El viaje de los siete demonios (5 page)

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Authors: Manuel Mújica Láinez

BOOK: El viaje de los siete demonios
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—Compañeros… —interfirió Belcebú— compañeros Excelencias… una pastora… junto al Rey… ¡eso es justicia!

—El Rey Carlos —dijo Asmodeo— recompensó a Gilles concediéndole la jerarquía de mariscal…

—Que debía estar bien rentada —se asomó Mammón, el parco—, puesto que se trata de un empleo militar.

—Y le confirió el honor insigne de distribuir las flores de lis de Francia, en bordura, alrededor de la cruz de sable de su blasón.

—¡Bravo! así activaba su soberbia. ¡Ah, la heráldica! —salmodió Lucifer, estirando su manto en el que se irguieron, triunfales, los rampantes leones.

—¿Y los pajes? —preguntó Satanás.

—No le sobraba el tiempo, pero siempre había uno cerca, con el pretexto de la melancolía que le causaba la soledad de Juana de Arco. Él no sabía estar solo. Fue un hombre incansable. Desceñía los hierros… y a otra cosa. Llegamos así, tras varias peripecias, al episodio de la inmolación de Juana…

Se exaltaron y aplaudieron los demonios. A una, marcando el ritmo con las pezuñas, iniciaron la «Marcha de las juventudes Demonistas».

Asmodeo los hizo enmudecer violentamente:

—¡La muerte de la Doncella —vociferó— trastornó al doncel! Tenía veintisiete años y se refugió en uno de sus castillos, trémulo de rabia por la indiferencia silenciosa de la corte francesa. Quiso salvar a su amiga, a su ídolo, proyectando una operación sin éxito y, despechado, desapareció. La Trémoille, su apoyo ante el rey ingrato, había caído; la Guerra de Cien Años concluyó, infortunadamente; Gilles no tenía ya qué hacer. Entonces se entregó, con incomprensible furia, a derrochar.

—¿A derrochar? —suspiró el avaro— ¡qué horror!

—Lo hizo aplicando la intensidad insaciable que lo caracterizó siempre. Exhibió un lujo exorbitante. Sus trajes, sus bridones, sus torneos, sus feroces cacerías, sus músicos, sus actores, sus bailarines, dejaron atrás, lejos, a cuanto lograron el Rey y el Duque de Bretaña. Y, por descontado, sus pajes. Viajaba de un castillo al otro, sin abandonar sus tierras, y arrastraba a una turba de parásitos espléndidos. Su abuelo se desesperó. Asistía, impotente, a la venta absurda, al obsequio de cuanto había amasado con farragoso fervor. Eso causó su muerte. A raíz de ella, Gilles fue más rico, más rico aún, más dueño de bienes para dilapidar. Pero el oro fluía entre sus manos abiertas.

—¡Ay! —gimoteó el demonio mezquino— ¡ay, ay, Señor Diablo! ¡Se me rompe el corazón! ¡Un ataque! Crispáronse sus uñas corvas en los trapos de indigencia, como si el pródigo fuera a levantarse del sepulcro y a arrancárselos y venderlos por cobres o, lo que es peor, a regalarlos. Lo consoló el cocodrilo Leviatán:

—Confortémonos —pronunciaron sus fauces dientudas— con la certeza de que no podemos envidiar al que entrega lo suyo. Dar es perder, y luego envidiar a quien medra con lo nuestro.

—¡Eso es! —dijo Mammón, entre pucheros—. ¡Dar! ¡qué verbo monstruoso!

—Gilles daba y daba —reanudó Asmodeo—. Se desangraba. Y el tema de la sangre obtenida, compensándolo de la que desaprovechara, lo obsesionaba cada vez más. Mezclado con el de la concupiscencia fue, desde niño, su gran tema, desde que arrancaba los ojos a los gatos. Por eso se sintió tan a gusto en los campos de batalla, braceando en un mar de sangre como buen nadador. En verdad, su heroísmo fue una manifestación de la voluptuosidad. Libre de su abuelo, que lo precedió en la tumba; libre de su mujer, que con su hija única (concebida en un momento de distracción o de escasez total de pajes) se refugió en el castillo de Pouzauges; libre de la guerra, que canalizaba y entretenía su afán sanguinolento, bebía el néctar de la libertad a grandes sorbos. Es decir que bebió sangre. Y ¡cuánta! Para ello, combinó el placer que, casi siempre a disgusto y con pataleos, le agenciaban sus pajes infantiles, con el que resultaba de la sangre vertida: o sea que primero gozó y luego martirizó y asesinó. Eso, noche a noche. ¡Qué estupendo maestro ha sido Gilles de Rais! Lo saludo en la distancia de la muerte. Lástima, la monotonía… noche a noche…

—Lo saludamos nosotros también —berreó Satanás. Y Mammón, que usaba sombrero, a diferencia de los demás, se lo quitó, sucio y agujereado.

—Dos primos ambiciosos, una bruja y algunos escuderos, cumplían la faena de conseguirle elementos para su carnicería cotidiana, nocturna y resistente. Visitaban los prados y los riscos, en pos de pastores; se internaban en las florestas, asustando a las hadas; rondaban las aldeas, buscando muchachuelos. Sobre todo los compraban a los pobres campesinos, alucinándolos con los favores que alcanzarían de la opulencia del Barón y con lo que los pequeños aprenderían a su lado. Hay que convenir en que aprendían. Los niños se esfumaban y luego sus parientes los reclamaban en vano. Se esfumaban, concretamente, se transformaban en humo, que salía por las altas chimeneas de los castillos de Rais, pues después de aprovecharlos sexualmente el Mariscal de Rais los hacía arder y carbonizar, cuando sus huesitos no eran arrojados a los sótanos de los bastiones.

—Y… ¿seguía gastando? —musitó Mammón, con voz temblorosa—. ¿No le bastaba con esos reclutas?

—Gastaba a troche y moche. Prestaba, y todo el mundo le debía dinero. Los príncipes, los prelados se atropellaban para adquirir a bajo precio su dispersada hacienda. El Obispo de Nantes era su deudor, y el Duque de Bretaña se valía de terceros a fin de regatear, aquí y allá, malvendidos, sus castillos interminables. El derroche llegó a su colmo cuando se trasladó, con inmensa comitiva, a Orleáns, donde invadió las posadas y, durante un año, mantuvo diariamente a mil personas, mientras preparaba el colosal espectáculo llamado «Misterio del Sitio de Orleáns», en memoria de su triunfo en la centenaria guerra. De ese modo, sus manos ávidas arañaron el fondo vacío de su bolsa.

Los llantos, los plañidos, las jeremiadas del avaro Mammón estremecieron al bosque otoñal de Tiffauges. Pretendieron los otros calmarlo y fue imposible. Se revolcaba en el zarzal, cuidando de no rasgar sus andrajos, se mesaba las barbas pordioseras, y lo perseguían las moscas. Belcebú le ofreció un vaso de refresco y lo rechazó.

—Entonces —canturreó Asmodeo—, arrinconado, Gilles recurrió a la magia. Puesto que su oro se había desvanecido, como los esqueletos de sus amantes fugaces, era imperioso fabricarlo. Hizo venir, de lejos, hasta de Alemania y de Italia a los alquimistas más célebres, desterrándolos de sus laboratorios ocultos. Facilitó en cambio cuanto le quedaba, sus collares, sus rutilantes empuñaduras, sus pieles de marta y de zorro azul, sus relicarios cubiertos de pedrerías, sus libros forrados en plata, adornados con perlas y zafiros, sus corceles y sus finas gualdrapas, sus leopardos, sus halcones, sus mastines. Y las chimeneas de sus torres vomitaron, como dragones fabulosos, junto al humo resultante de los cuerpos encendidos, raros vapores, azafranados, opalinos, granates, turquíes. No consiguió el oro añorado. Invocaban al Diablo, aquí, en este bosque; le brindaban en holocausto los restos de los niños, y el Diablo no se manifestó.

—Actuó correctamente —sentenció Lucifer—. ¿Acaso lo necesitaba Su Majestad? ¿A qué abandonar la saludable frigidez del Pandemónium del Infierno, incomodarse, añadir trabajos gratuitos a los muchos que tiene que cumplir, si la presa era ya suya?

—El Barón, entre sus pajes destrozados y sus alquimistas impotentes, resultaba un botín fácil para sus enemigos. Lo abandonó el Rey de Francia, que le debía el cetro, cosa que no le perdonó nunca; y el famélico Duque, su primo, y el Obispo acreedor se arrojaron sobre él. Había que eliminarlo y repartirse sus despojos. No era más invulnerable. Comisiones numerosas recorrieron sus dominios, solicitando testimonios de sus raptos y elaborando listas de los desaparecidos. Al principio, temerosos, los aldeanos se negaron a cooperar, pero la vista de los cortejos férreos, precedidos por las banderas de Bretaña, los tranquilizó. Afluyeron en catarata las declaraciones, las incriminaciones, las delaciones. La cantidad de sus víctimas superaba la fantasía más cruenta. Lo apresaron, pues, en Machecoul, y lo sometieron a juicio. El Almirante de Francia, el Teniente General de Bretaña, recusó en balde a sus jueces. En balde se arropó en el armiño feudal y en el silencio arrogante. Resplandecía, como las llamas de sus hogueras, su barba azul. Los cargos lo abrumaban, y en la celda tendida con tapices tejidos de oro, se revolvía como un tigre. Cuando lo excomulgaron, cedió. Porque esto es lo singular del caso extrañísimo: Gilles porfió, durante el proceso, que la fe no lo había abandonado jamás; que siempre, en medio de sus admirables horrores, había recurrido a los sacramentos, porque era tan cristiano como sus jueces. Privado de ellos, se sintió vencido, y para que levantaran la excomunión confesó todo, explayándose en pormenores que harían relamer a Sus Excelencias y que les ahorro no por timidez, como comprenderán, sino para ganar tiempo.

—Es extraordinario, es barroco, es incomparable —musitó Leviatán.

—Es una maravilla. Un personaje para el Profesor Freud —dijo Asmodeo—. La libido,
mon cher
… Freud lo hubiese adorado. Lo ejecutaron, por fin, lo colgaron y lo quemaron. Pero antes pronunció palabras curiosas, desde el patíbulo de la isla de Biesse. Rogó a aquellos cuyos hijos había inmolado que lo perdonasen y que rezasen por su salvación, y aconsejó a los padres de familia que fuesen más severos con sus vástagos, evitando así que se corrompieran. Se despidió de sus cómplices, hasta el Cielo, de los penitentes, de los contritos. Tres años han transcurrido desde entonces: estamos en 1443.

—Un loco —declaró Mammón—, un despilfarrador insano.

—Un ser digno de mi mejor estima —añadió Satanás—. ¿Y la multitud? ¿Qué hizo la multitud?

—Cayó de hinojos y oró por él.

—Lo de siempre —opinó Leviatán—, la imbecilidad de la turba es inconmensurable. Se equivoca con tanta pasión y con tanta porfía, que se diría que acierta. Por eso detesto a la democracia.

—La democracia tiene su buen lado —farfulló Belcebú.

—¡Cállese! —bramó Lucifer— ¡cállese… compañero, camarada!

Había terminado la extensa y empero abreviada narración. Asmodeo aceptó el jarro de agua que le tendió el zaherido Belcebú; hizo unos buches y escupió. Ya se encendía la mañana en torno de ellos. El bosque pareció desnudo y recién bañado, al despedirse del sayal de bruma. Se pobló el aire de trinos.

—Lo que no veo —dijo el demonio de la soberbia— es qué me corresponde hacer, si aparentemente está hecho todo y se ha archivado el expediente. Gilles de Rais cumplió su destino. Supongo que Su Excelencia Asmodeo le habrá asignado en el Orco un sitio especial, cerca de Nerón y su familia, para que tenga con quién entenderse.

—No se ha resuelto todavía.

—¡Qué extraño!

—Los del bando opuesto, siguen discutiendo la situación y consultando sus códigos. La balanza se inclina, ya de un lado, ya del otro, por eso de la fe y del arrepentimiento, que complica el asunto.

—No lo comprendo. Gilles de Rais es nuestro, sin lugar a dudas.

—Y sin embargo…

—Jamás comprenderé a los del Paraíso. Andan con demasiadas vueltas y se enredan, de puro sutiles. Por algo se han refugiado allí tantos teólogos.

—Lo cierto —concluyó el demonio de la lujuria— es que, por decisión de la caja del japonés, a Su Excelencia le atañe ahora largarse hasta Tiffauges y estudiar cómo puede aplicar allá su alabada sabiduría. Yo ya hice lo mío en ese territorio, en vida del Barón, y lo hice, me complazco en subrayarlo sin jactancia, adecuadamente.

—Me voy a Tiffauges, pues. Déme la máquina de fotografiar.

Asmodeo le pasó el aparato más completo imaginable, rival digno, en su perfección alemana, de la máquina de escribir del Diablo. Actuaba solo, espontáneamente, si consideraba que la imagen valía la pena.

Se levantó Lucifer y la luz reverberó sobre el azabache de sus músculos y sobre su corona de diamantes. Abrió las alas de murciélago, tachonadas de rubíes, y se echó a volar con grave ritmo. Lo despidieron con cálidos hurras.

—¡Buena suerte! —gritaban—
Good hunting
!

—¡Hasta la vista! ¡Cuiden de que no se me escape el grifo!

Pero el grifo seguía pastando, como un manso borrego.

—Nosotros —recomendó Asmodeo, afable— descansaremos hasta su vuelta.

Se acomodaron en el césped y cada uno cedió a su tendencia o capricho: Asmodeo se dedicó a acariciar a Belfegor, que no había dejado de dormir y que ronroneó, satisfecho (o satisfecha), dentro de su caparazón de tortuga; Satanás se consagró a molestar a una lagartija, cortándole las patas una a una, con los dientes; Mammón, a contar sus manoseadas monedas; Leviatán, a envidiar el júbilo de los pájaros y, por ende, a cazarlos con una honda; Belcebú, a recoger hierbas y a aderezar la ensalada del almuerzo.

—¿Qué fue de la hija de Rais? —interrogó Satanás.

—He oído —respondió Asmodeo— que sus parientes la casaron a los doce años con un viejo, muy viejo, un almirante, a fin de que éste se esforzara por recuperar los residuos de su fortuna.

—Lo habrá hecho bien —manifestó el Almirante Leviatán, dilatando las fauces en ancho bostezo—. Los almirantes sabemos navegar contra viento y marea.

Insistió Satanás:

—¿La viuda habrá quedado sola?

—Probablemente.

—¿Qué edad tendrá?

—Unos cuarenta años.
L'âge dangereux
.

No hablaron más. Comieron y apreciaron las viandas que preparara con delicadezas de chef el demonio de la gula, y se acostaron a usufructuar de la siesta. Las moscas de Belcebú dormían asimismo, y la paz flotaba alrededor, como un palio de tibio terciopelo. Ni el carnero que arroja llamas por la boca, ni el lobisón de pelaje erizado, ni el gato negro de pupilas incandescentes, ni el toro rojo, ni el perro color de hollín, ni ninguna de las fieras temibles que infestan la zona, aparecieron en los matorrales, para perturbarlos, y si osaron hacerlo retrocedieron al punto, con espasmos de terror. Tampoco se presentó el hada Melusina, arquitecta concienzuda de Tiffauges y de tantos castillos. Caía la tarde, y Lucifer regresó entre las aves inocentes que volvían a sus nidos. Una bandada rumorosa lo envolvía, en la altura, prolongando los pliegues de su manto con pasamanería de alas. Los demonios agitaron linternas, en el breñal penumbroso, e hicieron tremolar banderitas, para facilitar su aterrizaje. Los dirigía Asmodeo, que amusgaba o erguía las agudas orejas de conejo, según lo exigiera la operación. Con el objeto de pasar el rato, habían vestido a Belfegor como una azafata de avión, a la que sus monos solícitos sostenían en pie.

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