Read El viaje de los siete demonios Online
Authors: Manuel Mújica Láinez
Formaron un círculo los demonios, alrededor de la pareja amorosa, y resolvieron que, puesto que el retoño debía seguir con ellos el viaje, por exigencias alimenticias, le darían un nombre, y como el padre se llamaba Asurbanipal y la madre Superunda, le pusieron Supernipal, sin exigir demasiado a la imaginación. Belcebú le tomó inmediato cariño, y el toro tuvo que intervenir y hasta amenazarlo con sus patadas poderosas, para evitar que indigestase al primogénito.
No distrajo el intermezzo idílico a los viandantes, de su esencial obligación, y se aprestaron a partir. Previamente, Lucifer les descubrió la sorpresa que les reservara. Había llevado consigo a Tiffauges, oculta, la andariega máquina de fotografiar, cuando allá se trasladaron los siete, y la dejó proceder a su guisa. La consecuencia fueron varios retratos que les mostró. Quien más se entusiasmó fue Belfegor, para quien aquellas imágenes constituían algo completamente desconocido.
Comprendía la colección ocho piezas: 1ª, una foto de conjunto, en el bosque, con Monsignore Belfega en el centro y en andas, movidos todos menos él; 2ª, la de Madama Catalina, el día en que llegaron, anémica, triste, entre sus damas de honor desfallecientes; 3ª, la de Belcebú, sirviendo un opíparo desayuno; 4ª, la de los personajes femeninos, un tiempo después (se intensificó la policromía, y la música acompañante dejó de ser patética, para tornarse triunfal); 5ª, la de los alabarderos, en ocasión en que plumereaban las telarañas, asfixiados por la masa polvorienta; 6ª, la de Lucifer, disertando, como un profesor que dicta clase; 7ª, otra de Lucifer, frente al objetivo, con cinematográfica sonrisa (ésta parecía retocada); y 8ª, la de las damas de honor recibiendo la tunda, que presenciaba Madama Catalina desde su trono.
—Yo aparezco sólo una vez y fuera de foco —se enojó Satanás—, mientras que Su Excelencia figura tres veces, bastante mejor que lo que es verdaderamente.
—Asunto de la máquina. Declino cualquier responsabilidad. Por otra parte, creo que estoy muy parecido. En fin… no discutamos. Lo importante es que las fotos existan. He pensado formar un álbum con ellas, para presentárselo al Señor Diablo a nuestro regreso. Documentaremos la gira, como hacen los turistas. Ya contamos con once imágenes.
Aprobaron los otros la idea, si bien impusieron, por sugestión de Satanás, que se hiciese saber a la máquina que debía rechazar cualquier insinuación de favoritismo y actuar con independencia.
En seguida, se arrojaron a volar, ufanos, luego de una semana de tránsito terrestre. Desentumecíanse las alas. La sirena conducía en brazos a Supernipal, y el toro, de tanto en tanto, mugía su paterna arrogancia. Debajo, giraba el mundo, exhibiendo el diseño de los continentes, la crestería de las cordilleras, la limpidez de los mares. Se afanaban las moscas por seguirlos. Y ellos cantaban, a plenos pulmones, la marcha demonista.
—
La vie est belle!
—exclamó Asmodeo.
En eso, el despertador del Diablo rompió a sonar. Frenaron sus bestias en el aire. El reloj les indicó que estaban en el año 79.
—¿Después de?… —preguntó Leviatán.
—Sí, después de… —respondió Asmodeo—; el pecado sólo se considera como tal, a partir de…
Les informó el mapa que sobrevolaban el golfo de Nápoles. Iniciaron el descenso y abarcaron la gran sombra del Vesubio, la transparencia de la bahía. Lucifer introdujo la garra en la caja japonesa:
—«Avaricia» —leyó—. Toca el turno a Su Excelencia Mammón, a cuya actividad define San Pablo como «raíz de todos los males».
—Pablo exagera —se ruborizó el demonio codicioso—; su elogio es excesivo.
—Deseo a Su Excelencia —continuó el soberbio, regodeándose— que alcance tanto éxito como yo.
—Así lo espero. Espero también que el monto de la operación no sea desmesurado. Trataré de realizarla económicamente.
Espolearon a las bestias. Supernipal esbozó unos vagidos, porque tenía hambre, pero Superunda lo consoló con el generoso pecho. Fueron descendiendo, planeando, ensayando piruetas acrobáticas. Brillaba el sol en el mar.
—Nápoles… no oigo las mandolinas —meditó Belcebú, en voz alta.
—No se han inventado aún —pronunció Leviatán. —Entonces esto si no me equivoco —interrogó el de la gula— ¿forma parte del Imperio Romano?
—Su Excelencia, compañero, acierta con sutil sagacidad —dijo Lucifer.
Se detuvieron en los alrededores de Pompeya.
S
e habían instalado en una de las mejores casas de la pequeña y próspera ciudad. La lograron sin esfuerzo. Desde que, por la puerta de Herculano, ingresaran en Pompeya, llamaron la atención del señorío y de la plebe. No era para menos, en verdad. Lo mismo que hicieran al emprender la aventura del castillo de Tiffauges, habíanse disfrazado con destreza histriónica y, tal como entonces, resolvieron utilizar la pasiva figura de Belfegor para centrar en ella su decorativo conjunto. Era éste digno de admiración. El demonio de la pereza se había transformado en una opulenta patricia que, enjoyada y morosa, avanzaba hacia el foro, en recamada litera, a hombros de cuatro esclavos nubios, es decir acarreada por los cuatro monos perseverantes. Flanqueábanla sus aduladores clientes, magníficos también, que proclamaban a voz en cuello la alcurnia y los títulos de su dueña, luciendo con pompa las togas blancas. De ese modo, enteráronse los pompeyanos de que Quieta Fulvia de la ilustre gens de los Belfus, honraba a Pompeya con su visita. Y entre los acompañantes, contradecía con su atuendo Mammón, pues su mezquindad no había consentido que trocasen —pese a que no le hubiese costado un cobre— sus ropas laceriosas por la majestad del atavío ciudadano, y daba la impresión de ser un filósofo estoico, de esos que nunca faltan, por contraste, en los cortejos ricos.
En torno bullía la población mañanera, bajo el sol intenso del verano. Los vendedores de carne y hortalizas dejaban sus carros y sus mulas en los hospedajes vecinos de la puerta, pues estaba prohibido su tránsito dentro de la urbe, y continuaban, cargados con sus mercancías, hacia los comercios. Asomábanse los negociantes a la entrada de covachuelas y tenderetes, encastrados a la sombra de las grandes mansiones; y los dueños de las múltiples thermopolia, que ofrecían vinos cálidos y comida cocinada en vasos de bronce, se quitaban las capuchas para saludar al paso de la espléndida compañía. Algunos patricios jóvenes, venidos desde Roma para respirar el aire marino y para gozar de las atracciones que prometía un paraje famoso por su divorcio de la virtud y por el patrocinio de Venus —jóvenes que integraban las ociosas cofradías de los «dormilones» y de los «bebedores tardíos»— no recataban su curiosidad, ante un lujo tan obvio, y las bellas prostitutas de complejos peinados, reían y hacían sonar sus brazaletes de cornalina y ámbar. Pronto, el aroma de los vinos, de las frutas, de los pescados, de las ostras, de los hongos, de los repollos, de la célebre salsa llamada garum, se sumó al recio olor del Mediterráneo, produciendo una gastronómica mezcla que Belcebú husmeaba con fruición augurándose suculencias ignotas. Pompeya se brindaba, como un banquete. Se la sentía plena de vigor, de ansias de placer. Era fácil inferir que detrás de las fachadas graves y simples que recubrían las residencias, se vivía con holgura. Regía el Imperio, sucediendo a Vespasiano, hacía apenas un mes, su hijo Tito, y en todas partes sobresalía su flamante prodigalidad. La pasión por la política —pasatiempo de próceres acaudalados— se evidenciaba en las inscripciones ocres y negras vinculadas con la reciente elección de duunviro y edil, que embadurnaban doquier las paredes, y que los raspadores que de noche trabajaban, a la luz de la luna o de una linterna, no habían tenido tiempo de borrar aún.
Leyéndolas, los demonios apreciaban hasta dónde alcanza el anhelo de poder, entre los hombres rivales, hambrientos de prebendas, y eso les hacía augurar el éxito del diablo de la avaricia.
Llegaron así, abriéndose camino a codazos y gritando el nombre sonoro de Quieta Fulvia, hasta el Foro, corazón de Pompeya, donde se intensificaba el movimiento, pues era no sólo el punto de cita de activos y holgazanes, como en todo municipio creado a imagen de Grecia y de Roma, sino también el eje religioso y civil del lugar. Pompeya había sufrido, dieciséis años atrás, las consecuencias de un fuerte temblor de tierra, y desde entonces, gracias a los aportes del Senado imperial y de los particulares, se la reconstruía. Muchas familias, temerosas, la habían abandonado, a raíz de la catástrofe, pero otras las reemplazaron. Estaban constituidas éstas, a menudo, por nuevos ricos, por libertos ambiciosos, y su vanidad advenediza se afirmó en breve por el lujo palaciego que imprimieron a sus restauradas habitaciones. Sin embargo, el trabajo, lento y tenaz, de recuperación, seguía advirtiéndose, especialmente en el Foro, donde los mercaderes, panaderos, sastres, zapateros, feriantes de pescado y de fruta, circulaban entre los fragmentos de mármol y las caídas columnas de travertino.
A un promontorio, formado por la acumulación de residuos preciosos, subió el séquito improvisado, con el pretexto de admirar la vista, que era muy hermosa, y abarcaba, según se mirase, hasta la isla de Capri o hasta el Vesubio, por cuyas laderas trepaban los viñedos. Estaban allí, abanicándose con las togas y apartando las infaltables moscas verdes, mientras que alrededor zumbaban los comentarios que suscitaba su presencia, cuando se les acercó una dama cincuentona, que los saludó con amabilidad, les tendió un puñado de higos y prolongó el saludo con un "
Augusto feliciter
!" —¡viva el Emperador!—, testimonio de su adhesión oficialista. Respondieron los diablos como convenía, y en breve se entabló un diálogo vivaz, armónicamente sustentado por el crujir de los higos, y provocado por el fisgoneo de la dama, ya que fue ella quien formuló, una tras otra, la mayoría de las preguntas. Con todo, lograron los del Infierno averiguar que se llamaba Nonia Imenea, y que era hermana del pudiente Publius Cornelius Tegetus. La fortuna de dicho Tegetus parecía haber sido acumulada, según dedujeron, en los tiempos últimos, merced a la fabricación en gran escala de la salsa de garum, como dedujeron también el entusiasmo que suscitaba en su interlocutora cuanto se relacionase con la vieja aristocracia. Al advertirlo, los diablos, y en especial Lucifer, multiplicaron las manifestaciones de la significación de Quieta Fulvia, de la estirpe de los Belfus, a quien hicieron descender de Tarquino el Antiguo y de otros reyes de Roma, lo que la hermana de Tegetus oyó con reverente complacencia. Le explicaron que Fulvia deseaba adquirir una propiedad importante, y que hasta que lo consiguiera debía alquilar alguna, o acaso alojarse en una posada. Puso la voz en el Olimpo la señora (viuda tres veces, por lo que informó): era imposible que personajes de la calidad de quien llevaba la sangre de Tarquino, y sus acompañantes prestigiosos, condescendieran a morar en una pocilga, reducto de compraventeros y de ladrones. Levantó la mirada hacia la patricia remota, quien entornaba los párpados, a causa del sueño, que no del resplandor solar, y la vio tan solemne, tan linajuda y alhajada, que se atrevió, respetuosamente, a decir:
—Han querido los dioses y la munificencia de Publius Cornelius que yo usufructúe una de las casas principales de Pompeya. Está no lejos de aquí, sobre la vía de Nola, y es memorable por su mosaico de la batalla de Alejandro Magno. Vivo allí en soledad absoluta, con mi servidumbre. Háganme ustedes el honor de aceptar mi hospitalidad, hasta que encuentren lo que buscan.
Observaron los demonios más atentamente a Nonia Imenea, que era menuda, angulosa, rugosa, inquieta como una ardilla y terca devoradora de higos. Calcularon las ventajas de admitir su propuesta, y resolvieron aceptarla de buen grado, barruntando que por su intermedio podrían lograr los fines de esa etapa, pero se interpuso la torpe usura de Mammón, quien inquirió el precio del convite. Se ofendió Nonia. Señaló que, por suerte, el dinero le sobraba, y que para ella bastaba con la prez que sobre su casa redundaría de la familiaridad de una dama tan egregia, Adelantóse Satanás, sofocado por la cólera y exclamó:
—Perdone a nuestro amigo Parco Mammonio. Es, como usted habrá quizás intuido, un filósofo, empeñado en regenerar al mundo y en imponerle normas austeras. Su utopía nos divierte, y por eso toleramos que nos acompañe. Quieta Fulvia, como los demás Belfus, gusta de los filósofos y de los bufones. Por lo demás, Parco Mammonio se consagra actualmente a un proyecto de largo alcance, de cuyo triunfo depende su destino. Olvidémoslo y gocemos del techo y agasajo que con tanta generosidad se nos facilita.
Aclarado el pequeño incidente, requirió Nonia su litera y juntos se encaminaron hasta su casa. No cesó de hablar la señora, a los gritos, durante el paseo. Llamaba a Fulvia por su nombre y recordaba los de sus reales antepasados, despereciéndose porque el vulgo —y más aún los caballeros que encontraba a su paso— se enterasen de la jerarquía excepcional de la que ya consideraba, no obstante su inalterable mutismo, su estrecha amiga.
—Este episodio —susurró Belcebú, saboreando un higo— se anuncia bien. Quien come con tanto deleite, merece nuestro franco apoyo.
Condecía la casa con las alabanzas de su moradora. Un «AVE» de mosaicos daba la bienvenida a los convidados, en el acceso, y los demonios retribuyeron el saludo, haciendo aparecer el extremo del pulgar, entre el índice y el dedo mayor, lo cual, interpretado por Nonia como una moda metropolitana, fue copiado por ella, acatadamente. Seguían dos atrios, uno, el del estanque, encuadrado por cuatro columnas. Circundábanlos los aposentos destinados a la recepción; el comedor provisto de varios triclinios orientales; y las alcobas. Veinticuatro columnas más, con capiteles jónicos, prestaban marco al jardín de rosas y mirtos. En la exedra —el último vestíbulo abierto— se explayaba el maravilloso mosaico que pintaba la batalla de Issus, entre Darío y Alejandro. Se había roto, en parte, durante el sismo del año 63, y aunque no lo retocaron, resplandecía. No era ésa, por lo demás, la única taracea valiosa de la mansión: fulgían allí también las dedicadas a Baco, al gato y a las desazonantes máscaras. Todo ello fue recorrido, avaluado y elogiado por los visitantes, con excepción de Quieta Fulvia. Su prescindencia terminó por acuciar la inquietud de Nonia Imenea.
—¿Duerme? —osó preguntar.
—Nunca —le contestó el Almirante Leviatán—. Es su manera de ser. Medita. Evoca a sus inolvidables antecesores. Está en contacto permanente con ellos.