La psicoquinesia podría explicar muchos casos de invulnerabilidad aparente de los convulsionarios. En el caso de Jeanne Maulet se podría argumentar que estaba usando la psicoquinesia de forma inconsciente para bloquear el efecto de los golpes de martillo. Si los convulsionarios la utilizaran inconscientemente para controlar las cadenas, los maderos y los cuchillos y parar su recorrido en el preciso momento del impacto, se explicaría también que tales objetos no dejaran marcas ni magulladuras. De manera similar, cuando algunos individuos intentaban estrangular a los jansenistas, puede que la psicoquinesia les sujetara las manos y aunque ellos pensaran que estaban retorciendo el cuello, en realidad sólo estaban retorciendo las manos en el aire.
Reprogramar el proyector de cine cósmico
Sin embargo, la psicoquinesia no explica todas las facetas de la invulnerabilidad de los convulsionarios. Contemplemos el problema de la inercia: la tendencia de un objeto en movimiento a seguir en movimiento. Cuando un trozo de madera o una piedra de veintitrés kilos cae con fuerza y velocidad, lleva consigo un montón de energía y, si se para en plena trayectoria, la energía tiene que ir a alguna parte. Por ejemplo, si se golpea con una maza de catorce kilos a una persona que lleva una armadura puesta, aunque el metal de la armadura pueda desviar el golpe, la persona sufre una sacudida considerable. En el caso de Jeanne Maulet, parece que la energía rodeaba su cuerpo de algún modo y se transfería al muro que tenía detrás, pues, como señaló Montgeron, la piedra se había «movido por los martillazos». Ahora bien, la cosa no está tan clara en el caso de la mujer que se arqueaba y le caía una piedra de veintitrés kilos sobre el estómago. Uno se pregunta por qué no se clavaba en el suelo como un arco o por qué los convulsionarios no se caían cuando les golpeaban con mazos. ¿Dónde iba la energía desviada?
La visión holográfica de la realidad nos proporciona de nuevo una posible respuesta. Como hemos visto antes, Bohm cree que la consciencia y la materia son sólo aspectos diferentes del mismo algo fundamental, un algo que tiene sus orígenes en el orden implicado. A juicio de algunos investigadores, eso sugiere que la consciencia puede hacer muchas más cosas que unos cuantos cambios psicoquinéticos en el mundo material. Grof cree, por ejemplo, que si la descripción de la realidad que ofrecen los órdenes implicado y explicado es correcta, entonces, «es concebible que ciertos estados inusuales de consciencia permitan mediar directamente e intervenir en el orden implicado. De este modo sería posible modificar los fenómenos del mundo físico influyendo en su matriz generadora».
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Dicho de otra forma: además de mover objetos por psicoquinesia, la mente también puede llegar hasta el proyector de cine cósmico que creó esos objetos en un principio y reprogramarlo. Así, no sólo se podrían eludir por completo reglas de la naturaleza reconocidas convencionalmente, como la inercia, sino que la mente podría llevar a cabo alteraciones y reformas en el mundo material mucho más espectaculares que las debidas a la psicoquinesia.
Que esta teoría o alguna otra semejante pueda ser cierta lo prueba otra facultad excepcional que han mostrado varias personas a lo largo de la historia: la invulnerabilidad al fuego. En su libro
Los fenómenos físicos del misticismo
, Thurston aporta numerosos ejemplos de santos que poseían esa facultad, de los cuales san Francisco de Paula es uno de los más conocidos. Además de sostener ascuas ardiendo en las manos sin hacerse daño, en 1519, en las sesiones previas a su canonización, ocho testigos aseguraron que le habían visto andar a través de las llamas rugientes de un horno sin sufrir daños, cuando iba a reparar una pared del horno que se había roto.
Este relato trae a la mente una historia del Antiguo Testamento, la historia de Sidraj, Misaj y Abed-Nego. Tras conquistar Jerusalén, el rey Nabuconodosor ordenó a todo el mundo que adorara una estatua de él mismo. Sidraj, Misaj y Abed-Nego se negaron, así que Nabuconodosor ordenó que les arrojaran a un horno tan «sumamente caliente» que las llamas quemaron incluso a los hombres que les echaron al horno. Ellos, sin embargo, sobrevivieron al fuego gracias a su fe y salieron ilesos, con el pelo sin chamuscar, las ropas sin quemaduras y sin tener siquiera olor a fuego. Según parece, las persecuciones contra la fe, como la que Luis XV intentó imponer en contra de los jansenistas, han generado milagros en más de una ocasión.
Aunque los kahunas de Hawai no caminan a través de llamas rugientes, hay noticias de que pueden andar por lava ardiendo sin quemarse. Brigham contaba que tres kahunas que había conocido le prometieron realizar la proeza para él y él les siguió durante una larga caminata hasta una corriente de lava que había cerca del volcán Kilauea, que estaba en erupción. Eligieron un río de lava de unos cuarenta y cinco metros de ancho que se había enfriado lo bastante como para poder soportar su peso, pero que seguía estando tan caliente aún que tenía en la superficie zonas incandescentes. Mientras Brigham les contemplaba, los kahunas se quitaron las sandalias y empezaron a recitar las largas oraciones necesarias para protegerse mientras andaban por la roca fundida apenas endurecida.
Resultaba que los kahunas le habían dicho antes a Brigham que si quería unirse a ellos, le podían conferir su inmunidad contra el fuego y él accedió con valentía. No obstante, cuando estuvo frente al calor hirviente de la lava se lo pensó dos veces y hasta tres. «El resultado fue que me quedé sentado sin moverme y me negué a quitarme las botas», escribió Brigham en su relato del episodio. Cuando terminaron de invocar a los dioses, el kahuna más viejo se dirigió corriendo hasta la lava y cruzó los cuarenta y cinco metros sin sufrir daños. Impresionado, pero todavía inflexible en su decisión de no correr, Brigham se levantó para ver al siguiente kahuna, cuando recibió un empujón que le obligó a ponerse a correr para no caer de cara sobre la roca incandescente.
Y Brigham corrió. Cuando llegó al terreno más elevado al otro lado del río de lava, descubrió que una de sus botas se había quemado y que sus calcetines estaban ardiendo. Pero, milagrosamente, sus pies estaban ilesos. Tampoco los kahunas habían sufrido daño alguno y se revolcaban de risa ante el susto de Brigham. «Yo me reí también —escribió Brigham—. Jamás me sentí tan aliviado en toda mi vida como cuando descubrí que estaba a salvo. No hay mucho más que contar de aquella experiencia. Tuve la sensación de un calor intenso en la cara y en el cuerpo, pero apenas sentí nada en los pies».
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También los convulsionarios mostraron ser totalmente inmunes al fuego alguna que otra vez. De aquellas «salamandras humanas» —en la Edad Media el término
salamandra
se refería a un lagarto mitológico que vivía en el fuego según se creía entonces— las dos más famosas fueron Marie Sonnet y Gabrielle Moler. En una ocasión y en presencia de numerosos testigos entre los que estaba Montgeron, Sonnet se tendió encima de dos sillas sobre un fuego abrasador y permaneció allí durante media hora. Ni ella ni su ropa mostraron consecuencias negativas. En otra ocasión, se sentó y puso los pies en un brasero lleno de carbones ardiendo. Como le ocurrió a Brigham, se le quemaron los zapatos y las medias, pero los pies resultaron ilesos.
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Las hazañas de Gabrielle Moler eran aún más inverosímiles. Además de ser insensible a los golpes propinados con espadas y palas, podía pegar la cabeza al fuego que rugía en la chimenea y mantenerla allí sin sufrir heridas. Según los testigos, después tenía la ropa tan caliente que apenas podían tocarla y, no obstante, el pelo, las pestañas y las cejas ni siquiera estaban chamuscadas.
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No hay duda de que debía de ser una persona muy divertida en las fiestas.
El hecho es que los jansenistas no fueron el primer movimiento convulsionario en Francia. A finales de 1600, Luis XIV intentó purgar el país de un grupo de hugonotes que resistían en el valle de los Cévennes conocidos como los Camisardos, y que exhibían aptitudes similares. En un informe oficial enviado a Roma, uno de los perseguidores, un prior al que llamaban «el cura de Chayla», se quejaba de que hiciera lo que hiciera no conseguía herir a los Camisardos. Cuando ordenaba que les dispararan, les encontraban las balas de mosquete aplastadas entre las ropas y la piel. Cuando les acercaban las manos a carbones en ascuas, no sufrían daño, y cuando les envolvían de pies a cabeza con algodones empapados en aceite y les prendían fuego, no se quemaban.
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Por si eso fuera poco, Claris, el líder de los Camisardos, mandó construir una pira y luego trepó a lo alto para pronunciar una arenga arrebatadora. En presencia de seiscientos testigos, ordenó que se incendiara la pira y continuó vociferando mientras las llamas se elevaban por encima de su cabeza. Cuando la pira se consumió por completo, Claris seguía ileso y no presentaba huellas del fuego en el pelo ni en la ropa. El jefe de las tropas francesas enviadas a someter a los Camisardos, un coronel llamado Jean Cavalier, fue exiliado después a Inglaterra, donde en 1707 escribió un libro sobre el acontecimiento titulado
A Cry from the Desert
.
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En cuanto al cura de Chayla, al final le asesinaron los Camisardos durante un contraataque. A diferencia de algunos de ellos, él no poseía ninguna invulnerabilidad especial.
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Existen literalmente centenares de relatos creíbles de inmunidad al fuego. Dicen que cuando Bernardette de Lourdes estaba en éxtasis, también era insensible al fuego. Según testigos, una vez mientras se hallaba en trance puso la mano tan cerca de una vela encendida que las llamas le lamían los dedos. Una de las personas presentes era el doctor Dozous, el médico local de Lourdes. Rápido de mente, Dozous cronometró el hecho y observó que pasaron diez minutos enteros antes de que saliera del trance y retirara la mano. Después comentó: «Lo he visto con mis propios ojos. Pero le juro, señor deán, que si intentara hacerme creer esta historia, me habría reído muchísimo de usted».
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El 7 de septiembre de 1871, el
New York Herald
informó de que Nathan Coker, un anciano herrero de raza negra que vivía en Easton, Maryland, podía tocar metal al rojo vivo sin quemarse. En presencia de un comité en el que figuraban varios médicos, calentó una pala de hierro hasta que se puso incandescente y luego se la colocó contra las plantas de los pies hasta que se enfrió. También lamió el borde de la pala al rojo y se derramó plomo fundido en la boca, dejando que corriera por encima de los dientes y encías hasta que se solidificó. Los médicos le examinaron después de cada una de esas hazañas, pero no encontraron ni rastro de heridas.
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En 1927, durante un viaje de caza a las montañas de Tennessee, K. R. Wissen, un médico de Nueva York, se encontró con un niño de 12 años que poseía la misma inmunidad. Wissen vio cómo el chico tocaba impunemente con la mano hierros al rojo sacados de la chimenea. El chico le contó que había descubierto esa capacidad suya por casualidad, una vez que cogió una herradura al rojo en la herrería de su tío.
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El foso de ascuas ardiendo por el que los Grosvenor vieron caminar a Mohotty medía seis metros de largo y tenía una temperatura de 1.328 grados Fahrenheit (720 grados centígrados), según los termómetros del equipo del
National Geographic
. En el ejemplar de mayo de 1959 del
Atlantic Monthly
, el doctor Leonard Feinberg de la Universidad de Illinois contaba que había presenciado otro ritual ceilandés que consistía en andar sobre el fuego, durante el cual los nativos llevaban vasijas de hierro al rojo vivo sobre la cabeza sin quemarse. En un artículo del
Psychiatric Quarterly
, el psiquiatra Berthold Schwarz cuenta que vio a los pentecostales de los Apalaches introducir las manos en una llama de acetileno sin quemarse
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, etcétera, etcétera, etcétera.
Las leyes de la física como hábitos y realidades, tanto potenciales como reales
Tan difícil como imaginar dónde va la energía desviada en algunos de los ejemplos de PK que hemos visto, es también entender dónde va la energía de una vasija de hierro al rojo vivo mientras está posada directamente encima del pelo y de la carne de la cabeza de un nativo celandés. Ahora bien, si es verdad que la consciencia puede intervenir directamente en el orden implicado, el problema es más fácil de resolver. Entonces, más que deberse a un tipo de energía o una ley física no descubierta todavía (como por ejemplo un campo de fuerza aislante) que opere
dentro
del marco de la realidad, sería consecuencia de alguna actividad producida en un plano más fundamental aún, en la que participarían los procesos que crean el universo físico y las leyes de la física en primer lugar.
Otra forma de verlo sería la siguiente: la capacidad de la consciencia para cambiar de toda una realidad a otra sugiere que, quizá, la regla habitualmente inviolada de que
el fuego quema la carne humana
no es más que un programa del ordenador cósmico; ahora bien, un programa que se ha repetido tantas veces que se ha convertido en un hábito de la naturaleza. Como se ha mencionado ya, según la idea holográfica, la materia es también un tipo de hábito y renace constantemente de lo implicado, al igual que una fuente se crea constantemente por el chorro de agua que le da forma. Peat se refiere con humor al carácter repetitivo de tal proceso diciendo que es una de las neurosis del universo: «Cuando tienes una neurosis tiendes a repetir lo mismo en tu vida diaria o a realizar la misma acción, es como si un recuerdo se agrandara y la cosa se quedara atascada en él». Y continúa: «Yo tiendo a pensar que pasa lo mismo con las cosas, como las sillas y las mesas, por ejemplo. Son una especie de neurosis material, una repetición. Pero lo que está ocurriendo es algo más sutil, es un constante plegarse y desplegarse. En este sentido, las sillas y las mesas sólo son hábitos de ese movimiento fluido, pero la realidad es ese movimiento fluido y, no obstante, tendemos a ver sólo el hábito».
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En realidad, debemos considerar que el universo y las leyes de la física que lo gobiernan son hábitos también, puesto que son productos de ese fluir. Son hábitos que están profundamente arraigados en el holomovimiento, evidentemente, pero como indican las dotes extraordinarias, como la inmunidad al fuego, se pueden suspender las reglas, al menos algunas, que rigen la realidad. Esto significa que las leyes de la física no están grabadas en piedra; al contrario, son como los vórtices de Shainberg, remolinos con una fuerza de inercia tan enorme que parecen haberse quedado fijados en el holomovimiento, al igual que nuestros hábitos y nuestras convicciones más íntimas se encuentran grabadas en nuestros pensamientos.