Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero (54 page)

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Authors: Álvaro Mutis

Tags: #Relatos, Drama

BOOK: Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero
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«Los aseguradores me citaron en Caracas para estudiar la póliza del
Alción
e indemnizar a la marinería y a los oficiales. Desde allí envié a Warda y a Bashur sendos telegramas informándoles del naufragio. Esperé durante un tiempo prudencial la respuesta a estas comunicaciones. Ese hermetismo absoluto comenzó a preocuparme. Mientras tanto, la idea de viajar a Recife comenzó a convertírseme en una obsesión que no me abandonaba un instante. Ahora tenía un carácter más apremiante y necesario. Cualquiera que pudiera ser la determinación de Warda respecto al futuro, me resultaba insufrible pensar que no la volvería a ver. La despedida en Kingston no podía ser la definitiva. Se me acumulaban en la mente todas las cosas que no le había dicho durante nuestra vida en común. Entonces me parecían poco importantes y casi innecesarias; nuestros gestos, nuestra relación erótica, nuestras simpatías y fobias compartidas hacían que sobraran las palabras. Ahora, éstas tornaban a ejercer su dominio, su premiosa insistencia. Eran los eslabones que vendrían a crear un nuevo vínculo o a prolongar el anterior partiendo de otros elementos. El resultado fue que, terminadas las diligencias en Venezuela, tomé un avión para Recife. ¿Conoce usted Recife?». Le contesté que había estado allí dos veces y que guardaba un recuerdo inolvidable de esa ciudad entre portuguesa y africana que tenía para mí un encanto indefinible. «También a mí me atrajo muchísimo las primeras veces que toqué en ella con un barco cisterna que transportaba materias químicas desde Bremen. Pero en esta ocasión, la belleza misma de la ciudad, el atractivo de sus puentes, sus plazas y sus edificios, todo ligeramente erosionado y a punto de derrumbarse, contribuyeron a hacer aún más intolerables los días que pasé allí pendiente de noticias de Warda. Noticias que me empeñaba en esperar, más por impulso de mis deseos y ansiedades que por razones reales y tangibles. Ella me había dicho que nos veríamos allí, pero en sus palabras estaba implícita la reserva de lo que sucedería a su regreso al Líbano. Recordando, reconstruyendo punto por punto sus palabras y gestos, esta cita en Recife me parecía evidentemente una ilusión, un consuelo imaginado por ella para no darle a nuestra despedida en Kingston el dramatismo de un adiós irremediable. Ya no sabía muy bien qué pensar sobre todo esto. Cuánto era lo que mi imaginación construía, sin más bases que mis propios sueños, y cuánto lo que estaba sucediendo en realidad. Visitaba los hoteles en donde suponía que Warda pudiera alojarse. Me convertí en un personaje original y hasta sospechoso para los barman y la gente de la recepción. Me veían entrar y movían negativamente la cabeza con una sonrisa en donde la compasión comenzaba a hacerse más evidente, mezclada también con un leve fastidio, como el que producen los maniáticos o los dementes. Llegué a odiar la ciudad y a achacarle la culpa de todo. El calor se iba haciendo insoportable y no me ocupaba en buscar un nuevo trabajo, que requería con cierta urgencia porque mis fondos empezaban a agotarse. El seguro sólo sería liquidado en su totalidad hasta dentro de un año y previa una minuciosa investigación del naufragio del
Tramp Steamer
.

»Finalmente, en la oficina de correos me dijeron que había algo para mí. Era una larga carta de mi amiga. No voy a leérsela. No hay nada en ella que no hayamos hablado usted y yo. Simplemente es que leerla en voz alta, dada la fluida naturalidad de su escritura, sería un poco como escucharla de viva voz. No podría resistirlo. La puedo resumir muy fácilmente. Warda me describe su llegada al Líbano y su inmediato ajuste con el medio social y familiar. Sus sueños europeos y de otro orden se habían esfumado de inmediato y perdido toda razón y consistencia. Quedaban los sentimientos que la unían a mí. Estos estaban intactos, pero, a partir de ellos, no había lugar para construir nada, para esperar nada que no fuera una descalabrada experiencia que haría de nuestra relación una madeja de reclamos silenciados, de culpas y frustraciones disfrazadas. Lo de siempre, en fin, cuando se parte de una distorsión de la realidad y tomamos nuestros deseos por verdades incontrovertibles. No iría a Recife ni pensaba verme de nuevo en parte alguna. Le dolía tremendamente que el naufragio del
Tramp Steamer
se hubiera interpuesto en su decisión de quedarse en tierra y someterse a las leyes y costumbres de su gente. Parecía que las palabras de Abdul se hubiesen cumplido. No había tal, ni yo debía pensar así. El barco, preciso era confesarlo, estaba en condiciones de sucumbir en cualquier momento. Era casi un milagro que hubiera perdurado, cumpliendo una tarea tan superior a sus fuerzas. Venían luego unas consideraciones sobre mi persona y las virtudes y cualidades que Warda le atribuía, evidentemente magnificadas por el recuerdo de los buenos días que pasamos juntos y por la nostalgia de saber que nunca más nos íbamos a encontrar. Nunca he sido hombre con mucho éxito entre las mujeres. Yo creo que las aburro un poco. Lo que ella vio en mí es, quizás, un cierto orden, una cierta distancia que interpongo para resguardarme de los hombres y sus necedades, y que a Warda le fueron de inmensa utilidad para disipar sus lucubraciones europeizantes. Conmigo aprendió que los seres son iguales en el mundo entero y los mueven iguales mezquinas pasiones y sórdidos intereses, tan efímeros como semejantes en todas las latitudes. Con esa convicción bien afirmada, el regreso a lo suyo era fácilmente predecible y demostraba una madurez muy rara en una mujer de nuestros días.

»En Recife acepté llevar un buque tanque para ser reparado en Belfast y así torné a mi vida de antes de mi encuentro en Amberes con Bashur y el Gaviero. Pero Warda había llenado a tal punto mi vida y las fibras más secretas de mi cuerpo, que su ausencia me dejó un vacío que ya nada podrá llenar. Ya se lo dije al comienzo: cumplo como un autómata con la función de ir viviendo. Dejo que las cosas sucedan a su antojo, sin buscar consuelo o alivio en el desorden que a menudo plantean para engañarnos. Me doy cuenta, también, de que esta historia que le he contado puede resultar, como al principio le advertí, bastante manida y simple. Si usted hubiera visto, así fuera por un instante, a Warda, si hubiera escuchado su voz, vería cómo todo tiene un sentido muy diferente. Había algo en ella de aparición inconcebible que no puede decirse con palabras y sólo conociéndola lograría explicarse la desmesurada fortuna que fue estar a su lado y la tortura inaudita que ha sido perderla».

Nos quedamos, como ya era usual, en silencio durante más de una hora. De pronto Iturri se incorporó de su silla y, tendiéndome la mano, me dijo, dándome un largo y caluroso apretón que intentaba reemplazar palabras que su reserva de vasco arquetípico le impedía pronunciar: «No sé si nos veremos mañana. Debo bajar muy temprano para presentarme en los muelles y embarcar en el carguero belga que me llevará hasta Adén. Fue un placer muy grande haberlo conocido y saber que su simpatía por el pobre
Tramp Steamer
que se le apareció en Helsinki nos unirá para siempre. Buenas noches». Le respondí con algunas frases deshilvanadas. La carga de emoción de su despedida, que me transmitió al instante, no me permitió decirle lo que había sido para mí el conocer la otra parte de la historia del
Alción
y de su capitán. Cuando me fui a acostar comenzaba a amanecer. Sólo hasta el mediodía vendría a recogerme el auto de la empresa. Antes de entrar en un sueño que necesitaba sobremanera, alcancé a meditar en la historia que había escuchado. Los hombres —pensé— cambian tan poco, siguen siendo tan ellos mismos, que sólo existe una historia de amor desde el principio de los tiempos, repetida al infinito sin perder su terrible sencillez, su irremediable desventura. Dormí profundamente y, contra mi costumbre, no soñé cosa alguna.

A
MIRBAR

A la memoria de mi abuelo

Jerónimo Jaramillo Uribe, que

alguna vez buscó oro a orillas del

río Coello en el Tolima.

La vie n'est q'une succession de défaites. Il y a des belles façades —il en est de pires. Mais derrière les belles, presque autant que derrière les pires, la défaite, toujours la défaite et encore la défaite —ce qui n'empêche pas de chanter victoire, car au fond l'homme n'est réellement vaincu que par la mort— mais encore, uniquement parce qu'elle lui ôte tout moyen de proclamer contra l'évidence qu'il ne l'est pas. Alors, il s'est fait même un allié de la mort et il compte beaucoup sur elle pour lui donner toute la gloire que lui a refusée la vie
.

P
IERRE
R
EVERDY,
Le livre de mon bord

… porque mulleres en las minas sembla cosa del dimoni e es provado que ningun profit se saca de hacerlas treballar allí. Al contrari, los celos y tropelías que con ello suceden sont de molt perill para tots
.

S
HAMUEL DE
C
ÓRCEGA,
Verídica estoria

de las minas que la judería laboró sin provecho

en los montes de Axartel

Imprenta Capmany, 1776, Soller, Mallorca.

«L
OS días más insólitos de mi vida los pasé en Amirbar. En Amirbar dejé jirones del alma y buena parte de la energía que encendió mi juventud. De allí descendí tal vez más sereno, no sé, pero cansado ya para siempre. Lo que vino después ha sido un sobrevivir en la terca aventura de cada día. Poca cosa. Ni siquiera el océano ha logrado restituirme esa vocación de soñar despierto que agoté en Amirbar a cambio de nada».

Esas palabras del Gaviero me habían dejado pensativo. Como nunca fue hombre dado a confidencias de ese orden y sí al relato escueto de sus andanzas, sin sacar conclusiones ni derivar moral alguna, la evocación de sus días en Amirbar me causó especial curiosidad. Decaído como se encontraba, agotado por el largo tratamiento a que tuvo que someterse para terminar con la malaria que lo estaba matando, el Gaviero había dejado escapar palabras que abrían un resquicio revelador del oculto mundo de derrotas sobre el que solía ejercer una vigilancia inflexible. Las había pronunciado mientras tomábamos el sol en el patio de la casa de mi hermano Leopoldo en Northridge, en medio del verano transparente e interminable del Valle de San Fernando, en California. Era notorio que, con ellas, indicaba su deseo de abrir las compuertas a recuerdos por alguna razón guardados celosamente hasta ahora. Muchas habían sido, en el curso de nuestra amistad, las ocasiones en que gustaba referir episodios de su vida. Jamás había hecho mención de los días en Amirbar, ni sabía yo, entonces, a qué aludía con ese nombre.

En las semanas que siguieron nos contó, en efecto, mientras ganaba fuerzas para viajar a la costa peruana, sus experiencias de buscador de oro en la cordillera y el naufragio de sus miríficos proyectos en las intrincadas galerías de Amirbar. Pero antes de transcribirlas para mis lectores, no está de más que les relate las circunstancias de nuestro encuentro en aquella ocasión. Son tan características del talante y el destino de Maqroll que sería imposible dejarlas de lado. El atajo que debo tomar no es largo y, repito, creo que bien vale la pena recorrerlo para mejor provecho de lo que ha de venir después.

Cómo había ido a parar el Gaviero al cuarto de un infecto motel perdido en el trayecto más impersonal y sombrío de La Brea Boulevard, fue lo primero que me pregunté en el camino. Estaba yo en Los Ángeles en un viaje de trabajo y pasaba buena parte del día en los estudios de Burbank. Una noche, cuando fui a retirar mi correspondencia en la recepción del Hotel Chateau —Marmont, donde siempre me hospedaba cuando iba por razones de negocios—, me entregaron un escueto recado, escrito en una hoja manchada de grasa y sin membrete: «Estoy en La Brea 1644. Venga tan pronto pueda. Lo necesito. Maqroll». Firmaba con una letra un tanto insegura que, al pronto, no reconocí. Subí a mi habitación para dejar unos papeles y salí de inmediato a ver a mi amigo. No solía enviar recados tan apremiantes y los temblorosos rasgos de su nombre indicaban que debía hallarse en un estado de salud más que precario. El número mencionado era el de un sórdido motelucho con una angosta entrada para autos que se prolongaba en una hilera de habitaciones con números pintados en tinta de un rabioso color limón. Tres o cuatro coches estaban estacionados frente a las habitaciones con luz en las ventanas. El Gaviero había olvidado indicarme el número de su cuarto, o quizá prefirió que hablara antes con el portero, recluido en un estrecho cubículo al comienzo de la fila de cuartos. Toqué en los vidrios y salió a abrirme un hombre corpulento y despeinado, vestido con una camiseta marrón y unos bermudas que le ceñían la cintura debajo de un prominente estómago de bebedor de cerveza. Hablaba un inglés menos que básico con marcado acento árabe. Una profunda cicatriz le cruzaba la cara desde el centro de la frente, descendía por la nariz y terminaba en medio de la barbilla. Mencioné el nombre de mi amigo y, en lugar de indicarme el número de su cuarto, me hizo pasar al reducido y maloliente espacio de lo que podía tomarse como su oficina. Entró de lleno en materia, sin siquiera presentarse:

—Lo he estado esperando. Su amigo me dijo que se conocen desde hace muchos años. También yo lo conozco hace mucho y le debo varios favores. Pero el dueño de este lugar es un judío que no perdona ni entiende razones. Nuestro hombre debe ya tres semanas de renta y esta noche viene Michaelis a cobrar. Sería bueno que usted me diera el dinero correspondiente. No quiero mandar a la calle al Gaviero en el estado en que está. Son noventa y cinco dólares en total.

Habló con más inquietud que brusquedad. Era claro que se hallaba entre la espada y la pared. Le di el dinero y, cuando me extendía el recibo, entró su esposa, una mujer también alta, que debió ser muy bella en otro tiempo pero cuya extrema delgadez y rostro macilento le daban un aspecto fantasmal. También hablaba con un fuerte acento del Medio Oriente. Me saludó con sonrisa desvaída y, en un francés un poco más fluido y comprensible que el inglés del portero, me comentó que se alegraba mucho de mi arribo. Mi amigo necesitaba con urgencia ayuda y la compañía de alguien. Me despedí de ellos y fui a la habitación que me habían indicado. Resultó ser contigua a la portería, pero, por vaya a saberse qué capricho, tenía el número 9.

La puerta no estaba con llave. Entré después de golpear con los nudillos y una voz apagada ordenó:

—Pase, pase, no está cerrada.

Allí yacía Maqroll el Gaviero, tendido en una cama con sábanas de un desteñido rosa en las que el sudor dejaba amplias manchas oscuras. El hombre temblaba violentamente. Los ojos desencajados y brillantes tenían una expresión agónica y desesperada. La barba de varias semanas, entrecana e hirsuta, contribuía aún más a darle un aspecto de fatal desamparo. La decoración del cuarto, con desvaídas reproducciones de desnudos femeninos y el imprescindible espejo frente al lecho, encima de un tocador adornado con polvorientos volantes también de color rosa, daba un toque entre patético y grotesco a la presencia del Gaviero en ese lugar. Me indicó con la mano que me sentara en la única silla de brazos, forrada en grasienta cretona de flores de color ya indefinido. La acerqué a la cabecera del lecho y tomé asiento, en espera de que pasara un poco el acceso de fiebre que le impedía hablar con claridad. Tomó de la mesa de noche un frasco de pastillas y se echó dos en la boca. Las tragó con un poco de agua que, con gran dificultad, se sirvió de una jarra que había en la misma mesa. Sus manos temblaban en tal forma que la mitad del agua se regó sobre las sábanas. Hice el gesto de ayudarle pero me rechazó con una sombra de sonrisa en los labios. Los dientes entrechocaban cuando intentaba hablar. Esperamos un rato en silencio mientras la medicina hacía efecto. Transcurrió un cuarto de hora o más y el temblor cedió paulatinamente. Cuando pudo hablar, su voz se escuchaba con mayor firmeza.

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