Read Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero Online
Authors: Álvaro Mutis
Tags: #Relatos, Drama
Un día, cuando saboreábamos unos pollos a la brasa preparados en la parrilla del patio, al pie de la piscina, regados con un Beaujolais joven, que conseguí de casualidad en un almacén de licores de Burbank, a mi cuñada se le ocurrió preguntarle a Maqroll cómo era posible que a un hombre de mar como él pudiera interesarle una empresa tan de tierra adentro como lo eran esas canteras. ¿Quién lo había encaminado a semejante empresa que para nada se avenía con su vida y sus andanzas anteriores? Allí, agregó ella, podían esperarle días muy difíciles. El Gaviero permaneció en silencio un largo rato. Yo estaba acostumbrado a tales ausencias, pero los dueños de casa aún se sorprendían al ver cómo mi amigo podía perderse en la intrincada red de sus recuerdos y en la oculta familiaridad con los demonios confinados en los más abstrusos rincones de su ser. Maqroll nos miró por fin como si regresara de un viaje inconcebible. Fue entonces cuando dijo aquello de sus insólitos días en Amirbar. Jamás, como ya lo dije, había escuchado de sus labios ese nombre. No sabía lo que significaba, ni tenía a mi juicio relación con ninguna de las historias que me relatara en el curso de nuestra vieja amistad.
—¿Qué es Amirbar? ¿Qué significa esa palabra? —preguntó mi hermano Leopoldo sin saber que Maqroll, al responderle, iba a revelar una torturada porción de sus recuerdos, hasta entonces incógnita para nosotros.
Ese día no estaba el Gaviero en ánimo de extenderse sobre el asunto. Se limitó a responder, con la mirada todavía turbia de añoranza y desconsuelo:
—Amirbar era el nombre del ministro encargado de la Flota en el reino de Georgia. Supongo que viene del árabe Al Emir Bahr. Otro día les contaré lo que viví en ese sitio y en otros parecidos, presa del delirio arrasador que la gente llama con ligereza la fiebre del oro.
Como todo lo suyo, la narración de su pasado estaba sometida a una compleja alquimia de humores, climas y correspondencias, y sólo cuando ésta se daba plenamente se abrían las compuertas de su memoria y se lanzaba en largas rememoraciones que no tenían en cuenta ni el tiempo ni la disposición de sus oyentes. Pero también es cierto que, para éstos, la experiencia acababa en una suerte de encantamiento que disolvía la cotidiana rutina de sus vidas.
En la tarde de un domingo, uno de esos días en que el verano de California parece tener una condición de eternidad, como si se hubiera instalado para siempre en medio del sosiego ardiente que llegaba a producir el vago temor de hallarnos ante un fenómeno sobrenatural, se me ocurrió proponer que probáramos un
Old Fashioned
cuya fórmula venía ensayando con resultados que me ofrecían ya una confianza casi absoluta. Se trataba de reemplazar el bourbon por ron de las islas auténtico y de agregar a éste, además de los otros ingredientes, un poco de oporto. Todos estuvieron de acuerdo en que nos lanzáramos al ensayo, si bien noté en el Gaviero un ligero gesto de incertidumbre. Esto no era nuevo para mí ya que, en muchos de nuestros encuentros, él, siempre ortodoxo en relación con el alcohol, no acababa de aprobar mi manía herética de modificar las fórmulas consagradas. El cocktail resultó un éxito. La luz comenzaba a hacerse más tenue y aterciopelada y un tímido ensayo de brisa desalojó el calor de desierto libio que había reinado todo el día. Eran ya casi las ocho de la noche pero había luz para rato. Hablábamos de puertos y Maqroll terminó de narrarnos su encuentro con un guardacostas portugués que quiso detenerlo frente a Oporto. Llevaba contrabando, como era obvio, y Abdul Bashur, su socio, lo esperaba en el puerto con la ansiedad que era de suponer. Se había librado a último momento, pretextando una avería que no daba espera. Al terminar su relato, mi amigo entró en uno de sus pozos de silencio, mientras saboreaba mi fórmula con vaga sonrisa aprobatoria. De repente, se nos quedó mirando como si nos viera por primera vez y dijo:
—Pues esto de las minas de oro es algo sobre lo cual no se puede hablar a la ligera. Es como un lento veneno que nos va invadiendo y del que sólo nos damos cuenta cuando ya es muy tarde. Como un opio furtivo o como esas mujeres en las que, al comienzo, no paramos mientes y, luego, hacen de nuestra vida un infierno ineludible. La primera vez que oí hablar de minas de oro fue por una alusión de mi querido Abdul Bashur, que los dioses tengan a su vera. Me propuso ir a una propiedad de su familia en las montañas del Líbano, en donde, al parecer, habían encontrado rastros de mineral aurífero. Estábamos, entonces, en pleno negocio de contrabando de alfombras, que vendíamos en Suiza a un grupo de arquitectos decoradores, y nos dejaba muy buenas ganancias. Nuestra amiga Ilona servía de intermediaria con los suizos y nosotros nos encargábamos del tráfico y compra de la mercancía. Nada fácil por cierto. La propuesta de Bashur de ir a las minas quedó en el aire y no volvimos a pensar en el asunto. Años después, en Vancouver, cuando buscaba desesperadamente la forma de salir de allí y esperaba a mi amigo el pintor Obregón que me había prometido ir en mi auxilio, me dediqué a recorrer tabernas y bares del puerto en busca de alguien con quien dialogar un poco sobre las cosas del mar y compartir el más tolerable de los whiskies canadienses. Allí encontré un viejo gambusino que había recorrido los más variados lugares del globo en busca del yacimiento que lo sacara de pobre. Le mencioné, como pretexto para continuar la conversación, lo que Bashur me había comentado años atrás.
»—No —me dijo—, en el Líbano no hay nada. Nunca ha habido nada. Ésas son leyendas que corren para amedrentar a los drusos, que son los dueños y señores de la región montañosa y sirven de excusa para desalojarlos de los lugares en donde pastan sus ganados. Es una historia muy complicada. Pero no, no hay nada. Donde sí puede encontrarse todavía oro con relativa facilidad es en las estribaciones de los Andes. Hay que buscar allí las minas abandonadas y volver a intentar el ponerlas a producir.
»Mi interlocutor se lanzó luego a una larga disertación sobre permisos gubernamentales, derechos del beneficio minero y, finalmente, sobre las casi palpables e inmediatas posibilidades que había allí de encontrar oro. Yo desconocía aún la capacidad, casi inagotable, de estos soñadores, víctimas, irredentas de una ansiedad voraz que los corroe y les hace ver espejismos como realidades al alcance de su mano. De Vancouver viajé hasta Baja California y allí me dediqué al cabotaje en el golfo de Cortés, en un barco del que terminé siendo socio con dos oscuros personajes de ascendencia croata que acabaron dejándome en la miseria. Volví, entonces, a recordar las palabras del gambusino canadiense y con el poquísimo dinero que me quedaba resolví emprender la búsqueda de minas abandonadas en el macizo central de las tres cadenas de montañas en las que los Andes van a morir frente al Caribe.
»Bajé por el río hasta el centro del país y en las estribaciones de la cordillera comencé a recorrer los pueblos en donde la tradición de la minería se conservaba aún viva. A fin de familiarizarme con el ambiente de las minas, acepté el cargo de cuidador de unos socavones abandonados a orillas del río Cocora. En otro lugar narré las visiones, terrores y desencantos que me proporcionó esa prueba. Tal vez en ese relato la fantasía ocupe un lugar preponderante, pero ello se debe, sin duda, a que fue mi primer contacto con un ambiente tan distinto y ajeno al que me ha sido familiar toda la vida, que es el del mar, los navíos y los puertos. De Cocora salí ya preparado para emprender una exploración, a fondo y por mi propia cuenta, de una mina de oro registrada a mi nombre. Tras algunos meses de búsqueda llegué al fin a una pequeña población llamada San Miguel, en donde se hablaba todavía de una mina de oro cuyas primeras galerías las había excavado un grupo de alemanes. El nombre de la mina atrajo mi atención, se llamaba La Zumbadora. La gente de Hamburgo había, al parecer, encontrado varias afloraciones de un filón que, al principio, prometía muchísimo. Luego perdieron la esperanza de hallarlo de nuevo y abandonaron el lugar dejando allí herramientas y maquinarias inservibles. Años después, unos ingleses, asociados con ganaderos del lugar, hicieron otro intento de exploración. Tuvieron más suerte que los alemanes y parece que lograron cantidades de oro bastante apreciables. Vino entonces una de las tantas guerras civiles que son endémicas en la región y los propietarios de la mina, junto con los ingenieros y peones que trabajaban en ella, fueron fusilados en uno de los socavones, con el pretexto de que allí almacenaban armas para la insurgencia. Para desaparecer los cadáveres fue dinamitada una galería y el lugar se convirtió en motivo de leyendas de aparecidos. De vez en cuando, alguien subía con intenciones de escarbar en las entrañas de la mina, pero se le veía al poco tiempo descender al pueblo contando historias escalofriantes nacidas, seguramente, del deseo de ocultar su fracaso.
»En San Miguel había un café cuyo dueño era también propietario, en el segundo piso, de algunas habitaciones que solía arrendar a quienes visitaban el lugar: ganaderos en busca de tierras, colectores de impuestos, culebreros vendedores de drogas milagrosas que los domingos se enroscaban al cuello una enorme serpiente semianestesiada y se subían a un cajón para hacer el relato de sus andanzas y el hallazgo consiguiente de la medicina que todo lo curaba. El café, como todos los de la región, era atendido por mujeres, todas de formas opulentas y trajes ceñidos que dejaban ver buena parte de los muslos. Me pareció curioso ver que al café sólo entraban hombres. Algunas esposas o amantes de los parroquianos esperaban en la calle para llevarlos a la casa cuando el aguardiente, después de muchas horas, los dejaba en estado de arrasadora embriaguez. El conductor de un vehículo mixto de pasajeros y carga, que allá suelen llamarse "chivas", con el que recorrí los trescientos kilómetros que separan San Miguel de la capital de provincia, y con quien había establecido una relación muy cordial —era un hombre de esos que aúnan el carácter festivo y llano de la gente de tierra caliente con una inteligencia natural tan notable como infalible—, me puso en relación con el dueño del café, a quien me recomendó muy especialmente. En el trayecto me habló de La Zumbadora y de las consejas que se tejían sobre ella. Cuando le pregunté si pensaba que aún podría encontrarse oro allí, me contestó:
»—Encontrarse se puede encontrar seguramente, lo jodido es buscarlo y para eso hay que tener la cabeza muy serena. Porque el que busca oro siempre acaba medio loco. Ahí está el problema.
»Poco tiempo después recordaría las palabras de Tomasito, que así llamaban a mi amigo, y podría medir toda la verdad que encerraban. Me instalé en una habitación que daba a la plaza del pueblo. Pronto tuve que acostumbrarme al estruendo de voces, vajilla lavada y vasos golpeando en las mesas de latón esmaltado que subía del café hasta muy entrada la noche. Una victrola molía incansablemente tres o cuatro discos, siempre los mismos, cuyas canciones, lamentando la traición de una mujer o su inesperada huida, apenas eran audibles en medio del bullicio. Buena parte del tiempo la pasaba sentado en una mesa del fondo a la que me llevaban, con pausada regularidad, una cerveza floja y de sabor ligeramente medicinal que se anunciaba por caminos y ciudades con un nombre de origen teutón que prometía algo mejor. Allí acabé de informarme sobre La Zumbadora y sus historias de espantos y visitaciones. También fui creando lazos con algunas de las meseras que, cuando escaseaba la clientela, se sentaban a contarme su vida y a pedirme consejo sobre sus amores y tropiezos. Había en todas ellas un inusitado fondo de inocencia que para nada correspondía con la falda corta y ceñida, el maquillaje chillón y el desplazarse entre las mesas contoneando las caderas y exhibiendo el escote que atraía siempre los comentarios salaces de la clientela de machos en estado de ebriedad, alejados de sus casas, perdidas en la bruma de la cordillera. No eran mujeres que se entregaran fácilmente. Para lograrlo había que realizar un largo y convincente cortejo que acogían con una mezcla de escepticismo campesino y aguda malicia de quien ha tenido ya que sortear los malos pasos de una vida al margen de las convenciones, que seguían respetando y a las que soñaban volver para disfrutar de una estabilidad que, en el fondo, representaba la máxima aspiración de sus vidas. La primera vez que invité a una mesera a que me acompañara a mi habitación, me respondió sin enojo pero con acento terminante:
»—Mire, mijo, yo no soy puta ni pienso serlo nunca. Si me ve trabajando aquí es porque tengo que sostener un hijo que tuve con un teniente de la Rural. Al pobre lo mataron los de la CAF y no alcanzamos a casarnos. A lo mejor ni lo hubiera hecho, pero me lo había prometido. Usted se ve buena persona y se me hace que ha andado mucho mundo. Le doy un consejo: si alguna vez quiere de veras tener relación con alguna de nosotras, tiene que ponerle mucho cariño al asunto. Sólo así, y tampoco le puedo asegurar que tenga éxito. ¿Le traigo otra cervecita?
»Era tan directa y clara la puesta en orden que me había dado la mujer que para seguir conversando con ella le pedí otra cerveza, aunque cada vez que terminaba una botella del insípido brebaje me prometía no repetir. Conversamos largamente y resultó ser una fuente de información bastante valiosa. Sus padres vivían no muy lejos de los socavones de La Zumbadora, que ella conocía muy bien. Era una mujer alta, de piernas y brazos delgados y nervudos, pechos pequeños y firmes, caderas estrechas y prominentes nalgas de adolescente. El rostro, también delgado, mostraba una barbilla alargada y un labio inferior carnoso que le daba un aire vago de infanta española que se desvanecía de inmediato en la expresión desorbitada de unos ojos color tabaco oscuro y las cejas renegridas y espesas que casi se confundían con el nacimiento del pelo, alborotado y crespo, dejando apenas espacio para una frente ligeramente hundida que le añadía un aspecto inquietante, por entero en desacuerdo con su carácter jovial y un marcado sentido del humor que dosificaba con su conocimiento de los hombres, adquirido más en su oficio de mesera que en el lecho. Nuestra amistad llegó a ser muy firme y no se nos ocurrió transformarla en otra cosa. A menudo, cuando advertía que yo estaba abstraído en la lectura de algunos de los libros sobre mineralogía que llevaba conmigo o en cualquier otro de los que siempre me acompañan, se sentaba a mi lado en espera de la llamada de algún parroquiano.
»De paso por Martinica, camino a mi aventura de minero, había adquirido a bajo precio en una librería de lance de Pointe-á-Pitre, algunos tratados que pensé podían serme útiles:
Géologie Moderne
, de Poivre D'Antheil,
Minéralogie Apliquée
, de Benoît-Testut y
L'Or, le Cuivre, l'Argent, le Manganèse
, un fatigado mamotreto de fines del siglo XVIII escrito por un tal Lorenzo Spataro, lleno de buen sentido y de observaciones tan sensatas como fáciles de aplicar. Para aliviar la aridez de estas lecturas, traía conmigo un libro que me proporcionaba un placer indecible, era
Les Guerres de Vendée
, de Émile Gabory. Esta obra, de una riqueza documental y de una clara inteligencia para presentar los personajes y hechos de la época que evocaba, muy difíciles de encontrar en obras de una abrumadora pesadez académica, me introducía en los laberintos de la historia con la amable ligereza con la que deben contarse las anécdotas galantes. La gesta de la Vendée me ha atraído siempre en forma singular. Constituye la respuesta del más lúcido y exquisito de los siglos de la Europa Occidental, a la brutalidad de un carnaval sangriento que desembocó en el sombrío y mezquino siglo XIX.