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Authors: Álvaro Mutis

Tags: #Relatos, Drama

Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero (53 page)

BOOK: Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero
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»Lo acompañé a las gestiones que tenía que hacer en San José y comimos en Rías Bajas, un restaurante con ambiente amable y una vista muy bella del valle en donde descansa la ciudad. La carta intentaba, no siempre con éxito, recrear la inimitable magia de los platos gallegos. Fui con Bashur hasta el aeropuerto y allí nos despedimos. Mientras me estrechaba la mano, me puso otra en el hombro y dijo con calurosa sinceridad: "Cuide el barco como si fuera su ángel de la guarda. Suerte, capitán"».

Cuando Iturri regresó a Punta Arenas encontró a Warda instalada en el camarote. Había llegado poco después que Abdul. Los vio de lejos en el puente de mando y esperó a que partieran para subir al barco. «Sospeché a qué venía. Por eso preferí dejarlos solos. Abdul tiene mucho de caballero andante. Nos hemos querido mucho. Puede ser implacable en los negocios pero como amigo es ejemplar. Tiene algo de santón. El Gaviero, que anda con él y la triestina desde hace algunos años, sostiene que si alguna vez Abdul va a La Meca lo secuestran allí para santificarlo en vida». Al día siguiente zarparon hacia Panamá para entrar al Caribe. Jon me recordó que Warda le había comentado, al salir de Punta Arenas, que desde un yate que cruzó con ellos a la salida del puerto, una mujer despampanante, con el bikini más breve que había visto en su vida, estaba diciéndoles algo en español. Jon se alegraba de que su amiga no entendiera muy bien el idioma. Lo primero que había hecho al regresar de San José fue repetirle la sentencia de Bashur sobre el destino de sus amores ligado al del
Tramp Steamer
. Si la mujer del bikini había expresado sus dudas sobre si el barco conseguiría llegar con bien a Panamá, Warda, que no era supersticiosa pero sí fatalista, habría relacionado esas palabras con las de su hermano y las habría tomado como una nefasta confirmación de éstas. «Felizmente —me dijo—, la fortuna no suele tejer redes tan apretadas y es más piadosa de lo que solemos reconocer».

El crucero por el Caribe fue para Warda la revelación de un mundo lleno de afinidades y sugestivas coincidencias que alentaban su sensibilidad oriental. «Por aquí debió andar Simbad», exclamaba embriagada por el clima de las islas, la vegetación exuberante y siempre floreciente y la mezcla de razas de los habitantes, tan similar a la que hierve en el Mediterráneo de levante. Más de seis meses anduvieron recorriendo las Antillas y los puertos de tierra firme. Simultáneamente con el entusiasmo de Warda, fueron haciéndose notorios dos fenómenos concomitantes: la estructura del
Tramp Steamer
comenzó a flaquear y a dar muestras, al fin, de un evidente cansancio y en el ánimo de Warda comenzó a trabajar una nostalgia de su país y de su gente que iba en aumento a medida que más se familiarizaba con los encantos del Caribe. Los dos fenómenos se fueron haciendo presentes en forma soterrada. No estaba en el carácter de Warda el ocultar sus sentimientos. Cuando, al fin, se dio cuenta de que algo estaba cambiando en ella y que las imágenes, recuerdos y añoranzas del Medio Oriente afloraban ya no sólo en sus sueños, sino también en la vigilia, lo comentó de inmediato con Jon. Éste había venido notando ciertos síntomas no muy precisos y recibió la confidencia de su amiga con fatalismo resignado. Al llegar a Kingston, donde tocaba a su fin el recorrido por el Caribe, tuvieron una larga conversación. Iturri me resumió así las palabras de Warda: «Creo que ha llegado el momento de regresar a mi país y de ver a mi gente. Voy sin ningún propósito definido, sin nada previsto. Es algo que me pide la piel, tan simple como eso. He llegado, por etapas sucesivas, a varias conclusiones: no quiero ser europea, es más, no podría serlo nunca; una vida itinerante, como la que hemos vivido en estos meses y también antes, con menor intensidad, la siento como algo que me va desgastando por dentro, que mina ciertas corrientes secretas que me sostienen y que tienen que ver con mi gente y con mi país; eres el hombre con el que siempre había pensado que pudiera vivir, tienes cualidades que son las que más admiro, pero llevas mucho andando en la vida y nada puede ya cambiarse». Jon no resistió la tentación de hacerle la pregunta que, desde que existen amantes, ocurre sin remedio: «¿Pero eso quiere decir que no nos veremos más?». Warda le contestó de inmediato con un sobresalto tan espontáneo y sincero que Iturri sintió un nudo en la garganta: «¡No, por Dios!, no se trata de eso. Ahora no podría soportar ni siquiera la idea de no vernos más. Tengo que poner los pies en la tierra, pero te llevo conmigo. Tú me entiendes, tú lo sabes tan bien como yo. No quiero hablar de eso». Estas y otras reflexiones semejantes fueron tema de conversación cada vez más constante a medida que iban acercándose a Kingston.

Y aquí Jon cayó a uno de sus silencios interminables. Era evidente que le costaba trabajo volver sobre la despedida en Jamaica. Fue tan parco sobre este episodio que no es muy fácil ponerlo por escrito. Creo que una frase, dicha en medio de premiosas explicaciones y detalles evocados una y otra vez, refleja muy bien sus sentimientos: «Ese barco escorado y casi en ruinas que usted vio en el muelle de Kingston es el mejor retrato de cómo se sentía su capitán. Ninguno de los dos tenía remedio. El tiempo cobraba su factura. Los días de vino y rosas habían terminado para los dos». Warda se despidió de Jon en el aeropuerto de Kingston. Tomaba un vuelo a Londres y allí otro con destino a Beirut. Lo último que le dijo, mientras le rodeaba la cara con las manos y lo miraba con fijeza de sibila, fue: «En Recife tendrás noticias mías. Déjame ponerme en orden por dentro y te veré de nuevo». Jon regresó al carguero con el ánimo deshecho pero también con esa aceptación de su destino que tenía mucho de estoico y mucho más de ibérica conformidad con los decretos de los dioses.

Sus planes incluían un intento de reparación del barco, así fuera provisional, en los astilleros de New Orleans. Tocaría luego La Guaira para cargar maquinaria de exploración petrolera con destino a Ciudad Bolívar y de allí iría a Recife con madera. El diagnóstico de los talleres navales en New Orleans fue bastante pesimista. La reparación general de la armadura del casco y las bodegas resultaba incosteable y de ella no respondían plenamente los ingenieros, dadas las condiciones del resto del buque. La pintura de la superficie exterior del
Alción
era más cara que el valor del buque en libros. Los ajustes que recientemente se habían hecho a la maquinaria le daban un margen de vida al navío que los técnicos no quisieron precisar. Jon tuvo que conformarse con reducir la capacidad de carga a la mitad, para no forzar los costados del casco y las paredes de las bodegas. Cuando llegó a La Guaira sólo pudo, por tal razón, aceptar una parte de la carga que lo esperaba en los muelles.

El remolcador había dejado atrás la región de las ciénagas y entró al trayecto final del río, antes de llegar al puerto. Ese trozo estaba dragado y mantenido desde la colonia para facilitar un tráfico muy intenso entre varias ciudades aledañas a la costa del Caribe, unidas entre sí por un canal que, partiendo de un recodo del río, conducía a la Villa Colonial, de heroica tradición por su resistencia a las invasiones de los piratas en' los siglos XVII y XVIII. El paso por las vastas extensiones pantanosas es de una monotonía abrumadora. Debo confesar que, en esa ocasión, ni siquiera la percibí. La historia del capitán Jon Iturri había acaparado toda mi atención y, como aprovechábamos las noches en cubierta para seguir nuestra charla, el día se nos iba, casi en su totalidad, en dormir en nuestros camarotes, con el aire acondicionado que nos traía esa frescura artificial y un poco de morgue, pero que en zonas como ésas resulta de un indudable alivio. El último trayecto del río estaba protegido por muros de piedra y calicanto a lo largo de las dos orillas y daba la impresión de entrar a un canal semejante a los que, en Bélgica y Holanda, cruzan el país en todas direcciones. Nos quedaban dos días de navegación, antes de llegar al puerto. La penúltima noche Iturri me propuso que continuáramos con nuestra costumbre de pasarla despiertos. Su historia llegaba al final, del que, sin saberlo, yo había sido parcial testigo. Desde las nueve de la noche nos instalamos en cubierta. Las jamaiquinas trajeron una gran jarra con la mezcla
vodka amb pera
en la que flotaban trozos de hielo para mantenerla fresca. Jon comenzó su relato con una voz impersonal y opaca que indicaba cierta reserva, cierta dificultad, por lo demás bastante explicable a medida que la historia llegaba a su fin: «Ya conoce usted las bocas del Orinoco. Un dédalo infernal en uno de los climas más agotadores que recuerdo. Además, la región, en esa época, estaba bastante abandonada y la falta de recursos llegaba allí a ser alarmante. Yo no había estado nunca. El contramaestre argelino y el piloto sí parecían familiarizados con el sitio. El piloto era de Aruba y había remontado varias veces el río hasta Ciudad Bolívar, que era adonde nos dirigíamos para descargar la maquinaria. No mostró mayor preocupación ante las dificultades que la carta de navegación anticipaba con detalle. "Sólo hay que temerle —explicó— a las crecidas súbitas del río en la temporada de lluvias. La corriente baja con grandes bancos de lodo, raíces y troncos que pueden obstruir el paso en pocos minutos. Pero desde Ciudad Bolívar la radio del puerto suele anunciar la llegada de esas avenidas. Iremos con cuidado. No se preocupe". Fue en ese momento cuando comencé a preocuparme. Sé muy bien lo que en estos países significa la frase "no se preocupe". Debe entenderse como: "Si algo nos pasa no hay nada que hacer, así que no vale la pena preocuparse". Llegamos de noche frente a San José de Amacuro y resolví anclar en la pequeña bahía para entrar a la madrugada siguiente al delta, con la luz del día. Llovió toda la noche. El piloto nos tranquilizó explicando que eso no quería decir que estuviera lloviendo también en el interior, que era donde el Orinoco recibía las aguas crecidas de sus afluentes. A las cinco de la mañana empezamos a entrar por el brazo del delta que indicaba la carta como el más practicable. Allí nos cruzamos con el Anzoátegui. Seguía lloviendo torrencialmente. Teníamos sintonizada nuestra radio con la estación del puerto, que, en efecto, transmitía periódicamente informes sobre el estado del tiempo en la región. A las ocho y media de la mañana anunció una primera riada sin peligro alguno para los navíos que estaban entrando: se había desviado por un brazo que alimentaba extensos manglares. Pocos minutos después la estación salió del aire. Allá en el horizonte, sobre el lugar donde calculábamos que estaba la ciudad, crecía un cúmulo nimbus con su acostumbrada silueta de yunque, del que partían relámpagos en forma casi continua. Avanzábamos con lentitud por el estrecho canal parcialmente marcado con boyas. De repente el barco comenzó a vibrar, primero en forma casi imperceptible y luego con mayor intensidad, haciendo golpear las planchas del casco hasta producir un estruendo ensordecedor. El piloto anunció que era una creciente pero que, por la forma como venían las aguas, no parecía traer bancos de lodo. El contramaestre no se mostraba tan confiado y ordenó a la tripulación tomar ciertas precauciones y tener listos los botes salvavidas. De pronto el barco chocó con algo en el fondo y giró bruscamente hasta quedar de través, soportando toda la fuerza de la corriente. Ordené forzar las máquinas para tratar de enderezar y, cuando estábamos a punto de lograrlo, un choque brutal nos dejó escorados de forma que nada podían hacer las hélices que giraban en el vacío. Detuve las máquinas y todo el mundo subió a cubierta. El barco hacía agua rápidamente. Se había partido por la mitad y estaba montado sobre un gran banco de lodo y vegetación que aumentaba a ojos vistas. Uno de los botes salvavidas se había aplastado bajo el barco. Nos acomodamos como pudimos en el único que quedaba y la corriente nos alejó en un vértigo de lodo y lluvia. Por fortuna, el mismo banco que había chocado contra el
Alción
represaba las aguas. Media milla más adelante logramos controlar el bote. El
Tramp Steamer
, batido por la corriente a fuertes sacudidas, se iba destrozando ante nosotros. Era como ver una bestia prehistórica acabar despedazada por un enemigo omnipresente y voraz. Por fin, los dos trozos en que se había partido se fueron alejando en opuestas direcciones, hacia las orillas, y, de pronto, desaparecieron en sendos canales que cerca de éstas suelen formarse por un fenómeno de compresión de las aguas sobre el maleable fondo del río. A las seis de la tarde arribamos a Curiapo. Las autoridades nos alojaron en el puesto militar y me permitieron comunicarme con Caracas para entrar en contacto con los aseguradores y tomar las primeras providencias destinadas a repatriar a la tripulación. Así terminó el
Tramp Steamer
que todavía sigue presente en sus sueños… y en los míos».

Me quedé un rato en silencio. Pensaba hasta dónde tenía razón Iturri cuando me dijo que fui testigo de los momentos decisivos de la historia del
Alción
y de su capitán. A tal punto, que lo había visto pocas horas antes de naufragar, cuando esperábamos en el guardacostas de la Armada de Venezuela a que nos diera paso para salir a alta mar. No quise preguntarle más esa noche. Nos quedaba aún la siguiente antes de arribar a nuestro destino. No era, por otra parte, difícil deducir cómo había terminado todo para él. No para satisfacer mi curiosidad, sino más bien para darle oportunidad de exorcizar los fantasmas que debían torturar su alma de vasco introvertido y sensible, le comprometí a que la noche siguiente me contara el final de su historia. «Las historias —me contestó— no tienen final, amigo. Esta que me ha sucedido terminará cuando yo termine y quién sabe si tal vez, entonces, continúe viviendo en otros seres. Mañana seguiremos conversando. Ha sido muy paciente en oírme. Yo sé que cada uno de nosotros arrastra su cuota de infierno en la Tierra, es por eso que su atención obliga mi gratitud, como decía un abuelo mío que era maestro en San Juan de Luz». Cuando pasó frente a mí para ir a su camarote, advertí en sus rasgos una sombra adusta que le hacía aparentar de mayor edad. La luna llena daba en sus cabellos creando un efecto de blancura que hacía aún más patética esa visión de un envejecimiento repentino.

Cuando, a la noche siguiente, nos reunimos en la pequeña cubierta, ya se veía en el horizonte el reflejo de las luces del puerto. Daba la impresión de un incendio estático que imprimía a la escena un dramatismo inesperado. Iturri entró de lleno en el asunto. Me pareció que quería acabar pronto su historia, pasando un poco sobre ascuas en la narración de su propia desventura. Evitó en esta oportunidad, al igual que en las anteriores, el menor giro que pudiera interpretarse como autocompasión. No había en esto, desde luego, la mínima dosis de orgullo. Lo hacía por simple pudor, por eso que los franceses del siglo XVIII llamaban bellamente
gentileza del corazón
.

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