El viaje de los siete demonios (2 page)

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Authors: Manuel Mújica Láinez

BOOK: El viaje de los siete demonios
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Púsose el príncipe del Mundo a revolver las hojas del «Tractatus», hasta que encontró lo que precisaba.

—Aquí está —puntualizó—, aquí está la clasificación de Binsfeld, que considero la más perfecta. Él distribuye entre los demonios la hegemonía de los pecados capitales (los siete que enumeró Tomás de Aquino, quedándose corto) así: a Lucifer, la Soberbia; a Satanás, la Ira; a Mammón, la Avaricia; a Asmodeo, la Lujuria; a Belcebú, la Gula; a Leviatán, la Envidia; a Belfegor, la Pereza. Es admirable. Cualquiera deduciría que los ha conocido, porque se ajusta exactamente a las calidades y preferencias de esos cofrades. Cómo pudo adivinarlo? ¿Quién se lo sopló? ¿Habrá en el infierno —y el Diablo miró en torno, como si escrutase los arcanos de la profundidad— infiltraciones? ¿Habrá algún traidor que anda por la Tierra, divulgando nuestros secretos?

—Con todo —declaró Adramalech (y en ese momento sus plumas semejaban un inmenso abanico, abierto en la nacarada penumbra de un
avant-scéne
de teatro)— yo opino que me pudo otorgar la Soberbia.

—Nadie se acuerda de ti —replicó el Diablo—. A ti te basta y sobra con la Cancillería. Mira, éste es «The Magus or Celestial Intelligencer», de Francis Barret, publicado en Londres el año 1801. Él también ensayó una clasificación, y llama a Mammón el príncipe de los tentadores y engañadores; a Satanás, el de los alucinadores, o sea el jefe y servidor de los que conjuran y de las brujas; y a Belcebú, el de los falsos dioses. Pero esto, con algún atisbo de verdad, carece de asidero. Me quedo con el Maestro Binsfeld, que no en vano era alemán. Es más claro, más definitivo.

—Sin embargo —protestó el Gran Canciller— ninguno de ellos, fuera de Belcebú, integra la lista de los demonios-jefes mencionados por Milton. La sé de memoria: Moloch, Camos, Baal, Astarot, Astarté, Tammuz, Dagón, Rimnón, Osiris, Horus, Belial.

Se echó a reír el Diablo y se sacudieron las paredes, arrojando, aquí y allá, trocitos de hielo. Hizo girar el sillón, que en tanto hablaba iba y venía por el cuarto, hacia el busto del poeta, que cabeza abajo asistía a la escena insólita, y recalcó, silbando con silbido de serpiente:

—Ése no tenía ni idea de cuanto nos toca.
He was an old fool
. Es como el otro —añadió, señalando al busto de Dante— ¡y pensar que en su tiempo sostenían que había estado en el Infierno!

Los sátiros, adulones, rieron también, y la armadura dorada de Azazel, el portaestandarte, rechinó, como si se desternillase o se destornillase.

—¿Están listos los invitados? —preguntó el Diablo, pasándose por los cuernos el pañuelo de hilo, con su inicial bordada en seda carmesí.

—Sus Excelencias aguardan vuestras órdenes, Sire —contestó uno de los sátiros.

—Que entren, pues.

Y entraron, uno a uno, los siete demonios.

Entonces se advirtió que la curiosidad de los mandingas menores, que aplastaban las narices, naturalmente chatas, contra las ventanas góticas, subía de punto, porque cubrieron los vidrios en su totalidad, y ya no hubo resquicio para que asomase ni un reflejo de las llamas. No estaban allí, por descontado, las huestes íntegras del Diablo. Ni siquiera el hecho de que fuese aquella una habitación aparentemente infinita hubiera podido contenerlos si se considera que Johan Weyer, médico del Duque de Cleves, calculó, en el siglo XVI, a ojo de buen cubero, que su cifra asciende a 7.405.926 individuos. Por lo demás, no olvide el lector que la mayoría de los diablos, diablejos, diablones y diablotines, fuesen ígneos, aéreos, terrestres, acuáticos, subterráneos o heliófobos merodeaban sueltos por el Mundo —como merodean— a modo de miríadas de insectos tenaces, dedicados con seriedad a las tareas inherentes a su condición, y que quienes espiaban por los ventanales lo hacían otorgándose, dentro del Infierno, un breve descanso.

Su atención se concentró primero, por su jerarquía, en el grupo compuesto por el Diablo y sus ayudantes principales, que integraban un cuadro muy singular con el Príncipe en el medio, sobre su ambulante silla de portátil baldaquín de estalactitas, que de repente reclinaba el apoyacabeza, como si al caballero moreno y cornudo que la ocupaba fuesen a afeitarlo o a despojarlo de una muela, y de repente alzaba un brazo de metal, o daba vuelta, o se desplazaba, empujando al almohadón pontificio, de acuerdo con las necesidades del caso. La máquina de escribir no paraba de teclear, siguiendo las marcadas inflexiones de la voz del Diablo, y el sátiro amanuense de tricornio se afanaba, por su parte, en multiplicar los caracteres cuneiformes, mientras llenaba más y más ladrillos sin cocer aún, con destino a los estantes del Archivo Mayor. El Gran Canciller Adramalech se esponjaba y desenvolvía las plumas de pavo real, cerrándolas de súbito con rápido golpe coqueto; levantaba una parte y se sacaba los anteojos; y el serafín Azazel hacía relampaguear los oros de la coraza y aprovechaba el aire intenso para que flamease la angosta bandera.

Con ser sin duda extraña la escena que esbozamos, más extraña todavía fue la que crearon los recién venidos, quienes se inclinaron sucesivamente ante el amo infernal. Lucifer, el soberbio, era negro como la noche y estaba vestido por su desnudez total y musculosa. Llevaba una corona sembrada de diamantes y anchas alas de murciélago, con incrustados carbúnculos. Su orgullo se evidenciaba en los elementos heráldicos que se entretejían en su manto transparente: águilas, leones, grifos, lobos, castillos, flores de lis, y que ascendían también por su cetro de ébano. «Hijo de la mañana» lo llamó Isaías, y con ser tan negro resplandecía como el amanecer. Satanás, el iracundo, el de las alas de buitre, exhibía una cota de mallas roja, como si fuese un inmenso crustáceo, y sus ojos crueles coruscaban en la trabazón de pelos que le cubría la cara y las mejillas. Mammón, el avaro, sobresalía por una delgadez que le marcaba el esqueleto, apenas resguardado por jirones de ropas andrajosas, y por las miradas titilantes de ambición que dirigía a cuanto centelleaba un poco, lo mismo a la máquina de escribir del Diablo que a la armadura de Azazel. Asmodeo, el lujurioso, tenía el hocico de cerdo y de conejo las orejas; renqueaba y se relamía, embistiendo con ojeadas provocadoras a los sátiros: pero a veces se transformaba en una mujer o en un adolescente, desnudos ambos y tan cambiantes que resultaba imposible discernir su sexo. Belcebú, el devorador insaciable, traía un capote manchado de grasa; una guirnalda de uvas en torno de la frente; una banda de hortalizas cruzándole el pecho; y una colmada cesta, de la cual sacaba constantemente más y más viandas de cualquier tipo, que embaulaba con fruición su boca descomunal. Nubes de moscas verdes volaban alrededor. Leviatán, el envidioso, Gran Almirante del Infierno y jefe Supremo de las Herejías, sustentaba sobre los hombros angostos una amarilla cabeza de cocodrilo y ceñía el blanco uniforme de su dignidad, todo él rutilante de mágicas condecoraciones. Y Belfegor, demonio de la Pereza, no venía solo, porque evitaba en lo posible caminar. Cuatro simios alados portaban las andas en las que estiraba su molicie, su corpachón de hembra rolliza, dormilona y roncadora, y el caparazón de tortuga que le caía por la espalda. Así se presentaron los siete demonios ante su señor. No abundamos ahora en más detalles acerca de sus estructuras. Ya los irá conociendo y apreciando el lector en el curso de este libro, y con lo descrito basta para transmitir una idea sucinta de la extravagancia de su concurso, al que comunicaba su vibración el leve batir permanente de las alas (las del avaro eran del paño de algodón más barato, zurcido y pobre; las del libidinoso, de cantáridas esmeraldinas; las del goloso, chorreantes de miel; las del envidioso Almirante, hechas con lonas de carabelas; y las del perezoso, de piel de marmota). Las cabezas de cerdo y de cocodrilo, las garras diversas, los policromados adornos y atributos, los distinguían, pero todos ostentaban colas iguales y unas patas de cabra que proclamaban la ausencia de zapaterías, en los dominios del Diablo.

—Comenzaremos la audiencia —dijo el amo, y Azazel hizo culebrear el rojo estandarte.

La máquina de escribir autónoma, captadora de palabras en el aire, aguardó a un lado, ávidamente dispuesta, y al otro, el sátiro tricornudo afiló el punzón y aprestó un nuevo cilindro. Entre tanto, Su Majestad se revistió para la ceremonia, de acuerdo con el ritual previsto por el protocolo. Es decir que no se revistió, sino se desvistió. Se abrió el chaleco; hizo lo propio con el cierre relámpago del pantalón de franela; se desabotonó la camisa, y entonces apareció su segunda cara, su cara oculta, la que tiene la boca dibujada a la altura del ombligo, que es idéntica a su cara visible (con la única diferencia de que no conserva la mancha del tintero luterano) y que sólo se muestra en las funciones importantes. Dicha boca ventral habla, a veces al mismo tiempo que la superior, lo cual puede provocar embrollos. Por el momento, ambas narices se limitaron a estornudar estrepitosamente, a causa del desabrigo, y esas violencias nasales hallaron eco en los estornudos soltados por los siete demonios, en particular por los sin ropa, Lucifer y Asmodeo; en cuanto al cocodrilo Almirante, los párpados y las fauces se le llenaron de lágrimas. Cabe señalar que durante todo el resto del acto, hubo siempre alguien que estornudaba, con furia Satanás, Belfegor con pereza, Belcebú con gula, Adramalech remilgadamente, pasándose las plumas de pavón por la desembocadura irritada del aparato respiratorio, y que aquellos espasmos de la pituitaria acompañaron como un coro sollozante al desarrollo de los diálogos.

El Diablo empezó por mandar que los siete huéspedes dominaran el batir refrescante de sus alas, y que se distribuyeran en consonancia con sus títulos. Así lo hicieron, apostándose a la derecha los de nobleza más rancia, que son los mencionados en el Antiguo Testamento: Satanás, Leviatán y Asmodeo; a la izquierda, el citado en el Nuevo, que es Belcebú, y algo detrás los restantes: Lucifer, Mammón y Belfegor. No se obtuvo esa repartición sin reclamos. Lucifer se atufó, y el carbón de su cuerpo espejeó como una añosa madera lustrada. En su manto, incorporáronse, rampantes y sañudas, las dibujadas bestias. ¿Cómo? ¿Acaso no era el más prestigioso, el más egregio, el más difundido de los demonios? ¿No presidía cuanto se vincula con la zona del Oriente terrenal? ¿No lo confundían a menudo con el Rey de los Infiernos? Hinchaba el pecho y los bíceps potentes, y el Diablo sonreía.

—De eso —acotó desde su sillón móvil—, del Rey de los Infiernos charlaremos después.

Protestó Mammón, recordando que, según Milton, fue el primero que enseñó a arrancar los tesoros de la Tierra y que, en consecuencia, la administración infernal le adeudaba bastantes beneficios, pero el Diablo —que tiene buena memoria— le retrucó que, también según Milton, era el menos elevado de los espíritus caídos del Cielo, y cerró el debate, arguyendo que Milton carecía en absoluto de autoridad. Y el lánguido Belfegor femenino arrellanó su concha de tortuga en las andas y se limitó a bostezar: sabía que muchos entendidos reconocen en él al Dios Crepitus, el de las digestivas ventosidades, y eso bastaba para tranquilizarlo con referencia a la importancia sonora de su situación.

Aclaradas las prioridades, tomó el Diablo la palabra.

—Estoy —dijo, dirigiéndose a sus siete grandes vasallos— muy descontento de ustedes. Viven aquí una vida inútil, recostados sobre laureles antiguos, y no hacen más que discutir, como si fueran teólogos. En lugar de proponer ideas originales, que favorezcan al Infierno, se la pasan divagando. Los que son príncipes, desdeñan a los otros. Lucifer, Satanás y Asmodeo disputan sobre cuál de los tres fue el que tentó a Jesús, y en realidad esa tentación rindió tan poco fruto que no es para vanagloriarse y más conviene ni recordarla. Además, Satanás y Lucifer se han ingeniado, con literarias intrigas, para que el Mundo crea que uno de los dos lleva la corona de los Infiernos, relegando mi nombre (el nombre de Diablo) a la condición impersonal de nombre común y colectivo.
Ce n'est pas aimable
—adujo con una mueca torva, y avanzó las uñas—. Asmodeo enloquece a todos con su cuento de cómo se apoderó del harén del Rey Salomón, engañándolo, en la época en que lo ayudó a construir el templo. «
It's an old story
». Belcebú se jacta de su título de patrono de los médicos, y sin embargo no hay quien le extraiga una receta en este sitio donde tantos pobres diablos soportan quemaduras injustas. De Belfegor no hablemos: no hace más que tumbarse. En resumen, ninguno de los siete sirve de nada y eso implica un mal ejemplo, que ya empieza a cundir entre los espíritus menores. Se relaja la disciplina, y yo aspiro a que el Infierno sea un modelo disciplinario. Allá ellos en el Cielo; que procedan como les plazca; que manejen a su antojo la indulgencia. El Infierno es un instituto penal, y debe funcionar sobre bases serias. Si los supremos guardianes de nuestra casa olvidan su obligación, poco a poco se irá convirtiendo, para vergüenza nuestra, en un Paraíso.

Intentó Satanás, tartamudeando de ira, una protesta, pero se lo vedó una cascada de estornudos. Por su parte, el Diablo levantó la diestra y descartó cualquier objeción probable. Ahora fue su segunda cara la que habló, y Belcebú, Señor de la Voracidad, apartó a manotazos las moscas zumbantes que lo envolvían y cesó de masticar, para no perder vocablo.

—He pensado —manifestó la boca del ombligo— enviarlos a la Tierra, a fin de que allá cumplan la misión que aquí desatienden. Asaz vacilé, antes de resolverlo. Me disgusta la perspectiva de que escapen a mi directa e inmediata fiscalización. ¿No integraron algunos de ustedes el grupo que traicionó a Jehová? ¿No serían capaces de traicionar de nuevo, de traicionarme a mí, que encabecé la sedición? Sin embargo, prefiero correr ese riesgo a verlos en torno, haraganeando. Es algo que no puedo soportar. Se diría que cada uno ha renunciado a su pecaminoso dominio, para invadir el del Ocio, señorío de Belfegor.

Lucifer, faraón de lo pertinente al insano Orgullo, irguió el cuerpo macizo y proclamó, en representación del resto, su fidelidad. Pusiéronse a cantar los siete la «Marcha de las juventudes Demonistas», en testimonio de su lealtad al jefe máximo.

—¿No es comprensible —continuaron los labios umbilicales, con escéptico rictus— la actitud de esos países del Mundo en los cuales se pone toda clase de inconvenientes a los ciudadanos, antes de autorizarlos (cuando se les permite) a trasponer sus fronteras? Yo la acepto y la admiro. Pero este caso es diferente. Se trata de la disciplina laboriosa. En consecuencia, a la Tierra irán.

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