Read Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero Online
Authors: Álvaro Mutis
Tags: #Relatos, Drama
»—Así quiero —me dijo—, así me gusta. No te preocupes. Estoy acostumbrada y gozo lo mismo, sin peligro de quedar preñada.
»Entré sin mayor dificultad y me di cuenta de que, en efecto, ella había aprendido ya a disfrutar en esa forma con tal de no correr riesgo alguno. Al terminar, lanzaba breves quejidos que repercutían en las paredes de la gruta y se mezclaban con la voz del viento en la boca de la mina. La impresión era extraña y me resultaba muy excitante. Los ayes alternaban con el Amirbaaaar que pronunciaba el aire con precisión alucinante.
»Este abrazo sin consecuencias y contra natura se convirtió en una ceremonia cotidiana. Ciertas tardes, cuando el viento empezaba a dejar oír su voz llamando al jefe de los mares en la entrada de la mina, el deseo comenzaba también a urgir con el pausado oleaje de la sangre. Antonia no cambió para nada el ritmo de sus labores, ni el tono de su relación usual conmigo. Era como si nuestros ejercicios nocturnos no existieran en la realidad de cada día. Recordé con frecuencia la sibilina alusión de la Regidora, que no entendí en un comienzo: "… y eso lo arregla a su manera. A unos les va y a otros no". Fue así como la mina cambió de aspecto para mí y se cargó aún más de ese ámbito ritual y abscóndito que, en un principio, me había impresionado. La relación con Antonia, marcada por la forma irregular de nuestro abrazo, comenzó a confundirse en mi mente con la atmósfera mítica del sitio. Era como un rito necesario, invocador de fuerzas escondidas en la entraña del viento que giraba en la gruta invocando al Emir de los mares, que se cumplía en medio de los breves gemidos de Antonia cuando culminaba su placer. El otro aspecto, puramente real y práctico, consistente en sacar el oro del filón, se fue fundiendo con el primero hasta convertirse también en parte del ceremonial de un culto sin rostro, de un misterio ciego en el que hallar oro y sodomizar una hembra eran la manera de participar en un mismo ritual.
»En una ocasión en que Antonia fue a la capital para vender el oro que habíamos reunido, tardó en regresar mucho más de lo usual. Fueron cuatro días de ansiedad, durante los cuales perdí por completo el control de mí mismo. La voz de la mina se escuchaba en las noches con una claridad tal que terminé dialogando con ella. Un deseo intenso, casi doloroso, torturaba mi imaginación y mis sentidos hasta pensar que Antonia había sido una invención de mi fantasía para poblar la soledad de la gruta. La última noche me despertó la voz de siempre y me pareció que llamaba a Amirbar con mayor premura, con una ansiedad nueva que me hizo pensar en Perséfone recorriendo el Hades. Fue entonces cuando elevé a Amirbar una invocación para aplacarlo. Algo, allá muy adentro, me decía que mi larga ausencia del mar no era bien vista por los abismales poderes del océano. Aún recuerdo las palabras de esta plegaria y la voy a decir porque forma parte esencial de mi tránsito por las minas. Dice así:
Amirbar, aquí me tienes escarbando las entrañas de la tierra como quien busca el espejo de las transformaciones,
aquí me tienes, lejos de ti y tu voz es como un llamado al orden de las grandes extensiones salinas,
a la verdad sin reservas que acompaña a la estela de las navegaciones y jamás la abandona.
Por los navíos que hunden su proa en los abismos y surgen luego y una y otra vez repiten la prueba
y entran, al fin, lastimados, con la carga suelta golpeando en las bodegas, en la calma que sigue a las tormentas;
por el nudo de pavor y fatiga que nace en la garganta del maquinista, que sólo sabe del mar por su ciega embestida contra los costados que crujen tristemente;
por el canto del viento en el cordaje de las grúas;
por el vasto silencio de las constelaciones donde está marcado el derrotero que repite la brújula con minuciosa insistencia;
por los que hacen el tercer cuarto de guardia y susurran canciones de olvido y pena para espantar el sueño;
por el paso de los alcaravanes que se alejan de la costa en el orden cerrado de sus formaciones, lanzando gritos para consolar a sus crías que esperan en los acantilados;
por las horas interminables de calor y hastío que sufrí en el golfo de Martaban, esperando a que nos remolcara un guardacostas porque nuestros magnetos se habían quemado;
por el silencio que reina cuando el capitán dice sus plegarias y se inclina contrito en dirección a La Meca;
por el gaviero que fui, casi niño, mirando hacia las islas que nunca aparecían,
anunciando los cardúmenes que siempre se escapaban al cambiar bruscamente de rumbo,
llorando el primer amor que nunca más volví a ver,
soportando las bromas bestiales de la marinería en todos los idiomas de la Tierra;
por mi fidelidad al código no escrito que impone la rutina de las travesías sin importar el clima ni el prestigio del navío;
por todos los que ya no están con nosotros;
por los que bajaron en tumbos resignados hasta yacer en el fondo de corales y peces cuyos ojos se han borrado;
por los que barrió la ola y nunca más supimos de su suerte;
por el que perdió la mano tratando de fijar una amarra en los obenques;
por el que sueña con una mujer que es de otro mientras pinta de minio las manchas de óxido del casco;
por los que partieron hacia Seward, en Alaska, y una montaña de hielo a la deriva los envió al fondo del mar;
por mi amigo Abdul Bashur, que toda su vida la pasó soñando en barcos y ninguno de los que tuvo se ajustaba a sus sueños;
por el que, subido al poste de la antena, dialoga con las gaviotas mientras revisa los aisladores y ríe con ellas y les propone rutas descabelladas;
por el que cuida el barco y duerme solo en el navío en espera de los desembargadores de levita;
por el que un día me confesó que en tierra sólo pensaba en crímenes atroces y gratuitos y a bordo se le despertaba un anhelo de hacer el bien a sus semejantes y perdonar sus ofensas;
por el que clavó en la popa la última letra del nombre con el que fue rebautizado su navío:
Czesznyaw
;
por el que aseguraba que las mujeres saben navegar mejor que los hombres, pero lo ocultan celosamente desde el principio de los tiempos;
por los que susurran en la hamaca nombres de montañas y de valles y al llegar a tierra no los reconocen;
por los barcos que hacen su último viaje y no lo saben pero su maderamen cruje en forma lastimera;
por el velero que entró en la rada de Withorn y nunca consiguió salir y quedó allí anclado para siempre;
por el capitán Von Choltitz que emborrachó durante una semana a mi amigo Alejandro el pintor con una mezcla de cerveza y champaña;
por el que se supo contagiado de lepra y se arrojó desde cubierta para ser destrozado por las hélices;
por el que decía, siempre que se emborrachaba hasta caer en el mancillado piso de las tabernas: «¡Yo no soy de aquí ni me parezco a nadie!».;
por los que nunca supieron mi nombre y compartieron conmigo horas de pavor cuando íbamos a la deriva contra las rompientes del estrecho de Penland y nos salvó un golpe de viento;
por todos los que ahora están navegando;
por los que van a partir mañana;
por los que ahora llegan a puerto y no saben lo que les espera;
por todos los que han vivido, padecido, llorado, cantado, amado y muerto en el mar;
por todo esto, Amirbar, aplaca tu congoja y no te ensañes contra mí.
Mira en dónde estoy y apártate piadoso del aciago curso de mis días, déjame salir con bien de esta oscura empresa,
muy pronto volveré a tus dominios y, una vez más, obedeceré tus órdenes. Al Emir Bahr, Amirbar, Almirante, tu voz me sea propicia,
Amén».
Al terminar Maqroll su invocación nos quedamos un momento en silencio. Había en ella tan honda virtud marina que nos hizo sentir ajenos y distantes de ese mundo que, en verdad, había sido el suyo y lo sería hasta el fin de sus días. Por parte de las palabras de esta oración desaforada, nos dimos cuenta de que el paso del Gaviero por el subterráneo mundo de las minas había sido como una pena que se impusiera para purgar quién sabe qué oscuras faltas y desfallecimientos en sus deberes de marino. Nadie, es claro, se atrevió a comentárselo y él siguió el hilo de su narración, como si no estuviéramos presentes:
—Antonia llegó el día siguiente muy de mañana. Había caminado toda la noche, sin parar siquiera en casa de doña Claudia. La razón de su demora me la expuso después de haber descansado varias horas en un sueño visitado por sobresaltos y palabras cuyo sentido no conseguí desentrañar. En la capital vendió el oro sin ningún contratiempo. Regresó en
El huracán Andino
de Saturio, con tan mala suerte que la chiva fue detenida por un retén del ejército. Los diez pasajeros que venían medio dormidos fueron obligados a descender y los sometieron a una requisa minuciosa. Un sargento le quitó a Antonia el dinero que traía, con el pretexto de que no era creíble que fuera el producto de la venta de un ganado de sus parientes. En verdad, la mentira era un tanto improvisada y difícil de sostener. Poco después dejaron seguir a la chiva, pero se negaron a devolver a Antonia su dinero. Ella llegó a San Miguel y al día siguiente se encaminó a la capital para reclamar la suma que le habían quitado. La Regidora trató de disuadirla insistiendo en que su excusa era peligrosamente insostenible. ¿Qué hubiera contestado a la pregunta de quiénes eran sus parientes? ¿Quién le había comprado las reses? Pasando por encima de las razones de Dora Estela, Antonia se presentó en el cuartel y allí logró, con astucias que era mejor ignorar, que un capitán ordenase la devolución del dinero. Al regresar a San Miguel resolvió partir de inmediato, así tuviera que caminar durante toda la noche.
»—Imaginé que te debías estar mortificando con dudas sobre mí y eso me afligía tanto que resolví emprender camino para llegar lo más pronto posible.
»Le aclaré que jamás me pasó por la mente duda alguna sobre su lealtad y que lo único que temí era que hubiera tenido algún percance, sobre todo al cruzar por el desfiladero. El camino se iba desmoronando cada vez más y ya era imposible pasar sin gran peligro. Antonia me miraba con ese gesto de distancia y reserva que sus facciones malayas hacían más denso y cargado de hermetismo. Había algo que comenzaba a preocuparme en relación con ella y que no sabía muy bien cómo poner en claro. La intimidad de nuestras relaciones, marcadas con ese signo de física distorsión del cauce usual del placer, iban creando en ella una actitud de sumisa entrega, de apego casi animal que se manifestaba muy claramente en su forma de trabajar en el molino. Llegó a ofrecerse para picar en la veta, evitándome así los calambres en la espalda que me mortificaban con mayor frecuencia. No se lo permití, a pesar de que había demostrado ya tener una resistencia al parecer inflexible. Siguió insistiendo en no reservar para ella una parte del producto de nuestro trabajo y comenzaba a inquietarse cada vez más sobre mis planes para cuando se agotara el filón que trabajábamos.
»—Se me hace que no vas a parar por aquí ni un día —me comentaba con un dejo de tristeza—, no tienes aspecto de criar raíces en ninguna parte. Lo que en verdad eres es un vagabundo. No tienes remedio.
»Nunca traté de disuadirla de la idea que tenía de mí, que, por lo demás, era bastante justa. Pero el reclamo que tenían sus observaciones se hacía cada vez más acentuado hasta llegar a la congoja con ciertos tintes de rencor. Pensé que sería necesario hablar de esto con Dora Estela, que podría ayudarme en este caso, dado su carácter independiente y la claridad de sus relaciones conmigo en donde no había más lazos que una simpatía franca y bien cimentada.
»La ocasión se presentó más pronto de lo que esperaba. Uno de los engranes del molino, hecho de madera de guayacán, se desdentó una mañana debido, sin duda, al exceso de trabajo al que estábamos sometiendo el primitivo mecanismo. Tuve que ir a San Miguel para que un carpintero sirio que conocí en el café y arreglaba la carrocería de madera de las chivas tornease otro igual en la misma madera. Dejé a Antonia en la mina y partí a la madrugada. La mujer me acompañó buena parte del trayecto en el precipicio. Estaba silenciosa y desconfiada, como si hubiera adivinado mi intención de hablar con su amiga sobre nosotros. Se abrazó a mí sin decir palabra, ciñéndose calurosamente a mi cuerpo, y regresó sin volver el rostro.
»El trabajo de fabricar el engrane tomaba, al menos, dos días. Escogí el cuarto de siempre y me instalé en el café en la mesa de costumbre. La Regidora intuyó que deseaba consultarle algo sobre Antonia y me lo dijo con su manera desprovista de rodeos:
»—Usted trae un entripado y el asunto es con Antonia. ¿Qué pasa? —me preguntó en la noche misma de mi llegada, mientras sumaba las cuentas de sus mesas en una libreta descuadernada que siempre llevaba consigo. No le respondí de inmediato, esperando que terminara sus cálculos—. Cuénteme —me dijo—, yo sigo con mis números pero lo estoy oyendo.
»Le relaté, tratando de restarle importancia al asunto, lo que me pasaba: Antonia estaba cada vez más apegada a mí y, desde luego, no eran mis planes establecer con ella una relación duradera. Ni siquiera la mina, a la larga, podría conseguir que me quedara en esas tierras por mucho tiempo. No quería herirla con un rechazo brutal, pero tampoco podía revelarle ciertas singularidades inmodificables de mi carácter y de mi destino. Su sensibilidad y su formación no le permitirían aceptarlas sin sentirlas como un rechazo.
Para comenzar —me comentó Dora Estela—, no creo que el problema tenga que ver con esa manía de Antonia de no hacer el amor como el resto de las personas. Yo le creo cuando dice que haciéndolo por detrás disfruta igual. Descartado eso, ya que usted lo aceptó desde un principio, lo que sucede, entonces, es que está enamorada y eso sí es peliagudo, porque nunca le había sucedido antes. Mire, en verdad a mí no se me ocurre nada. Yo la entiendo porque algo de eso me estaba pasando poco después de que usted vino, pero como ya estoy curada de espantos supe parar a tiempo. Lo malo es que Antonia, como está metida con usted día y noche en esa cueva, no creo que logre salir del atolladero. Por desgracia, Eulogio todavía tiene para un par de meses y no creo que la cosa dé para tanta espera. ¡Ay, Gaviero!, se me hace que estas cosas le deben suceder a menudo. No hay mujer que crea de verdad en una vocación de vagabundo tan enraizada como la suya. Antonia es mujer de arranques repentinos y va siempre al grano. Recuerde que es montañera y la vida le ha dado muy recio.