Read Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero Online
Authors: Álvaro Mutis
Tags: #Relatos, Drama
«Hicimos el amor una y otra vez, con la lenta y minuciosa intensidad de quienes no saben lo que va a suceder mañana. La obsesión de Warda por llenar el presente de sentido descansaba en un juicio inteligente y cierto de las escasas posibilidades y de los obstáculos insalvables que ofrecía nuestra relación. Tampoco yo, como se lo había dicho en el bar, veía hacia dónde podía desembocar aquello. Esto nos llevó a refugiarnos, con una entrega que limitaba con la desesperación, en el disfrute de nuestros cuerpos. Warda, desnuda, adquiría como un aura que emanaba de la perfección de su cuerpo, de la estructura de su piel elástica y levemente húmeda y de ese rostro que, visto desde arriba, en el lecho cobraba aún más su carácter de aparición délfica. No es fácil explicarlo, describirlo. A veces pienso que no lo viví nunca. Lo único que me ha detenido muchas veces ante la voluntad de morir es pensar que esa imagen muera también conmigo». Iturri, cuando llegaba a estas barreras para transmitir su experiencia, caía en largos silencios en los que una oscura desesperanza revolvía sus más amargos sedimentos. «Durante tres días —continuó— estuvimos en el hotel de Lisboa sin salir de la habitación. Habíamos convertido ésta en una especie de universo propio en pausada rotación de episodios de un erotismo celebrado con pocas palabras y de mutuas confidencias de nuestra juventud y de nuestro descubrimiento del mundo. A Warda le obsesionaba una muy peculiar idea de lo que debía ser la vida del marino. De mi propia experiencia en el mar poco podía contarle. Nada excepcional me había sucedido en una profesión ejercida dentro de una rutina gris, cuya monotonía sólo era interrumpida por las variaciones de clima y de paisaje impuestas por el continuo viajar. Ahora no consigo reconstruir la materia de nuestros diálogos. Recuerdo, sí, que éstos tenían, por virtud del carácter de mi amiga, un tono sosegado y pleno en donde la anécdota y la sorpresa cedían el paso al examen y asimilación de nuestra personal imagen del mundo y de la gente. Warda tenía, repito, algo de pitonisa. Avanzaba en la semivigilia de sus sensaciones con la firmeza de un sonámbulo. En esto era tan plenamente oriental como cualquier genio de
Las mil y una noches
».
Jon tuvo, al fin, que regresar al barco para ocuparse de las gestiones aduanales previas a la partida. Había cerrado por teléfono desde el hotel el contrato de carga para Helsinki y allí tenía que recoger un importante cargamento de papel destinado a Veracruz. Warda lo acompañó durante el tiempo que le tomaron esas gestiones. Seguía con discreta pero intensa curiosidad los trámites a los que atribuía un misterio que provocaba la risa de Iturri. Ninguno de los dos quiso mencionar el momento de la despedida y, cuando éste llegó, ella se limitó a decirle, con voz que trataba de ser natural sin lograrlo del todo: «Te espero en Helsinki. Estaré en el puerto para recibirte». Jon le explicó que tendría forzosamente que pasar por Hamburgo para cambiar algunas piezas de los motores y eso le tomaba al menos un mes, porque había mucho turno en los astilleros. Cuando llegaran a Helsinki la temperatura estaría a varios grados bajo cero. «Indícame, cuando lo sepas, la fecha exacta de tu llegada. Estaré en el puerto». Esa especie de certeza, de firmeza sin vacilaciones, era uno de los rasgos del carácter de Warda que mayor atracción ejercían sobre Jon. Tenía, para usar sus palabras, «la sabiduría de las matronas de mi casa de Ainhoa en un cuerpo de Afrodita. Demasiado para la pobre vida de un hombre». Cuando llegamos a esta parte de la historia, entró en uno de sus silencios, el más largo, tal vez, de todos lo que separaron su confidencia de varias noches.
«Ahora —comenzó a decirme cuando yo creía que no iba a hablar más y se disponía a retirarse a su camarote— mi relato se encadena con el suyo. Debo confesarle que lo que me sorprendió en él no fue su encuentro con el
Alción
, eso no deja de ser una coincidencia harto explicable. Lo que me intrigó sobremanera y, en verdad, me movió a contarle mi historia, es otra casualidad, ésta sí en extremo inquietante y que recibí como si usted me estuviera transmitiendo alguna oculta señal de una secreta hermandad: cada uno de sus encuentros con el
Alción
coincide con hitos decisivos y graves de mis amores con Warda. Hubo otras etapas recordables y gratas, pero en Helsinki, en Punta Arenas, en Kingston y en el delta del Orinoco se conjuraron las circunstancias para hacer de cada una de esas escalas el sitio donde iba a definirse nuestro destino o a esfumarse para siempre. Sólo me resta, pues, contarle lo que sucedía en el
Alción
y los sentimientos de sus dueños, cada vez que el viejo y derrumbado navío se le apareció cuando menos lo esperaba. Usted es el único testigo que merece y debe conocer los hechos. En cierta forma, que no podremos nunca esclarecer, usted es también un protagonista de primera importancia».
Iturri pasó luego a explicarme algunos detalles de las reparaciones hechas en Hamburgo y el registro del barco en el consulado de Honduras de ese puerto. La licencia italiana había llegado a su término y no podía renovarse. Cuando el
Tramp Steamer
llegó a Helsinki, el invierno se había instalado con la severidad ya mencionada por mí al relatar mi primer encuentro con el barco. Warda cumplió estrictamente con lo prometido. Al atracar el barco, subió por la escalera acompañando a las autoridades portuarias. Saludó con un apretón de manos al capitán y se refugió en el camarote de éste mientras los funcionarios verificaban los documentos del navío en el puente de mando. Ya libre de intrusos, Jon regresó a su camarote. Warda estaba tendida en la litera mirando al techo en actitud hierática. Una sonrisa vagaba por sus labios cuando vio el rostro del vasco. El camarote tenía la calefacción puesta al máximo y olía a esa mezcla de pasta de dientes, colonia para después de afeitar y artículos forrados en piel, característica de ciertos ambientes estrictamente masculinos donde reina un orden castrense. «Ven, dame un beso y no pongas esa cara. Me voy a quedar aquí todo el tiempo que permanezca el buque en Helsinki. Supongo que no tienes objeción, ¿verdad? Las supersticiones esas de las mujeres en los barcos y demás tonterías». Iturri le explicó que no había ninguna objeción de ese orden y que era común en los
Tramp Steamer
que el capitán viajase con su esposa o con una amiga que figuraba como tal. Lo que le preocupaba era la evidente incomodidad del lugar, la falta de espacio y de ciertos elementos indispensables para alojar a una mujer. Pero, más que eso, le intrigaba sobremanera la preferencia por el
Alción
en lugar de cualquiera de los lujosos hoteles de Helsinki, que tenían fama de ser los más confortables del norte de Europa. Igual podrían estar los dos en uno de ellos y no en ese camarote tristón y pobremente equipado. Warda le explicó que tenía varias razones para tomar esa determinación: «En primer término —le dijo—, no soporto estos nórdicos. Tienen algo de muñecos de trapo con gestos humanos que me produce pánico. Beben mal, comen mal y, por lo poco que recuerdo de una fugaz relación que tuve, aman con toda la culpa protestante adentro. Imagina lo que todo eso significa para alguien nacido en Beirut». Además, se le había metido en la cabeza el capricho de convivir con él en el barco, verlo trabajar allí en las maniobras de descarga y carga. Era un Jon que ella no conocía. «Traigo la ropa adecuada, no te preocupes. Da lo mismo», se adelantó a contestar a una posible objeción de su amigo. Por último, le ilusionaba mucho visitar juntos los bares y pequeños restaurantes del puerto, que debían tener un ambiente bastante más acogedor y relajado que el de los hoteles, que le recordaban las funerarias californianas trasladadas al Ártico. Iturri hacía rato que estaba encantado con la idea y así se lo hizo saber a Warda. Irían a la estación del terminal aéreo, donde ella había dejado su equipaje, y se instalarían en el barco.
Los días en Helsinki estuvieron animados por una marea de optimismo y de confirmación de la experiencia de Lisboa, que había tenido esa plenitud que hace pensar que se trata de algo que nunca podrá repetirse. El hacer el amor en la litera y el dormir juntos en el estrecho espacio de la misma daba lugar a toda suerte de acrobacias que les producían una risa incontenible. La relación se consolidaba en el firme y muy claro convenio de no gravarla con ulteriores consecuencias, ni tratar de encaminarla hacia un compromiso duradero. «Mientras esto dure, así será, como es ahora. No podrá ser de otra forma y los dos lo sabemos muy bien. Lo importante es no tratar de modificar la situación, ni dejar que otros intervengan para intentarlo. Depende de nosotros y no hablemos más de eso porque, además de aburrido, es inútil». Así lo definió ella mientras trataban de ingerir, con algunas reservas, un filete de reno cocinado con hierbas de la tundra y rociado con vodka finlandesa helada, aromatizada con pimienta y jenjibre. Se habían aficionado a esa pequeña taberna del puerto que tenía una gran chimenea de azulejos en el centro del minúsculo salón con seis mesas servidas por dos mujeres de edad madura, muy sonrientes, que no hablaban sino finés. Por lo tanto tenían un poder absoluto en la disposición del menú. Cuando Jon la vio tomar, uno tras otro, los pequeños vasos de vodka, convertido por la congelación en un aceite indolente, le recordó cómo, en el bar del hotel, el día que se conocieron, se abstuvo de tomar nada alcohólico, al igual que su hermano Abdul. «Allí está —le explicó ella, con seriedad casi doctoral— toda la clave de mi problema y, en general, el de muchos musulmanes: una sumisión superficial a preceptos con los que nos acostumbramos a negociar y el olvido de ciertas verdades esenciales». Él le comentó que ahora la veía tomar alcohol sin ninguna reserva. Ella repuso algo que Jon recordaría luego como un primer anuncio que pasó por alto: «Sí, ahora tomo vodka y hago el amor con un
rumi
, pero cada día me siento más ajena y desinteresada de Europa y entiendo mejor a mis hermanos que viajan a La Meca sin saber leer ni escribir, sin conocer el vino y resignados al castigo del desierto».
Después de Helsinki siguieron otros encuentros. En El Havre, en Madeira, en Veracruz y en Vancouver. Warda se había acostumbrado a convivir con Jon en su camarote, durante las etapas en los puertos. Casi nunca visitaban las ciudades y solían hacer su vida, al igual que en la capital de Finlandia, en restaurantes y bares del puerto. La entrada de Warda en estos sitios era un espectáculo que se cumplía con idéntica secuencia. Cuando la muchacha aparecía en la puerta, todos los parroquianos se volvían a contemplarla en un silencio casi religioso. Luego venía una ola de cuchicheos que se iba apagando a medida que la pareja se concentraba en su conversación, sin parar mientes en los circunstantes. Sólo quedaba entonces un periódico y discreto volver la vista hacia Warda de algunos que no podían resistir la atracción de una belleza semejante. Lo que divertía a Jon era la manera, siempre la misma, como ella reaccionaba a esta atención de la gente. Con un leve rubor se ensimismaba aún más en el diálogo con su amigo, como tratando de escapar a la curiosidad ajena. Jamás le vio la más leve mirada o gesto que indicase la menor conciencia o manejo del elocuente deslumbramiento que causaba. Era como si esto sucediera en otra dimensión del mundo a la que ella se sentía por completo extraña.
La relación de los dos amantes continuaba dentro de las pautas establecidas por ellos desde el primer día que se fueron a la cama en Lisboa. Habían encontrado ciertos recursos de humor, ciertas claves verbales y de caricias que compartían con simultaneidad invariable y que les servían para ahuyentar la menor alusión a un compromiso en el futuro. A lo más lejos que llegaban en ese terreno era a fijar el puerto del próximo encuentro. Así pasaron un año largo, hasta cuando Iturri llegó a Punta Arenas.
Había convenido encontrarse allí con Warda, que quería acompañarlo en un itinerario por el Caribe que le había resultado gracias a ciertas viejas amistades que tenía en las islas. Eran trayectos cortos, muy bien pagados y con carga de muy fácil manejo. Cuando atracó en los muelles del puerto costarricense se encontró, en lugar de Warda, con Abdul Bashur, que lo esperaba recostado en un poste de amarra. «En verdad —me comentaba Jon— no me sorprendió mucho la presencia del hermano de Warda, por inesperada que pudiera parecer en ese lugar tan alejado de sus negocios habituales. Conocía lo suficiente a los levantinos para saber que, tarde o temprano, desearían indagar sobre la vida que estaba haciendo su hermana menor. Esto era como un principio tribal al que no escapan ni los más europeizados. La actitud de Abdul fue reservada pero cordial. Subió al barco, recorrió conmigo las bodegas y la sala de máquinas y, en general, se mostró satisfecho del
Alción
. Cuando hizo algún comentario sobre el estado realmente lastimoso de la pintura del navío, le expliqué que si lo llevaba para pintarlo a no importa qué astillero, esto paralizaría el aprovechamiento comercial del barco por lo menos durante un mes, y si destinaba a la tripulación para que se dedicara a pintarlo durante las travesías, forzosamente estaba obligado a contratar más gente. En ambos casos el rendimiento económico bajaría sensiblemente y no se podía, en tales circunstancias, cubrir la participación fijada como tope por el otro propietario del barco. Así se lo había explicado a Warda y ella no había hecho ningún comentario. Bashur me miró con una mezcla de curiosidad y de humor. Luego me invitó a que, mientras cargaban el barco, subiéramos a San José. Tenía que hacer un par de gestiones con dos clientes suyos, tostadores de café. Almorzaríamos en la ciudad y en la tarde yo regresaría a Punta Arenas. Él volaba esa noche a Madrid desde San José. Di algunas instrucciones al contramaestre y partí con Bashur a la capital. Era evidente que quería hablarme sobre la relación con su hermana y había buscado el pretexto de ese viaje en coche para hacerlo. En efecto, mientras conducía un auto alquilado en el aeropuerto, fue llevando la conversación, con suma prudencia y hasta con delicadeza que supe agradecerle, al asunto que le interesaba. Antes de que siguiera, le hice saber, con franqueza un tanto brutal pero que me pareció necesaria, que ni Warda ni yo pensábamos en nada distinto de mantener nuestras relaciones en el nivel y dentro de los términos en que ahora se encontraban. Era algo que habíamos establecido con toda claridad. Cada uno era libre de tomar la decisión que quisiera y no había lugar al menor reclamo ni a reticencia de ninguna especie. Esto pareció agradar a Bashur, quien hizo luego algunos comentarios sobre la manera de ver su gente estos problemas y el intento de emancipación femenina en el Medio Oriente. Nada que yo no supiera, pero le escuché atento porque lo sentí como casi un deseo de disculparse por su intrusión en nuestros asuntos. Luego aludió al carácter muy especial de Warda. Hasta poco tiempo atrás se había mostrado como la más sumisa de las hermanas; la que menos interés mostraba en enterarse de lo que podía ofrecer el mundo occidental. Pero como, al mismo tiempo, era la más reservada, imaginativa y sensible de las tres, Abdul entendió como natural y sensato su deseo de hacer la experiencia europea. Él pensaba, me dijo en tono de confidencia y como indicio de la confianza que me demostraba, que Warda volvería al Líbano y terminaría siendo la más musulmana de la familia. Fue entonces cuando pronunció la frase que iba a repercutir profundamente en nuestro destino, el de Warda y el mío: "Lo de ustedes durará lo que dure el
Alción
". Nada contesté a esto, pero un ligero pánico me recorrió el cuerpo. Sabía que Bashur tenía razón, lo sabía desde el primer instante en que noté que su hermana dejó de mirarme como socio. Esta sentencia inapelable hacía mucho que pendía sobre nuestras cabezas. Después de un largo silencio, sólo se me ocurrió comentar: "Sí, tal vez tenga razón. Pero también es cierto que eso, en el presente absoluto que nos hemos impuesto para mantener nuestra relación, no quiere decir mayor cosa'. Bashur se alzó ligeramente de hombros y cambiamos de tema.