Read El viaje de los siete demonios Online
Authors: Manuel Mújica Láinez
Espiáronse, absortos, los convictos. A mil leguas estuvieron de suponer que los habían convocado con el propósito de endilgarles una reprensión. Por encima de sus especialidades, la vanidad era su denominador común, y habían barruntado, teniendo en cuenta lo excepcional de su status, que el Diablo los había reunido para otorgarles alguna nueva prebenda. Leviatán, Gran Almirante, llegó a imaginar que le conferirían una condecoración más, y Belfegor se mantuvo derechito, en las andas que su somnolencia requería, y retuvo un viento que hubiera sido muy mal recibido.
—A la tierra irán —prosiguió el Gran Demonio—, y no por cierto a divertirse, sino a trabajar. De modo que no te relamas, Asmodeo lúbrico.
Se inclinó al oído de Adramalech, quien se dobló palaciegamente y a su vez transmitió a los sátiros una orden. Estos maniobraron la cerradura de una maleta y de ella extrajeron tres objetos, que tomó consecutivamente el soberano.
—He aquí —dijo mientras lo mostraba— un reloj. No es un reloj común. En lugar de indicar las horas, indica los años. Te lo confío, Belfegor. Aquí tienen un mapa, que se ilumina señalando el lugar del Mundo en el cual se encuentra quien lo consulta. Tú lo llevarás, Asmodeo. Y esta caja de laca punzó, obra de un diablo japonés, contiene siete fichas de nácar, cada una de las cuales ostenta el nombre de uno de los llamados pecados capitales. Te encargarás tú de ella, Lucifer. Durante el viaje, repentino, inesperado, sonará el reloj, que es un despertador irreprochable. Por eso te elegí para transportarlo, Belfegor soñoliento. Lo examinarán ustedes y así sabrán por qué momento de la historia humana, por qué año, con exactitud, atraviesan en ese instante, ya que el tiempo es una absurda convención de los hombres, allende la cual operamos, libres, nosotros. Verificarán, en el mapa, el sitio coincidente donde se hallan, y se detendrán allí. Por último, abrirán la caja punzó, y la suerte dispondrá cuál de los viajeros será el artífice a quien incumbirá ejercer la tarea inherente a su intrínseca tentación. Pero ¡cuidado!, los demás no permanecerán inactivos, ya que ellos deberán colaborar con el ejecutor principal, si lo requiriese el éxito de la empresa. Y no piensen que será un trabajo sencillo. Ya veré yo que a cada uno le corresponda una tarea no vinculada con su idiosincrasia.
Mudos quedaron los siete demonios. El Diablo reía; el pavón se pavoneaba; el portaestandarte izaba y bajaba la insignia; Belfegor contemplaba el reloj de los años; Lucifer revolvía la caja y hacía sonar las fichas; Asmodeo desenrollaba el mapamundi, que era bonito, decorado con personajes mitológicos y con blasones de ciudades.
—Y ahora extiendan las manos —habló el Rey—. Adramalech, dame el sello.
Estiraron los demonios las extremidades, las zarpas, los ásperos dedos, y sobre cada una de las palmas, el propio jefe imprimió su timbre rojo: los tres cuernos endentados, contraflorados y ecotados, por describirlos heráldicamente.
—Eso hará las veces de pasaporte —concluyó el Diablo—. Exhíbanlo delante de Caronte, al salir. Adramalech, el ponche.
Aproximóse el Canciller, todo plumaje y meneos. Lo siguieron dos pajes que coceaban con escandalosas luces de perlas en las pesuñas, y presentaron la ponchera ardiente. Colmaron las copas, y los siete brindaron con el Diablo Mayor. Sabían a qué atenerse y por eso no escupieron lo que se les ofrecía: el Ponche del Infierno, que sólo se sirve en el aposento helado, es lo más cruelmente frío que se conoce, más gélido aun que el famoso semen glacial de los íncubos.
Luego los demonios retrocedieron y se retiraron, evitando dar la espalda a su señor, y éste se apresuró a clausurar el cierre relámpago del pantalón y a abotonar el chaleco, porque su segunda cara empezaba a amoratarse, aterida.
A
la puerta del Pandemónium los aguardaban sus alígeras cabalgaduras, y corrieron a montarlas, para escapar cuanto antes del tórrido ambiente y eludir la curiosidad de los pequeños diablos que, como un hervidero de periodistas —alguno llevaba un aparato grabador— los asedió, inquiriendo noticias sobre el motivo de la convocatoria. Brincaban los aprendices de Mefistófeles y hurtaban los cuerpos a las lumbraradas. Olía el contorno a chamusquina, y hasta los más esforzados de los siete demonios, como Lucifer y Satanás, echáronse a toser y a gimotear y a experimentar palpitaciones, tal era la oposición entre la temperatura de la cámara blanca y el furor candente que imperaba allí.
Belfegor fue el único que no necesitó otro transporte. Los cuatro monos que sustentaban sus angarillas desplegaron las alas pilosas, y la mujerona semiamodorrada acomodó el pesado caparazón de carey y cerró los ojos, mientras que su vehículo se elevaba por los aires. Saltaron los demás sobre sus bestias: Lucifer sobre un grifo, mitad águila y mitad león; Satanás, sobre una serpiente de escamas azules; Mammón, sobre una reproducción mecánica del Vellocino de Oro; Asmodeo, sobre una sirena provocante; Leviatán, sobre un sapo gigantesco, vestido de terciopelo escarlata; y Belcebú sobre un toro asirio (asirio como él), con barbado rostro de hombre, y a poco sobrevolaron la vastísima hoguera, en cuyo corazón se destacan, como solitario témpano, los cristales del palacio del Diablo.
Abajo, entre vapores, con planicies y volcanes, con cavernas y riscos, extendíase el imperio del cual eran príncipes. Daba todo él la impresión de una importantísima empresa industrial, por la multitud de hornos encendidos, almacenes, depósitos, vehículos en movimiento, chimeneas humeantes y crisoles en los que bramaba el metal de fundición. Muchedumbres regimentadas recorrían sus distintos sectores, atravesaban sus puentes, trepaban a sus baluartes, conducidos por guardias, y al abarcarlo se comprendía la inquietud del Diablo porque su obra, tan amplia y compleja, pudiese aminorar el ritmo fabril y febril y transformarse en un sitio de desorden. Los propios siete lo corroboraron y, para borrar una visión que certificaba su culpa, agitaron las alas y espolearon las bestias. Lamentáronse la sirena de Asmodeo y el toro barbado de Belcebú; la sierpe azul de Satanás tiró un mordisco venenoso al sapo del Almirante; y siguieron más arriba, más arriba, hasta que los ríos infernales —el Stix, el Aqueronte, el Cocito, el Flagetón y, en los límites, el Leteo— se adelgazaron y convirtieron en cintas brumosas. Pero pronto debieron aplacar la alada propulsión, pues al Aqueronte no se lo cruza por lo alto, sino en barca, cosa archisabida, y emprendieron el descenso y aterrizaje, Mammón, el avaro, con más dificultad que el resto, por la pésima calidad de sus alas de algodón zurcido.
Ya aproximaba Caronte su célebre esquife y ya se aprestaban a comprar los pasajes, cuando el concupiscente Asmodeo los detuvo.
—Antes de partir —dijo— debo cumplir una pequeña misión relacionada con dos humanos que aquí cerca residen, y ruego a Sus Excelencias que me acompañen.
Así lo hicieron los demás, sin silenciar las protestas, naturalmente, ya que los demonios son, por esencia, dados a la contradicción, y tras breve andar se internaron en una cueva lóbrega. La habitaban dos ancianos decrépitos, hombre y mujer, carentes de ropa alguna, lo que subrayaba el triste despojo de sus anatomías, y a quienes envolvían telarañas muy viejas. Hallábanse en ese instante entregados, con harto esfuerzo, a la tarea tradicional que exige la propagación de la especie, y el espectáculo ofrecido por su revoltijo senecto no era agradable.
—Estos —explicó el demonio— son los lujuriosos hermanos políticos, Francesca da Rimini y Paolo Malatesta. Sus Excelencias tendrán presente el quinto canto dantesco, que los muestra arrastrados por una tormenta interminable, «la bufera infernal», cuyo torbellino lleva en su seno a Semíramis, a Dido, a Cleopatra, a Helena de Troya, a Aquiles, a Paris, a Tristán y a más de mil sombras. ¡Qué distinta su concepción poética de la realidad por mí inventada! ¡Qué diverso y cuánto más terrible es su real castigo! En «La Divina Comedia», su pena consiste en recordar el tiempo feliz en la desdicha, «Nessun maggior dolore», etc… Cotéjenlo, Excelencias, con la estricta verdad, y confiesen que no anduvo ociosa mi imaginación al concebir su tortura. Su escarmiento finca en continuar envejeciendo y envejeciendo, siempre juntos, y en cumplir el acto carnal tres veces por día, con sus elementos ajados y de acuerdo con un horario fijo. Eso no quita, por supuesto, que evoquen con amargura su tiempo feliz, o sea el tiempo en que no tenían que amarse.
Los nobles italianos, irreconocibles, escuálidos, sudorosos, desanudaron sus pobres miembros y contemplaron con mirada ausente a la ilustre compañía. A los condenados se dirigió Asmodeo, deslizándose una zarpa por la jeta de puerco y por las orejas conejiles.
—Tórtolos eternos —manifestó—, les he traído, para que no me olviden mientras falto de aquí, una bella tarjeta postal en colores. Es la reproducción del óleo que el romántico Ary Scheffer pintó en 1822 y que tanto conmueve a la sensualidad de los visitantes del Museo del Louvre, con su cadencia decorativa. Como sabrán, la inspiró el episodio de ustedes, en el poema del Alighieri. Obsérvenla. Observen el hermoso cuerpo moreno de Paolo, la delicada morbidez de Francesca y sus pechos de marfil. ¡Con qué joven elegancia vuelan y cómo se abrazan! ¡Ah, la literatura! Comparen su situación con la de ustedes, fastídiense, y no dejen de satisfacer su triple obligación diaria, pues si me llego a enterar, a mi retorno, de que la desobedecieron, me veré forzado a elevar a cuatro sus cotidianas faenas.
Rompieron los amantes a balbucir, entre hipos. Se pasaban la postal y lloriqueaban; por fin Asmodeo, utilizando una engomada tira, pegó la tarjeta en el muro. Los demonios se refocilaron y aplaudieron y Leviatán amarilleó de envidia. Luego los viajeros se alejaron hacia la ribera del Aqueronte.
Hubo allí una corta discusión, porque el avaro se negaba a pagar el óbolo de la travesía, hasta que Satanás, temblando de cólera, abonó el boleto, y porque Leviatán pretendía que su acuática condición de Gran Almirante lo eximía del gasto, pero de nada le valió el uniforme. Exhibieron sus manos selladas por el Diablo, y se metieron todos, con monos, sirena, Vellocino, grifo, serpiente, toro y sapo en la barca. Se iban del Infierno. Se iban de su refugio.
El gordo Belcebú se secó una lágrima sin cesar de engullir:
—¿Qué nos esperará ahora? —murmuró.
Y la acostada Belfegor le respondió con un ronquido. En la opuesta orilla, tornaron a aletear y a cabalgar. Ascendieron, formando un compacto grupo, como si fuesen un aerostático mecanismo con muchas hélices y alas, que se movía lenta y rítmicamente. En su centro se recortaba el lecho peregrino de Belfegor, cuyas alas de piel de marmota dormían también, y debajo del cual vibraban las colas de la sirena y de la sierpe azul. Navegaban, majestuosos, por el éter. El viento desplegó la capa transparente del estatuario Lucifer, ebrio de orgullo y, a través de su trama sutil y sus dibujos heráldicos, aparecieron las estrellas mezcladas con los rubíes. Las moscas verdes, inseparables de Belcebú, susurraban alrededor, y los demonios las eludían a palmetazos.
En breve, el cielo se pobló de maravillas. Ya era una pedrea de radiantes aerolitos, o el carro de Febo que cruzaba al galope, dorado, o una máquina curiosa, tripulada por seres de la Tierra, de Marte o de Venus, o un enjambre de hadas y silfos, o una espiral de almas que se remontaban, afligidas, para que las juzgasen.
—¡Excelencias —gritó el celoso Leviatán—, es evidente que esos de las astronaves van mejor que nosotros! ¿Qué tal si los destruyéramos?
No lo toleró Satanás. Si al comienzo del viaje abundaban las distracciones deportivas, se distanciarían frívolamente de su meta. El cocodrilo Almirante se irritó e hizo sonar las medallas, pero antes de que replicase se interpuso el goloso, que es el bonachón de los diablos (puesto que a la Gula se la suele definir «pecado de monje») y propuso, con la boca llena:
—¿Qué les parece que en lugar de llamarnos, el uno al otro, «Excelencia», nos llamemos, llanamente, «compañeros»? Sería más simpático.
Ahí se armó la tremolina, no de los mil sino de los siete demonios. ¿Cómo pudo ocurrírsele esa barbaridad irreverente, esa descortesía, esa falta de diplomacia, esa locura, a uno de ellos? ¿Acaso el Infierno no es una institución aristocrática, si las hay? Verdad que Belcebú sobresalía por ser el menos demonio de los siete, pero… de cualquier manera… ¡qué atrevimiento!
—¡Excelencias somos y Excelencias seremos, vive el Diablo! —rugió Lucifer, y volvió a entregar su capa a la tempestad del infinito.
Belcebú tragó lo que trituraba, confuso. Despabilóse Belfegor; se acordó de su calidad de Dios Crepitus, hizo, como dice Dante, «del cul trombetta», natural y desenfadadamente, y eso fue considerado como un voto más en contra de la osada moción de Belcebú, sobre cuyas alas de miel se posaron las moscas. Detrás del manto del soberbio y de sus enjoyados carbúnculos, surgió el Zodíaco, la rueda mágica que gira en la región celeste de los planetas máximos y de las doce constelaciones, con héroes, con animales, con símbolos, preciosa como una alhaja inmensa. Produjo el Almirante un catalejo, que circuló de mano en mano. En su lente, la Tierra rotaba, redonda, como la cabeza de un calvo danzarín.
Aceleraron la marcha. El Vellocino de Oro a motor, que cabalgaba el avaro, se puso a trepidar y a lanzar centellas, por falta de combustible, pues el combustible es caro. El toro de rostro masculino ojeó amorosamente a la sirena, y la rozó con sus barbas asirias. Agolpáronse las nubes y cayó, liviana, la lluvia. Ya distinguían los cursos de agua, los caseríos, los sembrados, las murallas, los monasterios, las catedrales. El cocodrilo Leviatán, jefe Supremo de las Herejías, recogió su anteojo y distribuyó amuletos. Sonó la campanilla del reloj, de súbito, haciéndole pegar un brinco a Belfegor en sus andas volanderas.
—¿Qué sucede? —inquirió el perezoso— ¿dónde estamos?
Asmodeo desenrolló el mapa y se iluminó una zona.
—Estamos —dijo— en Francia, sobre la provincia de Poitou.
Consultó el cronómetro y añadió:
—El año 1443.
Fin du Moyen-Age, comencement des Temps Modernes
.
Lucifer sacudió la caja japonesa de laca roja y sacó una ficha:
—«Soberbia” —leyó—. Me toca a mí y es lógico. La suerte respeta el orden jerárquico. La Soberbia va siempre adelante.
Se restregó las manos de uñas filosas: