconcertante de todo es que ni siquiera se les podía cortar o pinchar con cuchillos, espadas o hachas. Montgeron cita un incidente durante el cual se apoyó la punta afilada de una barrena de hierro contra el estómago de una convulsionaria y luego se golpeó con un martillo tan violentamente que parecía «capaz de atravesarle las entrañas hasta el espinazo». Pero no era así y la convulsionaria mantenía «una expresión de completo arrobamiento» y gritaba: «Oh, me hace mucho bien. Valor, hermano, ¡golpea el doble de fuerte si puedes!»
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La invulnerabilidad no era el único don que los jansenistas exhibían durante sus ataques. Algunos se volvieron clarividentes y eran capaces de «discernir cosas ocultas». Otros podían leer incluso con los ojos cerrados y vendados fuertemente, y se contaron casos de levitación. Uno de los que levitaban, un cura de Montpellier llamado Bescherand, «se levantaba por los aires con tanta fuerza» durante las convulsiones, que aunque los testigos intentaban sujetarle tirando de él hacia abajo, no consiguieron impedir que se elevara por encima del suelo.
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Aunque hoy los milagros jansenistas están casi olvidados, en la época distaban mucho de ser un fenómeno desconocido para los intelectuales. La sobrina del matemático y filósofo Pascal consiguió que, a resultas de un milagro jansenista, le desapareciera en unas horas una úlcera grave que tenía en un ojo. Cuando el rey Luis XV intentó infructuosamente detener a los convulsionarios cerrando el cementerio de Saint-Médard, Voltaire dijo humorísticamente: «Por orden del Rey, se prohíbe a Dios hacer milagros allí». Y el filósofo escocés David Hume escribió en
Ensayos filosóficos sobre el entendimiento humano
: «Seguramente no se habrán atribuido jamás a taumaturgo alguno tantos milagros como los que se dice ocurrieron últimamente en París, junto a la tumba del abate París. La autenticidad de muchos milagros se verificaba inmediatamente en el sitio, ante jueces de crédito y distinción incuestionables, en una era científica y en el teatro más eminente que hoy existe en el mundo».
¿Qué explicación tienen los milagros realizados por los convulsionarios? Bohm, si bien está dispuesto a considerar la posibilidad de la psicoquinesia y de otros fenómenos paranormales, prefiere no especular sobre acontecimientos específicos tales como las capacidades sobrenaturales de los jansenistas. Pero, si tomamos en serio el testimonio de tantos y tantos testigos, la psicoquinesia parece ser, una vez más, la explicación más probable, a menos que estemos dispuestos a conceder que Dios favorecía a los católicos jansenistas más que a los católicos romanos. La aparición de otras aptitudes psíquicas durante los ataques, como la clarividencia, sugiere con fuerza que tuvo que intervenir de un modo u otro algún tipo de fenómeno psíquico. Además, ya hemos visto varios ejemplos en los que la fe honda y la histeria desencadenaron las fuerzas más profundas de la mente y éstas también estaban presentes profusamente. De hecho, puede que los efectos psicoquinéticos, en lugar de ser obra de una sola persona, fueran producto de la combinación de fervor y creencias de todas las personas presentes, lo cual explicaría también el vigor inusual de las manifestaciones. Esta idea no es nueva. En la década de 1920, el gran psicólogo de Harvard William McDougall sugirió que los milagros religiosos podrían ser consecuencia de los poderes psíquicos colectivos de una gran multitud de fieles.