Read Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero Online
Authors: Álvaro Mutis
Tags: #Relatos, Drama
»—Qué tanto lee usted, carajo. Se va a volver ciego. Yo creo que los libros no sirven sino para confundirlo a uno —me reprochaba mi amiga Dora Estela, más conocida como "la Regidora". Respecto a los tratados sobre minería me fue fácil decirle para qué servían, pero sobre el otro volumen tuve que contentarme con una vaga alusión que la dejó harto descontenta—. Si todo eso pasó ya y todo el mundo está enterrado, de qué sirve hurgar en esa huesamenta. Ocúpese de los vivos, más bien, a ver si logra algo.
»Le indiqué que los vivos suelen estar a menudo más muertos que los personajes de esos libros y que estaba tan convencido de eso que ya ni siquiera podía escuchar con atención a mis semejantes porque me daba miedo despertarlos.
»—Bueno, en eso sí tiene razón. Las pendejadas de la gente cansan más que lo que a veces quieren decirnos los muertos.
»Así era la Regidora; qué mujer. Si le hubiera hecho caso cuántas horas amargas me hubiera evitado.
»Un día en que comencé a pedirle detalles más precisos sobre la mina, me contestó:
»—Mire, lo mejor que puede hacer es subir y conocerla. Yo no puedo saber lo que usted necesita. Pero, ahora que me acuerdo, un hermano mío que vive cerca de mis padres acompaña a los gringos que suben de vez en cuando a recorrer las galerías y se queda con ellos por semanas, hasta que se aburren y se van. Eulogio viene la semana entrante con un ganado para la capital. Se lo voy a presentar y a pedirle que lo acompañe. Es muy callado, porque lo espantaron de niño, pero es muy entendido y tiene fama de derecho. No se asuste si a veces no le contesta. Al rato le va a responder con seguridad. Téngale paciencia.
»Por mi parte, yo también había llegado a la resolución de subir a la mina y ver qué aspecto tenía. Los manuales, escritos con la claridad y el rigor de todo texto de estudio publicado en Francia, me habían dado ya bases para poder examinar el lugar y sacar conclusiones sobre su posible explotación. El ofrecimiento de Dora Estela venía a concretar mis planes felizmente, porque la ayuda de un baquiano en la región me facilitaría mucho la tarea. Convinimos en que me avisaría de la llegada de su hermano y me pondría de inmediato en contacto con él. Imaginé cuál podría ser el aspecto de ese hermano de la Regidora. Si se le parecía, era de esperar que tuviera un rostro de trabucaire propio para imponer miedo al más templado.
La noche llegó sin que nos diéramos cuenta. El cielo conservaba una especie de luminosidad difusa, como la del firmamento en el verano del océano índico. La brisa que nos trajo alivio al comienzo del relato del Gaviero se había retirado y el calor tornaba a reinar en medio de esa quietud magnífica que precede a ciertas ceremonias. Pregunté si alguien quería otro de mis
Old Fashioned
con oporto y el rechazo fue tan cortés como unánime. Maqroll expresó su deseo de continuar con bourbon puro y los dueños de casa se pasaron al vino blanco frío. Seguí el ejemplo del Gaviero y nos dispusimos a escuchar la continuación de su relato.
—Hasta ese momento —prosiguió—, mi interés por las minas de oro era puramente especulativo. Es decir, me interesaban como exploración de un mundo que me era extraño. Esa clase de desafíos son los que me permiten todavía seguir viviendo sin buscar la puerta falsa. El mar me los ha ofrecido siempre y puede ser con ellos de una generosidad devastadora. Por esto, cuando estoy en tierra, padezco una especie de desasosiego, de limitación frustrante, casi de asfixia, que desaparecen tan pronto subo la escalerilla del barco que va a partir conmigo en alguno de esos viajes inauditos en donde la vida acecha como una loba hambrienta. Cuando era joven entré como gaviero en la tripulación de un ballenero islandés que nos contrató en Cardiff. Su gente venía enferma por una intoxicación con alimentos descompuestos. La lección del mar, las largas horas que pasé trepado en la parte más alta de la gavia escrutando el horizonte, todo eso fue para mí de una plenitud que me colmaba tan intensamente que nada, después, ha vuelto a darme tal sensación de libertad sin fronteras, de disponibilidad absoluta. Pero algo de eso regresa siempre que estoy en un barco, así sea sepultado entre la grasa y el calor infernal del cuarto de máquinas. Ustedes se preguntarán, entonces, qué podía atraerme en este asunto de las minas tierra adentro. Bien, es muy fácil de entender: se trataba de un último intento de hallar en tierra así fuera una pequeña parcela de lo que el mar me proporciona siempre. Ahora sé que era inútil y que perdía el tiempo. Entonces no lo sabía. Mala suerte. No crean que estoy magnificando la vida en el mar. El trabajo en un navío puede ser una prueba agotadora, es más, casi siempre lo es. Así sea en un oficio como el que tuve con Wito en el
Hansa Stern
, donde tenía que llevar los libros de a bordo, el mar no suele permitir una tarea fácil. Allí también me las vi negras sorteando tifones en el golfo de México con el barco mal cargado y Wito inmerso en un absorto mutismo de mal presagio. Bueno, pero volvamos a la historia de La Zumbadora, porque si pierdo el hilo voy a parar quién sabe adónde.
»El hermano de Dora Estela llegó a San Miguel con el ganado que iba a subir en dos camiones que lo estaban esperando desde el día anterior. Se hospedó en la habitación contigua a la mía y allí se encerró con su hermana por largo rato. Escuché las voces de una discusión violenta y luego un llanto sostenido que parecía no terminar nunca. Bajé al café para esperarlos allí. No quería ser involuntario testigo de sus dramas familiares. Una hora después entraron y fueron directamente hacia mi mesa. Ella tenía los ojos irritados y las lágrimas le habían corrido la pintura dejando en las mejillas una sombra negra que la envejecía. Sin embargo, la vi serena, como si hubiera logrado poner en orden algo que la atormentaba de tiempo atrás. El hermano, contra mis conjeturas, en nada se le parecía. Era un mozo de estatura mediana, con ciertos rasgos europeos que hacían pensar en alguien que tuviese sangre asturiana. Los ademanes lentos denunciaban una fuerza física excepcional. Un aire de bondad, de bonhomía más bien, no lograba avenirse con esa soberbia energía muscular que, al pronto, se antojaba inútil y ajena a su carácter. Nos saludamos y en el apretón de manos me transmitió una cordialidad espontánea que, al tratar de expresarse en palabras, se quedó en algunas musitadas por lo bajo e imposibles de entender. La Regidora le contó de qué se trataba. Por sus frases me di cuenta de que algo habían conversado ya del asunto. Me inquietó que éste fuera el motivo de la disputa pero, como si hubiese leído mis pensamientos, la mujer se apresuró a tranquilizarme:
»—Eulogio también confunde mi trabajo con la forma de vestirme. Siempre trata de que regrese a casa y deje este lugar. No hay manera de que entienda que aquí tengo menos peligro de llevar una vida indigna. Allá arriba cada peón se siente con derecho a revolcarme en el suelo como si fuera de su propiedad. Siempre creo que me ha entendido y, siempre que regresa, viene con el mismo cuento. Bueno, volvamos a lo de la mina. Dígale al señor —agregó dirigiéndose a su hermano— lo que puede hacer por él, si es que quiere hacerlo. Ya le dije que es una buena persona y puede confiar en él.
»El hombre se me quedó mirando y sentí como si tuviera que hacer un esfuerzo para poner en orden lo que iba a decir; pero cuando comenzó a hablar lo hizo con fluidez y claridad.
»—La mina tiene oro, señor —dijo—, de eso no hay duda. Lo que pasa es que la gente que ha venido a intentar reabrirla quiere tener resultados de inmediato y eso no es posible tal como quedó todo después de la voladura que hicieron los de la Rural. Parece que el filón está sepultado justamente allí. Es cosa de paciencia. Yo no sé mucho de minas pero he acompañado a algunos que sí parecían expertos. Por lo que les he oído, sería cosa de quedarse allí y examinar con cuidado cada galería de las que aún quedan en pie para ver si se encuentra algún afloramiento. Yo lo acompaño con mucho gusto. Tengo sólo que embarcar este ganado y arreglarme con los choferes, después pongo un telegrama a la ciudad para anunciar el envío y podemos subir. Esto me toma un día y medio o dos. Usted dirá.
»Le respondí que por mí no había inconveniente y que estaba listo a acompañarlo en cualquier momento. Le hablé de honorarios y no me contestó nada.
»—No se ocupe de eso, señor —intervino su hermana, que tenía largo entrenamiento en llenar los vacíos de Eulogio—. Él lo hace porque sabe que usted y yo somos amigos y eso basta.
»Le contesté que de ninguna manera quería ocuparlo sin reconocerle el salario que le correspondía. No me parecía justo. Yo pensaba, además, contar con él por todo el tiempo que fuera necesario y esto tenía un precio.
»—Si usted me permite —intervino Eulogio sin inmutarse por su larga pausa—, esperemos a que visite la mina y haga sus cálculos de tiempo y trabajo y entonces hablamos. Estoy de acuerdo en que fijemos un salario, pero es mejor que lo hagamos después. Allá se dará cuenta de por qué se lo digo.
»No era muy tranquilizante esta prudencia de Eulogio en establecer sus responsabilidades. La maldita mina debía guardar más de una mala sorpresa. Dora Estela comenzó a limpiarse la cara y arreglar su maquillaje e iba a decir algo cuando un cliente la llamó desde la otra mesa. En su ausencia acordé con su hermano que saldríamos dentro de dos días. Le pregunté qué debía llevar y me dijo que, por ahora, dejara mis cosas al cuidado del propietario del establecimiento. Podía confiar en él.
»—Lleve lo puesto y dos mudas más. Después regresa por el resto. Si se anima a trabajarle al asunto, tendrá que comprar algunas herramientas y gestionar en la Gobernación el permiso para explotar la mina. No pida todavía la adjudicación. Eso es más complicado y no sabemos si vale la pena.
»Le pregunté si esas gestiones eran muy engorrosas y me tranquilizó:
»—A nadie le importan aquí esas vainas —comentó—. Ahora que acabaron con las CAF, están apareciendo otros grupos y eso es lo que en verdad les importa.
»Le pregunté qué eran las famosas CAF que había oído mencionar antes y comentó en tono un tanto irritado, tras una larga pausa que pensé terminaría por ser un silencio completo:
»—Ay, mire, mi don, esa gente toda está loca. Las CAF son las Compañías de Acción Federal. Es un grupo de desesperados que no creo que sepan lo que quieren. Arrasan con todo, se enfrentan al ejército hasta que los copan, matan ganado y gente sin motivo ni sistema alguno y desaparecen en el monte. Quién les paga, quién los arma, eso nadie lo sabe. Parece que, por lo menos por aquí, ya los exterminó el ejército. Pero no tardarán en aparecer otros. Es como una plaga. Llevamos más de treinta años en esto y no tiene visos de terminar. Bueno, en eso quedamos, yo me voy a ver si embarco esas reses pronto y aquí nos vemos más tarde.
»Se puso de pie y me estrechó la mano con la misma cordial energía de antes. Era como si no estuviera acostumbrado a manifestar sus sentimientos con las palabras y lo hiciera con el gesto. Al pasar junto a su hermana, que estaba en el mostrador esperando que le sirvieran la orden de un cliente, le pasó el brazo por los hombros y le besó la mejilla como si se tratara de una niña que estaba destinado a proteger. Ella le sonrió con una expresión en donde afloraba aún un vago rictus de llanto. Sin saber muy bien por qué, la escena me conmovió hondamente. Era como sentir dentro de mí la lucha de esos dos hermanos contra un mundo adverso en donde la crueldad y la saña eran, al parecer, el pan de cada día. Dora Estela vino a conversar conmigo, de pie, con la mano apoyada en la mesa que ostentaba en rabiosos colores una publicidad de la famosa cerveza que estábamos obligados a consumir.
»—¿Cómo le pareció? —me preguntó intrigada.
Muy bien —le contesté—, se ve un tipo derecho que conoce bien La Zumbadora y su historia. Creo que me va a ser muy útil. Estoy muy contento de contar con su ayuda. No se parecen ustedes mucho. Nadie diría que son hermanos.
»Ella sonrió, sin lograr que su ceño de contrabandista vasco se atenuara un poco.
»—Sí —comentó—. Él es el buen mozo de la familia. Salió a mi madre que, según dice ella, desciende de españoles. Su apellido es Almeiro y nadie se llama así por estos lados. Yo salí a mi padre. Qué le vamos a hacer.
»Le respondí que no creía que en el reparto hubiera sido la menos favorecida y se alzó de hombros al tiempo que regresaba al mostrador luciendo en el andar la doble y bien delineada firmeza de sus nalgas de gimnasia.
»Partimos a la madrugada, cuando el sol aún no había salido y se anunciaba apenas en una franja de tenue color naranja que destacaba el borde de la cordillera. Ustedes habrán experimentado muchas veces esa vaga ansiedad que se siente al partir a tales horas hacia un lugar que no conocemos. Esa oscuridad opalina del amanecer en el trópico tiene un no sé qué de inquietante. Las cosas, el mundo y sus criaturas, carecen de un perfil definido, de una presencia palpable y parecen acercársenos con fines invocatorios que pertenecen más al ámbito del sueño que no acaba de abandonarnos por completo. Eulogio, con sus transidos silencios, contribuía no poco a esa extraña impresión. Me prestó una yegua mansa y él subió en un caballo castigado por muchas jornadas en los empinados caminos de la cordillera. Hasta muy entrada la mañana subimos, en efecto, por un camino que, en la estación de las lluvias, debía convertirse en torrente caudaloso. Las grandes piedras del lecho dificultaban notablemente la subida. Pero, hacia el mediodía, cuando pensé que continuaríamos hasta alcanzar el páramo, que ya se divisaba con sus jirones de niebla corriendo por entre la erizada vegetación de las alturas, comenzamos a descender por un trayecto en zig-zag, aún más escarpado y difícil para el paso de las bestias. Le pregunté a mi guía cómo era que ellos hablaban de subir a la mina si lo que estábamos haciendo era descender hacia una hondonada cuyo fondo estaba oculto por la vegetación y la espesa neblina.
»—Como al principio se sube durante tantas horas, la gente se acostumbró a decir así. En verdad la mina está en el fondo de esa cañada. No lejos de ella tenemos sembrado un pequeño cafetal a orillas de la quebrada. El ganado lo subimos a pastar a los planes de Acure.
»Seguimos bajando hasta casi entrada la noche, que por esos parajes irrumpe muy temprano y de repente. Al llegar al lecho de la quebrada que corría en el fondo de la garganta, seguimos su curso internándonos en una espesura donde reinaba un calor húmedo cargado con el denso ambiente de aromas vegetales evocadores de lo que debió ser el sexto día de la creación. De vez en cuando venían hacia nosotros nubes de luciérnagas de un ligero tono azulenco y se perdían a nuestras espaldas entre las lianas y parásitas que colgaban de los grandes árboles. Los grillos y las ranas no cesaban de lanzar sus señales tercas, pautadas y exasperantes. Daba la impresión de que anunciaban nuestro arribo a alguien oculto allá en el fondo de la cañada. Por fin, muy entrada la noche, porque el tránsito por esa foresta intrincada estaba marcado apenas por una trocha difícil de seguir en la oscuridad, llegamos a un lugar en donde el agua se remansaba dejando oír el ronco borboteo de su descanso en un claro del bosque. En la orilla se podía distinguir una cabaña con el techo semiderruido, invadida por una enredadera cuyas flores, de un azul intenso, cubrían la construcción produciendo un efecto, que la luz de la luna hacía aún más elocuente, de algo logrado a propósito con un gusto que bordeaba la cursilería.