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Authors: Álvaro Mutis

Tags: #Relatos, Drama

Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero (55 page)

BOOK: Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero
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—Es una medicina muy fuerte que me deja casi más atontado que la fiebre —explicó—. Por eso no la tomo con la frecuencia que debiera. Vengo de Vancouver y quise demorarme aquí un par de días antes de seguir al sur. Quería ver a Yosip para convencerlo de que me acompañe en una empresa que voy a intentar en el Perú.

Antes de que le preguntara quién era Yosip, el Gaviero prosiguió:

—Yosip es el encargado de este motel. Fuimos compañeros en varias andanzas en el Mediterráneo sobre las cuales algo le he mencionado antes. Nació en Irak de padres georgianos. Ha sido de todo, desde mercenario en Indochina hasta proxeneta en Marsella. Es un hombre de carácter difícil pero noble y buen amigo. Supongo que debió darle un sablazo por el dinero que debo. No tuvo más remedio. Pero es persona muy de fiar y con la que se pueden pasar buenos ratos. Con un trago suelta la lengua y hay para rato escuchando sus historias. Bueno, pues me vino un ataque de malaria que me tiene en la cama hace mes y medio. Siempre llevo conmigo la medicina para controlar los efectos, pero ahora me descuidé y aquí me tiene. Estas fiebres palúdicas las pesqué en Rangoon, hace tanto que a veces pienso que fue a otro a quien le sucedió aquello. En Rangoon, metido en un negocio de madera de teca con unos socios ingleses más tramposos que un falso derviche. No saqué un centavo de todo ese esfuerzo. Gané estas fiebres y algunas teorías eróticas notables con una viuda, dueña de una precaria industria de inciensos para ceremonias religiosas en Kuala Lumpur. Ya le contaré un día. Vale la pena. Un médico de Belfast me recetó estas pastillas a base de quinina. Dan resultado pero me producen un dolor de cabeza insoportable y náuseas continuas. He sorteado las fiebres a base de este remedio, pero esta vez me ganaron la partida.

Le sugerí que antes de otra cosa debíamos llamar un médico. Las fiebres lo habían debilitado en tal forma que podían estar afectados órganos como el corazón y el hígado. No recibió la idea con mucho entusiasmo. Los médicos, comentó, le producían desconfianza y todo lo complicaban. Insistí y quedamos en que al día siguiente vendría con uno. Estuvo de acuerdo a regañadientes. Conversamos un rato más sobre viejos recuerdos y gentes cuyo trato habíamos compartido. Cuando iba a dejarle algún dinero para sus gastos más inmediatos, me dijo:

—No, no me deje nada. Déselo mejor a Jalina: la mujer de Yosip. Ella me trae la comida y lo demás que necesito. Si lo deja aquí me lo roban. Hay un tráfico de putas y maricones que no cesa ni de día ni de noche y como tengo que dejar la puerta abierta porque cuando me vienen los ataques me da angustia estar encerrado, entran y se llevan lo que pueden. Así me he quedado sin ropa, sin zapatos, sin papeles. El pasaporte y el dinero para el pasaje en barco hasta Matarina los tienen los porteros. Allí están seguros. Algunas mujeres que vienen y se quedan conmigo se han llevado cosas como pago por sus servicios, el resto se lo llevan sombras que veo girar a mi alrededor cuando me vienen las fiebres.

Traté de tranquilizarlo diciéndole que, en adelante, yo cuidaría de que no lo despojasen más. Pero lo más importante era conocer el diagnóstico de un facultativo para saber cómo estaba y qué debía hacerse para sacarlo de esa situación. Me dio las gracias con una sonrisa que quería ser calurosa a pesar del temblor de los labios que de nuevo empezaba a manifestarse. Pasada la medianoche lo dejé semidormido, bañado en el sudor que empapaba las sábanas. Yosip y su mujer estaban cenando en la portería y les informé que al día siguiente vendría con un doctor. Les dejé el teléfono del hotel por si algo se ofrecía y algunos dólares para los gastos a que hubiera lugar. Me informaron que el Gaviero comía muy poco y se negaba a probar muchos de los platos que la mujer le preparaba. Había un acento de cariño y lealtad hacia Maqroll cuando lo mencionaban, más notorio en la mujer, que usaba al nombrarlo un diminutivo indescifrable. Me sonó a algo como «ruminchi» pero no quise preguntarle al respecto. Sentí que era como entrar en un terreno de intimidad que no me correspondía.

Al día siguiente me proporcionaron en los estudios el teléfono de un médico que prestaba sus servicios durante las filmaciones. Me comuniqué con él y resultó ser de nacionalidad uruguaya. Por teléfono se advertía en su voz una serena autoridad que me dio mucha confianza. Quedamos en que pasaría en la tarde a mi hotel e iríamos juntos a ver al Gaviero. A las seis en punto nos encontramos en el vestíbulo. Él iba a llamarme a mi habitación y yo había bajado para esperarlo. Era un hombre de estatura mediana, rostro sonriente con ojos expresivos, casi cubiertos por espesas cejas de un negro profundo, al igual que el grueso bigote que le daba un aspecto de bandido de zarzuela. Partimos hacia La Brea y, en el camino, le comuniqué algunos antecedentes sobre el Gaviero. Le conté de nuestra vieja amistad, su condición de errancia perpetua y algunas de sus más notorias originalidades de carácter. El médico comentó que esas enfermedades tropicales son desde hace años de curación más bien sencilla; pero cuando el paciente se descuida y suspende los tratamientos, creyendo que ya está libre del mal, se vuelven crónicas y afectan seriamente el bazo, el hígado y llegan a producir lesiones cardíacas serias. Entramos al motel y el doctor no pudo contener un gesto de extrañeza a pesar de que yo le había advertido las condiciones en que vivía mi amigo. Los porteros salieron a saludar y la traza de la pareja acabó de sorprenderlo. No hizo comentario alguno y pasamos al cuarto de Maqroll, que dormía en medio de ligeras convulsiones y una respiración entrecortada. Abrió los ojos y saludó con aire ausente.

Se sometió al examen con una paciencia resignada, poco usual en él. Escuchó las recomendaciones sobre el tratamiento que debía seguir con una sonrisa entre escéptica y cortés. Los nuevos remedios, según el médico, iban a hacerle un efecto benéfico en poco tiempo. Tendría, eso sí, que internarse en un hospital para poder tratarse en forma regular y controlada. Allí donde estaba era imposible hacerlo. Los ataques de fiebre lo dejaban largas horas inconsciente o adormilado y no tomaría las medicinas a su hora debida. A todo esto el Gaviero asentía sin oponer resistencia. Su única objeción fue de orden económico: no tenía un solo centavo y no veía cómo entrar a un hospital en tales condiciones. Le expliqué que yo me haría cargo de ello. Más tarde arreglaríamos cuentas. Se alzó de hombros y me dio las gracias fijando su mirada en una lejanía no por hipotética menos intensa y dolorida. Regresé con el médico al hotel para que recogiera su automóvil. Mientras recorríamos el interminable e insulso bulevar de Santa Mónica, el uruguayo guardaba un silencio que quería ser discreto pero que revelaba su imposibilidad de conciliar mi cargo, lleno de responsabilidades en países sudamericanos bajo mi cuidado, con la amistad de alguien tan ajeno al mundo de las grandes corporaciones del cine de Hollywood. Finalmente, y un poco con mi ayuda, se resolvió a preguntarme dónde había conocido a tan curioso personaje, con ese nombre imposible de identificar con nacionalidad alguna. Le respondí que habíamos hecho amistad durante uno de mis viajes de rutina por las Antillas en un buque cisterna de la Esso, cuando trabajaba para esa compañía. Maqroll era jefe de bombas y nuestra relación nació cuando lo vi abstraído, durante uno de sus ratos libres, en un erudito tratado sobre la Guerra de Sucesión de España. Entramos de lleno en materia, por ser ése un tema que también a mí me interesa, y coincidimos en el indudable derecho que cabía a Luis XIV de reclamar para su nieto el trono que dejaban vacío los Austrias. Volvimos a encontrarnos en viajes posteriores y se nos hizo costumbre coincidir en los más inesperados lugares del mundo, según lo permitían nuestros sucesivos cambios de ocupación.

—Nunca hubiera pensado que fuera hombre con inquietudes intelectuales —me comentó el médico con cierta cautela profesional.

—Yo no lo llamaría en esa forma —le respondí—. La sola palabra
intelectual
le produciría al Gaviero un sobresalto mayúsculo. Es un hombre con profundas y muy sinceras curiosidades y un gusto muy personal por el pasado, que van parejos con una buena formación literaria, lograda al margen del mundo en donde suelen moverse los llamados intelectuales.

No vi muy convencido al doctor, que aún no se reponía del encuentro con alguien como Maqroll. Le relaté en forma sucinta y superficial algunas anécdotas de la vida de mi amigo, que en nada contribuyeron a devolverle la tranquilidad. Cuando llegamos al hotel me dio la dirección del hospital en donde podrían tratar al Gaviero y se despidió con cierta reserva.

Al día siguiente fui por Maqroll en una ambulancia. Apenas se podía tener en pie. Yosip y su mujer me interrogaron con angustia sobre lo que iban a hacerle a su huésped, por quien mostraban un caluroso interés que afloraba en la torpeza de sus preguntas y en la ansiedad de sus tímidas objeciones. Maqroll los tranquilizó diciéndoles que no era culpa de ellos el que tuviera que dejar el sitio, sino que se trataba de seguir un tratamiento muy riguroso y por esto era indispensable internarse en el hospital. Les di la dirección para que fueran a visitarlo. Cuando subían la camilla a la ambulancia, Jalina se agarró a mi brazo con súbita congoja y me repitió varias veces:

—S'il s'agit de le soigner, ça va. Mais vous êtes responsable si ça ne marche pas. C'est un ami comme il n'y en a pas d'autres.

La tranquilicé como pude y torné a confirmarle que era tan viejo y buen amigo suyo como podían serlo ellos; que no había nada que temer y todo iría bien. Ya nos veríamos en el hospital. Dos grandes lágrimas empezaron a correr por su rostro que guardaba todavía las proporciones y el porte de una altivez mediterránea. Yosip observaba la escena con esa tranquilidad felina que adquieren los mercenarios a fuerza de convivir con el dolor y la muerte. Mientras ascendíamos por La Brea para tomar el
freeway
a San Fernando Valley, en donde se encontraba el hospital, la sirena de la ambulancia se abría paso por entre el tráfico. Maqroll me miraba entre divertido y extrañado. Me comentó que sus amigos del motel, de tanto verlo sobrevivir a los más absurdos avatares, se habían formado una idea sobre él que no excluía cierta sospecha de inmortalidad. Verlo partir en una ambulancia rumbo al hospital era un golpe muy brusco a esa imagen que debía serles necesaria para seguir viviendo.

—Uno sirve a menudo de garantía contra la muerte y lo que hace en verdad es llevarla siempre a las costillas simulando ignorarla —comentó volviendo sobre una de sus más arraigadas obsesiones.

El tratamiento a que fue sometido Maqroll en el hospital con nombre bíblico y riguroso reglamento cuáquero, empezó muy pronto a dar resultados. Los ataques de fiebre fueron espaciándose más y más y el Gaviero pasó muy pronto de la silla de ruedas a caminar lentamente por las avenidas del aséptico jardín cuyas flores parecían de plástico, como también los naranjos cargados de frutos de un improbable amarillo. Solía visitarlo al final del día, cuando terminaban mis tareas en los estudios y durante las tardes de los sábados y domingos. De vez en cuando me encontraba con el portero y su mujer. Su desconfianza hacia mí había dado paso a una cordialidad un tanto brusca y conmovedora. La recuperación del Gaviero los había tranquilizado, como también algunas aclaraciones que aquél debió hacerles sobre nuestra relación.

Un sábado fui a visitarlo en la mañana y encontré que había reunido sus pocas pertenencias en una bolsa de mano de las que obsequian las líneas aéreas. Mostraba haber sido sometida a viajes mucho más arduos que los que suelen hacerse en avión. Maqroll me esperaba sentado en una silla y todo en él mostraba una impaciencia, una inquietud nada usuales. Antes de que pudiera preguntarle qué sucedía, el Gaviero se apresuró a explicarme:

—Esta mañana, muy temprano, el doctor llamó para autorizar mi salida. Ayer tuvimos una larga entrevista y llegó a la conclusión de que el ambiente, impersonal y funerario, de estas instituciones me estaba haciendo más daño que las fiebres. Ya sabe que los hospitales no han sido nunca mis lugares favoritos. Ni cuando estuve en ellos como vigilante, en el Hospital de la Bahía, ni en el de los Soberbios pude librarme de esa sensación de antesala de la muerte que tienen estos edificios, así sean tan suntuosos y con pretensiones de hotel de lujo como éste. Así que me voy. Usted me dijo que hoy vendría y aquí me tiene listo —para regresar al motel o a cualquier sitio que no tenga nada que ver con médicos ni enfermeras.

No me sorprendió la decisión de Maqroll de abandonar el hospital. Ya había venido notando su rechazo al ambiente que lo rodeaba y su deseo de abandonarlo tan pronto estuviera medianamente repuesto. Sin embargo, para estar más seguro, resolví hablar con el médico y conocer su opinión con más detalle. Le hablé por teléfono desde la habitación y me dijo que, en efecto, pensaba que mi amigo podía dejar la clínica pero era aconsejable que descansara en un ambiente familiar, tranquilo, muy diferente al del motel de donde lo habíamos rescatado en buena hora. Así se lo comenté al Gaviero y le propuse que aceptara quedarse unos días en casa de mi hermano, en el clima privilegiado del Valle de San Fernando, donde él vivía, no lejos de la Universidad de Northridge con sus extensos naranjales y sus blancos edificios silenciosos. Aceptó un tanto a regañadientes. No quería molestar en casa ajena, su presencia iba a romper la rutina de los dueños; a los cuales, además, no conocía. Lo tranquilicé aclarándole que ellos estarían encantados de acogerlo en su casa, no tenían hijos y eran personas acostumbradas a tratar con amigos de existencia tan dispar y accidentada como la suya.

La vida en la casa de Northridge entró muy pronto en un cauce de franca familiaridad. El Gaviero estaba encantado con mi hermano, con quien discutía largamente sobre las distintas clases de whisky y las ventajas de los densos frente a los ligeros, que consideraban buenos para hipócritas que no saben disfrutar un buen escocés y desean aparentar que lo toman con mucha agua. La esposa de mi hermano trataba de compensar estas elucubraciones con suculentos platos de su repertorio, entre los cuales destacaban un pollo en salsa de champiñones y una lengua alcaparrada que Maqroll elogió con sincero entusiasmo. Yo los visitaba los días que me quedaban disponibles, después de trabajar en los estudios y, desde luego, los fines de semana, que pasaba en su compañía. Maqroll se reponía a ojos vistas y comenzaba a mencionar con mayor frecuencia sus planes de explotar la cantera en la costa peruana. De nuevo empezaba a hervir en él la fiebre trashumante.

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